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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (20)

Los desposeídos (20)

Qué extraños, los caminos de la imaginación. ¿Se quedó contigo, entonces?

Shevek asintió.

—Tuvo suerte —dijo Rulag con una voz ahogada, como reprimiendo un suspiro.

—Yo también.

Al cabo de un rato, Rulag sonrió débilmente.

—Sí. Pude haberme comunicado con vosotros. ¿Me guardas rencor?

—¿Guardarte rencor? Nunca te conocí.

—Me conociste. Palat y yo te teníamos con nosotros en el domicilio, aun después del destete. Los dos queríamos que fuera así. El contacto individual es tan importante en estos primeros años; los psicólogos lo han demostrado de un modo concluyente. La verdadera socialización sólo puede desarrollarse a partir de ese núcleo afectivo inicial... Yo quería continuar viviendo con Palat. Traté de conseguir que le dieran un puesto aquí en Abbenay. Nunca hubo una vacante apropiada, y él no quería venir en esas condiciones. Era bastante testarudo... Al principio escribía de cuando en cuando, para decirme cómo estabais, luego dejó de escribir.

—No tiene importancia —dijo el joven. Tenía la cara, enflaquecida por la enfermedad, cubierta de gotas de sudor, que brillaban como plata, como si le hubieran ungido las mejillas y la frente.

Hubo un nuevo silencio, y Rulag dijo con su voz modulada, agradable:

—Bueno, sí; tenía importancia y todavía la tiene. Pero fue Palat quien se quedó contigo y quien cuidó de ti durante esos años. Era afectuoso, era paternal, como no lo soy yo. Para mí, lo primero es el trabajo. Siempre lo fue. Aun así, me alegro de que estés ahora aquí, Shevek. Tal vez ahora pueda ayudarte de algún modo. Sé que Abbenay es un lugar abominable al principio. Uno se siente perdido, aislado, sin esa simple solidaridad de las pequeñas poblaciones. Conozco gente interesante que quizá te gustaría conocer. Y gente que podría serte útil. Conozco a Sabul; tengo alguna idea de lo que habrás tenido que soportar, con él, y con todo el Instituto. Allí juegan a quién domina a quién. Se necesita un poco de experiencia para ganarles de mano. En todo caso, me alegro de que estés aquí. Me da un placer que nunca esperé sentir... una especie de felicidad... Leí tu libro. Es tuyo ¿no es verdad? ¿Por qué, si no, aceptaría Sabul co-publicarlo con un estudiante de veinte años? El tema está fuera de mi alcance, no soy más que una ingeniera. Confieso que estoy orgullosa de ti. Es extraño ¿no? Irracional. Posesivo, incluso. ¡Cómo si tú fueses algo que me pertenece! Pero a medida que una envejece, necesita para seguir viviendo ciertos consuelos, que no siempre son del todo razonables.

Shevek vio la soledad y el dolor de Rulag, y los rechazó. Eran una amenaza para él. Amenazaban la lealtad que lo había unido a Palat, el amor claro y constante en el que había crecido. ¿Qué derecho tenía ella, que había abandonado a Palat cuando era desdichado, a acudir ahora, cuando ella era desdichada, al hijo de Palat? El no tenía nada, nada que brindarle, ni a ella ni a nadie.

—Hubiera sido mejor —dijo— que siguieras pensando en mí como una estadística.

—Ah —dijo ella, la dulce habitual, desolada respuesta, y apartó los ojos.

Los hombres viejos reunidos en el fondo de la sala se codeaban, admirándola.

—Supongo —dijo ella— que estuve tratando de reclamar algún derecho sobre ti. Pero pensé que tú también reclamarías algún derecho sobre mí. Si querías hacerlo.

Shevek no contestó.

—Excepto biológicamente, no somos, por supuesto, madre e hijo. —Otra vez tenía en los labios la débil sonrisa—. No te acuerdas de mí, y el bebé que yo recuerdo no es este hombre de veinte años. Todo eso es tiempo pasado, sin importancia. Pero somos hermano y hermana, aquí y ahora. Que es lo que en realidad importa ¿no es cierto?

—No lo sé.

Rulag se quedó un momento sentada, sin hablar, y luego se levantó.

—Necesitas descanso. Estabas muy enfermo la primera vez que vine. Dicen que ahora estás bien. No creo que yo vuelva.

Shevek no habló.

—Adiós, Shevek —dijo ella y dio media vuelta mientras hablaba. Shevek tuvo una visión o una imagen alucinatoria de la cara de Rulag: la vio transfigurarse mientras se despedía, vio cómo se rompía, se hacía añicos. Rulag salió de la sala con el andar grácil y acompasado de una mujer hermosa, y él vio que se detenía en el vestíbulo y hablaba sonriendo con la asistente.

Shevek dio rienda suelta al miedo que había venido con ella, la impresión de una promesa rota, de la incoherencia del tiempo. Estalló. Se echó a llorar, tratando de esconder la cara en el hueco de los brazos, pues no tenía fuerzas para darse vuelta en la cama. Uno de los viejos, los viejos enfermos, se acercó y se sentó al costado de la cama y le palmeó el hombro.

—Está bien, hermano. Está bien, hermanito —murmuró. Shevek lo oyó y sintió la caricia, pero eso no lo consoló. Ni del hermano hay consuelo en la mala hora, en la oscuridad al pie del muro.

Capítulo 5

Shevek concluyó con alivio su carrera como turista. En Ieu Eun se iniciaba el nuevo período de clases: ahora podía dedicarse a vivir, y trabajar, en el Paraíso, en vez de contemplarlo desde afuera.

Se inscribió en dos seminarios y un curso Ubre de conferencias. No estaba obligado a enseñar, pero él preguntó si podía hacerlo, y la administración había organizado los seminarios. El curso libre no fue idea de él ni de ellos. Una delegación de estudiantes fue a solicitárselo. Shevek consintió en seguida. Así era cómo se organizaban los cursos en los centros anarresti de aprendizaje: a pedido de los estudiantes, o por decisión conjunta de los estudiantes y los profesores. Cuando descubrió que los administradores estaban alarmados, se echó a reír.

—¿Esperan acaso que los estudiantes no sean anarquistas? —dijo—. ¿Qué otra cosa pueden ser los jóvenes? ¡Cuando se está abajo, hay que organizarse de abajo para arriba!

No estaba dispuesto a aceptar que la administración le quitara el curso; ya antes había tenido que librar batallas parecidas. Transmitió esta firmeza a los estudiantes, y ellos se mantuvieron firmes. Los rectores de la Universidad cedieron al fin para evitar una publicidad molesta.

Shevek inició el curso ante una audiencia de dos mil personas. La asistencia pronto declinó. Shevek se limitaba estrictamente a la física, sin desviarse en ningún momento hacia lo personal o lo político, y era física de un nivel bastante avanzado. Aun así, varios centenares de estudiantes seguían concurriendo. Algunos iban por simple curiosidad, a ver al hombre de la Luna, otros atraídos por la personalidad de Shevek, lo que alcanzaban a vislumbrar del hombre y del libertario, aunque no comprendiesen matemáticas. Y un número sorprendente de ellos era capaz de comprender tanto la filosofía como las matemáticas.

Los estudiantes eran jóvenes de mentes bien entrenadas, despiertas y perspicaces. Cuando no estaban trabajando, descansaban. No tenían una docena de otras obligaciones que los embotaran y los distrajeran. Nunca se dormían de cansancio en clase porque la víspera hubieran estado ocupados en tareas rotativas. La sociedad los mantenía completamente libres de necesidades, distracciones y cuidados.

Lo que podían hacer, sin embargo, era harina de otro costal. Shevek tenía la impresión de que esa falta de obligaciones era directamente proporcional a la falta de iniciativa.

El sistema de exámenes, cuando se lo explicaron, lo descorazonó; no podía imaginar nada más nefasto para el deseo natural de aprender que este modo de proporcionar y exigir información. Al principio se negó a tomar exámenes y a poner notas, pero eso inquietó hasta tal extremo a los administradores que Shevek acabó cediendo, por cortesía. Pidió a sus alumnos que escribieran sobre cualquier problema de física que les interesara, y les dijo que les pondría a todos la calificación más alta, para que los burócratas tuvieran algo que anotar. Sorprendido, descubrió que muchos de los estudiantes se quejaban. Querían que él planteara los problemas, que hiciera las preguntas correctas; ellos no querían pensar en las preguntas; sólo escribir las respuestas que habían aprendido. Y algunos objetaban enérgicamente que les pusiera a todos la misma nota. ¿Cómo se diferenciarían entonces los estudiantes diligentes de los lerdos? ¿Qué sentido tenía trabajar con ahínco? Si no había distinciones competitivas, daba lo mismo no hacer absolutamente nada.

—Bueno, por supuesto —dijo Shevek, turbado—. Si no queréis hacer el trabajo, no tenéis por qué hacerlo.

Se marcharon corteses, pero no apaciguados. Eran muchachos simpáticos, de modales francos y afables. Las lecturas de Shevek sobre historia urrasti lo llevaron a la conclusión de que en el fondo, aunque la palabra se oía poco entonces, eran aristócratas. En los tiempos feudales la aristocracia había enviado a sus hijos a la Universidad, a la que reconocía como institución superior. Hoy ocurría a la inversa: la Universidad daba superioridad al hombre. Le dijeron a Shevek con orgullo que la competencia por las becas universitarias de Ieu Eun era cada año más estricta, lo que revelaba el carácter esencialmente democrático de la institución. Él respondió:

—Ustedes ponen otro candado en la puerta y lo llaman democracia. — Le gustaban sus alumnos, corteses e inteligentes, pero no sentía verdadero afecto por ninguno de ellos. Todos se preparaban para seguir carreras científicas, académicas o industriales, y lo que aprendían de él era un medio para ese fin, el éxito en tales carreras. Cualquier otra cosa que él pudiera ofrecerles, o bien ya la tenían, o le negaban toda importancia.

Se encontró, por lo tanto, con una única obligación, la de preparar sus tres clases; lo que le quedaba de tiempo podía utilizarlo como se le antojara.

No había estado en una situación parecida desde los días de su primera juventud, los primeros años en el Instituto de Abbenay. Desde entonces su vida social y personal se había vuelto cada vez más «complicada y exigente. No sólo había sido un físico sino también un socio, un padre, un odoniano, y por último un reformador. Como tal, nunca había escapado, ni había esperado escapar a todos los problemas y cuidados que recaían sobre él. Nunca había tenido otra libertad que la de actuar. Aquí ocurría todo lo contrario. Lo mismo que todos los estudiantes y profesores, no tenía nada que hacer fuera del trabajo intelectual, literalmente nada. Les tendían las camas, les barrían los cuartos, les ahorraban las tareas rutinarias de la Universidad, les allanaban el camino. Y no había esposas, ni familias. Ni una sola mujer. A los estudiantes no se les permitía casarse. Los profesores casados vivían por lo general durante los cinco días semanales de clase en barrios para solteros dentro del campus, y sólo iban a casa los fines de semana. Nada que distrajera la atención. Ocio completo para trabajar; todos los materiales a mano; estímulo intelectual, discusiones, conversación cuando uno la necesitaba; ninguna presión. ¡Un verdadero paraíso! Pero Shevek se sentía incapaz de ponerse a trabajar.

Había algo que faltaba, en él, pensó, no en el lugar. No estaba preparado. No era lo bastante fuerte para aceptar lo que se le ofrecía con tanta generosidad. Se sentía seco y árido, como una planta del desierto, en este hermoso oasis. La vida en Anarres lo había marcado, le había cerrado la mente; las aguas de la vida manaban alrededor, y sin embargo él no podía beberías.

Se obligó a trabajar, pero tampoco en el trabajo se encontraba seguro. Parecía haber perdido la intuición que (de acuerdo con la opinión que tenía de sí mismo) constituía su principal ventaja sobre los otros físicos: la capacidad de descubrir dónde estaba el verdadero problema, la llave de acceso a lo interior, al centro. Aquí, parecía haber perdido el sentido de orientación. Trabajaba en los Laboratorios de Investigación de la Luz, leía mucho, y durante aquel verano y aquel otoño escribió tres trabajos: un medio año productivo, de acuerdo con las pautas normales. Pero él sabía que en realidad no había hecho nada.

En verdad, cuanto más tiempo vivía en Urras, menos real le parecía.


Los desposeídos (20)

Qué extraños, los caminos de la imaginación. ¿Se quedó contigo, entonces?

Shevek asintió.

—Tuvo suerte —dijo Rulag con una voz ahogada, como reprimiendo un suspiro.

—Yo también.

Al cabo de un rato, Rulag sonrió débilmente.

—Sí. Pude haberme comunicado con vosotros. ¿Me guardas rencor?

—¿Guardarte rencor? Nunca te conocí.

—Me conociste. Palat y yo te teníamos con nosotros en el domicilio, aun después del destete. Los dos queríamos que fuera así. El contacto individual es tan importante en estos primeros años; los psicólogos lo han demostrado de un modo concluyente. La verdadera socialización sólo puede desarrollarse a partir de ese núcleo afectivo inicial... Yo quería continuar viviendo con Palat. Traté de conseguir que le dieran un puesto aquí en Abbenay. Nunca hubo una vacante apropiada, y él no quería venir en esas condiciones. Era bastante testarudo... Al principio escribía de cuando en cuando, para decirme cómo estabais, luego dejó de escribir.

—No tiene importancia —dijo el joven. Tenía la cara, enflaquecida por la enfermedad, cubierta de gotas de sudor, que brillaban como plata, como si le hubieran ungido las mejillas y la frente.

Hubo un nuevo silencio, y Rulag dijo con su voz modulada, agradable:

—Bueno, sí; tenía importancia y todavía la tiene. Pero fue Palat quien se quedó contigo y quien cuidó de ti durante esos años. Era afectuoso, era paternal, como no lo soy yo. Para mí, lo primero es el trabajo. Siempre lo fue. Aun así, me alegro de que estés ahora aquí, Shevek. Tal vez ahora pueda ayudarte de algún modo. Sé que Abbenay es un lugar abominable al principio. Uno se siente perdido, aislado, sin esa simple solidaridad de las pequeñas poblaciones. Conozco gente interesante que quizá te gustaría conocer. Y gente que podría serte útil. Conozco a Sabul; tengo alguna idea de lo que habrás tenido que soportar, con él, y con todo el Instituto. Allí juegan a quién domina a quién. Se necesita un poco de experiencia para ganarles de mano. En todo caso, me alegro de que estés aquí. Me da un placer que nunca esperé sentir... una especie de felicidad... Leí tu libro. Es tuyo ¿no es verdad? ¿Por qué, si no, aceptaría Sabul co-publicarlo con un estudiante de veinte años? El tema está fuera de mi alcance, no soy más que una ingeniera. Confieso que estoy orgullosa de ti. Es extraño ¿no? Irracional. Posesivo, incluso. ¡Cómo si tú fueses algo que me pertenece! Pero a medida que una envejece, necesita para seguir viviendo ciertos consuelos, que no siempre son del todo razonables.

Shevek vio la soledad y el dolor de Rulag, y los rechazó. Eran una amenaza para él. Amenazaban la lealtad que lo había unido a Palat, el amor claro y constante en el que había crecido. ¿Qué derecho tenía ella, que había abandonado a Palat cuando era desdichado, a acudir ahora, cuando ella era desdichada, al hijo de Palat? El no tenía nada, nada que brindarle, ni a ella ni a nadie.

—Hubiera sido mejor —dijo— que siguieras pensando en mí como una estadística.

—Ah —dijo ella, la dulce habitual, desolada respuesta, y apartó los ojos.

Los hombres viejos reunidos en el fondo de la sala se codeaban, admirándola.

—Supongo —dijo ella— que estuve tratando de reclamar algún derecho sobre ti. Pero pensé que tú también reclamarías algún derecho sobre mí. Si querías hacerlo.

Shevek no contestó.

—Excepto biológicamente, no somos, por supuesto, madre e hijo. —Otra vez tenía en los labios la débil sonrisa—. No te acuerdas de mí, y el bebé que yo recuerdo no es este hombre de veinte años. Todo eso es tiempo pasado, sin importancia. Pero somos hermano y hermana, aquí y ahora. Que es lo que en realidad importa ¿no es cierto?

—No lo sé.

Rulag se quedó un momento sentada, sin hablar, y luego se levantó.

—Necesitas descanso. Estabas muy enfermo la primera vez que vine. Dicen que ahora estás bien. No creo que yo vuelva.

Shevek no habló.

—Adiós, Shevek —dijo ella y dio media vuelta mientras hablaba. Shevek tuvo una visión o una imagen alucinatoria de la cara de Rulag: la vio transfigurarse mientras se despedía, vio cómo se rompía, se hacía añicos. Rulag salió de la sala con el andar grácil y acompasado de una mujer hermosa, y él vio que se detenía en el vestíbulo y hablaba sonriendo con la asistente.

Shevek dio rienda suelta al miedo que había venido con ella, la impresión de una promesa rota, de la incoherencia del tiempo. Estalló. Se echó a llorar, tratando de esconder la cara en el hueco de los brazos, pues no tenía fuerzas para darse vuelta en la cama. Uno de los viejos, los viejos enfermos, se acercó y se sentó al costado de la cama y le palmeó el hombro.

—Está bien, hermano. Está bien, hermanito —murmuró. Shevek lo oyó y sintió la caricia, pero eso no lo consoló. Ni del hermano hay consuelo en la mala hora, en la oscuridad al pie del muro.

Capítulo 5

Shevek concluyó con alivio su carrera como turista. En Ieu Eun se iniciaba el nuevo período de clases: ahora podía dedicarse a vivir, y trabajar, en el Paraíso, en vez de contemplarlo desde afuera.

Se inscribió en dos seminarios y un curso Ubre de conferencias. No estaba obligado a enseñar, pero él preguntó si podía hacerlo, y la administración había organizado los seminarios. El curso libre no fue idea de él ni de ellos. Una delegación de estudiantes fue a solicitárselo. Shevek consintió en seguida. Así era cómo se organizaban los cursos en los centros anarresti de aprendizaje: a pedido de los estudiantes, o por decisión conjunta de los estudiantes y los profesores. Cuando descubrió que los administradores estaban alarmados, se echó a reír.

—¿Esperan acaso que los estudiantes no sean anarquistas? —dijo—. ¿Qué otra cosa pueden ser los jóvenes? ¡Cuando se está abajo, hay que organizarse de abajo para arriba!

No estaba dispuesto a aceptar que la administración le quitara el curso; ya antes había tenido que librar batallas parecidas. Transmitió esta firmeza a los estudiantes, y ellos se mantuvieron firmes. Los rectores de la Universidad cedieron al fin para evitar una publicidad molesta.

Shevek inició el curso ante una audiencia de dos mil personas. La asistencia pronto declinó. Shevek se limitaba estrictamente a la física, sin desviarse en ningún momento hacia lo personal o lo político, y era física de un nivel bastante avanzado. Aun así, varios centenares de estudiantes seguían concurriendo. Algunos iban por simple curiosidad, a ver al hombre de la Luna, otros atraídos por la personalidad de Shevek, lo que alcanzaban a vislumbrar del hombre y del libertario, aunque no comprendiesen matemáticas. Y un número sorprendente de ellos era capaz de comprender tanto la filosofía como las matemáticas.

Los estudiantes eran jóvenes de mentes bien entrenadas, despiertas y perspicaces. Cuando no estaban trabajando, descansaban. No tenían una docena de otras obligaciones que los embotaran y los distrajeran. Nunca se dormían de cansancio en clase porque la víspera hubieran estado ocupados en tareas rotativas. La sociedad los mantenía completamente libres de necesidades, distracciones y cuidados.

Lo que podían hacer, sin embargo, era harina de otro costal. Shevek tenía la impresión de que esa falta de obligaciones era directamente proporcional a la falta de iniciativa.

El sistema de exámenes, cuando se lo explicaron, lo descorazonó; no podía imaginar nada más nefasto para el deseo natural de aprender que este modo de proporcionar y exigir información. Al principio se negó a tomar exámenes y a poner notas, pero eso inquietó hasta tal extremo a los administradores que Shevek acabó cediendo, por cortesía. Pidió a sus alumnos que escribieran sobre cualquier problema de física que les interesara, y les dijo que les pondría a todos la calificación más alta, para que los burócratas tuvieran algo que anotar. Sorprendido, descubrió que muchos de los estudiantes se quejaban. Querían que él planteara los problemas, que hiciera las preguntas correctas; ellos no querían pensar en las preguntas; sólo escribir las respuestas que habían aprendido. Y algunos objetaban enérgicamente que les pusiera a todos la misma nota. ¿Cómo se diferenciarían entonces los estudiantes diligentes de los lerdos? ¿Qué sentido tenía trabajar con ahínco? Si no había distinciones competitivas, daba lo mismo no hacer absolutamente nada.

—Bueno, por supuesto —dijo Shevek, turbado—. Si no queréis hacer el trabajo, no tenéis por qué hacerlo.

Se marcharon corteses, pero no apaciguados. Eran muchachos simpáticos, de modales francos y afables. Las lecturas de Shevek sobre historia urrasti lo llevaron a la conclusión de que en el fondo, aunque la palabra se oía poco entonces, eran aristócratas. En los tiempos feudales la aristocracia había enviado a sus hijos a la Universidad, a la que reconocía como institución superior. Hoy ocurría a la inversa: la Universidad daba superioridad al hombre. Le dijeron a Shevek con orgullo que la competencia por las becas universitarias de Ieu Eun era cada año más estricta, lo que revelaba el carácter esencialmente democrático de la institución. Él respondió:

—Ustedes ponen otro candado en la puerta y lo llaman democracia. — Le gustaban sus alumnos, corteses e inteligentes, pero no sentía verdadero afecto por ninguno de ellos. Todos se preparaban para seguir carreras científicas, académicas o industriales, y lo que aprendían de él era un medio para ese fin, el éxito en tales carreras. Cualquier otra cosa que él pudiera ofrecerles, o bien ya la tenían, o le negaban toda importancia.

Se encontró, por lo tanto, con una única obligación, la de preparar sus tres clases; lo que le quedaba de tiempo podía utilizarlo como se le antojara.

No había estado en una situación parecida desde los días de su primera juventud, los primeros años en el Instituto de Abbenay. Desde entonces su vida social y personal se había vuelto cada vez más «complicada y exigente. No sólo había sido un físico sino también un socio, un padre, un odoniano, y por último un reformador. Como tal, nunca había escapado, ni había esperado escapar a todos los problemas y cuidados que recaían sobre él. Nunca había tenido otra libertad que la de actuar. Aquí ocurría todo lo contrario. Lo mismo que todos los estudiantes y profesores, no tenía nada que hacer fuera del trabajo intelectual, literalmente nada. Les tendían las camas, les barrían los cuartos, les ahorraban las tareas rutinarias de la Universidad, les allanaban el camino. Y no había esposas, ni familias. Ni una sola mujer. A los estudiantes no se les permitía casarse. Los profesores casados vivían por lo general durante los cinco días semanales de clase en barrios para solteros dentro del campus, y sólo iban a casa los fines de semana. Nada que distrajera la atención. Ocio completo para trabajar; todos los materiales a mano; estímulo intelectual, discusiones, conversación cuando uno la necesitaba; ninguna presión. ¡Un verdadero paraíso! Pero Shevek se sentía incapaz de ponerse a trabajar.

Había algo que faltaba, en él, pensó, no en el lugar. No estaba preparado. No era lo bastante fuerte para aceptar lo que se le ofrecía con tanta generosidad. Se sentía seco y árido, como una planta del desierto, en este hermoso oasis. La vida en Anarres lo había marcado, le había cerrado la mente; las aguas de la vida manaban alrededor, y sin embargo él no podía beberías.

Se obligó a trabajar, pero tampoco en el trabajo se encontraba seguro. Parecía haber perdido la intuición que (de acuerdo con la opinión que tenía de sí mismo) constituía su principal ventaja sobre los otros físicos: la capacidad de descubrir dónde estaba el verdadero problema, la llave de acceso a lo interior, al centro. Aquí, parecía haber perdido el sentido de orientación. Trabajaba en los Laboratorios de Investigación de la Luz, leía mucho, y durante aquel verano y aquel otoño escribió tres trabajos: un medio año productivo, de acuerdo con las pautas normales. Pero él sabía que en realidad no había hecho nada.

En verdad, cuanto más tiempo vivía en Urras, menos real le parecía.