La historia del hombre calvo - 05
El hombrecito colgó con el mayor cuidado el tubo de su hookah, y de atrás de una cortina sacó un larguísimo y pesado gabán con puños y cuello de astrakán. Se lo abotonó tan arriba como pudo, no obstante que, con una noche tan obscura, nadie había de verlo, y concluyó sus preparativos poniéndose una gorra de piel de conejo con orejeras que le caían hasta el cuello, de modo que lo único que quedaba visible de su persona, era su movible y picada cara.
- Soy algo débil de salud - replicó, rompiendo la marcha hacia la calle, y me veo obligado á tratarme como un valetudinario.
El cupé esperaba en la puerta. El programa había sido probablemente arreglado de antemano, pues apenas entramos en el carruaje, echó éste á andar á un paso rapidísimo. Tadeo Sholto hablaba sin cesar, en voz tan alta que dominaba el ruido de las ruedas.
- Bartolomé es un mozo inteligente - decía. - ¿Cómo creen ustedes que ha llegado á descubrir el lugar en que el tesoro se encontraba? Persuadido por fin de que el escondrijo se hallaba puertas adentro, revolvió cada metro cúbico de la casa, y midió el terreno por todas partes, para que no se le escapara una sola pulgada sin registrar. Entre otras cosas, observó que el edificio tenía sesenta y cuatro pies de alto, y que sumando el alto de todas las habitaciones y teniendo en cuenta los espacios que hay entre ellas, explorados por él mediante varios sondajes, apenas llegaba á un total de sesenta pies. Había, pues, un espacio de cuatro pies no examinados todavía, y el cual no podía estar sino en la parte superior del edificio. Entonces abrió un agujero en el techo del cuarto más elevado, y se encontró con que encima de éste había una especie de cuartito, herméticamente cerrado y desconocido para todos. En el centro estaba el cofre del tesoro, colocado sobre dos pedestales. Bartolomé descendió el cofre ensanchando el agujero, y ahora lo tiene en su poder. Según su cálculo, el valor de las joyas no baja de dos millones y medio de pesos.
Al oír hablar de una suma tan gigantesca, los tres nos miramos con ojos enormemente abiertos. Si nosotros lográbamos ponerla en posesión de sus derechos, la señorita Morstan iba á convertirse, de pobre aya, en una de las más ricas herederas de Inglaterra. Ese era, sin duda, el momento en que un amigo leal debía sentir regocijo; pero á mí - lo confieso con vergüenza - el egoísmo me oprimió el alma y el corazón se me puso pesado como un plomo. Balbucí algunas vulgares frases de felicitación, y luego me quedé silencioso y cabizbajo, sordo á la charla de nuestro acompañante. No me cabía duda de que el hombrecito estaba hipocondríaco, y en medio de mi semiadormecimiento, oía sus interminables explicaciones sobre los síntomas que se observaba, así como sus ruegos para que le diera mi opinión acerca de la composición y efecto de las innumerables medicinas que usaba, algunas de las cuales llevaba en el bolsillo, en una cajita de cuero. Ojalá no haya recordado nunca una sola de las respuestas que le di, pues Holmes declara haberme oído ponerlo en guardia contra el peligro de tomar más de dos gotas de aceite de castor, y recomendarle, como sedativo, la estricnina en fuertes dosis. Como quiera que sea, la verdad es que sentí un gran alivio cuando nuestro carruaje se detuvo de golpe y el cochero saltó á abrir la portezuela.
- Este es Pondicherry Lodge, señorita Morstan - dijo Tadeo Sholto, ayudándola á bajar del cupé.