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Sherlock Holmes - Un escándalo en Bohemia, Un escándalo en Bohemia - 07

Un escándalo en Bohemia - 07

Desapareció en su dormitorio, y volvió a los pocos minutos, con el exterior de un clérigo nonconformista, amable y simplón. Su ancho sombrero negro, su pantalón ancho, su corbata blanca, su simpática sonrisa y su mirada que expresaba una investigadora y benévola curiosidad, eran tales que sólo un gran actor podría igualarlas. Con Holmes pasaba que no solamente cambiaba de traje: su expresión, sus maneras, su misma alma parecían variar con cada nuevo papel que asumía. El teatro perdió un soberbio actor, así como la ciencia perdió un agudo razonador, cuando Sherlock Holmes se hizo especialista en crimen.

Eran las seis y cuarto cuando salimos de la casa, y todavía faltaban diez minutos para la hora cuando llegamos a la avenida Serpentina. Ya había obscurecido, y en Briony Lodge acababan de encender las luces cuando empezamos a pasearnos de arriba abajo, esperando la llegada de la inquilina. La casa era tal cual me lo había figurado por la sucinta descripción de Sherlock Holmes, pero el barrio parecía ser menos tranquilo de lo que yo esperaba. Al contrario, para ser una pequeña calle de un soberbio apacible, estaba demasiado animada. En una esquina había un grupo de hombres desarrapados que fumaban y reían, un afilador que hacía andar su rueda, dos soldados que enamoraban a una niñera, y varios jóvenes bien vestidos que se paseaban perezosamente, con el cigarro en la boca.

—Vea usted—me observó Holmes, mientras íbamos y veníamos por delante de la casa:—este casamiento simplifica más bien la cuestión. La fotografía es ahora una arma de dos filos. Es muy probable que nuestra dama sea tan adversa a dejarla ver por el señor Godfrey Norton, como lo es nuestro cliente a que la vea la princesa. Ahora la cuestión es ésta: ¿dónde vamos a encontrar la fotografía?

—Sí, ¿dónde?

—No es creíble que ella la lleve consigo: es de tamaño gabinete, demasiado grande para ocultarla en los vestidos de una mujer. Ella sabe, además, que el rey es capaz de hacerla caer en una emboscada y registrarla. Ya ha habido dos tentativas de esa clase. Podemos, pues, creer que no la lleva consigo.

—¿Dónde la tiene, entonces?

—En poder de su banquero ó de su abogado; existe esa doble posibilidad, pero no me siento inclinado a creer en una ni en otra. Las mujeres son naturalmente reservadas, y las gusta conservar para si solas sus secretos. ¿Por qué habría ésta de entregar el suyo a otra persona? Podría confiar el retrato para que se lo guardaran, pero no podría decir la influencia indirecta ó política que la misma fotografía sería capaz de ejercer en un hombre. Además, acuérdese usted de que ella había resuelto servirse de ese retrato dentro de pocos días: debe, por lo tanto, tenerlo al alcance de la mano. Debe tenerlo en su casa.

—Pero la casa ha sido invadida dos veces por gente que iba en busca del retrato.

—¡Pts! Esa gente no ha sabido buscar.

—¿Y usted cómo buscará?

—Yo no buscaré.

—Entonces, ¿qué?

—Haré que ella me diga dónde está.

—Se negará a decírselo.

—No podrá. Pero oigo ruido de ruedas: es su coche. Cumpla usted mis órdenes al pie de la letra.

Decía estas palabras, cuando el resplandor de los faroles de un carruaje alumbró la curva de la avenida: era un pequeño landó, muy bonito, que fue a detenerse en la puerta de Briony Lodge.

En el momento en que el cochero paraba los caballos, uno de los vagabundos que estaban en la esquina, se abalanzó a abrir la portezuela, en la esperanza de ganar unos centavos, pero otro vagabundo que se había lanzado con la misma intención, le dió un fuerte empellón. Los dos individuos entraron instantáneamente en pelea encarnizada, la que se agravó en seguida porque los dos soldados intervinieron en favor de uno de los contendientes, y también intervino el afilador, furiosamente en favor del otro. Uno dió un golpe, y como por encanto, la dama que había salido del carruaje, se vió en el centro del apretado torbellino de hombres jadeantes que se daban feroces trompadas y garrotazos. Holmes se precipitó hacia el grupo, para defender a la dama; pero en el mismo instante en que llegaba junto a ella, dió un grito y cayó al suelo, con la cara sangrando abundantemente. Al verle caer, los soldados huyeron desolados en una dirección, y los vagabundos en otra, al mismo tiempo que algunos hombres mejor vestidos, que habían presenciado la riña sin tomar parte en ella, se acercaron a proteger a la dama, y a socorrer al herido.

Irene Adler se había apresurado a subir la gradería de la casa; pero una vez arriba se detuvo, y su soberbia figura se destacó sobre el vestíbulo alumbrado. Miró atentamente a la calle y:

—¿Está muy lastimado el pobre señor?—preguntó.

—Está muerto—gritaron varias voces.

—No, no, todavía está con vida—exclamó otro. Pero morirá antes de llegar al hospital.

—Es un valiente—dijo una mujer.—A no ser por él, los bribones se habrían llevado el portamonedas y el reloj de la señora. Eran una pandilla, y de las peores. ¡Ah! Ya respira.

—No puede seguir tendido en la calle. ¿Podemos llevarlo adentro, señora?

—Ciertamente. Tráiganlo a la sala. Allí hay un sofá cómodo. ¡Por aquí, por aquí!

Lenta y solemnemente, llevaron a Sherlock Holmes al interior de Briany Lodge, y le acostaron en la pieza principal. Mientras tanto, yo observaba lo que ocurría, desde mi puesto en la ventana. Las luces habían sido encendidas, pero las celosías no habían sido bajadas, de manera que yo podía ver a Holmes acostado en el canapé. Yo no sé si él sentiría algún remordimiento en ese instante por la farsa que representaba; pero yo sé que nunca en mi vida me sentí más avergonzado de mí mismo, que cuando ví a la bella persona contra la cual estaba conspirando, y la gracia y bondad con que atendía al herido. Y, sin embargo, habría sido la traición más negra hacia Holmes el abandonar la parte que él me había confiado. Llamé toda mi energía en mi ayuda, y tomé el cohete de humo del bolsillo interior de mi ulster. «Al fin y al cabo—pensé—no le hacemos daño a ella. Lo único que hacemos es impedir que ella lo haga a otro.»

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