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Los nueve libros de la Historia: Libro I, 04 XXXVII-XLVIII

04 XXXVII-XLVIII

XXXVII[editar]

Poco satisfechos quedaran los Mysios con esta respuesta, cuándo llegó el hijo de Creso, e informado de todo, habló a su padre en estos términos: —«En otro tiempo, padre mío, la guerra y la caza me presentaban honrosas y brillantes ocasiones donde acreditar mi valor; pero ahora me tenéis separado de ambas ejercicios, sin haber dado yo muestras de flojedad ni de cobardía. ¿Con qué cara me dejaré ver en la corte de aquí en adelante al ir y volver del foro y de las concurrencias públicas? ¿En qué concepto me tendrán los ciudadanos? ¿Qué pensará de mí la esposa con quien acabo de unir mi destino? Permitidme pues, que asista a la caza proyectada, o decidme por qué razón no me conviene ir a ella.» XXXVIII[editar]

—«Yo, hijo mío, respondió Creso, no he tomado estas medidas por haber visto en ti cobardía, ni otra cosa que pudiese desagradarme. Un sueño me anuncia que morirás en breve traspasado por una punta de hierro. Por esto aceleré tus bodas, y no te permito ahora ir a la caza por ver si logro, mientras viva, libertarte de aquel funesto presagio. No tengo más hijo que tú, pues el otro, sordo y estropeado, es como si no le tuviera.» XXIX[editar]

—«Es justo, replicó el joven, que se os disimule vuestro temor y la custodia en que me habéis tenido después de un sueño tan aciago; mas, permitidme, señor, que os interprete la visión, ya que parece no la habéis comprendido. Si me amenaza una punta de hierro, ¿qué puedo temer de los dientes y garras de un jabalí? Y puesto que no vamos a lidiar con hombres, no pongáis obstáculo a mi macha.» XL[editar]

—«Veo, dijo Creso, que me aventajas en la inteligencia de los sueños. Convencido de tus razones, mudo de dictamen y te doy permiso para que vayas a caza.» XLI[editar]

En seguida llamó a Adrasto, y le dijo: —«No pretendo, amigo mío, echarte en cara tu desventura: bien sé que no eres ingrato. Recuérdote solamente que me debes tu expiación, y que hospedado en mi palacio te proveo de cuanto necesitas. Ahora en cambio exijo de ti que te encargues de la custodia de mi hijo en esta cacería, no sea que en el camino salgan ladrones a dañaros. A ti, además, te conviene una expedición en que podrás acreditar el valor heredado de tus mayores y la fuerza de tu brazo.» XLII[editar]

—«Nunca, señor, respondió Adrasto, entraría de buen grado en esta que pudiendo llamarse partida de diversión desdice del miserable estado en que me veo, y por eso heme abstenido hasta de frecuentar la sociedad de los jóvenes afortunados; pero agradecido a vuestros beneficios, y debiendo corresponder a ellos, estoy pronto a ejecutar lo que me mandáis, y quedad seguro que desempeñaré con todo esmero la custodia de vuestro hijo, para que torne sano y salvo a vuestra casa.» XLIII[editar]

Dichas estas palabras, parten los jóvenes, acompañados de una tropa escogida y provistos de perros de caza. Llegados a las sierras del Olimpo, buscan la fiera, la levantan y rodean, y disparan contra ella una lluvia de dardos. En medio de la confusión, quiere la fortuna ciega que el huésped purificado por Creso de su homicidio, el desgraciado Adrasto, disparando un dardo contra el jabalí, en vez de dar en la fiera, dé en el hijo mismo de su bienhechor, en el príncipe infeliz que, traspasado con aquella punta, cumple muriendo la predicción del sueño de su padre. Al momento despachan un correo para Creso con la nueva de lo acaecido, el cual, llegado a Sardes, dale cuenta del choque y de la infausta muerte de su hijo. XLIV[editar]

Túrbase Creso al oír la noticia, y se lamenta particularmente de que haya sido el matador de su hijo aquel cuyo homicidio había él expiado. En el arrebato de su dolor invoca al dios de la expiación, al dios de la hospitalidad, al dios que preside a las íntimas amistades, nombrando con estos títulos a Júpiter, y poniéndole por testigo de la paga atroz que recibe de aquel cuyas manos ensangrentadas ha purificado, a quien ha recibido corno huésped bajo su mismo techo, y que escogido para compañero y custodio de su hijo, se había mostrado su mayor enemigo. XLV[editar]

Después de estos lamentos llegan los lidios con el cadáver, y detrás el matador, el cual, puesto delante de Creso, lo insta con las manos extendidas para que lo sacrifique sobre el cuerpo de su hijo, renovando la memoria de su primera desventura, y diciendo que ya no debe vivir, después de haber dado la muerte a su mismo expiador. Pero Creso, a pesar del sentimiento y luto doméstico que le aflige, se compadece de Adrasto y le habla en estos términos: —«Ya tengo, amigo, toda la venganza y desagravio que pudiera desear, en el hecho de ofrecerte a morir tú mismo. Pero ¡ah! no es tuya la culpa, sino del destino, y quizá de la deidad misma que me pronosticó en el sueño lo que había de suceder.» Creso hizo los funerales de su hijo con la pompa correspondiente; y el infeliz hijo de Midas y nieto de Gordio, el homicida involuntario de su hermano y del hijo de su expiador, el fugitivo Adrasto, cuando vio quieto y solitario el lugar del sepulcro, condenándose a sí mismo por el más desdichado de los hombres, se degolló sobre el túmulo con sus propias manos. XLVI[editar]

Creso, tras perder a su hijo, llevó luto dos años, al cabo de los cuales, viendo que el imperio de Astiages, hijo de Ciaxares, había sido destruido por Ciro, hijo de Cambises, y que el poder de los persas aumentaba de día en día, suspendió su llanto y se puso a pensar cómo acabar con la dominación persa antes de que fuera a más. Con esta idea, queriendo comprobar la veracidadad de los oráculos, tanto de Grecia como de Libia, envió varios comisionados a Delfos y Abas, en Focia, a Dodona, y también a los oráculos de Anfiarao y de Trofonio, y al que hay en Branchidas, en el territorio de Mileto, todos éstos en Grecia, y asimismo envió una ambajadad al templo de Ammon en Libia. Su intención era contrastar lo que cada oráculo respondía, y si coincidían, consultarles después si debía emprender la guerra contra los persas. XLVII[editar]

Antes de marchar, dio a sus comisionados estas instrucciones: que contasen bien los días, desde que saliesen de Sardes y a los 100 días consultasen el oráculo en estos términos: «¿En qué se está ocupando en este momento el rey de los lidios, Creso, hijo de Aliates?» y que le trajesen la respuesta de cada oráculo por escrito. No sabemos lo que respondieron los demás oráculos, pero en Delfos, tras entrar los lidios en el templo y preguntar lo que se les había mandado, respondió la Pitia con estos versos: Sé del mar la medida, y de su arena

el número contar. No hay sordo alguno

a quien no entienda; y oigo al que no habla.

Percibo el olor que despide

la tortuga cocida en vasija

de bronce, con la carne de cordero,

con bronce abajo y bronce arriba. XLVIII[editar]

Los lidios, tomando estos versos de la boca profética de la Pitia, los pusieron por escrito, y volvieron a Sardes. Mientras tanto iban llegando las respuestas de los otros oráculos, ninguna de las cuales satisfizo a Creso. Pero cuando llegó la de Delfos, la recibió con veneración, convencido de que sólo allí residía una divinidad verdadera, pues nadie más había dado con la verdad: hbaía ideado algo difícil de adivinar para el dí convenido, en concreto trocear una tortuga y un cordero, que se puso a cocer en una vasija de bronce, que tenía una tapa del mismo metal.


04 XXXVII-XLVIII 04 XXXVII-XLVIII 04 XXXVII-XLVIII

XXXVII[editar]

Poco satisfechos quedaran los Mysios con esta respuesta, cuándo llegó el hijo de Creso, e informado de todo, habló a su padre en estos términos: —«En otro tiempo, padre mío, la guerra y la caza me presentaban honrosas y brillantes ocasiones donde acreditar mi valor; pero ahora me tenéis separado de ambas ejercicios, sin haber dado yo muestras de flojedad ni de cobardía. ¿Con qué cara me dejaré ver en la corte de aquí en adelante al ir y volver del foro y de las concurrencias públicas? ¿En qué concepto me tendrán los ciudadanos? ¿Qué pensará de mí la esposa con quien acabo de unir mi destino? Permitidme pues, que asista a la caza proyectada, o decidme por qué razón no me conviene ir a ella.» XXXVIII[editar]

—«Yo, hijo mío, respondió Creso, no he tomado estas medidas por haber visto en ti cobardía, ni otra cosa que pudiese desagradarme. Un sueño me anuncia que morirás en breve traspasado por una punta de hierro. Por esto aceleré tus bodas, y no te permito ahora ir a la caza por ver si logro, mientras viva, libertarte de aquel funesto presagio. No tengo más hijo que tú, pues el otro, sordo y estropeado, es como si no le tuviera.» XXIX[editar]

—«Es justo, replicó el joven, que se os disimule vuestro temor y la custodia en que me habéis tenido después de un sueño tan aciago; mas, permitidme, señor, que os interprete la visión, ya que parece no la habéis comprendido. Si me amenaza una punta de hierro, ¿qué puedo temer de los dientes y garras de un jabalí? Y puesto que no vamos a lidiar con hombres, no pongáis obstáculo a mi macha.» XL[editar]

—«Veo, dijo Creso, que me aventajas en la inteligencia de los sueños. Convencido de tus razones, mudo de dictamen y te doy permiso para que vayas a caza.» XLI[editar]

En seguida llamó a Adrasto, y le dijo: —«No pretendo, amigo mío, echarte en cara tu desventura: bien sé que no eres ingrato. Recuérdote solamente que me debes tu expiación, y que hospedado en mi palacio te proveo de cuanto necesitas. Ahora en cambio exijo de ti que te encargues de la custodia de mi hijo en esta cacería, no sea que en el camino salgan ladrones a dañaros. A ti, además, te conviene una expedición en que podrás acreditar el valor heredado de tus mayores y la fuerza de tu brazo.» XLII[editar]

—«Nunca, señor, respondió Adrasto, entraría de buen grado en esta que pudiendo llamarse partida de diversión desdice del miserable estado en que me veo, y por eso heme abstenido hasta de frecuentar la sociedad de los jóvenes afortunados; pero agradecido a vuestros beneficios, y debiendo corresponder a ellos, estoy pronto a ejecutar lo que me mandáis, y quedad seguro que desempeñaré con todo esmero la custodia de vuestro hijo, para que torne sano y salvo a vuestra casa.» XLIII[editar]

Dichas estas palabras, parten los jóvenes, acompañados de una tropa escogida y provistos de perros de caza. Llegados a las sierras del Olimpo, buscan la fiera, la levantan y rodean, y disparan contra ella una lluvia de dardos. En medio de la confusión, quiere la fortuna ciega que el huésped purificado por Creso de su homicidio, el desgraciado Adrasto, disparando un dardo contra el jabalí, en vez de dar en la fiera, dé en el hijo mismo de su bienhechor, en el príncipe infeliz que, traspasado con aquella punta, cumple muriendo la predicción del sueño de su padre. Al momento despachan un correo para Creso con la nueva de lo acaecido, el cual, llegado a Sardes, dale cuenta del choque y de la infausta muerte de su hijo. XLIV[editar]

Túrbase Creso al oír la noticia, y se lamenta particularmente de que haya sido el matador de su hijo aquel cuyo homicidio había él expiado. En el arrebato de su dolor invoca al dios de la expiación, al dios de la hospitalidad, al dios que preside a las íntimas amistades, nombrando con estos títulos a Júpiter, y poniéndole por testigo de la paga atroz que recibe de aquel cuyas manos ensangrentadas ha purificado, a quien ha recibido corno huésped bajo su mismo techo, y que escogido para compañero y custodio de su hijo, se había mostrado su mayor enemigo. XLV[editar]

Después de estos lamentos llegan los lidios con el cadáver, y detrás el matador, el cual, puesto delante de Creso, lo insta con las manos extendidas para que lo sacrifique sobre el cuerpo de su hijo, renovando la memoria de su primera desventura, y diciendo que ya no debe vivir, después de haber dado la muerte a su mismo expiador. Pero Creso, a pesar del sentimiento y luto doméstico que le aflige, se compadece de Adrasto y le habla en estos términos: —«Ya tengo, amigo, toda la venganza y desagravio que pudiera desear, en el hecho de ofrecerte a morir tú mismo. Pero ¡ah! no es tuya la culpa, sino del destino, y quizá de la deidad misma que me pronosticó en el sueño lo que había de suceder.» Creso hizo los funerales de su hijo con la pompa correspondiente; y el infeliz hijo de Midas y nieto de Gordio, el homicida involuntario de su hermano y del hijo de su expiador, el fugitivo Adrasto, cuando vio quieto y solitario el lugar del sepulcro, condenándose a sí mismo por el más desdichado de los hombres, se degolló sobre el túmulo con sus propias manos. XLVI[editar]

Creso, tras perder a su hijo, llevó luto dos años, al cabo de los cuales, viendo que el imperio de Astiages, hijo de Ciaxares, había sido destruido por Ciro, hijo de Cambises, y que el poder de los persas aumentaba de día en día, suspendió su llanto y se puso a pensar cómo acabar con la dominación persa antes de que fuera a más. Con esta idea, queriendo comprobar la veracidadad de los oráculos, tanto de Grecia como de Libia, envió varios comisionados a Delfos y Abas, en Focia, a Dodona, y también a los oráculos de Anfiarao y de Trofonio, y al que hay en Branchidas, en el territorio de Mileto, todos éstos en Grecia, y asimismo envió una ambajadad al templo de Ammon en Libia. Su intención era contrastar lo que cada oráculo respondía, y si coincidían, consultarles después si debía emprender la guerra contra los persas. XLVII[editar]

Antes de marchar, dio a sus comisionados estas instrucciones: que contasen bien los días, desde que saliesen de Sardes y a los 100 días consultasen el oráculo en estos términos: «¿En qué se está ocupando en este momento el rey de los lidios, Creso, hijo de Aliates?» y que le trajesen la respuesta de cada oráculo por escrito. No sabemos lo que respondieron los demás oráculos, pero en Delfos, tras entrar los lidios en el templo y preguntar lo que se les había mandado, respondió la Pitia con estos versos: Sé del mar la medida, y de su arena

el número contar. No hay sordo alguno

a quien no entienda; y oigo al que no habla.

Percibo el olor que despide

la tortuga cocida en vasija

de bronce, con la carne de cordero,

con bronce abajo y bronce arriba. XLVIII[editar]

Los lidios, tomando estos versos de la boca profética de la Pitia, los pusieron por escrito, y volvieron a Sardes. Mientras tanto iban llegando las respuestas de los otros oráculos, ninguna de las cuales satisfizo a Creso. Pero cuando llegó la de Delfos, la recibió con veneración, convencido de que sólo allí residía una divinidad verdadera, pues nadie más había dado con la verdad: hbaía ideado algo difícil de adivinar para el dí convenido, en concreto trocear una tortuga y un cordero, que se puso a cocer en una vasija de bronce, que tenía una tapa del mismo metal.