Explicación del caso - 01
La señorita Morstan entró en el cuarto con paso firme y maneras dignas, pero sin afectación. Era joven, rubia, pequeña, cuidadosa de su persona, llevaba guantes irreprochables y estaba vestida con el gusto más perfecto. La sencillez y economía de su traje sugerían, sin embargo, que los medios de subsistencia de la persona eran limitados. El vestido era de tela gris habano, sin bordados ni adornos, y el tocado un pequeño turbante del mismo color obscuro, adornado apenas por una sospecha de pluma blanca en un costado. La cara no lucía por la regularidad de las facciones ni por la belleza del cutis; pero su expresión era dulce y amable, y los grandes ojos azules, singularmente espirituales, inspiraban simpatía.
A pesar de mi práctica en las mujeres, adquirida en muchas naciones y tres continentes distintos, nunca había visto un rostro que revelase con mayor claridad una naturaleza refinada y sensible. Cuando se sentó en el sillón que Sherlock Holmes le ofrecía, no pude menos de observar que los labios le temblaban, sus manos se estremecían y todo su ser denotaba los signos de una intensa agitación interna.
- He venido á verlo, señor Holmes – dijo, — porque usted ayudó en una ocasión á la señora Cecil Forrester, en cuya casa estoy empleada, á desembrollar una pequeña complicación doméstica, la amabilidad y destreza de usted dejaron muy buena impresión á la señora.
- La señora Cecil Forrester - repitió Holmes, pensativo. Sí, creo haberle prestado un insignificante servicio; pero, según mis recuerdos, el caso era muy sencillo.
- Ella no lo creía así; pero, de todos modos, no podría decir usted lo mismo de mi caso. Difícilmente me imaginaría nada más extraño, nada más literalmente inexplicable que la situación en que me encuentro.
Holmes se frotó las manos, y los ojos le brillaron. Se inclinó hacia adelante con una expresión de extraordinaria concentración en sus enérgicas facciones de halcón.
- Explique usted el caso - dijo en tono breve y expeditivo.
Mi posición era embarazosa.
- Ustedes van á excusarme - les dije á los dos, levantándome de mi asiento. Con sorpresa mía, la joven alzó su enguantada mano para detenerme.
- Si su amigo tuviera la amabilidad de quedarse - explicó dirigiéndose á Holmes, - podría hacerme un incalculable servicio.
Yo volví á sentarme.
- Los hechos son, con toda brevedad, los siguientes- continuó la joven - mi padre era oficial en un regimiento de línea de la India, y me envió á Inglaterra cuando era muy niña. Mi madre había muerto; no me quedaban parientes aquí, y, sin embargo, me colocaron muy bien, en un cómodo establecimiento de educación de Edimburgo, donde permanecí hasta los diecisiete años. Mi padre, que era el capitán más antiguo de su regimiento, obtuvo en 1878 una licencia de doce meses y vino á Inglaterra. De aquí, de Londres, me telegrafió que había llegado sin novedad y me ordenó viniera en seguida á reunirme con él, diciéndome que estaba en el Hotel Langham. Recuerdo que su telegrama estaba lleno de bondad y cariño. Llegué á Londres y me dirigí al Hotel Langham, donde se me dijo que el capitán Morstan se había alojado allí, pero desde la noche anterior no había vuelto. Esperé todo el día, sin recibir la menor noticia de él; á la noche siguiente, por consejo del dueño del hotel, comuniqué à la policía lo que ocurría, y, al día siguiente, pusimos avisos en todos los diarios. Ningún resultado tuvieron nuestras averiguaciones, y hasta el día de hoy no he sabido una sola palabra de mi infortunado padre. Había venido de la India con el corazón lleno de esperanza, deseoso de encontrar tranquilidad, alivio, y en vez de eso…- Se llevó la mano á la garganta, y un ahogado sollozo puso fin à la frase.
- ¿La fecha? - preguntó Holmes, abriendo su libro de apuntes.
- La desaparición ocurrió el 3 de diciembre de 1878, hace unos diez años.
- ¿Su equipaje?
- Se quedó en el hotel. Nada había en él que pudiera servir de clave; algunas ropas, algunos libros, y una considerable cantidad de curiosidades de las islas Andaman, en las que había estado, con otros oficiales, encargado de la custodia de los presidiarios.
- ¿Tenía algunos amigos en Londres?
- Solamente sabía yo de uno; el mayor Sholto, de su mismo regimiento, del 34 de infantería de Bombay. Se había retirado del servicio un poco antes, y vivía en Upper Norwood. Naturalmente, nos dirigimos á él, pero nos contestó que ni siquiera sabía que su compañero de armas estuviera en Inglaterra.
- Caso singular - observó Holmes.
- Todavía no le he referido á usted la parte más singular. Hace unos seis meses, para hablar con exactitud, el 4 de mayo de 1882, apareció en el Times un aviso en que se pedía la dirección de la señorita Mary Morstan, advirtiendo que estaba en su conveniencia darla: el aviso no mencionaba el nombre ni la dirección del que lo había puesto. Yo acababa de entrar entonces en casa de la señora Cecil Forrester como aya, y, por consejo de esta señora, publiqué mi dirección en la columna de avisos. El mismo día llegaba por correo una cajita de cartón dirigida á mi nombre, dentro de la cual hallé una perla muy grande y lustrosa. No había con ella ni una palabra escrita. Desde entonces, todos los años en la misma fecha recibo una perla igual á esa, dentro de una cajita semejante, sin dato alguno sobre la persona que la envía. Un perito ha declarado que las perlas pertenecen á una clase muy rara y tienen considerable valor. Usted puede ver por sí mismo que son muy hermosas.