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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (15)

Los desposeídos (15)

La luz de su mundo le colmaba las manos vacías.

Capítulo 4

El sol del oeste brilló en la cara de Shevek y lo despertó cuando el dirigible, volando sobre el último paso elevado del Ne Theras, se volvió hacia el sur. Había dormido casi todo el día, el tercero del largo viaje. La noche de la fiesta de despedida había quedado atrás, a medio mundo de distancia. Bostezó y se frotó los ojos y sacudió la cabeza tratando de sacarse de los oídos et zumbido profundo del dirigible, y de pronto, ya del todo despierto, se dio cuenta de que el viaje estaba a punto de acabar, de que se estaban aproximando a Abbenay. Apretó la cara contra la ventanilla polvorienta, y como lo había imaginado, allá en el fondo, entre dos cerros rojizos de herrumbre vio un gran campo amurallado, el Puerto. Miró con atención, tratando de ver si había en la pista una nave del espacio. Por despreciable que fuera Urras, era otro mundo, y él deseaba ver una nave venida de otro mundo, un viajero que hubiese atravesado el abismo seco y terrible, un objeto construido por manos extrañas. Pero en el Puerto no había ninguna nave.

Los cargueros de Urras llegaban sólo ocho veces al año, y se quedaban apenas el tiempo que tardaban en cargar y descargar. No eran visitantes bienvenidos. Eran en verdad, para algunos anarresti, una humillación perpetuamente renovada.

Traían aceites fósiles y productos derivados del petróleo, piezas mecánicas delicadas y elementos electrónicos que la industria anarresti no estaba en condiciones de proporcionar, a menudo alguna nueva cepa de árboles frutales o de plantas gramíneas. Y regresaban a Urras cargadas hasta el tope de mercurio, cobre, aluminio, uranio, estaño y oro. Era, para ellos, un negocio pingüe. La distribución de tales cargamentos ocho veces al año constituía la función más prestigiosa del Consejo Urrasti de Gobiernos Mundiales, y el acontecimiento más importante en el mercado de valores urrasti. En la práctica, el Mundo Libre de Anarres era una colonia minera de Urras.

Una práctica exasperante. Generación tras generación, año tras año, en los debates de la CPD en Abbenay se alzaban protestas airadas:

—¿Por qué persistir en estas transacciones comerciales con un propietariado aprovechado y belicista? —Y la respuesta de las mentes más serenas se repetía una y otra vez:

—A los urrasti les costaría mucho más extraer ellos mismos los minerales; por lo tanto no nos van a invadir. Pero si violamos ese convenio de trueque recurrirán a la fuerza.

—No es fácil, sin embargo, para gente que nunca ha pagado nada con dinero, entender la sicología del costo, el argumento del mercado. Siete generaciones de paz no habían borrado esta desconfianza.

De modo que para ocupar los puestos de trabajo denominados de Defensa nunca había necesidad de reclutar voluntarios. La mayor parte de las tareas de Defensa eran tan tediosas que en právico, en cuya lengua una misma palabra designaba el trabajo y el juego, no se las llamaba sino kleggich, faena. Los trabajadores de las cuadrillas de Defensa tripulaban las doce anticuadas naves interplanetarias, conservándolas carenadas y en órbita como una red protectora; mantenían antenas de radar y radiotelescópicas en los parajes solitarios; llevaban a cabo las aburridas tareas del Puerto. Y sin embargo siempre había una lista de espera. El joven anarresti, por muy contagiado que estuviera de esta moral pragmática, rebosaba de vida, y esa vida reclamaba altruismo, abnegación, la aptitud del gesto absoluto. La soledad, la vigilia, los peligros, las naves del espacio tenían para él una atracción romántica. Fue puro romanticismo lo que hizo que Shevek siguiera con la nariz aplastada contra la ventanilla hasta que el Puerto vacío desapareció por detrás del dirigible, dejándole la amarga decepción de no haber atisbado en la pista ni un mísero carguero de minerales.

Bostezó otra vez, y se desperezó, y miró afuera, hacia adelante, dispuesto a ver lo que había que ver. El dirigible volaba ahora por encima de las últimas serranías del Ne Theras. Ante él, ensanchándose hacia el sur desde las estribaciones de las montañas, resplandeciente al sol del atardecer, se extendía una ancha franja de verdor.

La contempló maravillado, tan maravillado como la contemplaran, seis mil años atrás, los antecesores de los anarresti.

En Urras, durante el Tercer Milenio, los sacerdotes-astrónomos de Serdonou i Dhun, observando que las estaciones modificaban la atezada luminosidad del Otro Mundo, les habían puesto nombres místicos a aquellas llanuras y cadenas de montañas, y a los mares en que se reflejaba el sol. A una región que reverdecía antes que todas las demás en el año nuevo lunar la llamaron Ans Hos, el Jardín del Espíritu: el Edén de Anarres.

En milenios ulteriores los telescopios les revelaron que no se habían equivocado. Ans Hos era sin lugar a dudas el paraje más favorecido de Anarres; y en el primer viaje tripulado a la luna habían descendido allí, en aquella franja verde entre las montañas y el mar.

Pero descubrieron que el Edén de Anarres era seco, frío y ventoso, y el resto del planeta más inhóspito aún. Allí la vida no había producido formas más evolucionadas que los peces y unas plantas sin flores. El aire era enrarecido, como el de las grandes alturas de Urras. El sol quemaba, el viento helaba, el polvo sofocaba.

Durante doscientos años después del primer aterrizaje, Anarres fue explorado y estudiado, pero no colonizado. ¿Para qué mudarse a un desierto de aullidos cuando había sitio en abundancia en los benignos valles de Urras?

Pero había minerales. Las eras de auto-expoliación del Noveno Milenio y de comienzos del Décimo habían agotado las reservas, y cuando las naves cohete fueron perfeccionadas se comprobó que era más barato obtener los metales necesarios de las minas de la luna que de la ganga o el agua marina de Urras. En el año urrasti IX-738 se fundó una colonia al pie de las Montañas Ne Theras, de donde se extraía mercurio, en el antiguo Ans Hos. La llamaron Ciudad Anarres. No era una verdadera ciudad, no había mujeres. Los hombres trabajaban durante dos o tres años como mineros o técnicos, y luego volvían a casa, al mundo verdadero.

La Luna y sus minas estaban bajo la jurisdicción del Consejo de Gobiernos Mundiales, pero en un sitio del hemisferio oriental de la Luna la nación de Thu tenía un pequeño secreto: un aeropuerto y una colonia de mineros de oro, con mujeres e hijos. Esta gente vivía en la Luna, pero nadie lo sabía excepto el gobierno de Thu. Fue la caída de ese gobierno en el año 771 lo que llevó a que el Consejo de Gobiernos Mundiales propusiera ceder la Luna a la Sociedad Internacional de Odonianos, librándose así de ellos a cambio de un mundo, antes que socavaran irremisiblemente la autoridad de la ley y la soberanía nacional de Urras. La ciudad de Anarres fue evacuada, y hubo tumultos en Thu y fue necesario enviar precipitadamente un par de cohetes en busca de los mineros clandestinos. No todos eligieron regresar. Algunos le habían tomado cariño al desierto rugiente.

Durante más de veinte años las doce naves cedidas a los Colonos Odonianos por el Consejo de Gobiernos Mundiales fueron de uno a otro mundo a través del abismo seco, hasta que transportaron al millón de almas que habían elegido una nueva vida. A partir de entonces el puerto quedó cerrado a la inmigración, y abierto sólo a las naves de carga bajo el Convenio de Trueque. La ciudad de Anarres tenía a la sazón unos cien mil habitantes, y ahora se llamaba Abbenay, que en la nueva lengua de la nueva sociedad significaba Mente.

La descentralización había sido una cuestión primordial para Odo cuando planeó una nueva sociedad que nunca llegó a ver. Odo no pretendía desurbanizar la civilización. Aunque opinaba que las dimensiones naturales de una comunidad dependían de la cantidad de alimentos y de energía que pudieran proporcionar las regiones contiguas, proponía que las comunidades estuviesen todas conectadas entre sí por redes de comunicaciones y transpones, de modo que los bienes de consumo y las ideas pudiesen llegar a donde fuese necesario con prontitud y facilidad. Pero esa red no estaría administrada desde arriba. No habría centros jerárquicos, ni ciudades capitales, ni organizaciones destinadas a perpetuar el aparato burocrático o a favorecer las ambiciones de quienes aspiraban a convertirse en capitanes, en patronos, en jefes de Estado.

Como quiera que sea, los planes de Odo habían tenido en cuenta el suelo generoso cíe Urras. En el árido Anarres, las comunidades tuvieron que dispersarse en busca de recursos, y eran pocas las que se bastaban a sí mismas, por más que hubieran reducido lo que se entendía por necesidades primarias. En verdad, habían tenido que prescindir de muchas cosas, pero hasta un cierto grado; no estaban dispuestos a recaer en el tribalismo preurbano, pre-tecnológico. Sabían que el anarquismo era para ellos el producto de una civilización muy desarrollada, de una cultura y diversificación compleja, de una economía estable y una tecnología altamente industrializada, capaz de mantener un elevado nivel de producción y distribuir con rapidez los bienes de consumo. Por muy vastas que fuesen las distancias que había entre las colonias, todas se consideraban partes de un complejo organismo. Primero construían los caminos, y luego las casas. El intercambio de recursos y productos regionales era constante, en un intrincado proceso de equilibrio: ese equilibrio de la diversidad que es fundamento de la vida, de la ecología natural y social.

Pero, como ellos mismos decían con una imagen analógica, no puede haber un sistema nervioso sin por lo menos un ganglio, y preferentemente un cerebro. Tenía que haber un centro. Las computadoras que coordinaban la administración de las cosas, la división del trabajo y la distribución de los bienes de consumo, y las federaciones centrales de la mayor parte de los sindicatos de trabajadores estuvieron, desde el comienzo mismo, en Abbenay. Y desde el comienzo los Colonos comprendieron que aquella centralización inevitable era una permanente amenaza, que necesitaba de una permanente vigilancia.

Oh hija Anarquía, promesa infinita, desvelo infinito, yo escucho, escucho en la noche, junto a la cuna profunda como la noche, atiendo a la criatura .

Pío Atean, que había adoptado el nombre právico de Tober, había escrito estos versos en el año catorce de la Colonia. Los primeros intentos de los odonianos por dar a la poesía un nuevo lenguaje, un mundo nuevo, habían sido torpes, desmañados, conmovedores.

Y ahora Abbenay, la mente y el centro de Anarres, estaba allí, delante del dirigible, sobre la amplia llanura verde.

Aquel verde brillante y profundo de los campos no era obviamente un color natural en Anarres. Sólo aquí y en las costas cálidas del Mar de Keran florecían las semillas del Viejo Mundo. En todo el resto del planeta los granos que predominaban eran el holum rastrero y la hierbamene pálida.

Cuando Shevek tenía nueve años se había ocupado en la escuela, durante varios meses, de cuidar las plantas ornamentales de la comunidad de los Llanos, delicadas y exóticas, y que necesitaban que se las aumentase y les diera el sol, como si fueran bebés. Había ayudado a un anciano en aquella tarea apacible y exigente, y se había encariñado con el hombre y con las plantas, y con la tierra y con el trabajo. Cuando vio el color de la Llanura de Abbenay se acordó del anciano, y del olor del abono de aceite de pescado, y del color de los primeros retoños en las ramas pequeñas y desnudas, aquel verde claro y vigoroso.

Y mientras el dirigible se acercaba vio a la distancia entre el vívido verde de los prados una larga extensión de blancura, que se quebraba en cubos, como sal derramada.

De pronto un racimo de destellos deslumbradores se alzó en la orilla oriental de la ciudad y Shevek parpadeó y durante un momento vio unas manchas oscuras: los grandes espejos parabólicos que proporcionaban calor solar a las refinerías de Abbenay.


Los desposeídos (15)

La luz de su mundo le colmaba las manos vacías.

Capítulo 4

El sol del oeste brilló en la cara de Shevek y lo despertó cuando el dirigible, volando sobre el último paso elevado del Ne Theras, se volvió hacia el sur. Había dormido casi todo el día, el tercero del largo viaje. La noche de la fiesta de despedida había quedado atrás, a medio mundo de distancia. Bostezó y se frotó los ojos y sacudió la cabeza tratando de sacarse de los oídos et zumbido profundo del dirigible, y de pronto, ya del todo despierto, se dio cuenta de que el viaje estaba a punto de acabar, de que se estaban aproximando a Abbenay. Apretó la cara contra la ventanilla polvorienta, y como lo había imaginado, allá en el fondo, entre dos cerros rojizos de herrumbre vio un gran campo amurallado, el Puerto. Miró con atención, tratando de ver si había en la pista una nave del espacio. Por despreciable que fuera Urras, era otro mundo, y él deseaba ver una nave venida de otro mundo, un viajero que hubiese atravesado el abismo seco y terrible, un objeto construido por manos extrañas. Pero en el Puerto no había ninguna nave.

Los cargueros de Urras llegaban sólo ocho veces al año, y se quedaban apenas el tiempo que tardaban en cargar y descargar. No eran visitantes bienvenidos. Eran en verdad, para algunos anarresti, una humillación perpetuamente renovada.

Traían aceites fósiles y productos derivados del petróleo, piezas mecánicas delicadas y elementos electrónicos que la industria anarresti no estaba en condiciones de proporcionar, a menudo alguna nueva cepa de árboles frutales o de plantas gramíneas. Y regresaban a Urras cargadas hasta el tope de mercurio, cobre, aluminio, uranio, estaño y oro. Era, para ellos, un negocio pingüe. La distribución de tales cargamentos ocho veces al año constituía la función más prestigiosa del Consejo Urrasti de Gobiernos Mundiales, y el acontecimiento más importante en el mercado de valores urrasti. En la práctica, el Mundo Libre de Anarres era una colonia minera de Urras.

Una práctica exasperante. Generación tras generación, año tras año, en los debates de la CPD en Abbenay se alzaban protestas airadas:

—¿Por qué persistir en estas transacciones comerciales con un propietariado aprovechado y belicista? —Y la respuesta de las mentes más serenas se repetía una y otra vez:

—A los urrasti les costaría mucho más extraer ellos mismos los minerales; por lo tanto no nos van a invadir. Pero si violamos ese convenio de trueque recurrirán a la fuerza.

—No es fácil, sin embargo, para gente que nunca ha pagado nada con dinero, entender la sicología del costo, el argumento del mercado. Siete generaciones de paz no habían borrado esta desconfianza.

De modo que para ocupar los puestos de trabajo denominados de Defensa nunca había necesidad de reclutar voluntarios. La mayor parte de las tareas de Defensa eran tan tediosas que en právico, en cuya lengua una misma palabra designaba el trabajo y el juego, no se las llamaba sino kleggich, faena. Los trabajadores de las cuadrillas de Defensa tripulaban las doce anticuadas naves interplanetarias, conservándolas carenadas y en órbita como una red protectora; mantenían antenas de radar y radiotelescópicas en los parajes solitarios; llevaban a cabo las aburridas tareas del Puerto. Y sin embargo siempre había una lista de espera. El joven anarresti, por muy contagiado que estuviera de esta moral pragmática, rebosaba de vida, y esa vida reclamaba altruismo, abnegación, la aptitud del gesto absoluto. La soledad, la vigilia, los peligros, las naves del espacio tenían para él una atracción romántica. Fue puro romanticismo lo que hizo que Shevek siguiera con la nariz aplastada contra la ventanilla hasta que el Puerto vacío desapareció por detrás del dirigible, dejándole la amarga decepción de no haber atisbado en la pista ni un mísero carguero de minerales.

Bostezó otra vez, y se desperezó, y miró afuera, hacia adelante, dispuesto a ver lo que había que ver. El dirigible volaba ahora por encima de las últimas serranías del Ne Theras. Ante él, ensanchándose hacia el sur desde las estribaciones de las montañas, resplandeciente al sol del atardecer, se extendía una ancha franja de verdor.

La contempló maravillado, tan maravillado como la contemplaran, seis mil años atrás, los antecesores de los anarresti.

En Urras, durante el Tercer Milenio, los sacerdotes-astrónomos de Serdonou i Dhun, observando que las estaciones modificaban la atezada luminosidad del Otro Mundo, les habían puesto nombres místicos a aquellas llanuras y cadenas de montañas, y a los mares en que se reflejaba el sol. A una región que reverdecía antes que todas las demás en el año nuevo lunar la llamaron Ans Hos, el Jardín del Espíritu: el Edén de Anarres.

En milenios ulteriores los telescopios les revelaron que no se habían equivocado. Ans Hos era sin lugar a dudas el paraje más favorecido de Anarres; y en el primer viaje tripulado a la luna habían descendido allí, en aquella franja verde entre las montañas y el mar.

Pero descubrieron que el Edén de Anarres era seco, frío y ventoso, y el resto del planeta más inhóspito aún. Allí la vida no había producido formas más evolucionadas que los peces y unas plantas sin flores. El aire era enrarecido, como el de las grandes alturas de Urras. El sol quemaba, el viento helaba, el polvo sofocaba.

Durante doscientos años después del primer aterrizaje, Anarres fue explorado y estudiado, pero no colonizado. ¿Para qué mudarse a un desierto de aullidos cuando había sitio en abundancia en los benignos valles de Urras?

Pero había minerales. Las eras de auto-expoliación del Noveno Milenio y de comienzos del Décimo habían agotado las reservas, y cuando las naves cohete fueron perfeccionadas se comprobó que era más barato obtener los metales necesarios de las minas de la luna que de la ganga o el agua marina de Urras. En el año urrasti IX-738 se fundó una colonia al pie de las Montañas Ne Theras, de donde se extraía mercurio, en el antiguo Ans Hos. La llamaron Ciudad Anarres. No era una verdadera ciudad, no había mujeres. Los hombres trabajaban durante dos o tres años como mineros o técnicos, y luego volvían a casa, al mundo verdadero.

La Luna y sus minas estaban bajo la jurisdicción del Consejo de Gobiernos Mundiales, pero en un sitio del hemisferio oriental de la Luna la nación de Thu tenía un pequeño secreto: un aeropuerto y una colonia de mineros de oro, con mujeres e hijos. Esta gente vivía en la Luna, pero nadie lo sabía excepto el gobierno de Thu. Fue la caída de ese gobierno en el año 771 lo que llevó a que el Consejo de Gobiernos Mundiales propusiera ceder la Luna a la Sociedad Internacional de Odonianos, librándose así de ellos a cambio de un mundo, antes que socavaran irremisiblemente la autoridad de la ley y la soberanía nacional de Urras. La ciudad de Anarres fue evacuada, y hubo tumultos en Thu y fue necesario enviar precipitadamente un par de cohetes en busca de los mineros clandestinos. No todos eligieron regresar. Algunos le habían tomado cariño al desierto rugiente.

Durante más de veinte años las doce naves cedidas a los Colonos Odonianos por el Consejo de Gobiernos Mundiales fueron de uno a otro mundo a través del abismo seco, hasta que transportaron al millón de almas que habían elegido una nueva vida. A partir de entonces el puerto quedó cerrado a la inmigración, y abierto sólo a las naves de carga bajo el Convenio de Trueque. La ciudad de Anarres tenía a la sazón unos cien mil habitantes, y ahora se llamaba Abbenay, que en la nueva lengua de la nueva sociedad significaba Mente.

La descentralización había sido una cuestión primordial para Odo cuando planeó una nueva sociedad que nunca llegó a ver. Odo no pretendía desurbanizar la civilización. Aunque opinaba que las dimensiones naturales de una comunidad dependían de la cantidad de alimentos y de energía que pudieran proporcionar las regiones contiguas, proponía que las comunidades estuviesen todas conectadas entre sí por redes de comunicaciones y transpones, de modo que los bienes de consumo y las ideas pudiesen llegar a donde fuese necesario con prontitud y facilidad. Pero esa red no estaría administrada desde arriba. No habría centros jerárquicos, ni ciudades capitales, ni organizaciones destinadas a perpetuar el aparato burocrático o a favorecer las ambiciones de quienes aspiraban a convertirse en capitanes, en patronos, en jefes de Estado.

Como quiera que sea, los planes de Odo habían tenido en cuenta el suelo generoso cíe Urras. En el árido Anarres, las comunidades tuvieron que dispersarse en busca de recursos, y eran pocas las que se bastaban a sí mismas, por más que hubieran reducido lo que se entendía por necesidades primarias. En verdad, habían tenido que prescindir de muchas cosas, pero hasta un cierto grado; no estaban dispuestos a recaer en el tribalismo preurbano, pre-tecnológico. Sabían que el anarquismo era para ellos el producto de una civilización muy desarrollada, de una cultura y diversificación compleja, de una economía estable y una tecnología altamente industrializada, capaz de mantener un elevado nivel de producción y distribuir con rapidez los bienes de consumo. Por muy vastas que fuesen las distancias que había entre las colonias, todas se consideraban partes de un complejo organismo. Primero construían los caminos, y luego las casas. El intercambio de recursos y productos regionales era constante, en un intrincado proceso de equilibrio: ese equilibrio de la diversidad que es fundamento de la vida, de la ecología natural y social.

Pero, como ellos mismos decían con una imagen analógica, no puede haber un sistema nervioso sin por lo menos un ganglio, y preferentemente un cerebro. Tenía que haber un centro. Las computadoras que coordinaban la administración de las cosas, la división del trabajo y la distribución de los bienes de consumo, y las federaciones centrales de la mayor parte de los sindicatos de trabajadores estuvieron, desde el comienzo mismo, en Abbenay. Y desde el comienzo los Colonos comprendieron que aquella centralización inevitable era una permanente amenaza, que necesitaba de una permanente vigilancia.

Oh hija Anarquía, promesa infinita, desvelo infinito, yo escucho, escucho en la noche, junto a la cuna profunda como la noche, atiendo a la criatura .

Pío Atean, que había adoptado el nombre právico de Tober, había escrito estos versos en el año catorce de la Colonia. Los primeros intentos de los odonianos por dar a la poesía un nuevo lenguaje, un mundo nuevo, habían sido torpes, desmañados, conmovedores.

Y ahora Abbenay, la mente y el centro de Anarres, estaba allí, delante del dirigible, sobre la amplia llanura verde.

Aquel verde brillante y profundo de los campos no era obviamente un color natural en Anarres. Sólo aquí y en las costas cálidas del Mar de Keran florecían las semillas del Viejo Mundo. En todo el resto del planeta los granos que predominaban eran el holum rastrero y la hierbamene pálida.

Cuando Shevek tenía nueve años se había ocupado en la escuela, durante varios meses, de cuidar las plantas ornamentales de la comunidad de los Llanos, delicadas y exóticas, y que necesitaban que se las aumentase y les diera el sol, como si fueran bebés. Había ayudado a un anciano en aquella tarea apacible y exigente, y se había encariñado con el hombre y con las plantas, y con la tierra y con el trabajo. Cuando vio el color de la Llanura de Abbenay se acordó del anciano, y del olor del abono de aceite de pescado, y del color de los primeros retoños en las ramas pequeñas y desnudas, aquel verde claro y vigoroso.

Y mientras el dirigible se acercaba vio a la distancia entre el vívido verde de los prados una larga extensión de blancura, que se quebraba en cubos, como sal derramada.

De pronto un racimo de destellos deslumbradores se alzó en la orilla oriental de la ciudad y Shevek parpadeó y durante un momento vio unas manchas oscuras: los grandes espejos parabólicos que proporcionaban calor solar a las refinerías de Abbenay.