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Novelas ejemplares, de Miguel de Cervantes Saavedra, Segunda parte de "El casamiento engañoso", de Las Novelas ejemplares.

Segunda parte de "El casamiento engañoso", de Las Novelas ejemplares.

Aquí dio fin a su plática y yo di principio a desesperarme, y sin duda lo hiciera, si tantico se descuidara el ángel de mi guarda en socorrerme, acudiendo a decirme en el corazón que mirase que er a christiano, y que el mayor pecado de los hombres era el de la desesperación, por ser pecado de demonios. Esta consideración o buena inspiración me con[h]ortó algo, pero no tanto que dejase de tomar mi capa y espada y salir a buscar a doña Estefanía con prosupuesto de hacer en ella un ejemplar castigo. Pero la suerte, que no sabré decir si mis cosas empeoraba o mejoraba, ordenó que en ninguna parte donde pensé hallar a doña Estefanía la hallase. Fuime a San Llorente, encomendéme a nuestra Señora, sentéme sobre un escaño y con la pesadu mbre me tomó un sueño tan pesado que no despertara tan presto si no me despertaran. Fui lleno de pensamientos y congojas a casa de doña Clementa, y halléla con tanto reposo como señora de su casa. No le osé decir nada porque estaba el señor don Lope delante; volví en casa de mi huéspeda, que me dijo haber contado a doña Estefanía cómo yo sabía toda su maraña y embuste, y que ella le preguntó qué semblante había yo mostrado con tal nueva, y que le había respondido que muy malo, y que a su parecer había salido yo con mala intención y peor determinación a buscarla. Díjome, finalmente, que doña Estefa nía se había llevado cuanto en el baúl tenía sin dejarme en él sino un solo vestido de camino.

»¡Aquí fue ello! Aquí me tuvo de nuevo Dios de su mano. Fui a ver mi baúl, y halléle abierto y como sepultura que esperaba cuerpo difunto, y a buena razón había de ser el m&iacut e;o si yo tuviera entendimiento para saber sentir y ponderar tamaña desgracia. –Bien grande fue –dijo a esta sazón el licenciado Peralta– haberse llevado doña Estefanía tanta cadena y tanto cintillo, que como suele decirse, todos los duelos, etc.

–Ninguna pena me dio esa falta –respondió el alférez– pues también podré decir: Pensóse don Simueque que me engañaba con su hija la tuerta, y por el Dío contr[ah]echo soy de un lado.

–No sé a qué propósito pueda vuesa merced decir eso –respondió Peralta.

–El propósito es –respondió el alférez– de que toda aquella balumba y aparato de cadenas, cintillos y brincos podía valer hasta diez o doce escudos.

–Eso no es posible –replicó el licenciado– porque la que el señor alférez traía al cuello mostraba pesar más de do[s]cientos ducados.

–Así fuera –respondió el alférez– si la verdad respondiera al parecer; pero como no es todo oro lo que reluce; las cadenas, cintillos, joyas y brincos con sólo ser de alquimia se contentaro n, pero estaban tan bien hechas, que sólo el toque o el fuego podía descubrir su malicia.

–Desa manera –dijo el licenciado– entre vuesa merced y la señora Estefanía pata es la traviesa.

–¡Y tan pata –respondió el alférez– que podemos volver a barajar! pero el daño está, señor licenciado, en que ella se podrá deshacer de mis cadenas y yo no de la fals&iac ute;a de su término; y en efe[c]to, mal que me pese es prenda mía. –Dad gracias a Dios, señor Campuzano –dijo Peralta–, que fue prenda con pies y que se os ha ido, y que no estáis obligado a buscarla.

–Así es –respondió el alférez–, pero con todo eso, sin que la busque, la hallo siempre en la imaginación y adonde quiere que estoy tengo mi afrenta presente.

–No sé qué responderos –dijo Peralta– si no es traeros a la memoria dos versos de Petrarca, que dicen:

Ché qui prende dicleto di far fiode,

Non si de lamentar si altri l'ingana. Que responden en nuestro castellano: "Que el que tiene costumbre y gusto de engañar a otro no se debe quejar cuando es engañado." –Yo no me quejo –respondió el alférez– sino lastímome que el culpado no por conocer su culpa deja de sentir la pena del castigo. Bien veo que quise engañar y fui engañado porque me h irieron por mis propios filos; pero no puedo tener tan a raya el sentimiento que no me queje de mí mismo. Finalmente, por venir a lo que hace más al caso a mi historia (que este nombre se le puede dar al cuento de mis sucesos) digo que supe que se había llevado a doña Estefanía el primo que dije que se halló a nuestros desposorios, el cual de luengos tiempos atrás era su amigo a todo ruedo. No quise buscarla, por no hallar el mal que me faltaba. Mudé posada, y mudé el pelo dentro de pocos días; porque comenzaron a pelárseme las cejas y las pestañas, y poco a poco me dejaron los cabellos, y antes de edad me hice calvo, dándome una enfermedad que llaman lupicia, y por otro nombre más claro, la pelarela. Halléme verdaderamente hecho pelón porque ni tenía barbas que peinar, ni dineros que gastar. Fue la enfermedad caminando al paso de mi necesidad, y como la pobreza atropella a la honra y a u nos lleva a la horca y a otros al hospital y a otros les hace entrar por las puertas de sus enemigos con ruegos y sumisiones, que es una de las mayores miserias que puede suceder a un desdichado, por no gastar en curarme los vestidos, que me habían de cubrir y honrar en salud, llegado el tiempo en que se dan los sudores en el hospital de la Resurrección, me entré en él, donde he tomado cuarenta sudores. Dicen que quedaré sano si me guardo; espada tengo, lo demás D ios le remedie.

Ofreciósele de nuevo el licenciado, admirándose de las cosas que le había contado.

–Pues de poco se maravilla vuesa merced, señor Peralta –dijo el alférez– que otros sucesos me quedan por decir que exceden a toda imaginación, pues van fuera de todos los términos de natura leza. No quiera vuesa merced saber más sino que son de suerte que doy por bien empleadas todas mis desgracias por haber sido parte de haberme puesto en el hospital donde vi lo que aora dir& eacute;, que es lo que aora, ni nunca, vuesa merced podrá creer, ni habrá persona en el mundo persona que lo crea. Todos estos preámbulos y encarecimientos que el alférez hacía antes de contar lo que había visto, encendían el deseo de Peralta de manera que con no menores encarecimientos le pidió que lueg o luego le dijese las maravillas que le quedaban por decir.

–Ya ¿vuesa merced habrá visto –dijo el alférez– dos perros que con dos lanternas andan de noche con los hermanos de la capacha alumbr&aacut e;ndoles cuando piden limosna? –Sí, he visto –respondió Peralta.

–También habrá visto u oído vuesa merced –dijo el alférez– lo que dellos se cuenta que si acaso echan limosna de las ventanas y se cae en el suelo, ellos acuden luego a alumbrar y a buscar lo que se cae y se paran delante de las ventanas donde saben que tienen costumbre de darles limosna. Y con ir allí con tanta mansedumbre que más parecen corderos que perros, en el hospital son unos leones guardando la casa con grande cuidado y vigilancia.

–Yo he oído decir –dijo Peralta– que todo es así, pero eso no me puede ni debe causar maravilla.

–Pues lo que aora diré dellos es razón que la cause y que, sin hacerse cruces, ni alegar imposibles ni dificultades, vuesa merced se acomode a creerlo. Y es que yo oí y casi vi con mis ojos, a estos dos per ros, que el uno se llama Cipión y el otro Berganza, estar una noche, que fue la penúltima que acabé de sudar, echados detrás de mi cama en unas esteras viejas, y a la mitad de aquella noche, estando a escuras y de svelado, pensando en mis pasados sucesos y presentes desgracias, oí hablar allí junto, y estuve con atento oído escuchando por ver si podía venir en conocimiento de los que hablaban y de lo que hablaban. Y a poco rato vine a co nocer, por lo que hablaban los que hablaban y eran los dos perros, Cipión y Berganza.

Apenas acabó de decir esto Campuzano, cuando levantándose el licenciado dijo:

–Vuesa merced quede mucho en buen[h]ora, señor Campuzano, que hasta aquí estaba en duda si creería o no lo que de su casamiento me había contado, y esto que aora me cuenta de que oyó hablar lo s perros me ha hecho declarar por la parte de no creelle ninguna cosa. ¡Por amor de Dios! señor alférez, que no cuente estos disparates a persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su amigo como yo.

–No me tenga vuesa merced por tan ignorante –replicó Campuzano– que no entienda que si no es por milagro no pueden hablar los animales; que bien sé que si los tordos, picazas y papagayos hablan, no son s ino las palabras que aprenden y toman de memoria, y por tener la lengua estos animales cómoda para poder pronunciarlas; mas no por esto pueden hablar y responder con discurso concertado como estos perros hablaron. Y, así, muchas veces despu& eacute;s que los oí yo mismo no he querido dar crédito a mí mismo y he querido tener por cosa soñada lo que realmente estando despierto con todos mis cinco sentidos, ta les cuales nuestro Señor fue servido de dármelos, oí, escuché, noté y finalmente escribí, sin faltar palabra, por su concierto; de donde se puede tomar indicio bastante que mueva y persuada a creer esta verdad que digo. Las cosas de que trataron fueron grandes y diferentes, y más para ser tratadas por varones sabios que para ser dichas por bocas de perros. Así que, pues yo no las pude inventar de mío a mi pesar y contra mi opinión vengo a creer que no soñaba y que los perros hablaban.

–¡Cuerpo de mí! –replicó el licenciado–. Si se nos ha vuelto el tiempo de Maricastaña cuando hablaban las calabazas; o el de Isopo cuando departía el gallo con la zorra y unos animales con otros.

–Uno dellos sería yo, y el mayor –replicó el alférez–, si creyese que ese tiempo ha vuelto. Y aún también lo sería, si dejase de creer lo que oí y lo que vi, y lo que m e atreveré a jurar con juramento que obligue y aun fuerce a que lo crea la misma incredulidad. Pero puesto caso que me haya engañado y que mi verdad sea sueño y el porfiarla disparate, ¿no se holgará vuesa merced, se&ntild e;or Peralta, de ver escritas en un coloquio las cosas que estos perros, o sean quien fueren, hablaron? –Como vuesa merced –replicó el licenciado– no se canse más en persuadirme que oyó hablar a los perros, de muy buena gana oiré ese coloquio, que por ser escrito y notado del bueno ingenio de l señor alférez ya le juzgo por bueno.

–Pues hay en esto otra cosa –dijo el alférez– que como yo estaba tan atento y tenía delicado el juicio, delicada, sotil y desocupada la memoria (merced a las muchas pasas y almendras que había com ido) todo lo tomé de coro, y casi por las mismas palabras que había oído lo escribí otro día, sin buscar colores retóricas para adornarlo, ni qué añadir ni quitar para hacerle gustoso. No fue una noc he sola la plática, que fueron dos consecutivamente, aunque yo no tengo escrita más de una, que es la vida de Berganza, y la del compañero Cipión pienso escribir (que fue la que se contó la noche segunda) c uando viere o que ésta se crea o alomenos no se desprecie. El coloquio traigo en el seno; púselo en forma de coloquio por ahorrar de "dijo Cipión", "respondió Berganza", que suele alargar la escritura. Y en diciendo esto, sacó del pecho un cartapacio y le puso en las manos del licenciado, el cual le tomó riéndose y como haciendo burla de todo lo que había oído y de lo que pensaba leer.

–Yo me recuesto –dijo el alférez– en esta silla en tanto que vuesa merced lee, si quiere, esos sueños o disparates que no tienen otra cosa de bueno si no es el poderlos dejar cuando enfaden.

–Haga vuesa merced su gusto –dijo Peralta–, que yo con brevedad me despediré desta le[c]tura.

Recostóse el alférez, abrió el licenciado el cartapacio, y en el principio vio que estaba puesto este título:

NOVELA Y COLOQUIO QUE PASÓ ENTRE

CIPIÓN Y BERGANZA,

PERROS DEL HOSPITAL DE LA RESURECCIÓN

QUE ESTÁ EN LA CIUDAD DE VALLADOLID,

FUERA DE LA PUERTA DEL CAMPO,

A QUIEN COMÚNMENTE LLAMAN LOS PERROS

DE MAHUDES

Segunda parte de "El casamiento engañoso", de Las Novelas ejemplares. Zweiter Teil von "El casamiento engañoso", aus Las Novelas ejemplares. Second part of "El casamiento engañoso", from Las Novelas ejemplares. Deuxième partie de "El casamiento engañoso", de Las Novelas ejemplares. Segunda parte de "El casamiento engañoso", de Las Novelas ejemplares.

Aquí dio fin a su plática y yo di principio a desesperarme, y sin duda lo hiciera, si tantico se descuidara el ángel de mi guarda en socorrerme, acudiendo a decirme en el corazón que mirase que er a christiano, y que el mayor pecado de los hombres era el de la desesperación, por ser pecado de demonios. Esta consideración o buena inspiración me con[h]ortó algo, pero no tanto que dejase de tomar mi capa y espada y salir a buscar a doña Estefanía con prosupuesto de hacer en ella un ejemplar castigo. Pero la suerte, que no sabré decir si mis cosas empeoraba o mejoraba, ordenó que en ninguna parte donde pensé hallar a doña Estefanía la hallase. Fuime a San Llorente, encomendéme a nuestra Señora, sentéme sobre un escaño y con la pesadu mbre me tomó un sueño tan pesado que no despertara tan presto si no me despertaran. Fui lleno de pensamientos y congojas a casa de doña Clementa, y halléla con tanto reposo como señora de su casa. No le osé decir nada porque estaba el señor don Lope delante; volví en casa de mi huéspeda, que me dijo haber contado a doña Estefanía cómo yo sabía toda su maraña y embuste, y que ella le preguntó qué semblante había yo mostrado con tal nueva, y que le había respondido que muy malo, y que a su parecer había salido yo con mala intención y peor determinación a buscarla. Díjome, finalmente, que doña Estefa nía se había llevado cuanto en el baúl tenía sin dejarme en él sino un solo vestido de camino.

»¡Aquí fue ello! Aquí me tuvo de nuevo Dios de su mano. Fui a ver mi baúl, y halléle abierto y como sepultura que esperaba cuerpo difunto, y a buena razón había de ser el m&iacut e;o si yo tuviera entendimiento para saber sentir y ponderar tamaña desgracia. –Bien grande fue –dijo a esta sazón el licenciado Peralta– haberse llevado doña Estefanía tanta cadena y tanto cintillo, que como suele decirse, todos los duelos, etc.

–Ninguna pena me dio esa falta –respondió el alférez– pues también podré decir: Pensóse don Simueque que me engañaba con su hija la tuerta, y por el Dío contr[ah]echo soy de un lado.

–No sé a qué propósito pueda vuesa merced decir eso –respondió Peralta.

–El propósito es –respondió el alférez– de que toda aquella balumba y aparato de cadenas, cintillos y brincos podía valer hasta diez o doce escudos.

–Eso no es posible –replicó el licenciado– porque la que el señor alférez traía al cuello mostraba pesar más de do[s]cientos ducados.

–Así fuera –respondió el alférez– si la verdad respondiera al parecer; pero como no es todo oro lo que reluce; las cadenas, cintillos, joyas y brincos con sólo ser de alquimia se contentaro n, pero estaban tan bien hechas, que sólo el toque o el fuego podía descubrir su malicia.

–Desa manera –dijo el licenciado– entre vuesa merced y la señora Estefanía pata es la traviesa.

–¡Y tan pata –respondió el alférez– que podemos volver a barajar! pero el daño está, señor licenciado, en que ella se podrá deshacer de mis cadenas y yo no de la fals&iac ute;a de su término; y en efe[c]to, mal que me pese es prenda mía. –Dad gracias a Dios, señor Campuzano –dijo Peralta–, que fue prenda con pies y que se os ha ido, y que no estáis obligado a buscarla.

–Así es –respondió el alférez–, pero con todo eso, sin que la busque, la hallo siempre en la imaginación y adonde quiere que estoy tengo mi afrenta presente.

–No sé qué responderos –dijo Peralta– si no es traeros a la memoria dos versos de Petrarca, que dicen:

Ché qui prende dicleto di far fiode,

Non si de lamentar si altri l'ingana. Que responden en nuestro castellano: "Que el que tiene costumbre y gusto de engañar a otro no se debe quejar cuando es engañado." –Yo no me quejo –respondió el alférez– sino lastímome que el culpado no por conocer su culpa deja de sentir la pena del castigo. Bien veo que quise engañar y fui engañado porque me h irieron por mis propios filos; pero no puedo tener tan a raya el sentimiento que no me queje de mí mismo. Finalmente, por venir a lo que hace más al caso a mi historia (que este nombre se le puede dar al cuento de mis sucesos) digo que supe que se había llevado a doña Estefanía el primo que dije que se halló a nuestros desposorios, el cual de luengos tiempos atrás era su amigo a todo ruedo. No quise buscarla, por no hallar el mal que me faltaba. Mudé posada, y mudé el pelo dentro de pocos días; porque comenzaron a pelárseme las cejas y las pestañas, y poco a poco me dejaron los cabellos, y antes de edad me hice calvo, dándome una enfermedad que llaman lupicia, y por otro nombre más claro, la pelarela. Halléme verdaderamente hecho pelón porque ni tenía barbas que peinar, ni dineros que gastar. Fue la enfermedad caminando al paso de mi necesidad, y como la pobreza atropella a la honra y a u nos lleva a la horca y a otros al hospital y a otros les hace entrar por las puertas de sus enemigos con ruegos y sumisiones, que es una de las mayores miserias que puede suceder a un desdichado, por no gastar en curarme los vestidos, que me habían de cubrir y honrar en salud, llegado el tiempo en que se dan los sudores en el hospital de la Resurrección, me entré en él, donde he tomado cuarenta sudores. Dicen que quedaré sano si me guardo; espada tengo, lo demás D ios le remedie.

Ofreciósele de nuevo el licenciado, admirándose de las cosas que le había contado.

–Pues de poco se maravilla vuesa merced, señor Peralta –dijo el alférez– que otros sucesos me quedan por decir que exceden a toda imaginación, pues van fuera de todos los términos de natura leza. No quiera vuesa merced saber más sino que son de suerte que doy por bien empleadas todas mis desgracias por haber sido parte de haberme puesto en el hospital donde vi lo que aora dir& eacute;, que es lo que aora, ni nunca, vuesa merced podrá creer, ni habrá persona en el mundo persona que lo crea. Todos estos preámbulos y encarecimientos que el alférez hacía antes de contar lo que había visto, encendían el deseo de Peralta de manera que con no menores encarecimientos le pidió que lueg o luego le dijese las maravillas que le quedaban por decir.

–Ya ¿vuesa merced habrá visto –dijo el alférez– dos perros que con dos lanternas andan de noche con los hermanos de la capacha alumbr&aacut e;ndoles cuando piden limosna? –Sí, he visto –respondió Peralta.

–También habrá visto u oído vuesa merced –dijo el alférez– lo que dellos se cuenta que si acaso echan limosna de las ventanas y se cae en el suelo, ellos acuden luego a alumbrar y a buscar lo que se cae y se paran delante de las ventanas donde saben que tienen costumbre de darles limosna. Y con ir allí con tanta mansedumbre que más parecen corderos que perros, en el hospital son unos leones guardando la casa con grande cuidado y vigilancia.

–Yo he oído decir –dijo Peralta– que todo es así, pero eso no me puede ni debe causar maravilla.

–Pues lo que aora diré dellos es razón que la cause y que, sin hacerse cruces, ni alegar imposibles ni dificultades, vuesa merced se acomode a creerlo. Y es que yo oí y casi vi con mis ojos, a estos dos per ros, que el uno se llama Cipión y el otro Berganza, estar una noche, que fue la penúltima que acabé de sudar, echados detrás de mi cama en unas esteras viejas, y a la mitad de aquella noche, estando a escuras y de svelado, pensando en mis pasados sucesos y presentes desgracias, oí hablar allí junto, y estuve con atento oído escuchando por ver si podía venir en conocimiento de los que hablaban y de lo que hablaban. Y a poco rato vine a co nocer, por lo que hablaban los que hablaban y eran los dos perros, Cipión y Berganza.

Apenas acabó de decir esto Campuzano, cuando levantándose el licenciado dijo:

–Vuesa merced quede mucho en buen[h]ora, señor Campuzano, que hasta aquí estaba en duda si creería o no lo que de su casamiento me había contado, y esto que aora me cuenta de que oyó hablar lo s perros me ha hecho declarar por la parte de no creelle ninguna cosa. ¡Por amor de Dios! señor alférez, que no cuente estos disparates a persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su amigo como yo.

–No me tenga vuesa merced por tan ignorante –replicó Campuzano– que no entienda que si no es por milagro no pueden hablar los animales; que bien sé que si los tordos, picazas y papagayos hablan, no son s ino las palabras que aprenden y toman de memoria, y por tener la lengua estos animales cómoda para poder pronunciarlas; mas no por esto pueden hablar y responder con discurso concertado como estos perros hablaron. Y, así, muchas veces despu& eacute;s que los oí yo mismo no he querido dar crédito a mí mismo y he querido tener por cosa soñada lo que realmente estando despierto con todos mis cinco sentidos, ta les cuales nuestro Señor fue servido de dármelos, oí, escuché, noté y finalmente escribí, sin faltar palabra, por su concierto; de donde se puede tomar indicio bastante que mueva y persuada a creer esta verdad que digo. Las cosas de que trataron fueron grandes y diferentes, y más para ser tratadas por varones sabios que para ser dichas por bocas de perros. Así que, pues yo no las pude inventar de mío a mi pesar y contra mi opinión vengo a creer que no soñaba y que los perros hablaban.

–¡Cuerpo de mí! –replicó el licenciado–. Si se nos ha vuelto el tiempo de Maricastaña cuando hablaban las calabazas; o el de Isopo cuando departía el gallo con la zorra y unos animales con otros.

–Uno dellos sería yo, y el mayor –replicó el alférez–, si creyese que ese tiempo ha vuelto. Y aún también lo sería, si dejase de creer lo que oí y lo que vi, y lo que m e atreveré a jurar con juramento que obligue y aun fuerce a que lo crea la misma incredulidad. Pero puesto caso que me haya engañado y que mi verdad sea sueño y el porfiarla disparate, ¿no se holgará vuesa merced, se&ntild e;or Peralta, de ver escritas en un coloquio las cosas que estos perros, o sean quien fueren, hablaron? –Como vuesa merced –replicó el licenciado– no se canse más en persuadirme que oyó hablar a los perros, de muy buena gana oiré ese coloquio, que por ser escrito y notado del bueno ingenio de l señor alférez ya le juzgo por bueno.

–Pues hay en esto otra cosa –dijo el alférez– que como yo estaba tan atento y tenía delicado el juicio, delicada, sotil y desocupada la memoria (merced a las muchas pasas y almendras que había com ido) todo lo tomé de coro, y casi por las mismas palabras que había oído lo escribí otro día, sin buscar colores retóricas para adornarlo, ni qué añadir ni quitar para hacerle gustoso. No fue una noc he sola la plática, que fueron dos consecutivamente, aunque yo no tengo escrita más de una, que es la vida de Berganza, y la del compañero Cipión pienso escribir (que fue la que se contó la noche segunda) c uando viere o que ésta se crea o alomenos no se desprecie. El coloquio traigo en el seno; púselo en forma de coloquio por ahorrar de "dijo Cipión", "respondió Berganza", que suele alargar la escritura. Y en diciendo esto, sacó del pecho un cartapacio y le puso en las manos del licenciado, el cual le tomó riéndose y como haciendo burla de todo lo que había oído y de lo que pensaba leer.

–Yo me recuesto –dijo el alférez– en esta silla en tanto que vuesa merced lee, si quiere, esos sueños o disparates que no tienen otra cosa de bueno si no es el poderlos dejar cuando enfaden.

–Haga vuesa merced su gusto –dijo Peralta–, que yo con brevedad me despediré desta le[c]tura.

Recostóse el alférez, abrió el licenciado el cartapacio, y en el principio vio que estaba puesto este título:

NOVELA Y COLOQUIO QUE PASÓ ENTRE

CIPIÓN Y BERGANZA,

PERROS DEL HOSPITAL DE LA RESURECCIÓN

QUE ESTÁ EN LA CIUDAD DE VALLADOLID,

FUERA DE LA PUERTA DEL CAMPO,

A QUIEN COMÚNMENTE LLAMAN LOS PERROS

DE MAHUDES