La ciencia de la deducción - 02
En más de una ocasión, durante los años que hacía vivíamos juntos en la calle Baker, había tenido ocasión de observar que, bajo las tranquilas y didácticas maneras de mi compañero, se escondía una pequeña dosis de vanidad. Con todo, no le contesté nada, me senté, y me puse a frotarme mi pierna herida. Una bala de Jezail me la había atravesado tiempo atrás, y aunque la herida no me impedía andar, los cambios de temperatura me causaban agudos dolores.
- Mi clientela se ha extendido ya hasta el continente - repuso Holmes al cabo de un rato, llenando de tabaco su antigua pipa de palo de rosa. La semana pasada recibí una consulta de François Le Villard, quien, tal vez usted lo sepa, ha llegado en los últimos tiempos á ser el mejor agente de la policía secreta de Francia. Posee por entero la rápida intuición, facultad propia de la raza céltica, pero es deficiente en el amplio campo del conocimiento exacto, esencial para el desarrollo elevado de su arte. El asunto que me consultó, era el de un testamento, y presentaba algunas fases interesantes: yo pude serle útil haciéndole conocer dos casos semejantes el uno acontecido en Riga en 1857 y el otro en St. Louis en 1871, y en ellos encontró la idea de la verdadera solución. Aquí tengo una carta suya, que recibí esta mañana, y en la que me habla de la ayuda que le presté.
Y me largó una hoja de papel de cartas extranjero, toda arrugada. Eché una ojeada sobre el papel, y al vuelo cogí una profusión de términos elogiosos, como magnifiques, coup-de-maître, tour-de-force, que atestiguaban la ardiente admiración del detective francés.
- Habla como un discípulo á su maestro - observé.
- ¡Oh! Le Villard da un valor demasiado subido á mi, ayuda - contestó en tono ligero Sherlock Holmes: - él, personalmente, posee dones considerables, tiene dos de las tres cualidades necesarias para ser un detective ideal: el poder de observación y de educación. Lo único que le falta es el conocimiento, que con el tiempo puede llegar á adquirir. Ahora está traduciendo unos pequeños trabajos míos al francés. ¡Ah! ¿No lo sabía usted? - exclamó Holmes riéndose. - Pues si, me confieso culpable de algunas monografías, todas sobre asuntos técnicos. Aquí tiene usted, por ejemplo, una sobre la diferencia entre las cenizas de los distintos tabacos, en la cual enumero ciento cuarenta formas de cigarros, cigarrillos y tabaco de pipa, con grabados en colores, ilustrativos, de la diferencia en la ceniza. Es este un punto que se presenta continuamente al estudio en los juicios criminales, y á veces tiene suprema importancia como clave. Si, por ejemplo, usted puede establecer de una manera definitiva que un asesinato ha sido cometido por un hombre que fumaba tabaco indio, lukah, es obvio que el terreno de las pesquisas queda reducido con esa sola observación. Para un ojo ejercitado hay tanta diferencia entre la negra ceniza de un Trichinopolis y la blanca espuma de un ojo de pájaro, como entre un repollo y una patata.
- Usted posee un genio extraordinario para las minuciosidades - le dije.
- Aprecio la importancia que tienen. Esta otra monografía trata de las huellas de los pies, con algunas observaciones sobre el empleo de la pasta de París para conservar intactas las huellas. Y aquí tiene usted también una curiosa obrita sobre la influencia del oficio que se ejerce, en la forma de la mano, con litotipos de manos de pizarreros, marineros, preparadores de corchos, cajistas de imprenta, tejedores y pulidores de diamantes. El asunto es de gran interés práctico para el detective científico, especialmente cuando se trata de cadáveres que nadie reclama ó de descubrir los antecedentes de los criminales. Pero estoy cansándole á usted con mi charla.
- De ninguna manera - le contesté con ardor. - Estas cosas me interesan muchísimo, especialmente desde que he tenido la oportunidad de observar la aplicación práctica que usted les da. Pero hace un momento hablaba usted de observación y deducción; la una implica seguramente la otra en cierta medida.
- ¿Por qué? ¡Difícilmente! - replicó Holmes, recostándose perezosamente en su sillón y despidiendo azules y espesas coronas de humo. - Por ejemplo, la observación me demuestra que usted ha estado esta mañana en la oficina de correos de la calle Wingmore; y la deducción me permite saber que usted fué á esa oficina á expedir un telegrama.
- ¡Justo! - exclamé. - ¡Justo en ambas cosas! Pero confieso que no alcanzo á ver cómo ha llegado usted á adivinarlo. La idea de ir al correo se me ocurrió súbitamente, y á nadie he hablado de eso.
La cosa es sencillísima - me contestó sonriéndose al ver mi sorpresa;- tan absurdamente sencilla, que su explicación es superflua; pero voy hacérsela á usted, porque va á servirme para definir los límites entre la observación y deducción. La observación me hace ver que usted tiene un poco de barro de color rojizo adherido à su zapato, y precisamente delante de la oficina de correos de la calle Wingmore ha sido removido el pavimento y extraída la tierra de tal manera, que es difícil entrar en la oficina sin pisarla. Esa tierra tiene un peculiar color rojizo que, á mi parecer, no existe en ningún otro lugar de nuestro barrio. He ahí la observación; el resto es deducción.
- ¿Y cómo deduce usted lo del telegrama?
- Desde luego sé que usted no ha escrito carta alguna, pues toda la mañana hemos estado sentados frente à frente. Después, veo que en su escritorio, que está abierto, tiene usted una hoja entera de estampillas y un grueso paquete de tarjetas postales. ¿A qué iría usted, pues, á la oficina de correos, si no fuese á enviar un telegrama? Eliminando factores, el que queda tiene que ser el verdadero.
- En este caso lo es seguramente- repliqué, después de reflexionar un instante. - Pero también, como usted mismo lo dice, la cuestión es de las más sencillas. ¿Me calificaría usted de impertinente si quisiera someter sus teorías á una prueba más severa?
- Al contrario - me contestó. - Eso me impedirá tomar una segunda dosis de cocaína. Tendré muchísimo gusto en estudiar cualquier problema que usted me someta.
- Le he oído decir á usted que es difícil que un hombre use diariamente un objeto sin dejarle impresa su individualidad hasta el punto de que un observador ejercitado puede leerla en el objeto. Pues bien: aquí tengo un reloj que llegó á mi poder hace poco. ¿Tendría usted la amabilidad de darme su opinión respecto al carácter y costumbres de su anterior dueño?