Explicación del caso - 02
Abrió, mientras hablaba, una caja chata, y me enseñó seis perlas de las más finas que nunca habían visto mis ojos.
- Lo que usted dice es en extremo interesante - exclamó Sherlock Holmes. - ¿Le ha ocurrido algo más?
- Sí, y hoy mismo. Por eso he venido á verlo á usted. Esta mañana recibí esta carta, que quiero mejor la lea usted mismo.
- Gracias - dijo Holmes. - Hágame usted el favor de darme también el sobre. Timbre del correo: Londres, Sudoeste. Fecha: julio, 7. ¡Hum! La marca de un dedo en una esquina, probablemente del cartero. Papel de la mejor calidad, sobre de doce centavos el paquete: hombre escrupuloso para sus útiles de escritorio. Ninguna dirección.
«Esté usted esta noche á las siete en el tercer pilar del costado izquierdo del teatro Lyceum. Si tiene usted desconfianza, vaya con dos amigos. No lleve gente de la policía. Si la lleva usted, todo quedará en nada. Su amigo desconocido.»
- ¡Bueno! Pues realmente el misterio es de los más lindos. ¿Qué piensa usted hacer, señorita Morstan?
- Eso es exactamente lo que yo deseaba preguntar á usted.
- Si es así, iremos, seguramente, usted y yo y… sí, ¿por qué no? El doctor Watson es el hombre preciso. La persona que le escribe á usted dice dos amigos, y el doctor me ha acompañado ya antes.
- ¿Pero querrá venir? - preguntó la joven con expresión de súplica en la voz baja y en la mirada.
- Tendré orgullo y placer - dijo con fervor, - si puedo servir á usted en algo.
- Son ustedes muy buenos - contestó la joven. Siempre he vivido retirada, y no tengo amigos á quienes apelar. ¿Supongo que con volver á las seis será suficiente?
- No vaya usted á venir más tarde - le previno Holmes. - Pero aclaremos otro punto. ¿La letra de esta carta es la misma de la dirección de las cajitas con las perlas?
- Aquí tengo las direcciones - contestó la señorita Morstan, sacando seis pedazos de papel.
- Es usted una cliente modelo; posee usted la intuición correcta de las cosas. Veamos.
Holmes extendió los papeles sobre la mesa, y comenzó á recorrerlos rápidamente con la mirada.
- Todos han sido escritos desfigurando la letra, pero la carta no, - dijo, al cabo de un momento; - lo que no significa que tengamos duda en cuanto al autor. Miren ustedes cómo se abre en unas y otras hacia afuera la irreprochable e griega, y fíjense en el gancho de la s final. Son de la misma persona, no hay que dudarlo. No quisiera sugerirle à usted falsas esperanzas, señorita Morstan, pero hay algún parecido entre esta letra y la de su padre?
- No puede haber dos que se parezcan menos.
- Estaba seguro de que esa iba á ser la respuesta de usted. Entonces, á las seis la esperamos. Hágame usted el favor de dejarme estos papeles para examinarlos en el intervalo. No son más que las tres y media. Au revoir, pues.
- Au revoir - contestó nuestra visitante; y dirigiéndonos a ambos una mirada viva y amable, se guardó en el pecho la cajita de perlas y salió rápidamente.
Yo me acerqué á la ventana y desde allí la vi alejarse calle abajo, con paso ligero. Hasta que el turbante gris y la pluma blanca desaparecieron entre la obscura multitud, no me retiré de la ventana.
- ¡Qué mujer más simpática! - exclamé, volviéndome hacia mi compañero.
Este había encendido otra vez su pipa y estaba recostado en su sillón, con los ojos medio cerrados.
- ¿Es simpática? - preguntó lánguidamente; - no lo había observado.
- Verdad que usted no es más que un autómata, una máquina de calcular - exclamé. - Hay veces que noto en usted algo positivamente ajeno á la humanidad.
Holmes se sonrió amablemente.
- Es condición de importancia primordial - dijo, - impedir que nuestro criterio sea extraviado por las cualidades personales de alguien. Un cliente es para mí una simple unidad, un factor en un problema. Las cualidades que conmueven, son antagónicas al razonamiento claro, Sepa usted que la mujer más encantadora que he conocido en mi vida, fué ahorcada por haber envenenado á tres niñitos con el objeto de cobrar los seguros de vida de los tres, y el hombre más repelente que he visto hasta ahora, es un filántropo que ha gastado cerca de un cuarto de millón con los pobres de Londres.
- Sin embargo, en este caso…
- Yo nunca hago excepciones. Un excepción basta para destruir la regla. ¿Ha tenido usted ocasión de estudiar el carácter de las personas por la letra? ¿Qué piensa usted de la de este sujeto?
- Qué es legible y regular - contesté. - Hombre acostumbrado á los negocios y que tiene algún carácter.
Holmes movió la cabeza.
- Mire usted las letras largas - dijo. - Rara es la que se levanta por encima de las demás. Esta d podría también ser a, y e esta l. Los hombres de carácter, por más ilegible que sea su escritura, diferencian siempre las letras largas de las cortas. Aquí ve usted vacilación en la ç y amor propio en las mayúsculas. Ahora voy á salir, pues tengo que buscar algunos datos. Le recomiendo á usted este libro, uno de los más notables que conozco: el Martirologio del hombre, de Winwood Reade. Dentro de una hora estaré de vuelta.
Me senté junto á la ventana, con el volumen entre las manos, pero mi mente estaba lejos de las atrevidas lucubraciones del escritor. Mi pensamiento giraba en torno de nuestra visitante, recordaba sus sonrisas, las profundas y exquisitas entonaciones de su voz, el extraño misterio que pasaba sobre su vida. Si en el momento de la desaparición de su padre tenía diecisiete años, ahora debe tener veintisiete, dulce edad en la que la juventud ha perdido ya su inconsciencia y está algo amaestrada por la experiencia. Esto rumiaba yo mentalmente, y así llegaron á aglomerarse en mi cabeza unas ideas tan peligrosas, que por fin tuve que precipitarme sobre mi mesa y hundirme furiosamente en la lectura del último tratado de patología. ¿Quién era yo, un cirujano del ejército, con una pierna débil y una cuenta corriente mucho más débil en el Banco, para atreverme á pensar en semejantes cosas? Esa joven era una unidad, un factor y nada más. Si mi porvenir se me presentaba sombrío, mejor era afrontarlo como un hombre, que pretender iluminarlo por medio de meros devaneos de la imaginación.