La tragedia de Pondicherry Lodge - 01
Eran cerca de las once de la noche cuando llegamos á aquella estación final de nuestras nocturnas aventuras. La niebla húmeda de la gran ciudad se había quedado detrás de nosotros, y la noche estaba tranquila y hermosa. Soplaba un tibio viento del Oeste y grandes nubes avanzaban lentamente por el firmamento, permitiendo á ratos á la media luna asomarse por entre ellas. La claridad de la noche era suficiente para ver á cierta distancia, pero Tadeo Sholto tomó uno de los faroles del carruaje para alumbrarnos el camino.
La casa de Pondicherry Lodge, construida en el centro de un vasto terreno, estaba rodeada por una tapia bastante alta, defendida por una cresta de vidrios rotos. Una puerta de una hoja, forrada de hierro, era la única entrada de la casa. Nuestro guía llamó á ella con un toque especial, parecido al que usan los carteros.
- ¿Quién es? - preguntó de adentro una ronca voz.
- Soy yo, Mc. Murdo. Debe usted haber conocido ya mi toque.
Se oyó un rumor sordo, y el ruido de la llave en la cerradura. La puerta se apartó pesadamente, y en la abertura apareció un hombre, bajo de estatura y ancho de pecho; la luz del farol le daba sobre el huraño rostro é iluminaba sus movedizos y desconfiados ojos.
- ¿Usted, señor Tadeo? Pero, ¿y los otros, quiénes son? No tengo órdenes del patrón de dejarlos entrar.
-¿No, Mc. Murdo? ¡Eso me sorprende! Anoche le dije á mi hermano que iba á venir con varios amigos.
- En todo el día no ha salido de su cuarto, señor Tadeo, y yo no tengo órdenes. Usted sabe muy bien que debo ceñirme á sus órdenes. A usted le puedo dejar entrar; pero sus amigos tienen que quedarse allí donde están.
Nadie había pensado en ese obstáculo. Tadeo Sholto volvió la vista en torno suyo, perplejo y perdiendo la esperanza.
- ¡Hace usted muy mal, Mc. Murdo! - exclamó. - Desde que yo respondo de ellos, usted debería admitirlos. Además, usted ve que con nosotros viene una señorita que no puede esperar á estas horas en medio del camino.
- Lo siento mucho, señor Tadeo - contestó el portero, inexorable. - Los señores pueden ser amigos de usted y no ser, sin embargo, amigos del patrón. El patrón me paga para que yo cumpla con mi deber, y yo lo cumplo. Además, yo no conozco á ninguna de estas personas.
- ¡Oh, si usted me conoce á mí, Mc. Murdo - exclamó Sherlock Holmes con vivacidad. - No puedo creer que usted me haya olvidado ya. ¿No se acuerda usted del aficionado con quien peleó tres turnos hace cuatro años, en casa de Alison, una noche de su beneficio?
- ¡Olvidar á Mr. Sherlock Holmes! - rugió el pugilista. - ¡Verdad de Dios! ¿Cómo he podido desconocerlo? Si en lugar de quedarse allí tan tranquilo, hubiera usted avanzado en seguida y me hubiera dado en la quijada ese golpe atravesado que sólo usted sabe dar, en el acto lo habría reconocido, sin que me hiciera la menor pregunta. ¡Ah! ¡Cómo ha desperdiciado usted sus facultades! ¡Si usted hubiera querido, qué alto habría pisado!
- Ya ve usted, Watson - me dijo Holmes riéndose; - si todo lo demás llegara á fallarme, todavía me quedaría abierta una profesión científica. Y ahora estoy seguro de que nuestro amigo no nos va á dejar afuera en el frío.
- Entre usted, entre usted, y que entren también sus amigos - contestó el otro. - Lo siento mucho, señor Tadeo, pero mis órdenes son estrictas. Si hubiera sabido desde el principio quiénes eran sus amigos, los habría dejado entrar en el acto.
Entramos. Un caminito de arena conducía por en medio de un terreno desolado á la enorme casa cuadrada y prosaica, sumida toda ella entre las sombras, excepto un rincón en que la luz de la luna hacía brillar uno de los vidrios. Las vastas dimensiones del edificio, su aspecto sombrío y su mortal silencio oprimían el corazón. El mismo Tadeo Sholto parecía sentir cierto malestar, y el farol vacilaba en su mano.
- No sé qué signifique esto - decía; - debe haber alguna equivocación. Anoche le dije á Bartolomé bien claro que esta noche vendríamos, y, sin embargo, no veo luz en su ventana. No sé qué pensar.
- ¿Y siempre tiene la casa en esta obscuridad?
- Sí; en eso ha seguido la costumbre de mi padre. Era el favorito de mi padre, ¿sabe usted? y á veces creo que éste debe haberle dicho muchas más cosas que á mí. La ventana del cuarto de Bartolomé es aquella donde da la luna. Los vidrios brillan, pero no me parece que haya luz en el interior.
- No la hay - dijo Holmes; - pero por esa otra ventanita de junto á la puerta veo salir un rayo de luz.
- ¡Ah! Ese es el cuarto del ama de llaves, de la señora Bernstone. Ella nos dirá lo que hay. Tal vez ustedes no tengan inconveniente en esperar aquí uno ó dos minutos, pues, si entramos todos juntos, como ella tampoco sabía que ibamos á venir, la presencia de ustedes podría alarmarla. Pero ¡chut! ¿qué es eso?
Alzó el farol, y lo agitó formando círculos de luz en derredor nuestro. La señorita Morstan me tomó del brazo, y todos permanecimos silenciosos, los corazones sobresaltados, el oído en acecho. Del enorme y negruzco edificio se escapaban, en el silencio de la noche, tristes y lastimeros lamentos; era el continuo ay, entrecortado y agudo, de una mujer presa del terror.
- Esa es la señora Bernstone - dijo Sholto. - No hay más mujer que ella en la casa. Espérenme aquí. Vuelvo al instante.
Se dirigió apresuradamente hacia la puerta, y llamó á ella con su toque especial. Desde donde estábamos pudimos ver que una mujer alta y entrada en años le abrió y manifestaba el placer que le causaba su visita.
- ¡Oh! ¡Señor Tadeo, señor! ¡Qué gusto tengo que haya usted venido! ¡Tengo tanto gusto de que esté usted aquí, señor Tadeo!…
Y oímos sus reiteradas expresiones de gozo hasta que, cerrada la puerta, la voz se perdió en un murmullo monótono.