El misterio del valle Boscombe - 03
Tomó un ejemplar del periódico de Herefordshire, y, volviendo la hoja, me enseñó la columna en que estaba reproducida la declaración del desventurado joven. Me acomodé en el rincón del coche, y leí atentamente. Decía así:
«El señor Santiago Mc Carthy, hijo único del muerto, fue llamado y prestó la declaración siguiente: Había estado fuera de casa, en Bristol, durante tres días, y había vuelto solo el lunes último, día 3, por la mañana. Cuando llegué, mi padre estaba ausente, y la criada me dijo que había salido en carruaje en dirección a Ross, con Juan Cobb, el groom. Poco después oí las ruedas de su coche en el camino, y mirando por la ventana de mi cuarto, lo vi bajar y echar rápidamente a andar hacia afuera de la plazoleta, pero no vi en qué dirección iba. Entonces tomé mi escopeta y me encaminé a la laguna de Boscombe, con el objeto de cazar en el soto de conejos que hay en el otro lado. En el camino vi a Guillermo Crowder, el guardacaza, como él lo ha declarado, pero al creer que yo seguía a mi padre, se equivocó. Yo no tenía la menor idea de que mi padre iba por delante de mí. Cuando me hallaba a unas cien yardas de la laguna, oí un grito de «¡Cuii!» que era la señal usual entre mi padre y yo. Entonces apresuré el paso y encontré a mi padre parado junto à la orilla. Pareció muy sorprendido de verme y me preguntó en tono más bien brusco lo que hacia allí. Siguió una conversación que subió a un cambio de palabras agrias y casi de golpes, pues mi padre era hombre de carácter violento.
Viendo que a cada momento podía dominarse menos, lo dejé y eché a andar hacia la casa. Pero no habría andado más de ciento cincuenta yardas, cuando oí un horrible grito que partía de atrás de mi y me hizo volver corriendo. Encontré a mi padre tendido en el suelo, expirante, con la cabeza terriblemente herida. Dejé caer la escopeta y lo alcé en mis brazos, pero casi en el mismo instante expiró. Me quedé arrodillado a su lado durante unos minutos y luego me dirigí a la casa del guardabosque del señor Turner, que era la más cercana, a pedir ayuda. Cuando encontré a mi padre moribundo no vi a nadie a su lado, y no tengo idea de la manera como fue herido. No era muy querido en la comarca por su carácter algo frio y sus maneras secas; pero en cuanto yo sé no tenía enemigos. Nada más sé del asunto.
»El coroner.—¿Hizo a usted alguna declaración su padre antes de morir?
»El testigo.—Balbuceó algunas palabras, pero sólo pude entender una alusión a una rata.
»El coroner.—¿Qué entendió usted en eso?
»El testigo.—No le atribuí significado. Creí que deliraba.
»El coroner.—¿Cuál es el asunto respecto al cual tuvieron usted y su padre esa última disputa?
»El testigo.—Preferiría no contestar.
»El coroner.—Mi deber es insistir.
»El testigo.—Me es realmente imposible el decirlo. Puedo, sí, asegurar a usted, que nada hay de común entre eso y la triste tragedia que le siguió.
»El coroner.—¡Eso lo decidirá el tribunal! No necesito indicar a usted que su negativa a contestar dañará su situación considerablemente en el proceso que puede venir.
»El testigo.—Así y todo, debo negarme a contestar.
»El coroner.—¿Entiendo que el grito de «¡Cuii!» era una señal corriente entre usted y su padre?
»El testigo.—Sí, lo era.
»El coroner.—¿Cómo, entonces dió él esa señal antes de verle a usted y antes de saber que había vuelto usted de Bristol?
»El testigo (considerablemente confuso).—No lo sé.
»Un jurado: ¿No vió usted nada que despertara sus sospechas cuando al oír el grito volvió usted y encontró a su padre mortalmente herido.
»El testigo.—Nada definido.
»El coroner.—¿Qué puede usted decir?
»El testigo.—Estaba tan turbado y agitado cuando corrí hacia afuera de la arboleda, que no podía pensar en nada más que en mi padre. Sin embargo, tengo una vaga impresión de que al correr hacia mi padre vi en el suelo, a mi izquierda, una cosa de color gris, un abrigo, tal vez una manta. Cuando me levanté del lado de mi padre, busqué con la vista la cosa y había desaparecido.
—»¿Quiere usted decir que desapareció antes que fuera usted en busca de auxilio?
—»Sí; ya no estaba allí.
—»¿No podría usted decir lo que era?
—»No: sólo tengo la impresión de que allí había algo.
—»¿A qué distancia del cuerpo?
—»A unas doce yardas, ó algo así.
—»¿Y a que distancia del límite de la arboleda?
—»Más o menos la misma.
—»Entonces, si alguien lo retiró, lo hizo cuando usted estaba a una docena de yardas?
—»Si, pero cuando yo le daba la espalda.
»Con esto concluyó el interrogatorio del testigo.»>
—Veo—dije después de haber echado una ojeada a lo que seguía en la misma columna,—que el coroner, en sus observaciones finales, trata con severidad al joven Mc Carthy. Llama la atención, y con razón, hacia la inverosimilitud de que su padre le llamara antes de verle y también a su negativa de dar detalles de su conversación con su padre, y a su singular versión de las palabras que pronunció este moribundo. Todo eso obra, como él lo observa, muy seriamente contra el hijo.
Holmes se rió suavemente para su capote y se estiró en el mullido asiento.
—Los dos, usted y el coroner—dijo,—os habéis tomado el trabajo de destacar los puntos más formidables en favor del joven.—¿No ve usted que, alternativamente, le concede usted demasiada imaginación y muy poca?
Muy poca, porque no es capaz de inventar una causa de la riña que le llevara las simpatías del jurado; demasiada, si de su íntima conciencia del delito saca algo tan outré como la alusión de un moribundo a una rata y el incidente del abrigo desaparecido. No, señor; yo tomo este asunto desde el punto de vista de que lo que el joven dice es verdad, y ya veremos si esta hipótesis nos lleva a un buen resultado. Y ahora, aquí en el bolsillo tengo a Petrarca, y no volveré a decir una palabra de la cuestión hasta que estemos en el mismo teatro de la acción. Tomaremos lunch en Swinden, y veo que dentro de veinte minutos estaremos allí.