La tragedia de Pondicherry Lodge - 02
Nuestro guía nos había dejado el farol. Holmes lo alzó, lo dirigió en distintos sentidos, y examinó atentamente la casa y los montones de escombros que cubrían el terreno por todas partes. La señorita Morstan y yo seguimos lado á lado; su mano estaba en la mía. Cosa maravillosamente sutil es el amor: dos personas que nunca se habían visto hasta ese mismo día, entre las cuales no había habido un cambio de palabras de amor, ni siquiera de la más leve mirada de afecto, y en un momento las manos de una y otra se buscaban y se unían. El fenómeno me ha maravillado después, pero entonces me pareció la cosa más natural acercarme á ella, y ella, por su parte, me ha dicho que desde que me vió se sintió instintivamente impulsada á volverse hacia mí en demanda de consuelo y protección. Permanecíamos, pues, la mano en la mano, como dos niños, y nuestros corazones estaban tranquilos, á pesar de las sombras que nos rodeaban.
- ¡Qué lugar tan extraño! - exclamó mi compañera, mirando á un lado y á otro.
- Parece que aquí hubieran soltado todos los topos de Inglaterra. Algo parecido he visto en la falda de un cerro, cerca de Ballarat, donde los buscadores de minas habían hechos sus exploraciones.
- Y la causa es la misma - dijo Holmes. - Estos son los rastros de los buscadores del tesoro. Recuerden ustedes que han estado más de seis años buscándolo. No hay que maravillarse de que el terreno parezca una criba.
La puerta de la casa se abrió con estrépito en ese momento, y Tadeo Sholto salió corriendo, las manos extendidas hacia adelante, el terror retratado en sus ojos.
— ¡A Bartolomé le pasa algo raro! — gritó. - ¡Yo tengo miedo! Mis nervios no pueden soportar esto.
Estaba en realidad tembloroso y balbuciente de miedo; su cara movible y puntiaguda parecía querer salirse de entre el gran cuello de astrakán, con la expresión desconsolada y suplicante de un niño aterrado.
- Entremos todos en la casa - dijo Holmes con seco y decisivo tono.
- ¡Sí, vamos! - suplicó Tadeo Sholto. - Yo no me siento capaz de tomar una resolución.
Todos seguimos al cuarto del ama de llaves, situado en el lado izquierdo del corredor. La anciana se paseaba de un extremo á otro de la habitación, mirando asustada á un lado y á otro, apretándose los dedos; pero la presencia de la señorita Morstan pareció producir en ella el efecto de un calmante.
- ¡Bendiga Dios esa cara tan cariñosa y tranquila! - exclamó, en medio de un histérico sollozo. - ¡Cuánto bien me hace el verla á usted! ¡Oh! ¡Y cuánto he sufrido hoy!
Nuestra compañera le tomó la mano, una mano flaca y maltratada por el trabajo, y murmuró algunas palabras de consuelo, amable y cariñosa, que en el acto devolvieron el color á las mejillas de la anciana.
- El patrón se ha encerrado con llave y no me contesta - explicó el ama de llaves. - Todo el día esperé á que me llamara, sin atreverme á subir, pues con frecuencia desea estar enteramente solo; pero hace como una hora, comprendiendo por fin que pasaba algo extraño, subí, y miré á su cuarto por el agujero de la llave. Vaya usted, señor Tadeo; vaya usted, mire usted mismo. Durante diez años seguidos he visto diariamente al señor Bartolomé Sholto, unas veces alegre, otras triste; pero nunca le vi una cara como la que tiene hoy.
Sherlock Holmes tomó la lámpara y él fué quien rompió la marcha, pues Tadeo Sholto estaba que los dientes parecían bailarle dentro de la boca. De tal modo temblaba, que para subir las escaleras tuve yo que sostenerlo, poniéndole una mano bajo el brazo: las rodillas se le doblaban. Por dos veces durante nuestra ascensión, Holmes sacó su lente del bolsillo y examinó cuidadosamente ciertas manchas de la estera que cubrían el centro de la escalera: á mi me parecieron simples manchas de barro, sin forma alguna. Mi amigo subía lentamente, escalón por escalón, manteniendo la lámpara bien baja y dirigiendo la mirada á derecha é izquierda. La señorita Morstan había quedado atrás con la asustada ama de llaves.
La tercera escalera terminaba en un comedor, recto y bastante largo, en cuyo lado derecho había un gran cuadro pintado en tela de la India, y en el izquierdo tres puertas. Holmes avanzó por él de la misma manera lenta y metódica, y nosotros dos lo seguimos de cerca: nuestras sombras, altas y negras, se balanceaban por el corredor. La puerta adonde íbamos era la tercera. Holmes golpeó en ella sin obtener respuesta, y entonces trató de dar vueltas al picaporte. Estaba cerrada por adentro, y el pestillo era ancho y sólido, como pudimos ver acercándole la lámpara. La llave estaba puesta, pero de lado, de manera que el agujero no quedaba enteramente tapado. Sherlock Holmes se bajó á mirar por él é inmediatamente volvió á levantarse, respirando con dificultad.
- Algo diabólico hay en esto, Watson - dijo, conmovido, como yo jamás lo había visto. - ¿Qué piensa usted que pueda haber allí?
Me incliné hacia el agujero y retrocedí horrorizado. La luna alumbraba plenamente el cuarto, con la luz vaga pero clara. Enfrente de la puerta, y al parecer suspendida en el aire, pues el cuerpo se hallaba en la sombra, vi colgada una cara, la cara misma de nuestro compañero Tadeo Sholto. Era la misma cabeza prominente y lustrosa, el mismo fleco de cabellos rojos, el mismo tinte exangüe. Pero las facciones se contraían en una horrible sonrisa, en una mueca fija y extranatural, que en medio de aquella habitación alumbrada por la luna, impresionaba más los nervios que cualquier espasmo ó contorsión. Tanto se parecía esa cara á la de nuestro diminuto amigo, que involuntariamente miré en derredor nuestro, para ver si éste estaba allí todavía. Luego recordé que Tadeo nos había dicho que y su hermano eran gemelos.
- ¡Qué cosa terrible! - dije, dirigiéndome á Holmes. - ¿Y qué vamos á hacer ahora?
- Echar abajo la puerta - contestó, - y, recostándose sobre ella, cargó todo el peso de su cuerpo contra la cerradura.