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Sherlock Holmes - El Signo de los Cuatro, En busca de una solución - 02

En busca de una solución - 02

Estábamos en septiembre, y todavía no eran las siete; pero el día había sido muy obscuro, y una densa y pesada niebla envolvía la ciudad. Nubes de color de lodo invadían tristemente las fangosas calles.

Las luces de gas del Strand parecían manchas de difusa claridad, que arrojaban un débil resplandor circular sobre el resbaloso pavimento. La amarillenta iluminación de las vidrieras se esparcía por el aire lleno de vapor y sus melancólicos rayos pugnaban por extenderse por la concurrida vía.

Yo creía ver algo de fantástico en la interminable procesión de caras que desfilaba por los estrechos rayos de luz rostros alegres ó tristes, contentos ó miserables. Así como sucede con la humanidad misma, las cosas pasaban de la obscuridad á la luz, para volver después de la luz á la obscuridad. No soy hombre impresionable; pero aquel sombrío y pesado anochecer, unido al extraño asunto en que me encontraba comprometido, me ponían nervioso é inquieto. Mirando á la señorita Morstan, pude notar que aquélla también era presa de la misma intranquilidad. Holmes era el único que podía alzarse sobre las influencias pequeñas; tenía abierto sobre sus rodillas su libro de apuntes, y de rato en rato anotaba algunos números ó escribía alguna observación á la luz de su linterna de bolsillo.

Cuando llegamos al Teatro Lyceum, ya había una compacta multitud en cada una de las puertas laterales. Un continuo flujo de hansoms y cupés desfilaba por delante de la puerta principal, depositando allí su carga de hombres con blancas pecheras y mujeres enalhajadas y cubiertas con lujosos abrigos. Apenas nos habíamos acercado al tercer pilar, lugar de la cita, cuando vino á hablarnos un individuo de baja estatura, moreno y delgado, vestido de cochero.

¿Ustedes son los que vienen con la señorita Morstan?- preguntó.

- Yo soy la señorita Morstan y estos dos caballeros son dos amigos - contestó la joven.

El hombre nos miró con ojos inquisidores maravillosamente penetrantes.

- Perdone usted, señorita - replicó en tono algo brusco; - pero tiene usted que darme su palabra de que ninguno de sus compañeros pertenece á la policía.

- Le doy á usted mi palabra - fué la respuesta.

El hombre dió un agudo silbido, y en el acto se acercó un muchacho conduciendo un cupé, cuya portezuela abrió. El hombre subió al pescante y nosotros entramos en el vehículo. No acabábamos de sentarnos cuando el cochero azotó los caballos, que partieron con furioso trote por las nubladas calles.

Curiosa situación la nuestra. Nos encaminábamos hacia un lugar desconocido, con un objeto no menos desconocido; pero, si la invitación que se nos había dirigido no era una completa burla - hipótesis inconcebible - podríamos creer con fundamento que nuestra excursión tendría importantes resultados. La actitud de la señorita Morstan era tan resuelta y tranquila como siempre. Yo traté de distraerla contándole algunas de mis aventuras en el Afghanistan; pero, si he de decir la verdad, yo mismo me sentí tan sobreexcitado por nuestra situación, tenía tal curiosidad por conocer el lugar adonde íbamos, que apenas sabia coordinar mi relato. Ella me lo ha dicho después que le referí la conmovedora anécdota de cómo una vez en medio de la noche vi el cañón de un mosquete asomar por la abertura de mi tienda y yo descargué sobre él mi fusil de dos cañones, destinado á la caza de tigres. Al principio tuve alguna idea por la dirección que llevábamos, pero la rapidez de la marcha, la niebla, y mis limitados conocimientos de Londres, me hicieron luego perder toda orientación; sólo me di cuenta de que nos dirigíamos á algún punto muy distante. Pero Sherlock Holmes jamás perdió el tino, y á medida que iba el cupé cruzando plazas y pasando por tortuosas calles, él mencionaba entre dientes el nombre de cada paraje.

- Rochester Road – decía, - ahora á la plaza Vincent.

Ya salimos al antiguo camino del puente Vauxhall. Parece que nos dirigimos hacia el lado de Surrey. Sí, bien decía yo. Ya estamos en el puente. Miren ustedes el río.

Pasábamos efectivamente por un brazo del Támesis; los faroles brillaban por encima del agua silenciosa, pero nuestro carruaje iba aprisa, y en breve se engolfó en un laberinto de callejuelas, al otro lado del río.

- Wordsworth Road - decía mi compañero. - Priory Road. Callejón de Larkhall. Plaza Stockwell. Calle Rober. Callejón de Coldharbour. Parece que nuestro invitante no nos lleva á regiones muy distinguidas.

La verdad era que estábamos en lugares bastante dudosos y poco tranquilizadores. Largas hileras de casas de obscuros ladrillos, interrumpidas únicamente en las esquinas por la luz cruda de las tabernas, de las que salían ruidos sospechosos. Pasamos después por una serie de villas de dos pisos, cada una con un diminuto jardín en la fachada, y, en seguida, otra vez por interminables hileras de edificios de ladrillos, nuevos y relucientes, monstruosos tentáculos que la ciudad extendía hacia el campo. Por fin, el cupé se dirigió hacia la tercera casa de una nueva serie. En ninguno de los otros edificios había gente, ese mismo estaba en tinieblas, salvo el débil resplandor que salía por la ventana de la cocina. Pero tan pronto como llamamos, la puerta fué abierta de par en par por un criado indio, vestido con un traje blanco y flotante y un cinturón amarillo, y la cabeza cubierta con un turbante del mismo color. Había algo de extraño é incongruente en esa oriental figura encuadrada en la puerta vulgar de una casa suburbana de tercera clase.

- El sahib los espera - dijo el indio, y al mismo tiempo se oyó una voz aguda y penetrante que salía de las habitaciones.

- ¡Hazle entrar aquí, khitmutgar! - gritaba la voz. - ¡Hazle entrar en el acto!


En busca de una solución - 02

Estábamos en septiembre, y todavía no eran las siete; pero el día había sido muy obscuro, y una densa y pesada niebla envolvía la ciudad. Nubes de color de lodo invadían tristemente las fangosas calles.

Las luces de gas del Strand parecían manchas de difusa claridad, que arrojaban un débil resplandor circular sobre el resbaloso pavimento. La amarillenta iluminación de las vidrieras se esparcía por el aire lleno de vapor y sus melancólicos rayos pugnaban por extenderse por la concurrida vía.

Yo creía ver algo de fantástico en la interminable procesión de caras que desfilaba por los estrechos rayos de luz rostros alegres ó tristes, contentos ó miserables. Así como sucede con la humanidad misma, las cosas pasaban de la obscuridad á la luz, para volver después de la luz á la obscuridad. No soy hombre impresionable; pero aquel sombrío y pesado anochecer, unido al extraño asunto en que me encontraba comprometido, me ponían nervioso é inquieto. Mirando á la señorita Morstan, pude notar que aquélla también era presa de la misma intranquilidad. Holmes era el único que podía alzarse sobre las influencias pequeñas; tenía abierto sobre sus rodillas su libro de apuntes, y de rato en rato anotaba algunos números ó escribía alguna observación á la luz de su linterna de bolsillo.

Cuando llegamos al Teatro Lyceum, ya había una compacta multitud en cada una de las puertas laterales. Un continuo flujo de hansoms y cupés desfilaba por delante de la puerta principal, depositando allí su carga de hombres con blancas pecheras y mujeres enalhajadas y cubiertas con lujosos abrigos. Apenas nos habíamos acercado al tercer pilar, lugar de la cita, cuando vino á hablarnos un individuo de baja estatura, moreno y delgado, vestido de cochero.

¿Ustedes son los que vienen con la señorita Morstan?- preguntó.

- Yo soy la señorita Morstan y estos dos caballeros son dos amigos - contestó la joven.

El hombre nos miró con ojos inquisidores maravillosamente penetrantes.

- Perdone usted, señorita - replicó en tono algo brusco; - pero tiene usted que darme su palabra de que ninguno de sus compañeros pertenece á la policía.

- Le doy á usted mi palabra - fué la respuesta.

El hombre dió un agudo silbido, y en el acto se acercó un muchacho conduciendo un cupé, cuya portezuela abrió. El hombre subió al pescante y nosotros entramos en el vehículo. No acabábamos de sentarnos cuando el cochero azotó los caballos, que partieron con furioso trote por las nubladas calles.

Curiosa situación la nuestra. Nos encaminábamos hacia un lugar desconocido, con un objeto no menos desconocido; pero, si la invitación que se nos había dirigido no era una completa burla - hipótesis inconcebible - podríamos creer con fundamento que nuestra excursión tendría importantes resultados. La actitud de la señorita Morstan era tan resuelta y tranquila como siempre. Yo traté de distraerla contándole algunas de mis aventuras en el Afghanistan; pero, si he de decir la verdad, yo mismo me sentí tan sobreexcitado por nuestra situación, tenía tal curiosidad por conocer el lugar adonde íbamos, que apenas sabia coordinar mi relato. Ella me lo ha dicho después que le referí la conmovedora anécdota de cómo una vez en medio de la noche vi el cañón de un mosquete asomar por la abertura de mi tienda y yo descargué sobre él mi fusil de dos cañones, destinado á la caza de tigres. Al principio tuve alguna idea por la dirección que llevábamos, pero la rapidez de la marcha, la niebla, y mis limitados conocimientos de Londres, me hicieron luego perder toda orientación; sólo me di cuenta de que nos dirigíamos á algún punto muy distante. Pero Sherlock Holmes jamás perdió el tino, y á medida que iba el cupé cruzando plazas y pasando por tortuosas calles, él mencionaba entre dientes el nombre de cada paraje.

- Rochester Road – decía, - ahora á la plaza Vincent.

Ya salimos al antiguo camino del puente Vauxhall. Parece que nos dirigimos hacia el lado de Surrey. Looks like we're headed for the Surrey side. Sí, bien decía yo. Ya estamos en el puente. Miren ustedes el río.

Pasábamos efectivamente por un brazo del Támesis; los faroles brillaban por encima del agua silenciosa, pero nuestro carruaje iba aprisa, y en breve se engolfó en un laberinto de callejuelas, al otro lado del río.

- Wordsworth Road - decía mi compañero. - Priory Road. Callejón de Larkhall. Plaza Stockwell. Calle Rober. Callejón de Coldharbour. Parece que nuestro invitante no nos lleva á regiones muy distinguidas.

La verdad era que estábamos en lugares bastante dudosos y poco tranquilizadores. Largas hileras de casas de obscuros ladrillos, interrumpidas únicamente en las esquinas por la luz cruda de las tabernas, de las que salían ruidos sospechosos. Pasamos después por una serie de villas de dos pisos, cada una con un diminuto jardín en la fachada, y, en seguida, otra vez por interminables hileras de edificios de ladrillos, nuevos y relucientes, monstruosos tentáculos que la ciudad extendía hacia el campo. Por fin, el cupé se dirigió hacia la tercera casa de una nueva serie. En ninguno de los otros edificios había gente, ese mismo estaba en tinieblas, salvo el débil resplandor que salía por la ventana de la cocina. Pero tan pronto como llamamos, la puerta fué abierta de par en par por un criado indio, vestido con un traje blanco y flotante y un cinturón amarillo, y la cabeza cubierta con un turbante del mismo color. Había algo de extraño é incongruente en esa oriental figura encuadrada en la puerta vulgar de una casa suburbana de tercera clase.

- El __sahib__ los espera - dijo el indio, y al mismo tiempo se oyó una voz aguda y penetrante que salía de las habitaciones.

- ¡Hazle entrar aquí, __khitmutgar__! - gritaba la voz. - ¡Hazle entrar en el acto!