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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (5)

Los desposeídos (5)

El aya meneó la cabeza, y suspiró.

—¡De todos modos ...! —dijo con energía, y no añadió nada más.

Los ojos de Palat seguían fijos en el niño flaco que preocupado por la luz no había advertido la presencia de su padre en la antesala. En aquel momento el gordo avanzaba rápidamente hacia el flacucho, aunque a gatas, con ese andar peculiar de quien lleva unos pañales colgantes y mojados. Se había acercado por aburrimiento o por interés, pero al llegar al cuadrado de sol descubrió que el suelo estaba allí caliente. Se dejó caer con pesadez al lado del flacucho, empujándolo a la sombra.

El arrobamiento ciego del flacucho se trocó en un mohín de rabia. Empujó al gordo, gritando:

—¡Fuera de aquí!

El aya intercedió rápidamente. Acomodó los pañales del gordo.

—Shev, no hay que empujar a los otros.

El bebé flacucho se incorporó, la cara arrebatada de sol y de furia. Estaba a punto cíe perder los pañales.

—¡Mío! —dijo con voz aguda, vibrante—. ¡Mío sol!

—No es tuyo —dijo la mujer tuerta con la paciencia de la certeza absoluta—. Nada es tuyo. Es para usar. Es para compartir. Si no quieres compartirlo no puedes usarlo. —Y alzó al niño flaco con manos cuidadosas e inexorables, y lo puso a un costado, fuera del cuadrado de sol.

El gordo miraba abstraído, indiferente. El flaco se sacudió de arriba abajo y chilló:

—¡Mío sol! —y estalló en lágrimas de rabia.

El padre lo levantó y lo sostuvo.

—A ver, Shev —dijo—.Veamos, tú sabes que no puedes tener cosas. ¿Qué te pasa? —le hablaba con voz suave, y temblaba como si también él estuviera a punto de echarse a llorar. El niño flaco, largo, liviano en los brazos del padre, lloraba con desconsuelo.

—Hay algunos que no saben tomar la vida con calma —dijo la mujer tuerta, observando con simpatía.

—Ahora lo llevaré de visita al domicilio. La madre parte esta noche, sabes.

—Ve tranquilo. Espero que pronto os destinen juntos —dijo el aya, mientras cargaba al niño gordo como un saco de grano sobre la cadera; tenía una expresión melancólica y bizqueaba con el ojo sano—. Adiós, Shev, mi corazón. Mañana, óyeme, mañana jugaremos a camión y camionero.

El pequeño no la había perdonado aún. Prendido al cuello del padre, sollozaba, y escondía la cara en la oscuridad del sol perdido.

Aquella mañana la Orquesta necesitaba todos los bancos para el ensayo, y el grupo de danza iba y venía pisando con fuerza por el gran salón del centro de aprendizaje, de modo que los chicos que se ejercitaban en hablar-y-escuchar se habían sentado en círculo en el suelo de piedra espuma del taller. El primer voluntario, un flacucho de ocho años, largo de manos y pies, se levantó, muy erguido, como los niños sanos; la cara del chiquillo, cubierta de un vello ligero, estaba pálida al principio; luego, mientras esperaba a que los niños escucharan, se rué poniendo roja.

—Adelante, Shev —dijo el director del grupo.

—Bueno, se me ocurrió una idea.

—Más alto —dijo el director, un hombre robusto, de poco más de veinte años.

El chico sonrió con timidez.

—Bueno, mira, estuve pensando, digamos que le tiras una piedra a algo. A un árbol. La tiras y va por el aire, y le da al árbol. ¿Sí? Pero no, no puede. Porque... ¿puedo usar la pizarra? Mira, aquí estás tú, tirando la piedra, y aquí está el árbol —trazó unos garabatos en la pizarra—, supongamos que eso es un árbol, y aquí está la piedra, ves, a mitad de camino entre tú y el árbol. —Los otros chicos se reían entre dientes viendo cómo había representado un árbol de holum, y el chico sonrió—. Para llegar desde donde estás tú hasta el árbol, la piedra tiene que encontrarse a mitad de camino entre tú y el árbol, ¿no es verdad? Y luego tiene que encontrarse a mitad de camino entre la mitad del camino y el árbol. Por muy lejos que llegue, siempre hay un punto, sólo que en realidad es un momento en el que está entre el último punto y el árbol...

—¿Os parece interesante esto? —interrumpió el director, roblándoles a los otros niños.

—¿Por qué no puede llegar al árbol? —preguntó una niña de diez años.

—Porque siempre tiene que recorrer la mitad del camino que le falta por recorrer —dijo Shevek—, y siempre queda una mitad de camino... ¿Te das cuenta?

—¿Digamos mejor que apuntaste mal? —comentó el director con una sonrisa tensa.

—No importa cómo haya apuntado. No puede llegar al árbol.

—¿Quién te dio esta idea?

—Nadie. Se me ocurrió a mí. Es como si viera la piedra...

—Suficiente.

Algunos de los otros chicos habían estado conversando, pero de pronto pareció que se habían vuelto mudos. El de la pizarra seguía de pie, inmóvil en medio del silencio. Parecía asustado, enfurruñado.

—Hablar es compartir un arte cooperativo. Lo que tú haces no es compartir, es egotismo.

Desde abajo, desde el salón, llegaban las sutiles, vigorosas armonías de la orquesta.

—Eso no lo viste tú, por tus propios medios, no era espontáneo. He leído en un libro algo muy parecido.

Shevek miró con insolencia al director.

—¿Qué libro? ¿Hay uno aquí?

El director se levantó. Era casi dos veces más alto y tres veces más pesado que el niño, y no parecía tenerle ninguna simpatía, pero no había nada de violencia física en esta actitud, sólo una afirmación de autoridad, un tanto debilitada por la irritación con que había respondido a la insólita pregunta del niño.

—¡No! ¡Y basta de egotismos! —Y en seguida volvió al tono de voz melodioso y pedante—. Estas cosas son todo lo contrario de lo que nos proponemos en un grupo de hablar-y-escuchar. El lenguaje es una función bidireccional. Shevek no está todavía en condiciones de comprenderlo, como lo estáis casi todos vosotros, y es por lo tanto una presencia perturbadora. Tú mismo te das cuenta, ¿verdad, Shevek? Yo te sugeriría que busques otro grupo, uno que trabaje en tu nivel.

Nadie replicó. El silencio se prolongaba, la música continuaba vigorosa, sutil, mientras el chico devolvía la pizarra y se abría paso fuera del círculo. Salió al corredor y se detuvo. El grupo que acababa de abandonar empezó, guiado por el director, a narrar una historia colectiva. Shevek escuchó las voces apagadas que se turnaban y los latidos todavía acelerados de su propio corazón. Un canturreo le vibraba en los oídos, pero no era la orquesta sino ese sonido que le sale a uno cuando trata de no llorar; ya había advenido otras veces ese canturreo. No le gustó escucharlo, y como no quería pensar en el árbol y en la piedra se concentró en el Cuadrado. Era un cuadrado de números, y los números siempre eran serenos, inmutables; cada vez que se sentía desvalido podía recurrir a ellos, y nunca le fallaban. Lo había visto con la imaginación hacía algún tiempo; un diseño en el espacio parecido al de una música en el tiempo: un cuadrado de los primeros nueve enteros, y en el centro el cinco. En cualquier sentido que sumara las hileras siempre daban el mismo resultado, las desigualdades se equilibraban; le gustaba mirarlo. Si pudiera tener un grupo que quisiera hablar de esas cosas; pero sólo había un par de chicos y chicas mayores que se interesaban, y estaban demasiado ocupados. ¿Y el libro que había mencionado el director? ¿Sería un libro de números? ¿Mostraría cómo llegaba la piedra al árbol? Había sido estúpido al contarles la broma de la piedra y el árbol, nadie había entendido que se trataba de una broma, el director tenía razón. Le dolía la cabeza. Miró adentro, adentro, la imagen serena.

Un libró que estuviese todo escrito en números sería infalible. Sería exacto. Nada de lo que se decía con palabras parecía realmente cieno. Las palabras no se acomodaban unas a otras, ni se tenían derechas; se enredaban y retorcían. No obstante, debajo de las palabras, en el centro, como en el centro del Cuadrado, todo se equilibraba también. Todo podía transformarse, y sin embargo, nada se perdía. Si uno entiende los números puede llegar a entenderlo todo: el equilibrio, la pauta. Los cimientos del mundo. Que eran sólidos.

Shevek había aprendido a esperar. Era bueno en eso, un experto. Había aprendido el arte esperando el regreso de Rulag, la madre, pero hacía ya tanto tiempo que no lo recordaba; más tarde lo había perfeccionado esperando a que le llegara el turno, el momento de compartir, de participar. A los ocho años preguntaba por qué y cómo y qué, pero casi nunca preguntaba cuándo.

Esperó a que el padre lo fuera a buscar para llevarlo de visita al domicilio. Fue una espera larga: seis décadas. Palat había aceptado un trabajo temporal en la Planta de Agua de Monte Tambor, y más tarde iría a pasar una década a la playa de Malenin, donde podría nadar, y descansar, y copular con una mujer llamada Pipar. Le había explicado al niño todo eso. Shevek confiaba en él, y Palat merecía esa confianza. A los sesenta días llegó a los dormitorios infantiles de Llanos Anchos un hombre largo, delgado, la mirada más triste que nunca. No era copular lo que en realidad necesitaba. Necesitaba a Rulag. Cuando vio al niño sonrió, y la frente se le arrugó de dolor.

Les gustaba estar juntos.

—Palat, ¿viste alguna vez un libro que fuera todo de números?

—¿Qué quieres decir, de matemáticas?

—Supongo que sí.

—¿Cómo éste?

Palat sacó un libro de entre los pliegues de la túnica. Era pequeño, de los que se llevan en el bolsillo, y como la mayoría de los libros estaba encuadernado en papel verde, con el Círculo de la Vida estampado en la cubierta. Los caracteres impresos eran diminutos y los márgenes estrechos, pues para fabricar papel se necesitaban muchos árboles de holum y mucha mano de obra humana, como lo repetía siempre la dispensadora del centro de aprendizaje, cada vez que alguien estropeaba una hoja e iba a pedir otra. Palat había abierto el libro para que Shevek pudiera verlo. La página doble era una serie de columnas de números. Allí estaban, tal como los había imaginado. Tenía ahora en las manos el testamento de la justicia eterna. Tabla de Logaritmos, Bases 10 y 12, rezaba el título de la cubierta sobre el Círculo de la Vida.

El chiquillo estudió durante un rato la primera página.

—¿Para qué son? —preguntó, pues parecía evidente que no habían puesto allí esas columnas sólo porque eran hermosas. Sentado junto a él en un duro diván, en la casi penumbra de la sala común del domicilio, el ingeniero trató de explicarle los logaritmos. En el otro extremo de la sala dos hombres viejos parloteaban mientras jugaban una partida de retape. Entró una pareja de adolescentes, preguntaron sí la habitación privada estaba libre esa noche, y fueron hacia ella. La lluvia batió un momento con fuerza contra el techo metálico del domicilio. Palat sacó una regla de cálculo y le enseñó a Shevek a manejarla; Shevek a su vez le mostró el Cuadrado y el principio que regía la disposición de los números. Al fin descubrieron que se les había hecho tarde. Corrieron en la oscuridad fangosa maravillosamente perfumada por la lluvia hasta el dormitorio de los niños, donde recibieron de la cuidadora la reprimenda de rutina. Se despidieron con un beso rápido, sacudidos los dos por la risa, y Shevek corrió al gran dormitorio y a la ventana, y vio que el padre regresaba por la calle única de los Llanos en la oscuridad húmeda y eléctrica.

Se acostó con las piernas embarradas, y soñó. Soñó que iba por un camino en una tierra desolada. Adelante, a lo lejos, más allá del camino veía una línea. Cruzó la llanura acercándose, era un muro. Se extendía de un horizonte a otro a través de la tierra yerma. Era un muro ancho, oscuro y altísimo. El camino trepaba hasta él, y se interrumpía.


Los desposeídos (5)

El aya meneó la cabeza, y suspiró.

—¡De todos modos ...! —dijo con energía, y no añadió nada más.

Los ojos de Palat seguían fijos en el niño flaco que preocupado por la luz no había advertido la presencia de su padre en la antesala. En aquel momento el gordo avanzaba rápidamente hacia el flacucho, aunque a gatas, con ese andar peculiar de quien lleva unos pañales colgantes y mojados. Se había acercado por aburrimiento o por interés, pero al llegar al cuadrado de sol descubrió que el suelo estaba allí caliente. Se dejó caer con pesadez al lado del flacucho, empujándolo a la sombra.

El arrobamiento ciego del flacucho se trocó en un mohín de rabia. Empujó al gordo, gritando:

—¡Fuera de aquí!

El aya intercedió rápidamente. Acomodó los pañales del gordo.

—Shev, no hay que empujar a los otros.

El bebé flacucho se incorporó, la cara arrebatada de sol y de furia. Estaba a punto cíe perder los pañales.

—¡Mío! —dijo con voz aguda, vibrante—. ¡Mío sol!

—No es tuyo —dijo la mujer tuerta con la paciencia de la certeza absoluta—. Nada es tuyo. Es para usar. Es para compartir. Si no quieres compartirlo no puedes usarlo. —Y alzó al niño flaco con manos cuidadosas e inexorables, y lo puso a un costado, fuera del cuadrado de sol.

El gordo miraba abstraído, indiferente. El flaco se sacudió de arriba abajo y chilló:

—¡Mío sol! —y estalló en lágrimas de rabia.

El padre lo levantó y lo sostuvo.

—A ver, Shev —dijo—.Veamos, tú sabes que no puedes tener cosas. ¿Qué te pasa? —le hablaba con voz suave, y temblaba como si también él estuviera a punto de echarse a llorar. El niño flaco, largo, liviano en los brazos del padre, lloraba con desconsuelo.

—Hay algunos que no saben tomar la vida con calma —dijo la mujer tuerta, observando con simpatía.

—Ahora lo llevaré de visita al domicilio. La madre parte esta noche, sabes.

—Ve tranquilo. Espero que pronto os destinen juntos —dijo el aya, mientras cargaba al niño gordo como un saco de grano sobre la cadera; tenía una expresión melancólica y bizqueaba con el ojo sano—. Adiós, Shev, mi corazón. Mañana, óyeme, mañana jugaremos a camión y camionero.

El pequeño no la había perdonado aún. Prendido al cuello del padre, sollozaba, y escondía la cara en la oscuridad del sol perdido.

Aquella mañana la Orquesta necesitaba todos los bancos para el ensayo, y el grupo de danza iba y venía pisando con fuerza por el gran salón del centro de aprendizaje, de modo que los chicos que se ejercitaban en hablar-y-escuchar se habían sentado en círculo en el suelo de piedra espuma del taller. El primer voluntario, un flacucho de ocho años, largo de manos y pies, se levantó, muy erguido, como los niños sanos; la cara del chiquillo, cubierta de un vello ligero, estaba pálida al principio; luego, mientras esperaba a que los niños escucharan, se rué poniendo roja.

—Adelante, Shev —dijo el director del grupo.

—Bueno, se me ocurrió una idea.

—Más alto —dijo el director, un hombre robusto, de poco más de veinte años.

El chico sonrió con timidez.

—Bueno, mira, estuve pensando, digamos que le tiras una piedra a algo. A un árbol. La tiras y va por el aire, y le da al árbol. ¿Sí? Pero no, no puede. Porque... ¿puedo usar la pizarra? Mira, aquí estás tú, tirando la piedra, y aquí está el árbol —trazó unos garabatos en la pizarra—, supongamos que eso es un árbol, y aquí está la piedra, ves, a mitad de camino entre tú y el árbol. —Los otros chicos se reían entre dientes viendo cómo había representado un árbol de holum, y el chico sonrió—. Para llegar desde donde estás tú hasta el árbol, la piedra tiene que encontrarse a mitad de camino entre tú y el árbol, ¿no es verdad? Y luego tiene que encontrarse a mitad de camino entre la mitad del camino y el árbol. Por muy lejos que llegue, siempre hay un punto, sólo que en realidad es un momento en el que está entre el último punto y el árbol...

—¿Os parece interesante esto? —interrumpió el director, roblándoles a los otros niños.

—¿Por qué no puede llegar al árbol? —preguntó una niña de diez años.

—Porque siempre tiene que recorrer la mitad del camino que le falta por recorrer —dijo Shevek—, y siempre queda una mitad de camino... ¿Te das cuenta?

—¿Digamos mejor que apuntaste mal? —comentó el director con una sonrisa tensa.

—No importa cómo haya apuntado. No puede llegar al árbol.

—¿Quién te dio esta idea?

—Nadie. Se me ocurrió a mí. Es como si viera la piedra...

—Suficiente.

Algunos de los otros chicos habían estado conversando, pero de pronto pareció que se habían vuelto mudos. El de la pizarra seguía de pie, inmóvil en medio del silencio. Parecía asustado, enfurruñado.

—Hablar es compartir un arte cooperativo. Lo que tú haces no es compartir, es egotismo.

Desde abajo, desde el salón, llegaban las sutiles, vigorosas armonías de la orquesta.

—Eso no lo viste tú, por tus propios medios, no era espontáneo. He leído en un libro algo muy parecido.

Shevek miró con insolencia al director.

—¿Qué libro? ¿Hay uno aquí?

El director se levantó. Era casi dos veces más alto y tres veces más pesado que el niño, y no parecía tenerle ninguna simpatía, pero no había nada de violencia física en esta actitud, sólo una afirmación de autoridad, un tanto debilitada por la irritación con que había respondido a la insólita pregunta del niño.

—¡No! ¡Y basta de egotismos! —Y en seguida volvió al tono de voz melodioso y pedante—. Estas cosas son todo lo contrario de lo que nos proponemos en un grupo de hablar-y-escuchar. El lenguaje es una función bidireccional. Shevek no está todavía en condiciones de comprenderlo, como lo estáis casi todos vosotros, y es por lo tanto una presencia perturbadora. Tú mismo te das cuenta, ¿verdad, Shevek? Yo te sugeriría que busques otro grupo, uno que trabaje en tu nivel.

Nadie replicó. El silencio se prolongaba, la música continuaba vigorosa, sutil, mientras el chico devolvía la pizarra y se abría paso fuera del círculo. Salió al corredor y se detuvo. El grupo que acababa de abandonar empezó, guiado por el director, a narrar una historia colectiva. Shevek escuchó las voces apagadas que se turnaban y los latidos todavía acelerados de su propio corazón. Un canturreo le vibraba en los oídos, pero no era la orquesta sino ese sonido que le sale a uno cuando trata de no llorar; ya había advenido otras veces ese canturreo. No le gustó escucharlo, y como no quería pensar en el árbol y en la piedra se concentró en el Cuadrado. Era un cuadrado de números, y los números siempre eran serenos, inmutables; cada vez que se sentía desvalido podía recurrir a ellos, y nunca le fallaban. Lo había visto con la imaginación hacía algún tiempo; un diseño en el espacio parecido al de una música en el tiempo: un cuadrado de los primeros nueve enteros, y en el centro el cinco. En cualquier sentido que sumara las hileras siempre daban el mismo resultado, las desigualdades se equilibraban; le gustaba mirarlo. Si pudiera tener un grupo que quisiera hablar de esas cosas; pero sólo había un par de chicos y chicas mayores que se interesaban, y estaban demasiado ocupados. ¿Y el libro que había mencionado el director? ¿Sería un libro de números? ¿Mostraría cómo llegaba la piedra al árbol? Había sido estúpido al contarles la broma de la piedra y el árbol, nadie había entendido que se trataba de una broma, el director tenía razón. Le dolía la cabeza. Miró adentro, adentro, la imagen serena.

Un libró que estuviese todo escrito en números sería infalible. Sería exacto. Nada de lo que se decía con palabras parecía realmente cieno. Las palabras no se acomodaban unas a otras, ni se tenían derechas; se enredaban y retorcían. No obstante, debajo de las palabras, en el centro, como en el centro del Cuadrado, todo se equilibraba también. Todo podía transformarse, y sin embargo, nada se perdía. Si uno entiende los números puede llegar a entenderlo todo: el equilibrio, la pauta. Los cimientos del mundo. Que eran sólidos.

Shevek había aprendido a esperar. Era bueno en eso, un experto. Había aprendido el arte esperando el regreso de Rulag, la madre, pero hacía ya tanto tiempo que no lo recordaba; más tarde lo había perfeccionado esperando a que le llegara el turno, el momento de compartir, de participar. A los ocho años preguntaba por qué y cómo y qué, pero casi nunca preguntaba cuándo.

Esperó a que el padre lo fuera a buscar para llevarlo de visita al domicilio. Fue una espera larga: seis décadas. Palat había aceptado un trabajo temporal en la Planta de Agua de Monte Tambor, y más tarde iría a pasar una década a la playa de Malenin, donde podría nadar, y descansar, y copular con una mujer llamada Pipar. Le había explicado al niño todo eso. Shevek confiaba en él, y Palat merecía esa confianza. A los sesenta días llegó a los dormitorios infantiles de Llanos Anchos un hombre largo, delgado, la mirada más triste que nunca. No era copular lo que en realidad necesitaba. Necesitaba a Rulag. Cuando vio al niño sonrió, y la frente se le arrugó de dolor.

Les gustaba estar juntos.

—Palat, ¿viste alguna vez un libro que fuera todo de números?

—¿Qué quieres decir, de matemáticas?

—Supongo que sí.

—¿Cómo éste?

Palat sacó un libro de entre los pliegues de la túnica. Era pequeño, de los que se llevan en el bolsillo, y como la mayoría de los libros estaba encuadernado en papel verde, con el Círculo de la Vida estampado en la cubierta. Los caracteres impresos eran diminutos y los márgenes estrechos, pues para fabricar papel se necesitaban muchos árboles de holum y mucha mano de obra humana, como lo repetía siempre la dispensadora del centro de aprendizaje, cada vez que alguien estropeaba una hoja e iba a pedir otra. Palat había abierto el libro para que Shevek pudiera verlo. La página doble era una serie de columnas de números. Allí estaban, tal como los había imaginado. Tenía ahora en las manos el testamento de la justicia eterna. Tabla de Logaritmos, Bases 10 y 12, rezaba el título de la cubierta sobre el Círculo de la Vida.

El chiquillo estudió durante un rato la primera página.

—¿Para qué son? —preguntó, pues parecía evidente que no habían puesto allí esas columnas sólo porque eran hermosas. Sentado junto a él en un duro diván, en la casi penumbra de la sala común del domicilio, el ingeniero trató de explicarle los logaritmos. En el otro extremo de la sala dos hombres viejos parloteaban mientras jugaban una partida de retape. Entró una pareja de adolescentes, preguntaron sí la habitación privada estaba libre esa noche, y fueron hacia ella. La lluvia batió un momento con fuerza contra el techo metálico del domicilio. Palat sacó una regla de cálculo y le enseñó a Shevek a manejarla; Shevek a su vez le mostró el Cuadrado y el principio que regía la disposición de los números. Al fin descubrieron que se les había hecho tarde. Corrieron en la oscuridad fangosa maravillosamente perfumada por la lluvia hasta el dormitorio de los niños, donde recibieron de la cuidadora la reprimenda de rutina. Se despidieron con un beso rápido, sacudidos los dos por la risa, y Shevek corrió al gran dormitorio y a la ventana, y vio que el padre regresaba por la calle única de los Llanos en la oscuridad húmeda y eléctrica.

Se acostó con las piernas embarradas, y soñó. Soñó que iba por un camino en una tierra desolada. Adelante, a lo lejos, más allá del camino veía una línea. Cruzó la llanura acercándose, era un muro. Se extendía de un horizonte a otro a través de la tierra yerma. Era un muro ancho, oscuro y altísimo. El camino trepaba hasta él, y se interrumpía.