La tragedia de Pondicherry Lodge - 03
La puerta crujió, gruñó, pero no cedió. Entonces nos pusimos los tres á empujarla, y por fin se abrió bruscamente, dejándonos libre la entrada al cuarto de Bartolomé Sholto.
La habitación parecía un laboratorio químico. En la pared de enfrente de la puerta había dos hileras de frascos de cristal, con muestras, y la mesa estaba repleta de quemadores de Bunsen, de tubos y retortas. En los rincones había varias tinas con carboides de ácido: una de ellas parecía estar agujereada ó haber sido rota, pues de ella salía un chorro de líquido obscuro, y la atmósfera estaba saturada de un olor parecido al del alquitrán, muy penetrante y nauseabundo. En el centro del cuarto, junto á un montón de tablas y yeso, había una escala, y arriba, en el techo, un agujero bastante ancho para permitir el paso de un hombre. Al pie de la escala se veía un largo trozo de cuerda, que parecía haber sido arrojado descuidadamente.
Junto á la mesa, en un sillón de madera, se hallaba el amo de la casa sentado y como encogido, la cabeza caída sobre el hombro izquierdo, y en el rostro aquella horrenda é inescrutable sonrisa. Estaba frío y rígido, y era evidente que su muerte databa de varias horas. Observándolo, me parecía que no solamente sus facciones, sino todos sus miembros, estaban torcidos y volteados de la manera más fantástica. En la mesa, cerca de su mano, había un raro instrumento: era un pesado y negruzco bastón, con puño de piedra, parecido á un martillo, y groseramente amarrado con una cuerda ordinaria. Junto á él había una hoja de papel, arrancada de algún cuaderno de apuntes, y en ella algunas palabras escritas en mala letra. Holmes leyó el papel y en seguida me lo pasó.
- Vea usted - me dijo, - alzando las cejas con expresión significativa.
Acerqué el papel al farol, y con un calofrío de horror leí: «La señal de los cuatro.»
- ¿Qué significa esto, en nombre de Dios? - exclamé.
- Esto significa asesinato - me contestó Holmes, acercándose al muerto. - ¡Ah! Ya lo esperaba. ¡Mire usted!
Y me enseñaba algo que parecía una espina, larga y de color obscuro, clavada en la piel, un poco más arriba de la oreja.
- Parece una espina - dije.
- Es una espina. Puede usted sacarla; pero tenga cuidado, porque está envenenada.
La tomé entre el pulgar y el índice, y salió tan fácilmente que casi no dejó rastro. Una gotita de sangre apareció en el mismo sitio.
- Todo esto es un misterio cada vez más insondable para mí - observé; - y en vez de aclararse va obscureciéndose más y más.
- Al contrario - me respondió mi amigo; - de instante en instante se va aclarando. No nos faltan más que algunos hilos, todavía ocultos, para que tengamos un caso enteramente conexo.
Desde que estábamos en el cuarto habíamos olvidado casi por completo la presencia de nuestro compañero. Todavía estaba parado en la puerta, fiel imagen del terror, retorciéndose las manos y gimiendo por lo bajo. Pero de improviso prorrumpió en un grito agudo y lastimero.
- ¡El tesoro ha desaparecido! ¡Le han robado el tesoro! Ese es el agujero por donde lo bajamos. ¡Yo le ayudé á bajarlo! ¡Yo fuí el último que estuve en él! ¡Anoche cuando me fuí, lo dejé aquí, y al bajar las escaleras oí que cerraba con llave!
- ¿Qué hora era?
- Las diez. Y ahora él está muerto, y la policía va á venir, y á mí se me va á sospechar de haber tenido participación en esto. ¡Oh, sí! Estoy seguro de que me sospecharán. ¿Pero ustedes no lo creen, señores? ¿De veras no creen ustedes que yo he sido? ¿Los habría traído á ustedes aquí, si yo hubiera sido? ¡Oh, pobre de mi! Voy á volverme loco.
Agitaba los brazos y golpeaba el suelo con los pies, como si fuera presa de incontenibles convulsiones.
- Usted no tiene por qué temer nada, Mr. Sholto - le dijo Holmes amablemente, poniéndole una mano en el hombro. - Siga usted mi consejo: vaya usted ahora mismo en el carruaje á dar parte á la policía. Dígales que usted les ayudará en todo lo posible. Nosotros lo esperamos aquí hasta que usted vuelva.
El hombrecito obedeció maquinalmente, y se alejó, haciendo resonar sus pasos en la obscura escalera.