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Los nueve libros de la Historia: Libro I, 08 LXXXV-XCVI

08 LXXXV-XCVI

LXXXV[editar]

Por lo que mira a la persona de Creso, sucedió lo siguiente: Tenía, como he dicho ya, un hijo que era mudo, pero hábil para todo lo restante. Con el objeto de curarle había practicado cuantas diligencias estaban a su alcance, y habiendo enviado además a consultar el caso con el oráculo de Delfos, respondió la Pitia: # Oh Creso, rey de Lidia y muchos pueblos, No con ardor pretendas en tu casa, Necio, escuchar la voz del hijo amado. Mejor sin ella está; porque si hablare, Comenzarán entonces tus desdichas. Cuando fue tomada la plaza, uno de los persas iba en seguimiento de Creso, a quien no conocía, con intención de matarle; oprimido el rey con el peso de su desventura, no procuraba evitar su destino, importándole poco morir al filo del alfanje. Pero su hijo, viendo al persa en ademán de descargar el golpe, lleno de agitación hace un esfuerzo para hablar, y exclama: —«Hombre, no mates a Creso.» Esta fue la primera vez que el mudo habló, y después conservó la voz todo el tiempo de su vida. LXXXVI[editar]

Los persas, dueños de Sardes, se apoderaron también de la persona de Creso, que habiendo reinado catorce años y sufrido catorce días de sitio, acabó puntualmente, según el doble sentido del oráculo, con un grande imperio, pero acabó con el suyo. Ciro, luego que se le presentaron, hizo levantar una grande pira, y mandó que le pusiesen encima de ella cargado de prisiones, y a su lado catorce mancebos lydios, ya fuese con ánimo de sacrificarlo a alguno de los dioses como primicias de su botín, ya para concluir algún voto ofrecido, o quizá habiendo oído decir que Creso era muy religioso, quería probar si alguna deidad le libertaba de ser quemado vivo: de Creso cuentan que, viéndose sobre la pira, todo el horror de su situación no pudo impedir que le viniese a la memoria el dicho de Solón, que parecía ser para él un aviso del cielo, de que nadie de los mortales en vida era feliz. Lo mismo fue asaltarle este pensamiento, que como si volviera de un largo desmayo exclamó por tres veces: —«¡Oh Solón!» con un profundo suspiro. Oyéndolo el rey de Persia, mandó a los intérpretes le preguntasen quién era aquel a quien invocaba. Pero él no desplegó sus labios, hasta que forzado a responder, dijo: —«Es aquel que yo deseara tratasen todos los soberanos de la tierra, más bien que poseer inmensos tesoros.» Y como con estas expresiones vagas no satisficiera a los intérpretes, le volvieron a preguntar, y él, viéndose apretado por las voces y alboroto de los circunstantes, les dijo: que un tiempo el ateniense Solón había venido a Sardes, y después de haber contemplado toda su opulencia, sin hacer caso de ella le manifestó cuanto le estaba pasando, y le dijo cosas que no sólo interesaban a él sino a todo el género humano, y muy particularmente a aquellos que se consideran felices. Entretanto la pira, prendida la llama en sus extremidades, comenzaba a arder; pero Ciro luego que oyó a los intérpretes el discurso de Creso, al punto mudó de resolución, reflexionando ser hombre mortal, y no deber por lo mismo entregar a las llamas a otro hombre, poco antes igual suyo en grandeza y prosperidad. Temió también la venganza divina y la facilidad con que las cosas humanas se mudan y trastornan. Poseído de estas ideas, manda inmediatamente apagar el fuego y bajar a Creso de la hoguera y a los que con él estaban; pero todo en vano, pues por más que lo procuraban, no podían vencer la furia de las llamas. LXXXVII[editar]

Entonces Creso, según refieren los lidios, viendo mudado en su favor el ánimo de Ciro, y a todos los presentes haciendo inútiles esfuerzos para extinguir el incendio, invocó en alta voz al dios Apolo, pidiéndole que si alguna de sus ofrendas le había sido agradable, le socorriese en aquel apuro y le libertase del desastrado fin que le amenazaba. Apenas hizo llorando esta súplica, cuando a pesar de hallarse el cielo sereno y claro, se aglomeraron de repente nubes, y despidieron una lluvia copiosísima que dejó apagada la hoguera. Persuadido Ciro por este prodigio de cuán amigo de los dioses era Creso, y cuán bueno su carácter, hizo que le bajasen de la pira, y luego le preguntó: —«Dime, Creso, ¿quién te indujo a emprender una expedición contra mis estados, convirtiéndote de amigo en contrario mío? —Esto lo hice, señor, respondió Creso, impelido de la fortuna, que se te muestra favorable y a mí adversa. De todo tiene la culpa el dios de los griegos, que me alucinó con esperanzas halagüeñas; porque, ¿quién hay tan necio que prefiera sin motivo la guerra a las dulzuras de la paz? En esta los hijos dan sepultura a sus padres, y en aquella son los padres quienes la dan a sus hijos. Pero todo debe haber sucedido porque algún numen así lo quiso.» LXXXVIII[editar]

Libre Creso de prisiones, le mandó Ciro sentar a su lado, y le dio muestras del aprecio que hacía de su persona, mirándole él mismo y los de su comitiva con pasmo y admiración. En tanto Creso meditaba dentro de sí mismo sin hablar palabra, hasta que vueltos los ojos a la ciudad de los lidios, y viendo que la estaban saqueando los persas, —«Señor, dijo, quisiera saber si me es permitido hablar todo lo que siento, o si es tu voluntad que calle por ahora.» Ciro le animó para que dijese con libertad cuanto lo ocurría, y entonces Creso le preguntó: —«¿En qué se ocupa con tanta diligencia esa muchedumbre de gente?» Esos, respondió Ciro, están saqueando tu ciudad y repartiéndose tus riquezas. —¡Ah no, replicó Creso, ni la ciudad es mía, ni tampoco los tesoros que se malbaratan en ella! Todo te pertenece ya, y a ti es propiamente a quien se despoja con esas rapiñas.» LXXXIX[editar]

Este discurso hizo mella en el ánimo de Ciro, el cual mandó retirar a los presentes, y consultó después a Creso lo que le parecía deber hacer en semejante caso. «Puesto que los dioses, dijo Creso, me han hecho prisionero y siervo tuyo, considero justo proponerte lo que se me alcanza. Los persas son insolentes por carácter, y pobres además. Si los dejas enriquecer con los despojos de la ciudad saqueada, es muy natural que alguno de ellos, viéndose demasiado rico, se rebele contra ti. Si te parece bien, coloca guardias en todas las puertas de la ciudad con orden de quitar la presa a los saqueadores, dándoles por razón ser absolutamente necesario ofrecerá Júpiter el diezmo de todos esos bienes. De este modo no incurrirás en el odio de los soldados, los cuales, viendo que obras con rectitud, obedecerán gustosos tu determinación.» XC[editar]

Alegróse Ciro de oír tales razones, que le parecieron muy oportunas, las encareció sobremanera, y mandó a sus guardias ejecutasen puntualmente lo que Creso le había indicado. Vuelto después a Creso, le dijo: —«Tus acciones y tus palabras se muestran dignas de un ánimo real; pídeme, pues, la gracia que quisieres, seguro de obtenerla al momento. —Yo, señor, respondió, te quedaré muy agradecido si me das tú permiso para que, regalando estos grillos al dios de los griegos, le pueda preguntar si le parece justo engañar a los que lo sirven, y burlarse de los que dedican ofrendas en su templo.» Ciro entonces quiso saber cuál era el motivo de sus quejas, y Creso le dio razón de sus designios, de la respuesta de los oráculos, y especialmente de sus magníficos regalos, y de que había hecho la guerra contra los persas inducido por predicciones lisonjeras; y volviendo a pedirle licencia para dar en rostro con sus desgracias al dios que las había causado, le dijo Ciro sonriéndose: —«Haz, Creso, lo que gustes, pues yo nada pienso negarte.» Con este permiso envió luego a Delfos algunos lidios, encargándoles pusiesen sus grillos en el umbral mismo del templo, y preguntasen a Apolo si no se avergonzaba de haberle inducido con sus oráculos a la guerra contra los persas, dándole a entender que con ella daría fin al imperio de Ciro; y que presentando después sus grillos como primicias de la guerra, le preguntasen también si los dioses griegos tenían por ley el ser desagradecidos. XCI[editar]

Los lidios, luego que llegaron a Delfos, hicieron lo que se los había mandado, y se dice que recibieron esta respuesta de la Pitia: —«Lo dispuesto por el hado no pueden evitarlo los dioses mismos. Creso paga el delito que cometió su quinto abuelo, el cual, siendo guardia de los Heráclidas, y dejándose llevar de la perfidia de una mujer, quitó la vida a su monarca y se apoderó de un imperio que no le pertenecía. El dios de Delfos ha procurado con ahínco que la ruina fatal de Sardes no se verificase en daño de Creso, sino de alguno de sus hijos; pero no le ha sido posible trastornar el curso de los hados. Sin embargo, sus esfuerzos le han permitido retardar por tres años la conquista de Sardes; y sepa Creso que ha sido hecho prisionero tres años después del tiempo decretado por el destino. ¿Y a quién debe también el socorro que recibió cuando iba a perecer en medio de las llamas? Por lo que hace al oráculo, no tiene Creso razón de quejarse. Apolo lo predijo que si hacía la guerra a los persas, arruinaría un grande imperio; y cualquiera en su caso hubiera vuelto a preguntar de cuál de los dos imperios se trataba, si del suyo o del de Ciro. Si no comprendió la respuesta, si no quiso consultar segunda vez, échese la culpa a sí mismo. Tampoco entendió ni trató de exterminar lo que en el postrer oráculo se le dijo acerca del mulo, pues este mulo cabalmente era Ciro; el cual nació de unos padres diferentes en raza y condición, siendo su madre Meda, hija del rey de los medos Astiages, y superior en linaje a su padre, que fue un persa, vasallo del rey de Media, y un hombre que desde la más ínfima clase tuvo la dicha de subir al tálamo de su misma señora.» Esta respuesta llevaron los lidios a Creso; el cual, informado de ella, confesó que toda la culpa era suya, y no del dios Apolo. Esto fue lo que sucedió acerca del imperio de Creso y de la primera conquista de la Jonia. XCII[editar]

Volviendo a los donativos de Creso, no solamente fueron ofrendas suyas las que dejo referidas, sino otras muchas que hay en Grecia. En Thebas de Beocia consagró un trípode de oro al dios Apolo Ismenio, y en Éfeso las vacas de oro y la mayor parte de las columnas. En el vestíbulo del templo de Delfos se ve un grande escudo de oro. Muchos de estos donativos se conservan en nuestros días, si bien algunos pocos han perecido ya. Según he oído decir, los dones que ofreció Creso en Branchidas, del territorio de Mileto, son semejantes y del mismo peso que los que dedicó en Delfos. Sin embargo, las ofrendas hechas en Delfos y en el templo de Anfiarao, fueron de sus propios bienes, y como primicias de la herencia paterna; pero los otros dones pertenecieron a los bienes confiscados a un enemigo suyo, que antes de subir Creso al trono había formado contra él un partido con el objeto de que la corona recayese en Pantaleon, hijo también de Aliates, pero no hermano uterino de Creso, pues éste había nacido de una madre natural de la Caria, y aquél de otra natural de la Jonia. Cuando Creso se vio en posesión del imperio, hizo morir al hombre que tanto lo había resistido, despedazándole con los peines de hierro de un cardador, y consagró del modo dicho los bienes ofrecidos de antemano a los dioses. XCIII[editar]

La Lidia es una tierra que no ofrece a la historia maravillas semejantes a las que ofrecen otros países, a no ser las arenillas de oro provenientes del monte Tmolo; pero sí nos presenta un monumento, obra la mayor de cuantas hay, después de las maravillas del mundo, egipcias y babilonias. En ella existe el túmulo de Aliates, padre de Creso, el cual tiene en la base unas grandes piedras, y lo demás es un montón de tierra. La obra se hizo a costa de los vendedores de la plaza y de los artesanos, ayudándoles también las muchachas. En este túmulo se ven todavía cinco términos o cuerpos, en los cuales hay inscripciones que indican la parte hecha por cada uno de aquellos gremios, y según las medidas aparece ser mayor que las demás la parte ejecutada por las mozas. Lo que no es de extrañar, porque ya se sabe que todas las hijas de los lidios venden su honor ganándose su dote con la prostitución voluntaria, hasta tanto que se casan con un determinado marido, que cada cual por sí misma se busca. El ámbito del túmulo es de seis estadios y dos pletros o yugadas, y la anchura de trece yugadas. Cerca de este sepulcro hay un gran lago que llaman de Giges, y dicen los lidios que es de agua perenne. XCIV[editar]

Los lidios se gobiernan por unas leyes muy parecidas a las de los griegos, a excepción de la costumbre que hemos referido hablando de sus hijas. Ellos fueron, al menos que sepamos, los primeros que acuñaron para el uso público la moneda de oro y plata, los primeros que tuvieron tabernas de vino y comestibles, y según ellos dicen, los inventores de los juegos que se usan también en la Grecia, cuyo descubrimiento nos cuentan haber hecho en aquel tiempo en que enviaron sus colonias a Tirsenia; y lo refieren de este modo. En el reinado de Atis el hijo de Manes, se experimentó en toda la Lidia una gran carestía en víveres, que toleraron algún tiempo con mucho trabajo; pero después, viendo que no cesaba la calamidad, buscaron remedios contra ella, y discurrieron varios entretenimientos. Entonces se inventaron los dados, las tabas, la pelota y todos los otros juegos menos el ajedrez, pues la invención de este último no se lo apropian los lidios: como estos juegos los inventaron para divertir el hambre, pasaban un día entero jugando, a fin de no pensar en comer, y al día siguiente cuidaban de alimentarse, y con esta alternativa vivieron hasta dieciocho años. Pero no cediendo el mal, antes bien agravándose cada vez más, determinó el rey dividir en dos partes toda la nación, y echar suertes para saber cuál de ellas se quedaría en el país y cuál saldría fuera. Él se puso al frente de aquellos a quienes la suerte hiciese quedar en su patria, y nombró por jefe de los que debían emigrar, a su mismo hijo, que llevaba el nombre de Tyrseno. Estos últimos bajaron a Esmirna, construyeron allí sus naves, y embarcando en ellas sus alhajas y muebles transportables, navegaron en busca de sustento y morada, hasta que pisando por varios pueblos llegaron a los umbros, donde fundaron sus ciudades, en las cuales habitaron después. Allí los lidios dejaron su nombre antiguo y tomaron otro derivado del que tenía el hijo del rey que los condujo, llamándose por lo mismo Tyrsenos. En suma, los lidios fueron reducidos a servidumbre por los persas. XCV[editar]

Ahora exige la historia que digamos quién fue aquel Ciro que arruinó el imperio de Creso; y también de qué manera los persas vinieron a hacerse dueños del Asia. Sobre este punto voy a referirlas cosas, no siguiendo a los persas, que quieren hacer alarde de las hazañas de su héroe, sino a aquellos que las cuentan como real y verdaderamente pasaron; porque sé muy bien que la historia de Ciro suele referirse de tres maneras más. reinando ya los asirios en el Asia superior por el espacio de quinientos y veinte años, los medos empezaron los primeros a sublevarse contra ellos, y como peleaban por su libertad, se mostraron valerosos, y no pararon hasta que, sacudido el yugo de la servidumbre, se hicieron independientes, cuyo ejemplo siguieron después otras naciones. XCVI[editar]

Libres, pues, todas las naciones del continente del Asia, y gobernadas por sus propias leyes, volvieron otra vez a caer bajo un dominio extraño. Hubo entre los medos un sabio político llamado Dejoces, hijo de Fraortes, el cual aspirando al poder absoluto, empleó este medio para conseguir sus deseos. Habitando a la sazón los medos en diversos pueblos, Dejoces, conocido ya en el suyo por una persona respetable, puso el mayor esmero en ostentar sentimientos de equidad y justicia, y esto lo hacía en un tiempo en que la sinrazón y la licencia dominaban en toda la Media. Sus paisanos, viendo su modo de proceder, le nombraron por juez de sus disputas, en cuya decisión se manifestó recto y justo, siempre con la idea de apoderarse del mando. Granjeóse de esta manera una grande opinión, y extendiéndose por los otros pueblos la fama de que solamente Dejoces administraba bien la justicia, acudían a él gustosos a decidir sus pleitos todos los que habían experimentado a su costa la iniquidad de los otros jueces, hasta que por fin a ningún otro se confiaron ya los negocios.


08 LXXXV-XCVI

LXXXV[editar]

Por lo que mira a la persona de Creso, sucedió lo siguiente: Tenía, como he dicho ya, un hijo que era mudo, pero hábil para todo lo restante. Con el objeto de curarle había practicado cuantas diligencias estaban a su alcance, y habiendo enviado además a consultar el caso con el oráculo de Delfos, respondió la Pitia: # Oh Creso, rey de Lidia y muchos pueblos, No con ardor pretendas en tu casa, Necio, escuchar la voz del hijo amado. Mejor sin ella está; porque si hablare, Comenzarán entonces tus desdichas. Cuando fue tomada la plaza, uno de los persas iba en seguimiento de Creso, a quien no conocía, con intención de matarle; oprimido el rey con el peso de su desventura, no procuraba evitar su destino, importándole poco morir al filo del alfanje. Pero su hijo, viendo al persa en ademán de descargar el golpe, lleno de agitación hace un esfuerzo para hablar, y exclama: —«Hombre, no mates a Creso.» Esta fue la primera vez que el mudo habló, y después conservó la voz todo el tiempo de su vida. LXXXVI[editar]

Los persas, dueños de Sardes, se apoderaron también de la persona de Creso, que habiendo reinado catorce años y sufrido catorce días de sitio, acabó puntualmente, según el doble sentido del oráculo, con un grande imperio, pero acabó con el suyo. Ciro, luego que se le presentaron, hizo levantar una grande pira, y mandó que le pusiesen encima de ella cargado de prisiones, y a su lado catorce mancebos lydios, ya fuese con ánimo de sacrificarlo a alguno de los dioses como primicias de su botín, ya para concluir algún voto ofrecido, o quizá habiendo oído decir que Creso era muy religioso, quería probar si alguna deidad le libertaba de ser quemado vivo: de Creso cuentan que, viéndose sobre la pira, todo el horror de su situación no pudo impedir que le viniese a la memoria el dicho de Solón, que parecía ser para él un aviso del cielo, de que nadie de los mortales en vida era feliz. Lo mismo fue asaltarle este pensamiento, que como si volviera de un largo desmayo exclamó por tres veces: —«¡Oh Solón!» con un profundo suspiro. Oyéndolo el rey de Persia, mandó a los intérpretes le preguntasen quién era aquel a quien invocaba. Pero él no desplegó sus labios, hasta que forzado a responder, dijo: —«Es aquel que yo deseara tratasen todos los soberanos de la tierra, más bien que poseer inmensos tesoros.» Y como con estas expresiones vagas no satisficiera a los intérpretes, le volvieron a preguntar, y él, viéndose apretado por las voces y alboroto de los circunstantes, les dijo: que un tiempo el ateniense Solón había venido a Sardes, y después de haber contemplado toda su opulencia, sin hacer caso de ella le manifestó cuanto le estaba pasando, y le dijo cosas que no sólo interesaban a él sino a todo el género humano, y muy particularmente a aquellos que se consideran felices. Entretanto la pira, prendida la llama en sus extremidades, comenzaba a arder; pero Ciro luego que oyó a los intérpretes el discurso de Creso, al punto mudó de resolución, reflexionando ser hombre mortal, y no deber por lo mismo entregar a las llamas a otro hombre, poco antes igual suyo en grandeza y prosperidad. Temió también la venganza divina y la facilidad con que las cosas humanas se mudan y trastornan. Poseído de estas ideas, manda inmediatamente apagar el fuego y bajar a Creso de la hoguera y a los que con él estaban; pero todo en vano, pues por más que lo procuraban, no podían vencer la furia de las llamas. LXXXVII[editar]

Entonces Creso, según refieren los lidios, viendo mudado en su favor el ánimo de Ciro, y a todos los presentes haciendo inútiles esfuerzos para extinguir el incendio, invocó en alta voz al dios Apolo, pidiéndole que si alguna de sus ofrendas le había sido agradable, le socorriese en aquel apuro y le libertase del desastrado fin que le amenazaba. Apenas hizo llorando esta súplica, cuando a pesar de hallarse el cielo sereno y claro, se aglomeraron de repente nubes, y despidieron una lluvia copiosísima que dejó apagada la hoguera. Persuadido Ciro por este prodigio de cuán amigo de los dioses era Creso, y cuán bueno su carácter, hizo que le bajasen de la pira, y luego le preguntó: —«Dime, Creso, ¿quién te indujo a emprender una expedición contra mis estados, convirtiéndote de amigo en contrario mío? —Esto lo hice, señor, respondió Creso, impelido de la fortuna, que se te muestra favorable y a mí adversa. De todo tiene la culpa el dios de los griegos, que me alucinó con esperanzas halagüeñas; porque, ¿quién hay tan necio que prefiera sin motivo la guerra a las dulzuras de la paz? En esta los hijos dan sepultura a sus padres, y en aquella son los padres quienes la dan a sus hijos. Pero todo debe haber sucedido porque algún numen así lo quiso.» LXXXVIII[editar]

Libre Creso de prisiones, le mandó Ciro sentar a su lado, y le dio muestras del aprecio que hacía de su persona, mirándole él mismo y los de su comitiva con pasmo y admiración. En tanto Creso meditaba dentro de sí mismo sin hablar palabra, hasta que vueltos los ojos a la ciudad de los lidios, y viendo que la estaban saqueando los persas, —«Señor, dijo, quisiera saber si me es permitido hablar todo lo que siento, o si es tu voluntad que calle por ahora.» Ciro le animó para que dijese con libertad cuanto lo ocurría, y entonces Creso le preguntó: —«¿En qué se ocupa con tanta diligencia esa muchedumbre de gente?» Esos, respondió Ciro, están saqueando tu ciudad y repartiéndose tus riquezas. —¡Ah no, replicó Creso, ni la ciudad es mía, ni tampoco los tesoros que se malbaratan en ella! Todo te pertenece ya, y a ti es propiamente a quien se despoja con esas rapiñas.» LXXXIX[editar]

Este discurso hizo mella en el ánimo de Ciro, el cual mandó retirar a los presentes, y consultó después a Creso lo que le parecía deber hacer en semejante caso. «Puesto que los dioses, dijo Creso, me han hecho prisionero y siervo tuyo, considero justo proponerte lo que se me alcanza. Los persas son insolentes por carácter, y pobres además. Si los dejas enriquecer con los despojos de la ciudad saqueada, es muy natural que alguno de ellos, viéndose demasiado rico, se rebele contra ti. Si te parece bien, coloca guardias en todas las puertas de la ciudad con orden de quitar la presa a los saqueadores, dándoles por razón ser absolutamente necesario ofrecerá Júpiter el diezmo de todos esos bienes. De este modo no incurrirás en el odio de los soldados, los cuales, viendo que obras con rectitud, obedecerán gustosos tu determinación.» XC[editar]

Alegróse Ciro de oír tales razones, que le parecieron muy oportunas, las encareció sobremanera, y mandó a sus guardias ejecutasen puntualmente lo que Creso le había indicado. Vuelto después a Creso, le dijo: —«Tus acciones y tus palabras se muestran dignas de un ánimo real; pídeme, pues, la gracia que quisieres, seguro de obtenerla al momento. —Yo, señor, respondió, te quedaré muy agradecido si me das tú permiso para que, regalando estos grillos al dios de los griegos, le pueda preguntar si le parece justo engañar a los que lo sirven, y burlarse de los que dedican ofrendas en su templo.» Ciro entonces quiso saber cuál era el motivo de sus quejas, y Creso le dio razón de sus designios, de la respuesta de los oráculos, y especialmente de sus magníficos regalos, y de que había hecho la guerra contra los persas inducido por predicciones lisonjeras; y volviendo a pedirle licencia para dar en rostro con sus desgracias al dios que las había causado, le dijo Ciro sonriéndose: —«Haz, Creso, lo que gustes, pues yo nada pienso negarte.» Con este permiso envió luego a Delfos algunos lidios, encargándoles pusiesen sus grillos en el umbral mismo del templo, y preguntasen a Apolo si no se avergonzaba de haberle inducido con sus oráculos a la guerra contra los persas, dándole a entender que con ella daría fin al imperio de Ciro; y que presentando después sus grillos como primicias de la guerra, le preguntasen también si los dioses griegos tenían por ley el ser desagradecidos. XCI[editar]

Los lidios, luego que llegaron a Delfos, hicieron lo que se los había mandado, y se dice que recibieron esta respuesta de la Pitia: —«Lo dispuesto por el hado no pueden evitarlo los dioses mismos. Creso paga el delito que cometió su quinto abuelo, el cual, siendo guardia de los Heráclidas, y dejándose llevar de la perfidia de una mujer, quitó la vida a su monarca y se apoderó de un imperio que no le pertenecía. El dios de Delfos ha procurado con ahínco que la ruina fatal de Sardes no se verificase en daño de Creso, sino de alguno de sus hijos; pero no le ha sido posible trastornar el curso de los hados. Sin embargo, sus esfuerzos le han permitido retardar por tres años la conquista de Sardes; y sepa Creso que ha sido hecho prisionero tres años después del tiempo decretado por el destino. ¿Y a quién debe también el socorro que recibió cuando iba a perecer en medio de las llamas? Por lo que hace al oráculo, no tiene Creso razón de quejarse. Apolo lo predijo que si hacía la guerra a los persas, arruinaría un grande imperio; y cualquiera en su caso hubiera vuelto a preguntar de cuál de los dos imperios se trataba, si del suyo o del de Ciro. Si no comprendió la respuesta, si no quiso consultar segunda vez, échese la culpa a sí mismo. Tampoco entendió ni trató de exterminar lo que en el postrer oráculo se le dijo acerca del mulo, pues este mulo cabalmente era Ciro; el cual nació de unos padres diferentes en raza y condición, siendo su madre Meda, hija del rey de los medos Astiages, y superior en linaje a su padre, que fue un persa, vasallo del rey de Media, y un hombre que desde la más ínfima clase tuvo la dicha de subir al tálamo de su misma señora.» Esta respuesta llevaron los lidios a Creso; el cual, informado de ella, confesó que toda la culpa era suya, y no del dios Apolo. Esto fue lo que sucedió acerca del imperio de Creso y de la primera conquista de la Jonia. XCII[editar]

Volviendo a los donativos de Creso, no solamente fueron ofrendas suyas las que dejo referidas, sino otras muchas que hay en Grecia. En Thebas de Beocia consagró un trípode de oro al dios Apolo Ismenio, y en Éfeso las vacas de oro y la mayor parte de las columnas. En el vestíbulo del templo de Delfos se ve un grande escudo de oro. Muchos de estos donativos se conservan en nuestros días, si bien algunos pocos han perecido ya. Según he oído decir, los dones que ofreció Creso en Branchidas, del territorio de Mileto, son semejantes y del mismo peso que los que dedicó en Delfos. Sin embargo, las ofrendas hechas en Delfos y en el templo de Anfiarao, fueron de sus propios bienes, y como primicias de la herencia paterna; pero los otros dones pertenecieron a los bienes confiscados a un enemigo suyo, que antes de subir Creso al trono había formado contra él un partido con el objeto de que la corona recayese en Pantaleon, hijo también de Aliates, pero no hermano uterino de Creso, pues éste había nacido de una madre natural de la Caria, y aquél de otra natural de la Jonia. Cuando Creso se vio en posesión del imperio, hizo morir al hombre que tanto lo había resistido, despedazándole con los peines de hierro de un cardador, y consagró del modo dicho los bienes ofrecidos de antemano a los dioses. XCIII[editar]

La Lidia es una tierra que no ofrece a la historia maravillas semejantes a las que ofrecen otros países, a no ser las arenillas de oro provenientes del monte Tmolo; pero sí nos presenta un monumento, obra la mayor de cuantas hay, después de las maravillas del mundo, egipcias y babilonias. En ella existe el túmulo de Aliates, padre de Creso, el cual tiene en la base unas grandes piedras, y lo demás es un montón de tierra. La obra se hizo a costa de los vendedores de la plaza y de los artesanos, ayudándoles también las muchachas. En este túmulo se ven todavía cinco términos o cuerpos, en los cuales hay inscripciones que indican la parte hecha por cada uno de aquellos gremios, y según las medidas aparece ser mayor que las demás la parte ejecutada por las mozas. Lo que no es de extrañar, porque ya se sabe que todas las hijas de los lidios venden su honor ganándose su dote con la prostitución voluntaria, hasta tanto que se casan con un determinado marido, que cada cual por sí misma se busca. El ámbito del túmulo es de seis estadios y dos pletros o yugadas, y la anchura de trece yugadas. Cerca de este sepulcro hay un gran lago que llaman de Giges, y dicen los lidios que es de agua perenne. XCIV[editar]

Los lidios se gobiernan por unas leyes muy parecidas a las de los griegos, a excepción de la costumbre que hemos referido hablando de sus hijas. Ellos fueron, al menos que sepamos, los primeros que acuñaron para el uso público la moneda de oro y plata, los primeros que tuvieron tabernas de vino y comestibles, y según ellos dicen, los inventores de los juegos que se usan también en la Grecia, cuyo descubrimiento nos cuentan haber hecho en aquel tiempo en que enviaron sus colonias a Tirsenia; y lo refieren de este modo. En el reinado de Atis el hijo de Manes, se experimentó en toda la Lidia una gran carestía en víveres, que toleraron algún tiempo con mucho trabajo; pero después, viendo que no cesaba la calamidad, buscaron remedios contra ella, y discurrieron varios entretenimientos. Entonces se inventaron los dados, las tabas, la pelota y todos los otros juegos menos el ajedrez, pues la invención de este último no se lo apropian los lidios: como estos juegos los inventaron para divertir el hambre, pasaban un día entero jugando, a fin de no pensar en comer, y al día siguiente cuidaban de alimentarse, y con esta alternativa vivieron hasta dieciocho años. Pero no cediendo el mal, antes bien agravándose cada vez más, determinó el rey dividir en dos partes toda la nación, y echar suertes para saber cuál de ellas se quedaría en el país y cuál saldría fuera. Él se puso al frente de aquellos a quienes la suerte hiciese quedar en su patria, y nombró por jefe de los que debían emigrar, a su mismo hijo, que llevaba el nombre de Tyrseno. Estos últimos bajaron a Esmirna, construyeron allí sus naves, y embarcando en ellas sus alhajas y muebles transportables, navegaron en busca de sustento y morada, hasta que pisando por varios pueblos llegaron a los umbros, donde fundaron sus ciudades, en las cuales habitaron después. Allí los lidios dejaron su nombre antiguo y tomaron otro derivado del que tenía el hijo del rey que los condujo, llamándose por lo mismo Tyrsenos. En suma, los lidios fueron reducidos a servidumbre por los persas. XCV[editar]

Ahora exige la historia que digamos quién fue aquel Ciro que arruinó el imperio de Creso; y también de qué manera los persas vinieron a hacerse dueños del Asia. Sobre este punto voy a referirlas cosas, no siguiendo a los persas, que quieren hacer alarde de las hazañas de su héroe, sino a aquellos que las cuentan como real y verdaderamente pasaron; porque sé muy bien que la historia de Ciro suele referirse de tres maneras más. reinando ya los asirios en el Asia superior por el espacio de quinientos y veinte años, los medos empezaron los primeros a sublevarse contra ellos, y como peleaban por su libertad, se mostraron valerosos, y no pararon hasta que, sacudido el yugo de la servidumbre, se hicieron independientes, cuyo ejemplo siguieron después otras naciones. XCVI[editar]

Libres, pues, todas las naciones del continente del Asia, y gobernadas por sus propias leyes, volvieron otra vez a caer bajo un dominio extraño. Hubo entre los medos un sabio político llamado Dejoces, hijo de Fraortes, el cual aspirando al poder absoluto, empleó este medio para conseguir sus deseos. Habitando a la sazón los medos en diversos pueblos, Dejoces, conocido ya en el suyo por una persona respetable, puso el mayor esmero en ostentar sentimientos de equidad y justicia, y esto lo hacía en un tiempo en que la sinrazón y la licencia dominaban en toda la Media. Sus paisanos, viendo su modo de proceder, le nombraron por juez de sus disputas, en cuya decisión se manifestó recto y justo, siempre con la idea de apoderarse del mando. Granjeóse de esta manera una grande opinión, y extendiéndose por los otros pueblos la fama de que solamente Dejoces administraba bien la justicia, acudían a él gustosos a decidir sus pleitos todos los que habían experimentado a su costa la iniquidad de los otros jueces, hasta que por fin a ningún otro se confiaron ya los negocios.