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Bajo la misma estrella, Capítulo 2

Capítulo 2

Augustus Waters conducía fatal. Tanto si estábamos parados como si avanzábamos, no dejábamos de pegar botes. Yo iba volando contra el cinturón de seguridad de su Toyota con cada frenazo, y la nuca me salía despedida hacia atrás cada vez que daba gas. Debería haber estado nerviosa —iba en el coche de un extraño, camino de su casa, y era perfectamente consciente de que mis pulmones de mierda no iban a permitirme grandes esfuerzos para evitar que se propasara—, pero conducía tan absolutamente mal que no podía pensar en otra cosa. Avanzamos unos dos kilómetros en silencio hasta que Augustus me dijo: —Suspendí tres veces el carnet de conducir. —Ni que lo jures. Se rio y sacudió la cabeza. —Bueno, no tengo sensibilidad en la puta pierna ortopédica y no pillo el truco de conducir solo con la izquierda. Mis médicos dicen que la mayoría de los amputados pueden conducir sin problemas, pero… ya ves. Yo no. En fin, lo he conseguido a la cuarta, y es lo que hay. Medio kilómetro más allá un semáforo se puso en rojo. Augustus pegó un frenazo que me lanzó contra el triangular abrazo del cinturón de seguridad. —Perdona. Te juro por Dios que estoy intentando conducir suave. Bueno, cuando terminé el examen estaba convencido de que había vuelto a suspender, pero el examinador me dijo: «Conduces mal, pero técnicamente no es peligroso». —No estoy tan segura —le contesté—. Me temo que fue un premio de consolación por tener cáncer. A los chicos con cáncer suelen ofrecerles pequeñas cosas que no les dan a los demás, como pelotas de baloncesto firmadas por deportistas famosos, bonos para entregar tarde los deberes, carnets de conducir sin saber conducir, etcétera. —Claro —me dijo. El semáforo cambió a verde. Me preparé. Augustus pisó el acelerador. —¿Sabes que hay mandos de mano para las personas qué no pueden utilizar los pies? —le pregunté. —Sí —me contestó—. Quizá algún día los ponga. Suspiró de una manera que hizo que me preguntara si realmente creía que llegaría a ese día. Sabía que en muchos casos el osteosarcoma podía curarse, pero… Hay varias maneras de descubrir las expectativas de supervivencia de alguien sin necesidad de preguntárselo directamente, y yo recurrí a la clásica. —¿Vas al instituto? Los padres suelen sacarte de la escuela en cuanto piensan que vas a palmarla. —Sí —me contestó—. Voy al North Central, aunque un año atrasado. Estoy en segundo de bachillerato. ¿Y tú? Pensé en mentir. Al fin y al cabo, a nadie le gustan los cadáveres. Pero al final le dije la verdad. —No. Mis padres me sacaron de la escuela hace tres años. —¿Tres años? —me preguntó sorprendido. Expliqué a Augustus los principales episodios de mi milagro: me diagnosticaron estadio IV de cáncer de tiroides cuando tenía trece años. (No le dije que me lo diagnosticaron tres meses después de que me viniera la regla por primera vez, en plan: «¡Felicidades! Ya eres mujer. Ahora, muérete»). Nos dijeron que era incurable. Pasé por una operación llamada «disección radical de cuello», y que es tan agradable como su nombre. Después por radiaciones. A continuación probaron la quimio para mis pulmones. Los tumores disminuyeron, pero luego volvieron a crecer. Por entonces tenía catorce años. Se me empezaron a llenar los pulmones de líquido. Parecía un cadáver, con las manos y los pies hinchados, la piel agrietada y los labios siempre morados. Hay un medicamento que hace que no te asuste tanto el hecho de no poder respirar, y a través de una cánula me llenaban las venas de ese medicamento y de un montón más. Aun así, ahogarse es bastante desagradable, especialmente cuando sucede durante meses. Al final acabé en la UCI con neumonía, y mi madre se arrodilló junto a mi cama y me dijo: «¿Estás preparada, cariño?», y yo le contesté que estaba preparada, y mi padre no dejaba de repetirme que me quería, y no se le entrecortaba demasiado la voz porque la tenía ya entrecortada del todo, y yo le repetía que también lo quería, y todos se cogían de la mano, y yo no podía respirar, mis pulmones no aguantaban más, se ahogaban, me sacaban de la cama intentando encontrar una posición que les permitiera coger aire, y su desesperación me avergonzaba, me enfurecía que no lo dejaran correr de una vez, y recuerdo a mi madre diciéndome que todo iba bien, que no pasaba nada, que no me pasaría nada, y mi padre hacía tantos esfuerzos por no llorar que cuando lo hacía, y lo hacía a menudo, parecía un terremoto. Y recuerdo que no quería estar despierta. Todos pensaron que estaba acabada, pero Maria, mi oncóloga, consiguió sacar un poco de líquido de mis pulmones, y poco después los antibióticos que me habían dado para la neumonía empezaron a hacer efecto. Me desperté y enseguida me metieron en una de esas pruebas experimentales para desahuciados famosas en la República de Cancerlandia. El medicamento era el Phalanxifor, una molécula diseñada para que se pegue a las células cancerígenas y ralentice su crecimiento. No funcionaba en aproximadamente el setenta por ciento de los pacientes, pero en mi caso funcionó. Los tumores se redujeron. Y siguieron reducidos. ¡Viva el Phalanxifor! En el último año y medio, apenas han aumentado las metástasis, lo que me permite tener unos pulmones de mierda, pero que seguramente pueden seguir luchando indefinidamente con oxígeno y Phalanxifor diario. Tengo que admitir que mi milagro solo me había permitido ganar algo de tiempo. (Todavía no sabía cuánto sería ese algo). Pero, cuando se lo conté a Augustus Waters, pinté un cuadro lo más optimista posible y exageré el carácter milagroso del milagro. —Entonces ahora tendrás que volver al instituto —me dijo. —La verdad es que no puedo —le expliqué—, porque ya tengo el título de secundaria, así que voy al MCC. El MCC era la facultad de nuestra ciudad. —Una universitaria —me dijo asintiendo—. Eso explica ese aire sofisticado. Me sonrió con complicidad. Le di un golpecito de broma en el brazo y noté sus músculos bajo la piel, tensos e impresionantes. Las ruedas chirriaron al girar hacia una parcela con muros estucados de unos dos metros y medio de altura. Su casa era la primera a la izquierda, una casa colonial de dos plantas. Nos detuvimos en el camino dando botes. Lo seguí hasta la casa. En la entrada había una placa con la inscripción «El hogar está donde está el corazón», en letra cursiva, y toda la casa resultó estar adornada con este tipo de frases. «Es difícil encontrar buenos amigos, e imposible olvidarlos», se leía en una estampa colgada encima del perchero. «El amor verdadero nace de los tiempos difíciles», aseguraba un cojín bordado de la sala de estar, decorada con muebles antiguos. Augustus me vio leyéndolas. —Mis padres las llaman «estímulos» —me explicó—. Están por toda la casa. Sus padres lo llamaban Gus. Estaban en la cocina preparando enchiladas (junto al fregadero había una pequeña vidriera en la que se leía en letras adhesivas «La familia es para siempre»). Su madre echaba pollo en las tortillas, que su padre enrollaba y colocaba en una bandeja de cristal. No pareció sorprenderles mucho mi llegada, y era lógico. El hecho de que Augustus me hiciera sentir especial no quería necesariamente decir que fuera especial. Quizá llevaba a casa a una chica diferente cada noche para ver una película y meterle mano. —Esta es Hazel Grace —dijo Augustus. —Solo Hazel —lo corregí. —¿Cómo estás, Hazel? —me preguntó el padre de Gus. Era alto —casi tan alto como su hijo— y mucho más delgado que la mayoría de los padres. —Muy bien —le contesté. —¿Qué tal el grupo de apoyo de Isaac? —Increíble —le contestó Gus. —Tú siempre tan positivo… —dijo su madre—. ¿A ti te gusta, Hazel? Me quedé un segundo en silencio, pensando si tenía que calibrar mi respuesta para complacer a Augustus o a sus padres. —Casi todos son muy majos —le contesté por fin. —Exactamente lo que pensamos nosotros de las familias a las que conocimos en el Memorial cuando Gus estaba en tratamiento —dijo su padre—. Todos eran muy amables. Y también muy fuertes. En los días más oscuros el Señor te pone en el camino a las mejores personas. —Dadme un cojín e hilo, deprisa, que esto tiene que ser un estímulo — añadió Augustus. Su padre pareció un poco molesto, pero Gus le pasó su largo brazo alrededor del cuello. —Es una broma, papá —le respondió—. Me gustan esos putos estímulos. De verdad. Pero no puedo admitirlo porque soy un adolescente. Su padre puso los ojos en blanco. —Te quedarás a cenar, ¿verdad? —me preguntó su madre. Era bajita, morena y algo tímida. —No sé —le contesté—. Tengo que estar en casa a eso de las diez, y además… no como carne. —No hay problema. Prepararemos algo vegetariano —me contestó. —¿Qué pasa, que los animales son muy monos? —preguntó Gus. —Quiero ser responsable de las mínimas muertes posibles —le dije. Gus abrió la boca para contestarme, pero se detuvo. Su madre llenó el silencio. —Bueno, a mí me parece fantástico. Me hablaron un rato de las famosas enchiladas de los Waters, de que no podía perdérmelas, de que el toque de queda de Gus también era a las diez, de que instintivamente desconfiaban de todos los padres que no obligaban a sus hijos a volver a casa a las diez, de si iba al instituto —«va a la universidad», terció Augustus—, de que el tiempo era absolutamente extraordinario para ser marzo, de que en primavera todo renace, y ni una sola vez me preguntaron por el oxígeno ni por mi diagnóstico, cosa rara y sorprendente. —Hazel y yo vamos a ver V de vendetta para que se dé cuenta de que es la doble de la Natalie Portman de mediados de la década de 2000 —dijo por fin Augustus. —Podéis verla en la tele del comedor —le contestó alegremente su padre. —Creo que vamos a verla al sótano. Su padre se rio. —Buen intento, pero la veréis en el comedor. —Es que quiero enseñarle a Hazel Grace el sótano —le replicó Augustus. —Solo Hazel —lo corregí. —Pues enséñale a Solo Hazel el sótano —dijo su padre—, y luego subís y veis la película en el comedor. Augustus resopló, se apoyó sobre su pierna, giró las caderas y tiró de la prótesis. —Muy bien —murmuró. Lo seguí por la escalera enmoquetada hasta un enorme dormitorio en el sótano. Un estante a la altura de mis ojos rodeaba toda la habitación y estaba lleno de objetos que tenían que ver con el baloncesto: decenas de trofeos con hombres de plástico saltando, driblando o entrando a una canasta invisible. También había muchos balones y zapatillas de deporte firmados. —Jugaba al baloncesto —me explicó. —Tenías que ser muy bueno. —No era malo, pero todas esas zapatillas y esos balones son premios de consolación por tener cáncer. Fue hacia la tele, junto a la que había una enorme pirámide de DVD y videojuegos. Se inclinó y cogió V de vendetta. —Yo era el prototipo de niño blanco de Indiana —dijo—. Me dedicaba a resucitar el olvidado arte del tiro a canasta desde media distancia, pero un día me puse a lanzar tiros libres. Me coloqué en la línea de tiros libres del gimnasio de North Central, cogía las pelotas de un portabalones y las lanzaba. Pero de repente me pregunté por qué me pasaba horas lanzando un objeto esférico a través de una circunferencia hueca. Me pareció que no podría estar haciendo nada más estúpido. »Empecé a pensar en los niños pequeños que meten un tubo cilíndrico por una anilla, en que, en cuanto aprenden, lo hacen una y otra vez durante meses, y pensé que el baloncesto era una versión un poquito más aeróbica de ese mismo ejercicio. Pero, bueno, casi todo el tiempo seguí lanzando tiros libres. Metí ochenta seguidos, mi mejor marca, pero, a medida que lo hacía, me sentía cada vez más como un niño de dos años. Y entonces, no sé por qué, empecé a pensar en los corredores de vallas. ¿Estás bien? Me había sentado en una esquina de su cama deshecha. No es que intentara provocarle. Sencillamente, me cansaba cuando estaba de pie mucho rato. Había estado de pie en el comedor, había bajado la escalera y luego había seguido de pie, y era mucho para mí, de modo que no quería acabar desmayándome. Era como una de esas damas victorianas que se pasan el día desmayándose. —Estoy bien —le contesté—. Te escuchaba. ¿Corredores de vallas? —Sí, corredores de vallas. No sé por qué. Empecé a pensar en ellos corriendo sus carreras y saltando por encima de esos objetos totalmente arbitrarios que habían colocado a su paso. Y me pregunté si los corredores de vallas pensaban alguna vez que irían más rápido si quitaran las vallas. —¿Eso fue antes de que te diagnosticaran cáncer? —le pregunté. —Sí, claro, también estaba ese tema. —Esbozó una media sonrisa—. El día de los angustiados tiros libres fue precisamente mi último día con dos piernas. Pasó una semana entre que programaron que me amputarían la pierna y la operación. Es un poco lo que está pasándole a Isaac. Asentí. Me gustaba Augustus Waters. Me gustaba mucho mucho mucho. Me gustaba que hubiera terminado su historia nombrando a otra persona. Me gustaba su voz. Me gustaba que hubiera lanzado tiros libres angustiados. Me gustaba que fuera profesor titular en el Departamento de Sonrisas Ligeramente Torcidas y que compaginara ese puesto con el de profesor del Departamento de Voces Que Hacen Que Mi Piel Se Sienta Piel. Y me gustaba que tuviera dos nombres. Siempre me han gustado las personas con dos nombres, porque tienes que decidir cómo las llamas. ¿Augustus o Gus? Yo siempre había sido Hazel y solo Hazel. —¿Tienes hermanos? —le pregunté. —¿Cómo? —me preguntó a su vez con aire distraído. —Has comentado eso de que imaginabas a niños pequeños jugando… —No, no. Tengo sobrinos, de mis hermanastras. Pero ellas son mayores. Tienen unos… PAPÁ, ¿CUÁNTOS AÑOS TIENEN JULIE Y MARTHA? —preguntó a gritos. —Veintiocho —le contestó su padre. —Veintiocho años —siguió diciéndome—. Viven en Chicago. Las dos están casadas con abogados muy pijos. O banqueros, no me acuerdo. ¿Tú tienes hermanos? Negué con la cabeza. —Cuéntame tu historia —me pidió mientras se sentaba a mi lado, a una distancia prudente. —Ya te he contado mi historia. Me diagnosticaron cáncer cuando… —No, no la historia de tu cáncer. Tu historia. Lo que te interesa, tus aficiones, tus pasiones, tus manías, etcétera. —Pues… —No me digas que eres una de esas personas que se convierten en su enfermedad. Conozco a muchos. Es descorazonador. El cáncer es un negocio en expansión, ¿no? El negocio de absorber a la gente. Pero seguro que no le has permitido que lo consiga antes de tiempo. Se me ocurrió que quizá sí lo había permitido. Me planteé cómo presentarme a mí misma ante Augustus Waters, qué decirle que me entusiasmaba, y en el silencio que siguió pensé que no era una persona muy interesante. —Soy bastante normal. —Me niego rotundamente. Piensa en algo que te guste. Lo primero que se te pase por la cabeza. —Pues… ¿leer? —¿Qué lees? —De todo. Desde espantosas novelas rosa hasta novelas pretenciosas y poesía. Lo que sea. —¿También escribes poesía? —No, no escribo. —¡Ahí está! —exclamó Augustus—. Hazel Grace, eres la única adolescente de todo el país que prefiere leer poesía a escribirla. Eso dice mucho de ti. Lees muchos libros buenos, ¿verdad? —Supongo. —¿Cuál es tu favorito? —Pues… —le contesté. Mi libro favorito, con diferencia, era Un dolor imperial, pero no me gustaba decirlo. Algunas veces lees un libro, sientes un extraño afán evangelizador y estás convencido de que este desastrado mundo no se recuperará hasta que todos los seres humanos lo lean. Y luego están los libros como Un dolor imperial, de los que no puedes hablar con nadie, libros tan especiales, escasos y tuyos que revelar el cariño que les tienes parece una traición. No se trataba de que el libro fuera tan bueno, sino sencillamente de que su autor, Peter van Houten, parecía entenderme de una manera extraña, casi imposible. Un dolor imperial era mi libro, como mi cuerpo era mi cuerpo y mis pensamientos eran mis pensamientos. Aun así, dije a Augustus: —Mi libro favorito es seguramente Un dolor imperial. —¿Es un libro de zombis? —me preguntó. —No —le respondí. —¿Soldados? Negué con la cabeza. —No va de ese palo. Sonrió. —Leeré ese espantoso libro con ese título aburrido que no va de soldados —me respondió. Inmediatamente sentí que no debería habérselo dicho. Augustus se volvió hacia una pila de libros de su mesita de noche. Cogió uno y un boli. —Lo único que te pido a cambio —me dijo mientras garabateaba algo en la primera página— es que leas esta brillante e inolvidable novela sobre mi videojuego favorito. Sostuvo el libro, que se titulaba El precio del amanecer. Me reí y alargué el brazo. Al ir a cogerlo, mi mano tropezó con la suya, y Augustus me la sujetó. —Está fría —añadió presionando un dedo contra mi pálida muñeca. —No tan fría para estar infraoxigenada —le respondí. —Me encanta cuando hablas como un médico —me dijo. Se levantó, tiró de mí y no me soltó la mano hasta que llegamos a la escalera. Vimos la película separados por varios centímetros de sofá. Hice la total cursilada de colocar la mano en el sofá, a medio camino entre nosotros, para que supiera que podía cogerme, pero no lo intentó. Cuando llevábamos una hora de película, los padres de Augustus entraron y nos sirvieron las enchiladas, que nos comimos en el sofá y que estaban buenísimas. La película iba sobre un tipo enmascarado que moría heroicamente por Natalie Portman, una tía muy guapa y muy sensual, nada que ver con mi cara, hinchada como un globo. —Muy buena, ¿no? —me dijo Augustus mientras salían los créditos. —Muy buena —le contesté. Aunque en realidad no estaba de acuerdo. Era una película para chicos. No sé por qué los chicos esperan que nos gusten las películas para chicos. Nosotras no esperamos que les gusten las películas para chicas. —Debería irme a casa. Mañana por la mañana tengo clase —le dije. Me quedé un momento sentada, mientras Augustus buscaba las llaves. Su madre se sentó a mi lado. —Este me encanta. ¿A ti no? Supongo que yo estaba mirando el estímulo de encima de la tele, un dibujo de un ángel con la leyenda: «Sin dolor, ¿cómo conoceríamos el placer?». (Podríamos analizar este estúpido y poco sofisticado argumento sobre el sufrimiento durante siglos, pero baste con decir que la existencia del brócoli en ningún caso afecta al gusto del chocolate). —Sí —le contesté—. Una idea preciosa. De vuelta a mi casa me senté al volante, con Augustus en el asiento del copiloto. Me puso un par de canciones que le gustaban de un grupo que se llamaba The Hectic Glow, y estaban bien, pero, como no me las sabía, no me parecieron tan buenas como a él. Yo no dejaba de echar vistazos a su pierna, o al lugar en el que había estado, intentando imaginar cómo era la pierna falsa. No quería que me importara, pero me importaba un poco. Seguramente a él le importaba mi oxígeno. La enfermedad genera rechazo. Lo había aprendido hacía mucho tiempo, y suponía que Augustus también. Cuando estuvimos ya cerca de mi casa, Augustus apagó la radio. El aire se volvió denso. Muy probablemente pensaba en besarme, y sin duda yo pensaba en besarlo a él. Me preguntaba si quería. Había besado a chicos, pero hacía ya tiempo, antes del milagro. Aparqué el coche y lo miré. Era realmente guapo. Ya sé que se supone que los chicos no lo son, pero él lo era. —Hazel Grace —me dijo, y mi nuevo nombre sonaba más bonito en su voz—. Ha sido un verdadero placer conocerte. —Lo mismo digo, señor Waters —le contesté. Al mirarlo, sentí un ataque de timidez. No podía sostener la intensidad de sus ojos azules. —¿Puedo volver a verte? —me preguntó. Su voz sonó nerviosa, y me pareció entrañable. —Claro —le contesté sonriendo. —¿Mañana? —me preguntó. —Paciencia, saltamontes —le aconsejé—. No querrás parecer ansioso… —No, por eso te he dicho mañana —me contestó—. Quisiera volver a verte hoy mismo, pero estoy dispuesto a esperar toda la noche y buena parte de mañana. Puse los ojos en blanco. —Lo digo en serio —añadió. —Ni siquiera me conoces —le dije. Cogí el libro del salpicadero. —¿Qué te parece si te llamo cuando lo haya leído? —le pregunté. —No tienes mi número de teléfono. —Tengo la firme sospecha de que lo has anotado en el libro. Sonrió de oreja a oreja. —Y luego dices que no nos conocemos…

Capítulo 2 Episode 2

Augustus Waters conducía fatal. Augustus Waters was a terrible driver. Tanto si estábamos parados como si avanzábamos, no dejábamos de pegar botes. Whether we were standing still or moving forward, we kept dribbling. Yo iba volando contra el cinturón de seguridad de su Toyota con cada frenazo, y la nuca me salía despedida hacia atrás cada vez que daba gas. I was flying against the seat belt of his Toyota with every slam on the brakes, the back of my neck being thrown backwards every time I hit the throttle. Debería haber estado nerviosa —iba en el coche de un extraño, camino de su casa, y era perfectamente consciente de que mis pulmones de mierda no iban a permitirme grandes esfuerzos para evitar que se propasara—, pero conducía tan absolutamente mal que no podía pensar en otra cosa. I should have been nervous-I was in a stranger's car on the way to his house, and I was perfectly aware that my shitty lungs weren't going to allow me much effort to keep him from going too far-but I was driving so absolutely poorly that I couldn't think. on something else. Avanzamos unos dos kilómetros en silencio hasta que Augustus me dijo: —Suspendí tres veces el carnet de conducir. We drove about a mile in silence until Augustus told me, “I've had my driver's license suspended three times. —Ni que lo jures. —You don't even swear. Se rio y sacudió la cabeza. He laughed and shook his head. —Bueno, no tengo sensibilidad en la puta pierna ortopédica y no pillo el truco de conducir solo con la izquierda. “Well, I don't have feeling in my fucking prosthetic leg and I don't get the hang of left-handed driving. Mis médicos dicen que la mayoría de los amputados pueden conducir sin problemas, pero… ya ves. Yo no. En fin, lo he conseguido a la cuarta, y es lo que hay. Medio kilómetro más allá un semáforo se puso en rojo. Augustus pegó un frenazo que me lanzó contra el triangular abrazo del cinturón de seguridad. —Perdona. Te juro por Dios que estoy intentando conducir suave. Bueno, cuando terminé el examen estaba convencido de que había vuelto a suspender, pero el examinador me dijo: «Conduces mal, pero técnicamente no es peligroso». —No estoy tan segura —le contesté—. Me temo que fue un premio de consolación por tener cáncer. I'm afraid it was a consolation prize for having cancer. A los chicos con cáncer suelen ofrecerles pequeñas cosas que no les dan a los demás, como pelotas de baloncesto firmadas por deportistas famosos, bonos para entregar tarde los deberes, carnets de conducir sin saber conducir, etcétera. —Claro —me dijo. El semáforo cambió a verde. Me preparé. Augustus pisó el acelerador. —¿Sabes que hay mandos de mano para las personas qué no pueden utilizar los pies? —le pregunté. —Sí —me contestó—. Quizá algún día los ponga. Maybe one day I'll put them up. Suspiró de una manera que hizo que me preguntara si realmente creía que llegaría a ese día. He sighed in a way that made me wonder if he really believed he would make it to that day. Sabía que en muchos casos el osteosarcoma podía curarse, pero… Hay varias maneras de descubrir las expectativas de supervivencia de alguien sin necesidad de preguntárselo directamente, y yo recurrí a la clásica. —¿Vas al instituto? Los padres suelen sacarte de la escuela en cuanto piensan que vas a palmarla. —Sí —me contestó—. Voy al North Central, aunque un año atrasado. I'm going to North Central, albeit a year late. Estoy en segundo de bachillerato. ¿Y tú? Pensé en mentir. Al fin y al cabo, a nadie le gustan los cadáveres. Pero al final le dije la verdad. —No. Mis padres me sacaron de la escuela hace tres años. —¿Tres años? —me preguntó sorprendido. Expliqué a Augustus los principales episodios de mi milagro: me diagnosticaron estadio IV de cáncer de tiroides cuando tenía trece años. (No le dije que me lo diagnosticaron tres meses después de que me viniera la regla por primera vez, en plan: «¡Felicidades! Ya eres mujer. Ahora, muérete»). Nos dijeron que era incurable. Pasé por una operación llamada «disección radical de cuello», y que es tan agradable como su nombre. Después por radiaciones. A continuación probaron la quimio para mis pulmones. Los tumores disminuyeron, pero luego volvieron a crecer. Por entonces tenía catorce años. Se me empezaron a llenar los pulmones de líquido. My lungs began to fill with fluid. Parecía un cadáver, con las manos y los pies hinchados, la piel agrietada y los labios siempre morados. Hay un medicamento que hace que no te asuste tanto el hecho de no poder respirar, y a través de una cánula me llenaban las venas de ese medicamento y de un montón más. There is a medicine that makes not being able to breathe so scared, and through a cannula they filled my veins with that medicine and a lot more. Aun así, ahogarse es bastante desagradable, especialmente cuando sucede durante meses. Al final acabé en la UCI con neumonía, y mi madre se arrodilló junto a mi cama y me dijo: «¿Estás preparada, cariño?», y yo le contesté que estaba preparada, y mi padre no dejaba de repetirme que me quería, y no se le entrecortaba demasiado la voz porque la tenía ya entrecortada del todo, y yo le repetía que también lo quería, y todos se cogían de la mano, y yo no podía respirar, mis pulmones no aguantaban más, se ahogaban, me sacaban de la cama intentando encontrar una posición que les permitiera coger aire, y su desesperación me avergonzaba, me enfurecía que no lo dejaran correr de una vez, y recuerdo a mi madre diciéndome que todo iba bien, que no pasaba nada, que no me pasaría nada, y mi padre hacía tantos esfuerzos por no llorar que cuando lo hacía, y lo hacía a menudo, parecía un terremoto. I ended up in the ICU with pneumonia, and my mom knelt down by my bed and said, "Are you ready, honey?" and I told her I was ready, and my dad kept telling me that he loved me, and his voice didn't break too much because it was already completely broken, and I repeated that I loved him too, and everyone held hands, and I couldn't breathe, my lungs couldn't take it anymore, they suffocated, they pulled me out out of bed trying to find a position that would allow them to get air, and their desperation embarrassed me, it made me furious that they wouldn't let him run at once, and I remember my mother telling me that everything was fine, that nothing was wrong, that it wouldn't happen to me nothing, and my father tried so hard not to cry that when he did, and he did it often, it felt like an earthquake. Y recuerdo que no quería estar despierta. Todos pensaron que estaba acabada, pero Maria, mi oncóloga, consiguió sacar un poco de líquido de mis pulmones, y poco después los antibióticos que me habían dado para la neumonía empezaron a hacer efecto. Me desperté y enseguida me metieron en una de esas pruebas experimentales para desahuciados famosas en la República de Cancerlandia. El medicamento era el Phalanxifor, una molécula diseñada para que se pegue a las células cancerígenas y ralentice su crecimiento. No funcionaba en aproximadamente el setenta por ciento de los pacientes, pero en mi caso funcionó. Los tumores se redujeron. Y siguieron reducidos. ¡Viva el Phalanxifor! En el último año y medio, apenas han aumentado las metástasis, lo que me permite tener unos pulmones de mierda, pero que seguramente pueden seguir luchando indefinidamente con oxígeno y Phalanxifor diario. Tengo que admitir que mi milagro solo me había permitido ganar algo de tiempo. (Todavía no sabía cuánto sería ese algo). Pero, cuando se lo conté a Augustus Waters, pinté un cuadro lo más optimista posible y exageré el carácter milagroso del milagro. —Entonces ahora tendrás que volver al instituto —me dijo. —La verdad es que no puedo —le expliqué—, porque ya tengo el título de secundaria, así que voy al MCC. El MCC era la facultad de nuestra ciudad. —Una universitaria —me dijo asintiendo—. Eso explica ese aire sofisticado. Me sonrió con complicidad. Le di un golpecito de broma en el brazo y noté sus músculos bajo la piel, tensos e impresionantes. Las ruedas chirriaron al girar hacia una parcela con muros estucados de unos dos metros y medio de altura. The wheels screeched as they turned onto a lot with stuccoed walls about eight feet high. Su casa era la primera a la izquierda, una casa colonial de dos plantas. Nos detuvimos en el camino dando botes. We stopped on the road bouncing. Lo seguí hasta la casa. En la entrada había una placa con la inscripción «El hogar está donde está el corazón», en letra cursiva, y toda la casa resultó estar adornada con este tipo de frases. «Es difícil encontrar buenos amigos, e imposible olvidarlos», se leía en una estampa colgada encima del perchero. «El amor verdadero nace de los tiempos difíciles», aseguraba un cojín bordado de la sala de estar, decorada con muebles antiguos. Augustus me vio leyéndolas. —Mis padres las llaman «estímulos» —me explicó—. Están por toda la casa. Sus padres lo llamaban Gus. Estaban en la cocina preparando enchiladas (junto al fregadero había una pequeña vidriera en la que se leía en letras adhesivas «La familia es para siempre»). Su madre echaba pollo en las tortillas, que su padre enrollaba y colocaba en una bandeja de cristal. No pareció sorprenderles mucho mi llegada, y era lógico. El hecho de que Augustus me hiciera sentir especial no quería necesariamente decir que fuera especial. Quizá llevaba a casa a una chica diferente cada noche para ver una película y meterle mano. Maybe he brought a different girl home every night to watch a movie and grope her. —Esta es Hazel Grace —dijo Augustus. —Solo Hazel —lo corregí. —¿Cómo estás, Hazel? —me preguntó el padre de Gus. Era alto —casi tan alto como su hijo— y mucho más delgado que la mayoría de los padres. —Muy bien —le contesté. —¿Qué tal el grupo de apoyo de Isaac? —Increíble —le contestó Gus. —Tú siempre tan positivo… —dijo su madre—. ¿A ti te gusta, Hazel? Me quedé un segundo en silencio, pensando si tenía que calibrar mi respuesta para complacer a Augustus o a sus padres. —Casi todos son muy majos —le contesté por fin. —Exactamente lo que pensamos nosotros de las familias a las que conocimos en el Memorial cuando Gus estaba en tratamiento —dijo su padre—. Todos eran muy amables. Y también muy fuertes. En los días más oscuros el Señor te pone en el camino a las mejores personas. —Dadme un cojín e hilo, deprisa, que esto tiene que ser un estímulo — añadió Augustus. "Give me a cushion and thread, quick, this has to be a boost," Augustus added. Su padre pareció un poco molesto, pero Gus le pasó su largo brazo alrededor del cuello. —Es una broma, papá —le respondió—. Me gustan esos putos estímulos. De verdad. Pero no puedo admitirlo porque soy un adolescente. Su padre puso los ojos en blanco. —Te quedarás a cenar, ¿verdad? —me preguntó su madre. Era bajita, morena y algo tímida. —No sé —le contesté—. Tengo que estar en casa a eso de las diez, y además… no como carne. —No hay problema. Prepararemos algo vegetariano —me contestó. —¿Qué pasa, que los animales son muy monos? —What happens, that the animals are very cute? —preguntó Gus. —Quiero ser responsable de las mínimas muertes posibles —le dije. Gus abrió la boca para contestarme, pero se detuvo. Su madre llenó el silencio. —Bueno, a mí me parece fantástico. Me hablaron un rato de las famosas enchiladas de los Waters, de que no podía perdérmelas, de que el toque de queda de Gus también era a las diez, de que instintivamente desconfiaban de todos los padres que no obligaban a sus hijos a volver a casa a las diez, de si iba al instituto —«va a la universidad», terció Augustus—, de que el tiempo era absolutamente extraordinario para ser marzo, de que en primavera todo renace, y ni una sola vez me preguntaron por el oxígeno ni por mi diagnóstico, cosa rara y sorprendente. —Hazel y yo vamos a ver V de vendetta para que se dé cuenta de que es la doble de la Natalie Portman de mediados de la década de 2000 —dijo por fin Augustus. “Hazel and I are going to watch V for Vendetta so she realizes she's a doppelganger for mid-2000s Natalie Portman,” Augustus finally said. —Podéis verla en la tele del comedor —le contestó alegremente su padre. —Creo que vamos a verla al sótano. Su padre se rio. —Buen intento, pero la veréis en el comedor. —Es que quiero enseñarle a Hazel Grace el sótano —le replicó Augustus. —Solo Hazel —lo corregí. —Pues enséñale a Solo Hazel el sótano —dijo su padre—, y luego subís y veis la película en el comedor. Augustus resopló, se apoyó sobre su pierna, giró las caderas y tiró de la prótesis. —Muy bien —murmuró. Lo seguí por la escalera enmoquetada hasta un enorme dormitorio en el sótano. Un estante a la altura de mis ojos rodeaba toda la habitación y estaba lleno de objetos que tenían que ver con el baloncesto: decenas de trofeos con hombres de plástico saltando, driblando o entrando a una canasta invisible. También había muchos balones y zapatillas de deporte firmados. —Jugaba al baloncesto —me explicó. —Tenías que ser muy bueno. —No era malo, pero todas esas zapatillas y esos balones son premios de consolación por tener cáncer. Fue hacia la tele, junto a la que había una enorme pirámide de DVD y videojuegos. Se inclinó y cogió V de vendetta. —Yo era el prototipo de niño blanco de Indiana —dijo—. Me dedicaba a resucitar el olvidado arte del tiro a canasta desde media distancia, pero un día me puse a lanzar tiros libres. I was dedicated to resurrecting the forgotten art of shooting from midrange, but one day I started shooting free throws. Me coloqué en la línea de tiros libres del gimnasio de North Central, cogía las pelotas de un portabalones y las lanzaba. I stood on the free throw line at the North Central gym, taking balls from a rack and shooting them. Pero de repente me pregunté por qué me pasaba horas lanzando un objeto esférico a través de una circunferencia hueca. Me pareció que no podría estar haciendo nada más estúpido. »Empecé a pensar en los niños pequeños que meten un tubo cilíndrico por una anilla, en que, en cuanto aprenden, lo hacen una y otra vez durante meses, y pensé que el baloncesto era una versión un poquito más aeróbica de ese mismo ejercicio. “I started thinking about little kids putting a cylindrical tube through a ring, how once they learn, they do it over and over again for months, and I thought basketball was a slightly more aerobic version of that same exercise. Pero, bueno, casi todo el tiempo seguí lanzando tiros libres. Metí ochenta seguidos, mi mejor marca, pero, a medida que lo hacía, me sentía cada vez más como un niño de dos años. Y entonces, no sé por qué, empecé a pensar en los corredores de vallas. ¿Estás bien? Me había sentado en una esquina de su cama deshecha. No es que intentara provocarle. Sencillamente, me cansaba cuando estaba de pie mucho rato. Había estado de pie en el comedor, había bajado la escalera y luego había seguido de pie, y era mucho para mí, de modo que no quería acabar desmayándome. I'd been standing in the dining room, going down the stairs and then standing, and it was too much for me, so I didn't want to end up passing out. Era como una de esas damas victorianas que se pasan el día desmayándose. —Estoy bien —le contesté—. Te escuchaba. ¿Corredores de vallas? —Sí, corredores de vallas. No sé por qué. Empecé a pensar en ellos corriendo sus carreras y saltando por encima de esos objetos totalmente arbitrarios que habían colocado a su paso. Y me pregunté si los corredores de vallas pensaban alguna vez que irían más rápido si quitaran las vallas. —¿Eso fue antes de que te diagnosticaran cáncer? —le pregunté. —Sí, claro, también estaba ese tema. —Esbozó una media sonrisa—. El día de los angustiados tiros libres fue precisamente mi último día con dos piernas. The day of the anguished free throws was precisely my last day with two legs. Pasó una semana entre que programaron que me amputarían la pierna y la operación. Es un poco lo que está pasándole a Isaac. Asentí. Me gustaba Augustus Waters. Me gustaba mucho mucho mucho. Me gustaba que hubiera terminado su historia nombrando a otra persona. Me gustaba su voz. Me gustaba que hubiera lanzado tiros libres angustiados. I liked that he had taken anguished free kicks. Me gustaba que fuera profesor titular en el Departamento de Sonrisas Ligeramente Torcidas y que compaginara ese puesto con el de profesor del Departamento de Voces Que Hacen Que Mi Piel Se Sienta Piel. Y me gustaba que tuviera dos nombres. Siempre me han gustado las personas con dos nombres, porque tienes que decidir cómo las llamas. ¿Augustus o Gus? Yo siempre había sido Hazel y solo Hazel. —¿Tienes hermanos? —le pregunté. —¿Cómo? —me preguntó a su vez con aire distraído. —Has comentado eso de que imaginabas a niños pequeños jugando… —No, no. Tengo sobrinos, de mis hermanastras. Pero ellas son mayores. Tienen unos… PAPÁ, ¿CUÁNTOS AÑOS TIENEN JULIE Y MARTHA? —preguntó a gritos. —Veintiocho —le contestó su padre. —Veintiocho años —siguió diciéndome—. Viven en Chicago. Las dos están casadas con abogados muy pijos. O banqueros, no me acuerdo. ¿Tú tienes hermanos? Negué con la cabeza. —Cuéntame tu historia —me pidió mientras se sentaba a mi lado, a una distancia prudente. —Ya te he contado mi historia. Me diagnosticaron cáncer cuando… —No, no la historia de tu cáncer. Tu historia. Lo que te interesa, tus aficiones, tus pasiones, tus manías, etcétera. —Pues… —No me digas que eres una de esas personas que se convierten en su enfermedad. Conozco a muchos. Es descorazonador. El cáncer es un negocio en expansión, ¿no? El negocio de absorber a la gente. The business of absorbing people. Pero seguro que no le has permitido que lo consiga antes de tiempo. Se me ocurrió que quizá sí lo había permitido. Me planteé cómo presentarme a mí misma ante Augustus Waters, qué decirle que me entusiasmaba, y en el silencio que siguió pensé que no era una persona muy interesante. —Soy bastante normal. —Me niego rotundamente. Piensa en algo que te guste. Lo primero que se te pase por la cabeza. —Pues… ¿leer? —¿Qué lees? —De todo. Desde espantosas novelas rosa hasta novelas pretenciosas y poesía. Lo que sea. —¿También escribes poesía? —No, no escribo. —¡Ahí está! —exclamó Augustus—. Hazel Grace, eres la única adolescente de todo el país que prefiere leer poesía a escribirla. Eso dice mucho de ti. Lees muchos libros buenos, ¿verdad? —Supongo. —¿Cuál es tu favorito? —Pues… —le contesté. Mi libro favorito, con diferencia, era Un dolor imperial, pero no me gustaba decirlo. Algunas veces lees un libro, sientes un extraño afán evangelizador y estás convencido de que este desastrado mundo no se recuperará hasta que todos los seres humanos lo lean. Y luego están los libros como Un dolor imperial, de los que no puedes hablar con nadie, libros tan especiales, escasos y tuyos que revelar el cariño que les tienes parece una traición. No se trataba de que el libro fuera tan bueno, sino sencillamente de que su autor, Peter van Houten, parecía entenderme de una manera extraña, casi imposible. Un dolor imperial era mi libro, como mi cuerpo era mi cuerpo y mis pensamientos eran mis pensamientos. Aun así, dije a Augustus: —Mi libro favorito es seguramente Un dolor imperial. —¿Es un libro de zombis? —me preguntó. —No —le respondí. —¿Soldados? Negué con la cabeza. —No va de ese palo. Sonrió. —Leeré ese espantoso libro con ese título aburrido que no va de soldados —me respondió. Inmediatamente sentí que no debería habérselo dicho. Augustus se volvió hacia una pila de libros de su mesita de noche. Cogió uno y un boli. —Lo único que te pido a cambio —me dijo mientras garabateaba algo en la primera página— es que leas esta brillante e inolvidable novela sobre mi videojuego favorito. Sostuvo el libro, que se titulaba El precio del amanecer. Me reí y alargué el brazo. Al ir a cogerlo, mi mano tropezó con la suya, y Augustus me la sujetó. —Está fría —añadió presionando un dedo contra mi pálida muñeca. —No tan fría para estar infraoxigenada —le respondí. —Me encanta cuando hablas como un médico —me dijo. Se levantó, tiró de mí y no me soltó la mano hasta que llegamos a la escalera. Vimos la película separados por varios centímetros de sofá. Hice la total cursilada de colocar la mano en el sofá, a medio camino entre nosotros, para que supiera que podía cogerme, pero no lo intentó. Cuando llevábamos una hora de película, los padres de Augustus entraron y nos sirvieron las enchiladas, que nos comimos en el sofá y que estaban buenísimas. La película iba sobre un tipo enmascarado que moría heroicamente por Natalie Portman, una tía muy guapa y muy sensual, nada que ver con mi cara, hinchada como un globo. —Muy buena, ¿no? —me dijo Augustus mientras salían los créditos. —Muy buena —le contesté. Aunque en realidad no estaba de acuerdo. Era una película para chicos. No sé por qué los chicos esperan que nos gusten las películas para chicos. Nosotras no esperamos que les gusten las películas para chicas. —Debería irme a casa. Mañana por la mañana tengo clase —le dije. Me quedé un momento sentada, mientras Augustus buscaba las llaves. Su madre se sentó a mi lado. —Este me encanta. ¿A ti no? Supongo que yo estaba mirando el estímulo de encima de la tele, un dibujo de un ángel con la leyenda: «Sin dolor, ¿cómo conoceríamos el placer?». (Podríamos analizar este estúpido y poco sofisticado argumento sobre el sufrimiento durante siglos, pero baste con decir que la existencia del brócoli en ningún caso afecta al gusto del chocolate). —Sí —le contesté—. Una idea preciosa. De vuelta a mi casa me senté al volante, con Augustus en el asiento del copiloto. Back at my house I got behind the wheel, with Augustus in the passenger seat. Me puso un par de canciones que le gustaban de un grupo que se llamaba The Hectic Glow, y estaban bien, pero, como no me las sabía, no me parecieron tan buenas como a él. Yo no dejaba de echar vistazos a su pierna, o al lugar en el que había estado, intentando imaginar cómo era la pierna falsa. No quería que me importara, pero me importaba un poco. Seguramente a él le importaba mi oxígeno. La enfermedad genera rechazo. The disease generates rejection. Lo había aprendido hacía mucho tiempo, y suponía que Augustus también. Cuando estuvimos ya cerca de mi casa, Augustus apagó la radio. El aire se volvió denso. Muy probablemente pensaba en besarme, y sin duda yo pensaba en besarlo a él. Me preguntaba si quería. Había besado a chicos, pero hacía ya tiempo, antes del milagro. Aparqué el coche y lo miré. Era realmente guapo. Ya sé que se supone que los chicos no lo son, pero él lo era. —Hazel Grace —me dijo, y mi nuevo nombre sonaba más bonito en su voz—. Ha sido un verdadero placer conocerte. —Lo mismo digo, señor Waters —le contesté. Al mirarlo, sentí un ataque de timidez. No podía sostener la intensidad de sus ojos azules. —¿Puedo volver a verte? —me preguntó. Su voz sonó nerviosa, y me pareció entrañable. —Claro —le contesté sonriendo. —¿Mañana? —me preguntó. —Paciencia, saltamontes —le aconsejé—. No querrás parecer ansioso… —No, por eso te he dicho mañana —me contestó—. Quisiera volver a verte hoy mismo, pero estoy dispuesto a esperar toda la noche y buena parte de mañana. Puse los ojos en blanco. —Lo digo en serio —añadió. —Ni siquiera me conoces —le dije. Cogí el libro del salpicadero. —¿Qué te parece si te llamo cuando lo haya leído? —le pregunté. —No tienes mi número de teléfono. —Tengo la firme sospecha de que lo has anotado en el libro. Sonrió de oreja a oreja. —Y luego dices que no nos conocemos…