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Sherlock Holmes - El Signo de los Cuatro, La historia del hombre calvo - 01

La historia del hombre calvo - 01

Seguimos al indio por un corredor sórdido y común, pobremente alumbrado y amueblado. Llegó á una puerta situada á la derecha, y la abrió de par en par. Un torrente de amarillenta luz nos envolvió, y en el centro del espacio iluminado vimos entonces, de pie, á un hombrecito de abultada cabeza, contorneada por una franja de cabellos rojos; el cráneo prominente y desnudo se destacaba en la cúspide como el pico de una montaña por entre los arbustos. El hombrecito se frotaba las manos, y sus facciones eran la imagen del perpetuo movimiento; ya reía, ya parecía afligido, ni un instante se le veía quieto. La Naturaleza lo había dotado con un labio de péndulo y con una hilera demasiado visible de dientes amarillos ó irregulares, que se esforzaba débilmente en disimular pasándose á cada rato la mano por la parte inferior de la cara.

A despecho de su impertinente calvicie, se conocía que todavía era joven, y en verdad acababa apenas de cumplir treinta años.

- Servidor de usted, señorita Morstan - dijo - con voz alta y delgada. - Servidor de ustedes, caballeros. Les ruego que pasen á mi pequeño albergue. Un lugar reducido, señorita, pero amueblado á mi gusto. Un oasis de arte en este desolado desierto del Sur de Londres.

Todos estábamos admirados á la vista del departamento en que se nos invitaba á entrar. La habitación parecía, en aquella triste casa, un diamante de primeras aguas engastado en cobre. Cortinas y tapicerías de las más valiosas y elegantes cubrían las paredes, recogidas aquí y allá para dejar ver algún cuadro con marco riquísimo, ó algún vaso oriental. La alfombra, color ámbar y negro, era tan mullida y espesa, que el pie se hundía agradablemente en ella como en el verde musgo. Dos grandes pieles de tigre, tendidas al través de la alfombra, aumentaban la impresión del lujo oriental completada por una enorme pipa de las llamadas hookah, colocada en su estante en un rincón. La lámpara era una paloma de plata colgada en el centro de la habitación, de un alambre dorado, casi invisible; de ella se desprendía un olor sutil y aromático.

- El señor Tadeo Sholto - dijo el hombrecito, siempre haciendo gestos y sonriéndose; - este es mi nombre. Usted, por supuesto, es la señorita Morstan. Y estos caballeros…

- El señor es Mr. Sherlock Holmes, y el señor el doctor Watson.

- ¿Un médico, eh? - exclamó el hombrecito, con extraordinaria animación. - ¿Ha traído usted su estetoscopio? ¿Me permite usted que le haga una pregunta?… ¿Será usted tan amable? Tengo duda respecto á mi válvula mitral, y le agradecería á usted… En cuanto á la aorta, estoy tranquilo; pero desearía conocer la opinión de usted acerca de la válvula mitral.

Me puse, como me lo podía, á escuchar los latidos de su corazón, pero no pude descubrir nada de particular, excepto, eso sí, el éxtasis de miedo que lo hacía temblar de pies á cabeza.

- Todo parece en su estado normal - le dije. - No tiene usted por qué inquietarse.

- Usted perdonará mi sobresalto, señorita Morstan - exclamó él alegremente. - Cualquier cosa me hace sufrir mucho, y hacía tiempo que sospechaba de mi válvula mitral. Ahora me siento feliz al saber que no tiene nada. Si su padre de usted, señorita Morstan, hubiera evitado sacudimientos á su corazón, podría estar vivo todavía á estas horas.

Sentí impulsos de darle un bofetón, tanto me indignó su indiferente y desenfadada referencia hacia un asunto tan delicado. La señorita Morstan se sentó y se puso intensamente pálida.

- Mi corazón me decía que mi padre había muerto - murmuró.

- Yo le puedo dar á usted toda clase de datos al respecto - continuó Sholto; - y puedo más aún: puedo hacerle á usted justicia. Y la haré, si, diga lo que quiera mi hermano Bartolomé. Tengo tanto gusto de que haya venido usted con sus amigos, no sólo para que la cuiden, sino para que sean testigos de lo que voy á hacer y decir. Entre los tres podemos encuadrarnos enfrente á mi hermano Bartolomé.

Se sentó en un taburete bajo, y nos miró á los tres curiosamente, con sus débiles ojos de color azul marino.

- Por mi parte - dijo Holmes, - cualquier cosa que usted diga no pasará de mí.

Yo aprobé con un movimiento de cabeza.

- ¡Está bien, está bien! - exclamó el hombrecito. - ¿Puedo obsequiarla con una copa de Chianti, señorita Morstan? ¿O de Tokay? No tengo otra clase de vino. ¿Abriré una botella? ¿No? Bueno; pero confío en que no la incomodará el olor del tabaco, el balsámico olor del tabaco es para mí un sedativo invaluable.

Aplicó un fósforo á la gran taza de la hookah, y el humo empezó á correr alegremente por el agua rosada. Nosotros tres estábamos sentados en semicírculo, la cabeza echada hacia adelante y la barba entre las manos, y el extraño y agitado hombrecito, acurrucado en el centro movía sin cesar su abultada y reluciente calva.

- Cuando resolví hablar con usted - dijo Sholto, - pensé en enviarle mi dirección; pero temí que, desoyendo mi súplica, se hubiera usted presentado con gente desagradable. Por eso me tomé la libertad de fijar la cita de tal manera, que mi criado Williams pudiera verlos á ustedes antes de conducirnos aquí. Tengo entera confianza en su discreción, y le di la orden de abandonar el asunto, si así lo creía conveniente, después de observarlos personalmente.

Ustedes me perdonarán estas precauciones, pero soy hombre de gusto poco vulgar, refinado podría decir, y nada hay para mí de menos estético que un vigilante. Tengo natural aversión á todas las formas del materialismo ordinario. Pocas veces me pongo en contacto con la muchedumbre grosera, y, como ustedes ven, vivo rodeado de una pequeña atmósfera de elegancia. Puedo darme el título de protector de las artes: éste es mi lado débil. Ese paisaje es un Corot genuino, y si acaso un conocedor pudiese abrigar dudas respecto á aquel Salvador Rosa, nadie vacilaría respecto á ese Bouguerett. Yo soy partidario de la escuela moderna francesa.


La historia del hombre calvo - 01

Seguimos al indio por un corredor sórdido y común, pobremente alumbrado y amueblado. Llegó á una puerta situada á la derecha, y la abrió de par en par. Un torrente de amarillenta luz nos envolvió, y en el centro del espacio iluminado vimos entonces, de pie, á un hombrecito de abultada cabeza, contorneada por una franja de cabellos rojos; el cráneo prominente y desnudo se destacaba en la cúspide como el pico de una montaña por entre los arbustos. El hombrecito se frotaba las manos, y sus facciones eran la imagen del perpetuo movimiento; ya reía, ya parecía afligido, ni un instante se le veía quieto. La Naturaleza lo había dotado con un labio de péndulo y con una hilera demasiado visible de dientes amarillos ó irregulares, que se esforzaba débilmente en disimular pasándose á cada rato la mano por la parte inferior de la cara.

A despecho de su impertinente calvicie, se conocía que todavía era joven, y en verdad acababa apenas de cumplir treinta años.

- Servidor de usted, señorita Morstan - dijo - con voz alta y delgada. - Servidor de ustedes, caballeros. Les ruego que pasen á mi pequeño albergue. Un lugar reducido, señorita, pero amueblado á mi gusto. Un oasis de arte en este desolado desierto del Sur de Londres.

Todos estábamos admirados á la vista del departamento en que se nos invitaba á entrar. La habitación parecía, en aquella triste casa, un diamante de primeras aguas engastado en cobre. Cortinas y tapicerías de las más valiosas y elegantes cubrían las paredes, recogidas aquí y allá para dejar ver algún cuadro con marco riquísimo, ó algún vaso oriental. La alfombra, color ámbar y negro, era tan mullida y espesa, que el pie se hundía agradablemente en ella como en el verde musgo. Dos grandes pieles de tigre, tendidas al través de la alfombra, aumentaban la impresión del lujo oriental completada por una enorme pipa de las llamadas __hookah__, colocada en su estante en un rincón. La lámpara era una paloma de plata colgada en el centro de la habitación, de un alambre dorado, casi invisible; de ella se desprendía un olor sutil y aromático.

- El señor Tadeo Sholto - dijo el hombrecito, siempre haciendo gestos y sonriéndose; - este es mi nombre. Usted, por supuesto, es la señorita Morstan. Y estos caballeros…

- El señor es Mr. Sherlock Holmes, y el señor el doctor Watson.

- ¿Un médico, eh? - exclamó el hombrecito, con extraordinaria animación. - ¿Ha traído usted su estetoscopio? ¿Me permite usted que le haga una pregunta?… ¿Será usted tan amable? Tengo duda respecto á mi válvula mitral, y le agradecería á usted… En cuanto á la aorta, estoy tranquilo; pero desearía conocer la opinión de usted acerca de la válvula mitral.

Me puse, como me lo podía, á escuchar los latidos de su corazón, pero no pude descubrir nada de particular, excepto, eso sí, el éxtasis de miedo que lo hacía temblar de pies á cabeza.

- Todo parece en su estado normal - le dije. - No tiene usted por qué inquietarse.

- Usted perdonará mi sobresalto, señorita Morstan - exclamó él alegremente. - Cualquier cosa me hace sufrir mucho, y hacía tiempo que sospechaba de mi válvula mitral. Ahora me siento feliz al saber que no tiene nada. Si su padre de usted, señorita Morstan, hubiera evitado sacudimientos á su corazón, podría estar vivo todavía á estas horas.

Sentí impulsos de darle un bofetón, tanto me indignó su indiferente y desenfadada referencia hacia un asunto tan delicado. La señorita Morstan se sentó y se puso intensamente pálida.

- Mi corazón me decía que mi padre había muerto - murmuró.

- Yo le puedo dar á usted toda clase de datos al respecto - continuó Sholto; - y puedo más aún: puedo hacerle á usted justicia. Y la haré, si, diga lo que quiera mi hermano Bartolomé. Tengo tanto gusto de que haya venido usted con sus amigos, no sólo para que la cuiden, sino para que sean testigos de lo que voy á hacer y decir. Entre los tres podemos encuadrarnos enfrente á mi hermano Bartolomé.

Se sentó en un taburete bajo, y nos miró á los tres curiosamente, con sus débiles ojos de color azul marino.

- Por mi parte - dijo Holmes, - cualquier cosa que usted diga no pasará de mí.

Yo aprobé con un movimiento de cabeza.

- ¡Está bien, está bien! - exclamó el hombrecito. - ¿Puedo obsequiarla con una copa de Chianti, señorita Morstan? ¿O de Tokay? No tengo otra clase de vino. ¿Abriré una botella? ¿No? Bueno; pero confío en que no la incomodará el olor del tabaco, el balsámico olor del tabaco es para mí un sedativo invaluable.

Aplicó un fósforo á la gran taza de la __hookah__, y el humo empezó á correr alegremente por el agua rosada. Nosotros tres estábamos sentados en semicírculo, la cabeza echada hacia adelante y la barba entre las manos, y el extraño y agitado hombrecito, acurrucado en el centro movía sin cesar su abultada y reluciente calva.

- Cuando resolví hablar con usted - dijo Sholto, - pensé en enviarle mi dirección; pero temí que, desoyendo mi súplica, se hubiera usted presentado con gente desagradable. Por eso me tomé la libertad de fijar la cita de tal manera, que mi criado Williams pudiera verlos á ustedes antes de conducirnos aquí. Tengo entera confianza en su discreción, y le di la orden de abandonar el asunto, si así lo creía conveniente, después de observarlos personalmente.

Ustedes me perdonarán estas precauciones, pero soy hombre de gusto poco vulgar, refinado podría decir, y nada hay para mí de menos estético que un vigilante. Tengo natural aversión á todas las formas del materialismo ordinario. Pocas veces me pongo en contacto con la muchedumbre grosera, y, como ustedes ven, vivo rodeado de una pequeña atmósfera de elegancia. Puedo darme el título de protector de las artes: éste es mi lado débil. Ese paisaje es un Corot genuino, y si acaso un conocedor pudiese abrigar dudas respecto á aquel Salvador Rosa, nadie vacilaría respecto á ese Bouguerett. Yo soy partidario de la escuela moderna francesa.