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El Hobbit, por JRR Tolkein, Part (14)

Part (14)

Aunque era sólo una sombra negra en el brillo de sus propios ojos, Bilbo alcanzaba a verlo o sentirlo: tenso corno la cuerda de un arco, dispuesto a saltar. Bilbo casi dejó de respirar y también se quedó quieto. Estaba desesperado. Tenía que escapar, salir de aquella horrible oscuridad mientras le quedara alguna fuerza. Tenía que luchar. Tenía que apuñalar a la asquerosa criatura, sacarle los ojos, matarla. Quería matarlo a él. No, no sería una lucha limpia. El era invisible ahora. Gollum no tenía espada. No había amenazado matarlo, o no lo había intentado aún. Y era un ser miserable, solitario, perdido. Una súbita comprensión, una piedad mezclada con horror asomó en el corazón de Bilbo: un destello de interminables días iguales, sin luz ni esperanza de algo mejor, dura piedra, frío pescado, pasos furtivos, y susurros. Todos estos pensamientos se le cruzaron como un relámpago. Se estremeció. Y entonces, de pronto, en otro relámpago, como animado por una energía y una resolución nuevas, saltó hacia adelante. No un gran salto para un hombre, pero un salto a ciegas. Saltó directamente sobre la cabeza de Gollum, a una distancia de siete pies y tres de altura; por cierto, y no lo sabía, apenas evitó que se le destrozara el cráneo contra el arco del túnel. Gollum se lanzó hacia, atrás e intentó atrapar al hobbit cuando volaba sobre él, pero demasiado tarde: las manos golpearon el aire tenue, y Bilbo, cayendo limpiamente sobre los pies vigorosos, se precipitó a bajar por el nuevo pasadizo, No se volvió a mirar qué hacía Gollum. Al principio oyó siseos y maldiciones detrás de él, muy cerca; luego cesaron. Casi en seguida sonó un aullido que helaba la sangre, un grito de odio y desesperación. Gollum estaba derrotado. No se atrevía a ir más lejos, había perdido: había perdido su presa, y había perdido también la única cosa que había cuidado alguna vez, su precioso. El aullido dejó a Bilbo con el corazón en la boca. Ya débil como un eco, pero amenazadora, la voz venía desde atrás. —¡Ladrón, ladrón, ladrón! ¡Bolsón! ¡Lo odiamos, lo odiamos, lo odiamos para siempre! 57

No se oyó nada más. Pero el silencio también le parecía amenazador a Bilbo. "Si los trasgos están tan cerca que él puede olerlos" pensó, "tienen que haber oído las maldiciones y chillidos. Cuidado ahora, o esto te llevará a cosas peores." El pasadizo era bajo y de paredes toscas. No parecía muy difícil para el hobbit, excepto Cuando, a pesar de andar con mucho cuidado, tropezaba de nuevo, y así muchas veces, golpeándose los dedos de los pies contra las piedras del suelo, molestas y afiladas. "Un poco bajo para los trasgos, al menos para los grandes", pensaba Bilbo, no sabiendo que aun los más grandes, los orcos de las montañas, avanzan encorvados a gran velocidad, con las manos casi en el suelo. Pronto el pasadizo, que había estado bajando, comenzó a subir otra vez, y de pronto ascendió abruptamente. Bilbo tuvo que aflojar la marcha, pero por fin la cuesta acabó; luego de un recodo, el pasadizo descendió de nuevo, y allá, al pie de una corta pendiente, vio que del costado de otro recodo venía un reflejo de luz. No una luz roja, como de linterna o de fuego, sino una luz pálida de aire libre. Bilbo echó a correr. Corriendo tanto como le aguantaban las piernas, dobló el último recodo y se encontró en medio de un espacio abierto, donde la luz, luego de todo aquel tiempo a oscuras, parecía deslumbrante. En verdad, era sólo la luz del sol que se filtraba por el hueco de una puerta grande, una puerta de piedra, que habían dejado entornada. Bilbo parpadeó, y de pronto vio a les trasgos; trasgos armados de pies a cabeza, con las espadas desenvainadas, sentados a la vera de la puerta y observándolo con los ojos abiertos, observando el pasadizo por donde había aparecido. Estaban preparados, atentos, dispuestos a cualquier cosa. Lo vieron antes que él pudiese verlos. Sí, lo vieron, Fuese un accidente o el último truco del anillo antes de tomar nuevo amo, no lo tenía en el dedo. Con aullidos de entusiasmo, los trasgos se abalanzaron sobre él. Una punzada de miedo y pérdida, como un eco de la miseria de Gollum, hirió a Bilbo, y olvidando desenvainar la espada, metió las manos en los bolsillos. Y allí en el bolsillo izquierdo estaba el anillo, y él mismo se le deslizó en el dedo índice. Los trasgos se detuvieron bruscamente. No podían ver nada del hobbit. Había desaparecido. Había desaparecido. Chillaron dos veces, tan alto como antes, pero no con tanto entusiasmo. —¿Dónde está? —gritaron. —¡Se volvió pasadizo arriba! —dijeron algunos. —¡Fue por aquí! —aullaron unos—, ¡Fue por allá! —aullaron otros. —¡Cuidad la puerta! —ordenó el capitán. Sonaron silbatos, las armaduras se entrechocaron, las espadas golpetearon, los trasgos maldijeron y juraron, corriendo acá y acullá, cayendo unos sobre otros y enojándose mucho. Hubo un terrible clamoreo, una conmoción y un alboroto. 58

Bilbo estaba de veras aterrorizado, pero tenía aún bastante juicio para entender qué había ocurrido, y para esconderse detrás de un barril que guardaba la bebida de los trasgos centinelas, y salir así del apuro y evitar que lo golpearan y patearan hasta darle muerte, a que lo capturasen por el tacto. —¡He de alcanzar la puerta, he de alcanzar la puerta! —seguía diciéndose, pero pasó largo rato antes de que se atreviera a intentarlo. Lo que siguió entonces fue horrible, como si jugaran a una especie de gallina ciega. El lugar estaba abarrotado de trasgos que corrían de un lado a otro, y el pobrecito hobbit se escurrió aquí y allá, fue derribado por un trasgo que no pudo entender con qué había tropezado, escapó a gatas, se deslizó entre las piernas del capitán, se puso de pie, y corrió hacia la puerta. La puerta estaba abierta, pero un trasgo la había entornado todavía más. Bilbo empujó, y no consiguió moverla. Trató de escurrirse por la abertura y quedó atrapado. ¡Era horrible! Los, botones se le habían encajado entre el canto y la jamba de la puerta. Allí fuera alcanzaba a ver el aire libre: había unos pocos escalones que descendían a un valle estrecho con montanas altas alrededor: el sol apareció detrás de una nube y resplandeció más allá de la puerta; pero él no podía cruzarla. De pronto, uno de los trasgos que estaban dentro gritó: —¡Hay una sombra al lado de la puerta! ¡Algo está ahí fuera! — A Bilbo el corazón se le subió a la boca. Se retorció, aterrorizado. Los botones saltaron en todas direcciones. Atravesó la puerta, con la chaqueta y el chaleco rasgados, y brincó escalones abajo como una cabra, mientras los trasgos desconcertados recogían aún los preciosos botones de latón, caídos en el umbral. Por supuesto, en seguida bajaron tras él, persiguiéndolo, gritando y ululando por entre los árboles. Pero el sol no les gusta: les afloja las piernas, y la cabeza les da vueltas. No consiguieron encontrar a Bilbo, que llevaba el anillo puesto, y se escabullía entre las sombras de los árboles, corriendo rápido y en silencio y manteniéndose apartado del sol; pronto volvieron gruñendo y maldiciendo a guardar la puerta. Bilbo había escapado. DE LA SARTÉN AL FUEGO Bilbo había escapado de los trasgos, pero no sabía dónde estaba. Había perdido el capuchón, la capa, la comida, el poney, sus botones y sus amigos. Siguió adelante, hasta que el sol empezó a hundirse en el poniente, detrás de las montañas. Las sombras cruzaban el sendero, y Bilbo miró hacia atrás, luego miró hacia adelante, y no pudo ver más que crestas y vertientes que descendían hacia las tierras bajas, y llanuras que asomaban de vez en cuando entre los árboles. —¡Cielos! —exclamó—. ¡Parece que estoy justo al otro lado de las Montanas Nubladas, al borde de las Tierras de Más Allá! ¿Dónde y adónde habrán tenido que ir los enanos y Gandalf? ¡Sólo espero que por ventura no estén todavía allá atrás en poder de los trasgos! 59

Continuó caminando, fuera del pequeño y elevado valle, por el borde, y bajando luego las pendientes; mas en todo este tiempo un pensamiento muy incómodo iba creciendo dentro de él. Se preguntaba si no estaba obligado, ahora que tenía el anillo mágico, a regresar a los horribles, horribles túneles y buscar a sus amigos, Acababa de decidir que no podía escapar a ese deber, que tenía que volver atrás —y esto hacía que se sintiera muy desdichado— cuando oyó voces. Se detuvo y escuchó. No parecían trasgos; de modo que se arrastró con mucho cuidado hacia adelante. Estaba en un sendero pedregoso que serpenteaba hacia abajo, con una pared rocosa a la izquierda; al otro lado el terreno descendía en pendiente, y bajo el nivel del sendero había unas cañadas donde crecían matorrales y arbustos. En una de estas cañadas, bajo los arbustos, había gente hablando Se arrastró todavía más cerca, y de súbito vio, asomado entre dos grandes peñascos, una cabeza con capuchón rojo: era Balin que oteaba alrededor. Bilbo tenía ganas de palmotear y gritar de alegría, pero no lo hizo. Todavía llevaba puesto el anillo, por miedo de encontrar algo inesperado y desagradable, y vio que Balin estaba mirando directamente hacia él sin verlo. "Les daré a todos una sorpresa", pensó mientras se metía a gatas entre los arbustos del borde de la cañada. Gandalf estaba deliberando con los enanos. Hablaban de todo lo que había ocurrido en los túneles, preguntándose y discutiendo qué irían a hacer ahora. Los enanos refunfuñaban, y Gandalf decía que de ninguna manera podían continuar el viaje dejando al señor Bolsón en manos de los trasgos, sin tratar de saber si estaba vivo o muerto, y sin tratar de rescatarlo. —Al fin y al cabo es mi amigo —dijo Gandalf—, y una buena persona. Me siento responsable. Ojalá no lo hubieseis perdido. Los enanos querían saber ante todo por qué razones lo habían traído con ellos, por qué no había podido mantenerse cerca y venir también, y por qué el mago no había elegido a alguien más sensato. —Hasta ahora ha sido una carga de poco provecho —dijo uno—, Si tenemos que regresar a esos túneles abominables a, buscarlo, entonces maldito sea, digo yo. Gandalf contestó enfadado: —Lo traje, y no traigo cosas que no sean de provecho. O me ayudáis a buscar lo, o me voy y os dejo aquí para que salgáis de este embrollo como mejor podáis. Si al menos lo encontráramos, me lo agradeceríais antes de que haya pasado todo. ¿Por qué tuviste que dejarlo caer, Dori? —¡Tú mismo lo hubieses dejado caer —dijo Dori—, si de pronto un trasgo te hubiese aferrado las piernas por detrás en la oscuridad, te hiciese tropezar, y te patease la espalda! —En ese caso, ¿por qué no lo recogiste de nuevo? —¡Cielos! ¡Y aún me lo preguntas! ¡Los trasgos luchando y mordiendo en la oscuridad, todos cayendo sobre otros cuerpos y golpeándose! Tú casi me tronchas la cabeza con Glamdrin, y Thorin daba tajos a diestra y siniestra con 60

Orcrist. De pronto echaste una de esas luces que enceguecen y vimos que los trasgos retrocedían aullando. Gritaste: '¡Seguidme todos!' y todos tenían que haberte seguido. Creímos que todos lo hacían. No hubo tiempo para contar, como tú sabes muy bien, hasta que nos abrimos paso entre los centinelas, salimos por la puerta más baja, y descendimos hasta aquí atropellándonos. Y aquí estamos, sin el saqueador, ¡que el cielo lo confunda! —¡Y aquí está el saqueador! —dijo Bilbo adelantándose y metiéndose entre ellos, y quitándose el anillo. ¡Señor, cómo saltaron! Luego hubo gritos de sorpresa y alegría. Gandalf estaba tan atónito como cualquiera de ellos, pero quizá más complacido que los demás. Llamó a Balín y le preguntó qué pensaba de un centinela que permitía que la gente llegara así sin previo aviso. Por supuesto, la reputación de Bilbo creció mucho entre los enanos a partir de ese momento. Si, a pesar de las palabras de Gandalf, dudaban aún de que era un saqueador de primera clase, no lo dudaron más.

Part (14) Teil (14) Part (14)

Aunque era sólo una sombra negra en el brillo de sus propios ojos, Bilbo alcanzaba a verlo o sentirlo: tenso corno la cuerda de un arco, dispuesto a saltar. Bilbo casi dejó de respirar y también se quedó quieto. Estaba desesperado. Tenía que escapar, salir de aquella horrible oscuridad mientras le quedara alguna fuerza. Tenía que luchar. Tenía que apuñalar a la asquerosa criatura, sacarle los ojos, matarla. Quería matarlo a él. No, no sería una lucha limpia. El era invisible ahora. Gollum no tenía espada. No había amenazado matarlo, o no lo había intentado aún. Y era un ser miserable, solitario, perdido. Una súbita comprensión, una piedad mezclada con horror asomó en el corazón de Bilbo: un destello de interminables días iguales, sin luz ni esperanza de algo mejor, dura piedra, frío pescado, pasos furtivos, y susurros. Todos estos pensamientos se le cruzaron como un relámpago. Se estremeció. Y entonces, de pronto, en otro relámpago, como animado por una energía y una resolución nuevas, saltó hacia adelante. No un gran salto para un hombre, pero un salto a ciegas. Saltó directamente sobre la cabeza de Gollum, a una distancia de siete pies y tres de altura; por cierto, y no lo sabía, apenas evitó que se le destrozara el cráneo contra el arco del túnel. Gollum se lanzó hacia, atrás e intentó atrapar al hobbit cuando volaba sobre él, pero demasiado tarde: las manos golpearon el aire tenue, y Bilbo, cayendo limpiamente sobre los pies vigorosos, se precipitó a bajar por el nuevo pasadizo, No se volvió a mirar qué hacía Gollum. Al principio oyó siseos y maldiciones detrás de él, muy cerca; luego cesaron. Casi en seguida sonó un aullido que helaba la sangre, un grito de odio y desesperación. Gollum estaba derrotado. No se atrevía a ir más lejos, había perdido: había perdido su presa, y había perdido también la única cosa que había cuidado alguna vez, su precioso. El aullido dejó a Bilbo con el corazón en la boca. Ya débil como un eco, pero amenazadora, la voz venía desde atrás. —¡Ladrón, ladrón, ladrón! ¡Bolsón! ¡Lo odiamos, lo odiamos, lo odiamos para siempre! 57

No se oyó nada más. Pero el silencio también le parecía amenazador a Bilbo. "Si los trasgos están tan cerca que él puede olerlos" pensó, "tienen que haber oído las maldiciones y chillidos. Cuidado ahora, o esto te llevará a cosas peores." El pasadizo era bajo y de paredes toscas. No parecía muy difícil para el hobbit, excepto Cuando, a pesar de andar con mucho cuidado, tropezaba de nuevo, y así muchas veces, golpeándose los dedos de los pies contra las piedras del suelo, molestas y afiladas. "Un poco bajo para los trasgos, al menos para los grandes", pensaba Bilbo, no sabiendo que aun los más grandes, los orcos de las montañas, avanzan encorvados a gran velocidad, con las manos casi en el suelo. Pronto el pasadizo, que había estado bajando, comenzó a subir otra vez, y de pronto ascendió abruptamente. Bilbo tuvo que aflojar la marcha, pero por fin la cuesta acabó; luego de un recodo, el pasadizo descendió de nuevo, y allá, al pie de una corta pendiente, vio que del costado de otro recodo venía un reflejo de luz. No una luz roja, como de linterna o de fuego, sino una luz pálida de aire libre. Bilbo echó a correr. Corriendo tanto como le aguantaban las piernas, dobló el último recodo y se encontró en medio de un espacio abierto, donde la luz, luego de todo aquel tiempo a oscuras, parecía deslumbrante. En verdad, era sólo la luz del sol que se filtraba por el hueco de una puerta grande, una puerta de piedra, que habían dejado entornada. Bilbo parpadeó, y de pronto vio a les trasgos; trasgos armados de pies a cabeza, con las espadas desenvainadas, sentados a la vera de la puerta y observándolo con los ojos abiertos, observando el pasadizo por donde había aparecido. Estaban preparados, atentos, dispuestos a cualquier cosa. Lo vieron antes que él pudiese verlos. Sí, lo vieron, Fuese un accidente o el último truco del anillo antes de tomar nuevo amo, no lo tenía en el dedo. Con aullidos de entusiasmo, los trasgos se abalanzaron sobre él. Una punzada de miedo y pérdida, como un eco de la miseria de Gollum, hirió a Bilbo, y olvidando desenvainar la espada, metió las manos en los bolsillos. Y allí en el bolsillo izquierdo estaba el anillo, y él mismo se le deslizó en el dedo índice. Los trasgos se detuvieron bruscamente. No podían ver nada del hobbit. Había desaparecido. Había desaparecido. Chillaron dos veces, tan alto como antes, pero no con tanto entusiasmo. —¿Dónde está? —gritaron. —¡Se volvió pasadizo arriba! —dijeron algunos. —¡Fue por aquí! —aullaron unos—, ¡Fue por allá! —aullaron otros. —¡Cuidad la puerta! —ordenó el capitán. Sonaron silbatos, las armaduras se entrechocaron, las espadas golpetearon, los trasgos maldijeron y juraron, corriendo acá y acullá, cayendo unos sobre otros y enojándose mucho. Hubo un terrible clamoreo, una conmoción y un alboroto. 58

Bilbo estaba de veras aterrorizado, pero tenía aún bastante juicio para entender qué había ocurrido, y para esconderse detrás de un barril que guardaba la bebida de los trasgos centinelas, y salir así del apuro y evitar que lo golpearan y patearan hasta darle muerte, a que lo capturasen por el tacto. —¡He de alcanzar la puerta, he de alcanzar la puerta! —seguía diciéndose, pero pasó largo rato antes de que se atreviera a intentarlo. Lo que siguió entonces fue horrible, como si jugaran a una especie de gallina ciega. El lugar estaba abarrotado de trasgos que corrían de un lado a otro, y el pobrecito hobbit se escurrió aquí y allá, fue derribado por un trasgo que no pudo entender con qué había tropezado, escapó a gatas, se deslizó entre las piernas del capitán, se puso de pie, y corrió hacia la puerta. La puerta estaba abierta, pero un trasgo la había entornado todavía más. Bilbo empujó, y no consiguió moverla. Trató de escurrirse por la abertura y quedó atrapado. ¡Era horrible! Los, botones se le habían encajado entre el canto y la jamba de la puerta. Allí fuera alcanzaba a ver el aire libre: había unos pocos escalones que descendían a un valle estrecho con montanas altas alrededor: el sol apareció detrás de una nube y resplandeció más allá de la puerta; pero él no podía cruzarla. De pronto, uno de los trasgos que estaban dentro gritó: —¡Hay una sombra al lado de la puerta! ¡Algo está ahí fuera! — A Bilbo el corazón se le subió a la boca. Se retorció, aterrorizado. Los botones saltaron en todas direcciones. Atravesó la puerta, con la chaqueta y el chaleco rasgados, y brincó escalones abajo como una cabra, mientras los trasgos desconcertados recogían aún los preciosos botones de latón, caídos en el umbral. Por supuesto, en seguida bajaron tras él, persiguiéndolo, gritando y ululando por entre los árboles. Pero el sol no les gusta: les afloja las piernas, y la cabeza les da vueltas. No consiguieron encontrar a Bilbo, que llevaba el anillo puesto, y se escabullía entre las sombras de los árboles, corriendo rápido y en silencio y manteniéndose apartado del sol; pronto volvieron gruñendo y maldiciendo a guardar la puerta. Bilbo había escapado. DE LA SARTÉN AL FUEGO Bilbo había escapado de los trasgos, pero no sabía dónde estaba. Había perdido el capuchón, la capa, la comida, el poney, sus botones y sus amigos. Siguió adelante, hasta que el sol empezó a hundirse en el poniente, detrás de las montañas. Las sombras cruzaban el sendero, y Bilbo miró hacia atrás, luego miró hacia adelante, y no pudo ver más que crestas y vertientes que descendían hacia las tierras bajas, y llanuras que asomaban de vez en cuando entre los árboles. —¡Cielos! —exclamó—. ¡Parece que estoy justo al otro lado de las Montanas Nubladas, al borde de las Tierras de Más Allá! ¿Dónde y adónde habrán tenido que ir los enanos y Gandalf? ¡Sólo espero que por ventura no estén todavía allá atrás en poder de los trasgos! 59

Continuó caminando, fuera del pequeño y elevado valle, por el borde, y bajando luego las pendientes; mas en todo este tiempo un pensamiento muy incómodo iba creciendo dentro de él. Se preguntaba si no estaba obligado, ahora que tenía el anillo mágico, a regresar a los horribles, horribles túneles y buscar a sus amigos, Acababa de decidir que no podía escapar a ese deber, que tenía que volver atrás —y esto hacía que se sintiera muy desdichado— cuando oyó voces. Se detuvo y escuchó. No parecían trasgos; de modo que se arrastró con mucho cuidado hacia adelante. Estaba en un sendero pedregoso que serpenteaba hacia abajo, con una pared rocosa a la izquierda; al otro lado el terreno descendía en pendiente, y bajo el nivel del sendero había unas cañadas donde crecían matorrales y arbustos. En una de estas cañadas, bajo los arbustos, había gente hablando Se arrastró todavía más cerca, y de súbito vio, asomado entre dos grandes peñascos, una cabeza con capuchón rojo: era Balin que oteaba alrededor. Bilbo tenía ganas de palmotear y gritar de alegría, pero no lo hizo. Todavía llevaba puesto el anillo, por miedo de encontrar algo inesperado y desagradable, y vio que Balin estaba mirando directamente hacia él sin verlo. "Les daré a todos una sorpresa", pensó mientras se metía a gatas entre los arbustos del borde de la cañada. Gandalf estaba deliberando con los enanos. Hablaban de todo lo que había ocurrido en los túneles, preguntándose y discutiendo qué irían a hacer ahora. Los enanos refunfuñaban, y Gandalf decía que de ninguna manera podían continuar el viaje dejando al señor Bolsón en manos de los trasgos, sin tratar de saber si estaba vivo o muerto, y sin tratar de rescatarlo. —Al fin y al cabo es mi amigo —dijo Gandalf—, y una buena persona. Me siento responsable. Ojalá no lo hubieseis perdido. Los enanos querían saber ante todo por qué razones lo habían traído con ellos, por qué no había podido mantenerse cerca y venir también, y por qué el mago no había elegido a alguien más sensato. —Hasta ahora ha sido una carga de poco provecho —dijo uno—, Si tenemos que regresar a esos túneles abominables a, buscarlo, entonces maldito sea, digo yo. Gandalf contestó enfadado: —Lo traje, y no traigo cosas que no sean de provecho. O me ayudáis a buscar lo, o me voy y os dejo aquí para que salgáis de este embrollo como mejor podáis. Si al menos lo encontráramos, me lo agradeceríais antes de que haya pasado todo. ¿Por qué tuviste que dejarlo caer, Dori? —¡Tú mismo lo hubieses dejado caer —dijo Dori—, si de pronto un trasgo te hubiese aferrado las piernas por detrás en la oscuridad, te hiciese tropezar, y te patease la espalda! —En ese caso, ¿por qué no lo recogiste de nuevo? —¡Cielos! ¡Y aún me lo preguntas! ¡Los trasgos luchando y mordiendo en la oscuridad, todos cayendo sobre otros cuerpos y golpeándose! Tú casi me tronchas la cabeza con Glamdrin, y Thorin daba tajos a diestra y siniestra con 60

Orcrist. De pronto echaste una de esas luces que enceguecen y vimos que los trasgos retrocedían aullando. Gritaste: '¡Seguidme todos!' y todos tenían que haberte seguido. Creímos que todos lo hacían. No hubo tiempo para contar, como tú sabes muy bien, hasta que nos abrimos paso entre los centinelas, salimos por la puerta más baja, y descendimos hasta aquí atropellándonos. Y aquí estamos, sin el saqueador, ¡que el cielo lo confunda! —¡Y aquí está el saqueador! —dijo Bilbo adelantándose y metiéndose entre ellos, y quitándose el anillo. ¡Señor, cómo saltaron! Luego hubo gritos de sorpresa y alegría. Gandalf estaba tan atónito como cualquiera de ellos, pero quizá más complacido que los demás. Llamó a Balín y le preguntó qué pensaba de un centinela que permitía que la gente llegara así sin previo aviso. Por supuesto, la reputación de Bilbo creció mucho entre los enanos a partir de ese momento. Si, a pesar de las palabras de Gandalf, dudaban aún de que era un saqueador de primera clase, no lo dudaron más.