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Tres Cuentos, Ep.39 - Finis - Santiago Dabove (1)

Ep.39 - Finis - Santiago Dabove (1)

Siete de enero del año 2021. Extracto del reporte publicado en la página web Phys.org, revista virtual dedicada a tema científicos.

“Los científicos han notado que últimamente la tierra gira más rápidamente alrededor de su eje. De hecho, la velocidad de su rotación axial es la más rápida que se haya registrado. Varios científicos ya han hablado con la prensa acerca de tan inusual fenómeno. Algunos han señalado que el año pasado se registraron los días más cortos.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el tiempo ha sido marcado por un ciclo de 24 horas, el cual incluye el día y la noche. Dicho ciclo está gobernado por la rapidez con la cual el planeta gira sobre su eje. […]

Los científicos planetarios no están preocupados por el nuevo hallazgo; han aprendido que hay muchos factores que tienen un impacto en el giro planetario, incluido el tirón gravitacional de la luna, los niveles de hielo polar y la erosión de las montañas. También han comenzado a preguntarse si el calentamiento global podría causar que la Tierra gire más rápido a medida que las capas de hielo, y las nieves a gran altitud comienzan a desaparecer.”

Tomado de “The Earth has been spinning faster lately,” escrito por Bob Yirka, January 7, 2021. Phys.org: https://phys.org/news/2021-01-earth-faster.html

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Bienvenidos queridos y queridas oyentes de Tres Cuentos, el podcast bilingüe dedicado a las narrativas literarias, históricas y tradicionales latinoamericanas. Soy Carolina Quiroga-Stultz, y hoy damos comienzo a la temporada “El amanecer de la Ciencia Ficción Hispanoamericana”.

La introducción de este episodio es un extracto del artículo científico “The Earth has been spinning faster lately”, (Últimamente la tierra ha estado girando más rápidamente) publicado en la revista digital Phys.org, escrito por Bob Yirka.

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Mi primer contacto con la ciencia ficción, si no me falla la memoria, yo tenía cerca de 22 años y jugaba waterpolo - o intentaba por lo menos pretender que jugaba-, y allí conocí un amigo que, al enterarse de mi interés por la literatura, me pregunto si había leído a Isaac Asimov. Como yo no tenía ni idea de quién era el señor, mi amigo me presto el El Fin de la Eternidad.

Pues no le devolví el libro. Después de leerlo, quedé tan fascinada, que me compré todos los otros libros que se podían encontrar de Asimov. A la fecha me he leído la saga de La Fundación, tres veces. Y el libro robado esta guardado en mi baúl de tesoros.

La ciencia ficción latinoamericana no es tan conocida como la estadounidense, y por eso me decidí a traerles una selección que espero sirva de abrebocas.

El autor de hoy es un argentino del que poco se sabe, Santiago Dabove, amigo de Borges. Y fue gracias a este último y otros, que hoy conocemos más sobre la perspicacia de la obra de Dabove.

El siguiente cuento que lo pueden encontrar en el libro La muerte y su Traje, nos llega en la voz de un buen amigo colombiano, Ricardo Muriel. Por supuesto les contaré más acerca de Ricardo cuando lleguemos a los comentarios.

“Finis”, es una palabra en latín que tiene múltiples significados: último, lejano, peor, bajo, extremo; y la combinación de estos es lo encontramos en el cuento Finis.

La velocidad de la rotación de la tierra es severamente comprometida por unos cuerpos magnéticos no identificados, y así como los fenómenos naturales ven afectada su rutina cíclica, las personas también acaban por revelar sus más descarnadas y oscuras facetas.

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Finis

Por Santiago Dabove

Leído por Ricardo Muriel

En cierta circunstancia tuve que ir al cementerio de disidentes, hoy desaparecido, a sacar las cenizas de un pariente lejano que estaban en un antiguo sepulcro. Me había sido encomendado que las pusiera en una urna porque expropiaban la bóveda y además el cementerio iba a ser suprimido de ese lugar.

El sepulcro era un simple cuadrilongo de mármol en cuya juntura sólo bastaba meter una buena y adecuada palanca para abrirlo. Así lo hicimos el encargado, yo y un peón, porque el enterrador ya no prestaba sus servicios.

A quienes no están acostumbrados les impresiona siempre la apertura de un sepulcro. Es como un falso misterio que se quisiera develar, o como una terquedad que pidiera esclarecimientos de donde no pueden venir... pues bien sabe uno todo el secreto que encierran las tumbas.

Cuando cedió la loza y pude ver el interior, me encontré con que el ataúd había reventado y estaba partido y raído en tal forma, que sólo unos listones de madera acompañaban a los huesos, todavía no desarticulados, como si quisieran entablillarlos. Nada más que un olor de humedad. ¿Sí? ¡No! Junto al brazo plegado, mis ojos descubrieron una especie de cilindro de metal que agarré enseguida. Le destornillé la tapa y encontré una envoltura de cuero o tafilete que guardaba unos papeles en parte deteriorados.

Con la curiosidad que es de imaginar, me apoderé de ellos, esperando llegar a mí casa para leerlos. Regresé, pues, con un manuscrito y una urna chica que contenía unos huesos rotos y en parte pulverizados, trabajo lento del tiempo y de los agentes destructores que vienen a hacer lo mismo que el horno crematorio, pero más a la larga.

Con un buen fuego por delante – era en invierno – me puse a revisar el manuscrito que parecía a ratos una profecía, y otros, un simple desahogo literario. Pero noté cierto acento conmovido, como si el autor hubiera tenido una premonición. Hasta creo que él “sabe” más del futuro que muchos historiadores acerca del pasado, y, si se pudiera hacer una seria compulsa de las causas históricas, me atrevería a decir que la mayoría de los historiadores pasarían a ser artistas, novelistas, poetas semicreadores, o, simplemente, lastimosos inventores del pretérito (antiprofetas).

He aquí lo que decía el manuscrito:

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En el primer tercio del año 1..34, (de la fecha estaban borradas dos cifras y la tercera quedaba dudosa, no podía verse bien si era 8 o 3) los astrónomos descubrieron un hecho singular: las rutas de los asteroides o más bien planetoides, fueron casi repentinamente alteradas y sin causa aparente. Los que dirigieron sus potentes anteojos a esos planetitas telescópicos que están entre Marte y Júpiter, como se sabe, los observaron como picados de la tarántula. Fuera de la regularidad de sus movimientos, se conducían como un enjambre de efímeros, frente a un foco de luz.

Esto que podría haber sido un motivo de diversión para criaturas, fue un tema de cavilación para los astrónomos. ¿Cuál era la causa que alteraba la gravedad y solemnidad clásicas del enjambre estelar? Nuevas interrogaciones de los anteojos al cielo. Nada.

Transcurrió un tiempo y algunos planetoides desaparecieron. Como la causa incógnita parecía intensificar su potencia, paralelamente entre los astrónomos aumentó el recelo. Por analogía se pensó que, tras los planetas telescópicos, vendríamos nosotros a ingresar en la danza. Ese justo temor fue como el alerta o el prólogo de lo que debía venir.

Algunos astrónomos, los menos académicos u oficiales, aseguraban haber visto, a una distancia inconmensurable, unos cuerpos vagos cargados de un gran potencial eléctrico que, por su radiación infrarroja y según el análisis espectroscópico, debían de poseer materias ferruginosas.

Añadían, por deducción, que debían de actuar como gigantescos y monstruosos electroimanes. Ahora bien (continuaban), de acuerdo con esto, nuestro planeta que alberga tanto hierro, rocas ferruginosas y otros metales, no podía dejar de ser influenciado por aquellos enormes cuerpos, aunque fuesen pulverulentos como se pretendía. Lo sería en razón directa de su riqueza en metales, sobre todo en hierro.

El tiempo les dio la razón más pronto de lo que ellos mismos esperaban. Y ocurrió el caso singular de que el goce que experimentaban al ver que se cumplían sus asertos científicos, se les malograba por el temor de lo porvenir.

Lentamente, muchos humanos, sobre todo los que no eran navegantes de profesión, empezaron a sentir ese ligero mareo, vacío y depresión que causa la brusca subida y bajada del ascensor en los no acostumbrados. Otros, los que habían viajado en aeroplano, decían que era lo mismo que el efecto de un súbito descenso de planeo. La mayoría hablaba de una peste que concluiría haciendo grandes estragos; y los médicos, por las dudas, inventaron unas inyecciones y vacunas. Pero pronto se vio que no era nada de esto.

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A la sazón yo, Marcos Prescott, acababa de dar mi palabra de casamiento a Amanda, que estaba pasando su convalecencia en un agradable hotel construido en medio de varias hectáreas arboladas.

Yo estaba de licencia en la compañía “Alas para el Hombre”, fábrica de aparatos mecánicos que, plegados, cabían en una valija, y que permitían hacer, blandamente y sin mayor estrépito, vuelos parecidos a saltos que transformaban a los hombres en una especie de ángeles barbudos, ángeles nada más que por el vuelo, porque su naturaleza íntima todavía no había podido ser modificada. Pero lo más grato de ver era la gracia con que las mujeres se tiraban del lecho, merced a estos aparatos, y te daban la mano con una sonrisa verdaderamente angelical.

En una de mis habituales visitas a Amanda, la encontré atacada del mal de moda: el mareo, las náuseas y la sensación de vacío. Yo que la creía ya sana del todo, me conmoví pensando en una recaída.

–No, no es nada de eso –me dijo mi novia–. La verdadera causa de este malestar estriba en que el planeta se mueve de un modo muy diferente al antiguo.

Yo la tenía a Amanda por muy inteligente, pero esta opinión me pareció locura. Sin embargo, al salir, creí observar que, en efecto, se sentía el movimiento del planeta y que ahora lo hacía con arrebato. Me agarré un susto tremendo pensando que la impresión era subjetiva y que estaba loco, de la misma locura que Amanda. Pero muy pronto tuve que convencerme de lo contrario. A todos cuantos interrogué les pasaba lo mismo y no era necesario inquirir mucho para comprobar que experimentaban las mismas sensaciones.

Se sentía el movimiento de la Tierra no como un terremoto, sino como un impulso. No necesito deciros lo mucho que me mortificó este trastorno terráqueo y sideral en estas circunstancias de mi noviazgo.

El planeta aumentaba día a día sus movimientos arrebatados. Mareaba eso que parecían sus “décollages” y sus caídas. A veces parecía pararse como dudando y de golpe retomaba una carrera atroz, lo mismo que máquina mal frenada y dirigida. La gente, a veces, se tenía que asir de las manos y también de los árboles para sostenerse. Las señoras se quejaban de vértigos intensos; algunas abortaban. Los chicos y los locos estaban contentos.

Los sabios, desconcertados, dijeron que no podíamos notar directamente el movimiento de la Tierra, puesto que todo marchaba con nosotros, incluso la atmósfera, pero como la sensación de movimiento arrebatado existía, insinuaron que habíamos entrado en otra atmósfera, más vasta.

Se edificaron torres para colgar de ellas péndulos que marcaban sobre unas pistas de arena los movimientos terrestres. Estos péndulos tenían una púa, una uña en su borde inferior. Descendían del cielo con una velocidad vertiginosa. Al tocar el suelo iniciaban un movimiento de culebreo o zigzag, arando la tierra con la púa. Causaron muchos accidentes y rompieron la dura cabeza de más de un sabio.

*

Los poetas eróticos decían que Geo, al saltar desordenadamente y en impulsos desiguales, ya no era el átomo mísero y regulado de los astrónomos, sino una pulga perseguida por los dedos humedecidos de una deidad.

Los sacerdotes decían que todo esto era por la falta de fe y el abandono de los deberes del hombre para consigo mismo y sobre todo para con la Iglesia.

Como los fenómenos se prolongaran, los sabios eran los más desconcertados. De pasar pronto, se podían archivar, olvidar y casi desconocer, haciendo de cuando en cuando una alusión despectiva a ellos, como hace de las revoluciones que no triunfan el partido que está en el poder.

Los astrónomos, muchos de los cuales parece que le dictan leyes al Universo – tan engreídos están con sus cálculos, sobre todo después de la aventura de Le Verrier – hablaban de reformar la mecánica clásica y sudaban pensando en las muchas observaciones que tendrían que hacer, dada la anarquía actual de movimientos, para que sus observaciones y cálculos, sancionados y ratificados por una nueva experiencia, parecieran otra vez decretos.

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