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Sherlock Holmes - Un escándalo en Bohemia, Un escándalo en Bohemia - 08

Un escándalo en Bohemia - 08

Holmes se había sentado en el sofá, y lo vi moverse como una persona a quien falta el aire. Una sirvienta corrió a la ventana y la abrió de par en par. En el mismo instante, vi a Holmes alzar la mano, y a esa señal lancé mi cohete adentro del cuarto, gritando «¡Fuego!» No bien había salido la palabra de mi boca, la multitud entera, de espectadores, bien vestidos y andrajosos, caballeros, lacayos y criadas, prorrumpieron en un grito general de «¡Fuego!» Espesas nubes de humo llenaban la sala y salían por la ventana. Vi, confusamente, personas que corrían, y oí la voz de Holmes que les aseguraba que aquello no era más que una falsa alarma. Deslizándome por entre la voceante muchedumbre, me dirigí a la esquina, y a los diez minutos tuve el placer de sentir el brazo de mi amigo en el mío, y de alejarme con él del teatro del tumulto. Holmes anduvo en silencio durante unos pocos minutos, hasta que hubimos dado vuelta y entrado en una de las tranquilas calles que conducen a la avenida Edgeware.

—Lo ha hecho usted lindamente, doctor—me dijo él.—Nada podía haberme servido mejor. ¡Perfectamente!

—¡Tiene usted la fotografía!

—Sé dónde está.

—¿Y cómo lo descubrió usted?

—Ella me lo dijo, como yo había advertido a usted que lo haría.

—Todavía estoy a obscuras.

—No deseo hacer misterio—dijo él, riéndose.—El asunto es sumamente sencillo. Usted, por supuesto, observaría que todos los que estaban en la calle eran cómplices nuestros. A todos los tenía contratados para la función.

—Ya lo había supuesto.

—Bueno. Cuando estalló la riña, yo tenía en la palma de la mano un poco de pintura roja. Corrí hacia el grupo, me pasé la mano por la cara, y mi persona fue en un instante un cuadro lastimoso. La treta es vieja.

—También eso lo comprendí.

—Me llevaron adentro. Ella tenía que verse obligada a dejar que me llevaran. ¿Qué podía hacer? Y así entré en la sala, que era el cuarto de que yo sospechaba. La cosa debía estar entre la sala y el dormitorio, y yo estaba resuelto a saber cuál de las dos habitaciones era la que contenía el depósito.

Me acostaron en el sofá, hice ademán de que necesitaba aire, tuvieron que abrir la ventana, llegó el momento de que usted procediera.

—¿De qué manera ayudó a usted el cohete?

—Eso tenía importancia principal. Cuando una mujer cree que su casa se quema, su instinto la lleva en el acto a salvar el objeto que estima en más. Ese es un impulso que domina por completo, y más de una vez me he aprovechado de él. En el caso del escándalo de Darlington me sirvió de mucho, y también en el asunto del Castillo de Arnsworth. Una madre corre a salvar a su hijo, una que no es madre acude a su cofre de joyas. Pero, en este caso era claro para mi que nuestra dama nada tenía en la casa que le fuera más precioso que aquello que nosotros buscábamos: seguro estaba de que se precipitaría al sitio en que lo tenía guardado, para sacarlo consigo. La alarma de incendio fue admirablemente dada. Ese humo y ese griterío habrían sido suficientes para poner en conmoción nervios de acero. Ella correspondió soberbiamente. La fotografía está en un escondrijo, detrás de una tablilla corrediza, exactamente encima del botón de campanilla que queda a la derecha. En un segundo estuvo ella en ese sitio, y alcancé a ver la fotografía en el momento en que la sacó. Cuando grité que aquello no era más que una falsa alarma, volvió a poner allí la fotografía, vió el cohete, se precipitó afuera del cuarto, y no la he vuelto a ver. Yo me levanté, formulé mis excusas, y me escapé de la casa. Vacilaba sobre si trataría de apoderarme en el acto de la fotografía; pero el cochero había entrado y me observaba atentamente, por lo cual prefería esperar. Un pequeño exceso de precipitación podía perderlo todo.

—¿Y ahora?—le pregunté.

—Nuestra investigación ha terminado, prácticamente. Mañana iré a la casa con el rey, y con usted, si desea usted ir con nosotros. Se nos hará entrar en la sala para que esperemos a la señora, y es probable que cuando entre ella en la sala no nos encuentre ya, ni encuentre la fotografía. Para su majestad el rey será una satisfacción el recuperarla con sus propias manos.

—¿Y a que hora piensa usted ir?

—A las ocho de la mañana. Todavía no se habrá levantado de la cama, de manera que todo el campo estará a nuestra disposición. Además, tenemos que proceder con prontitud porque el matrimonio de Irene Adler puede significar un completo cambio en su vida y costumbres. Tengo que telegrafiar al rey en seguida.

Habíamos llegado a la calle Baker, y en ese instante nos deteníamos delante de la puerta. Holmes se llevaba la mano al bolsillo para sacar la llave, cuando alguien que pasaba dijo:

—Buenas noches, señor Sherlock Holmes.

Varias eran las personas que pasaban por la acera en ese momento, pero el saludo parecía venir de un joven delgado, cubierto con un ulster, el cual se alejó precipitadamente.

—He oído esta voz antes de ahora—dijo Holmes, fijando la mirada en el lado de la mal alumbrada calle por donde había desaparecido el jovenzuelo, —pero no sé quién diablos pueda ser.

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