El episodio del barril - 01
Los de la policía habían llevado á la casa un cupé demás, y en él conduje á la señorita Morstan á su casa. Todas las emociones de la noche las había soportado con la angélica conformidad de las mujeres, y mientras se hallaba al lado de alguien más débil que ella, necesitado de su ayuda, había sabido conservar la calma en el rostro: cuando fuí en su busca, la encontré tranquila y plácida, acompañando á la aterrada ama de llaves. Pero, ya dentro del carruaje, comenzó por casi desmayarse y luego rompió á llorar con amargura, tanto la habían impresionado las aventuras de la noche. Después me ha dicho que yo le parecí en ese momento frío é indiferente. No se imaginaba la lucha que se efectuaba en mi interior, ni el esfuerzo de voluntad que me costaba apartarme de ella.
Mis simpatías y mi amor le pertenecían desde el momento en que nuestras manos se habían juntado en el jardín. Estaba seguro de que en años de tratarla en medio de los convencionalismos de la vida, no habría podido conocer su dulce y valerosa naturaleza como en aquella sola noche de extrañas pruebas. Y, sin embargo, dos pensamientos sellaban en mis labios las palabras de afecto. Débil y sin amparo, trastornada é intranquila, hablarle de amor en aquellos momentos habría sido aprovechar una situación anormal. Y después, era rica, una opulenta heredera, si las pesquisas de Holmes tenían buen éxito. ¿Era digno, era honroso, que un cirujano sin más renta que la media paga de su retiro, explotara en su provecho la intimidad? ¿No se encontraba con ella por casualidad? ¿No me miraría luego como á un vulgar cazador de dotes? Imposible era para mí correr el riesgo de que semejante idea le cruzase por la mente. El tesoro de Agra se atravesaba entre nosotros como una barrera infranqueable.
Eran cerca de las dos cuando llegamos á casa de la señora Cecil Forrester. Hacía ya varias horas que los sirvientes se habían recogido; pero la señora Forrester estaba tan impresionada por el extraño mensaje recibido por la señorita Morstan, que no había querido acostarse hasta la vuelta de ésta. Ella misma nos abrió la puerta. Era una mujer de cierta edad, agraciada todavía, y me causó mucho gusto ver cómo rodeaba con su brazo el talle de mi compañera, y con qué voz de madre cariñosa la saludaba. Se veía que no la consideraba como una empleada, sino como una amiga.
La señorita Morstan me presentó, y la dueña de la casa me rogó con insistencia que entrase á contarle lo ocurrido. Pero yo le expliqué la importancia de la excursión que tenía que hacer, y le prometí volver con noticias de todo lo que averiguásemos sobre el asunto. Al alejarme en el cupé, dirigí hacia atrás una mirada, y todavía me parece ver el pequeño grupo de las dos graciosas formas en lo alto de la escalera exterior, la puerta entreabierta, la luz del vestíbulo que se reflejaba en el espejo, el barómetro y el brillante pasamanos de la escalera.
En medio de la sombría aventura en que nos habíamos lanzado, consolaba la vista de un tranquilo hogar inglés, por rápida que fuera.
Y tanto más pensaba en lo ocurrido, cuanto más horrible y obscuro me parecía.
El carruaje rodaba por las silenciosas calles, medio alumbradas por los faroles del gas; yo pasaba revista, de principio á fin, á la extraordinaria serie de acontecimientos en que estábamos envueltos. El problema original estaba ya en cierto modo aclarado. La muerte del capitán Morstan, el envío de las perlas, el aviso en los diarios, la carta: todo eso estaba ya en limpio. Pero, al aclararlos, nos habíamos sumido en un misterio más profundo y trágico. El tesoro indio, el curioso plano encontrado en el equipaje de Morstan, la extraña escena de la muerte del mayor Sholto, el descubrimiento del lugar en que estaba escondido el tesoro, el asesinato del descubridor, las singularísimas circunstancias: del crimen, las huellas de pisadas, las armas tan raras encontradas en el cuarto de Bartolomé, las palabras escritas en el papel, que correspondían con las del plano del capitán Morstan… he ahí un laberinto en que un hombre con dotes menos extraordinarias que mi amigo Holmes, se habría perdido, desesperado de encontrar la clave.
El callejón Pinchin era una serie de viejas casas de dos pisos, situado en el barrio bajo de Lambeth. Antes de conseguir que me contestasen en el número 3, tuve que golpear en la puerta por largo rato. Por fin distinguí detrás de las persianas del piso alto la luz de una vela, y una cara que miraba hacia afuera.
- Siga usted su camino, borracho, vagabundo - gritó la cara. - Si continúa usted pateando así mi puerta, voy á abrirla, para que salgan á recibirlo mis cuarenta y tres perros.
- Pues yo no he venido sino para que deje usted salir uno solo - le contesté.
- ¡Váyase de aquí! - volvió á gritar el hombre. Tan es cierto como que Dios existe, tengo aquí al alcance de mi mano una avefría, y si usted no se va, se la dejo caer encima.
- ¡Pero yo necesito un perro!
- Ahora ya no discuto más - rugió Mr. Sherman. - Váyase pronto, pues voy á contar hasta tres, y á la tercera, abajo la avefría.
- El señor Sherlock Holmes… - comencé á decir; - y mis palabras produjeron un efecto mágico. La ventana se cerró de golpe, y la puerta estaba abierta al cabo de un minuto.
Era el señor Sherman: un viejo alto y flaco, los hombros prominentes, el cuello largo, y usaba anteojos azules.
- Los amigos del señor Sherlock Holmes son siempre los bienvenidos en mi casa - dijo. - Entre usted, señor. Cuidado con ese tejón, que muerde. « Ah! Canalla, canalla! ¿Quieres morder al señor?» Y se dirigía á un armiño que sacaba la cabeza por entre los barrotes de la jaula. No tenga usted cuidado, señor: ese es un perrito ligero, pero no tiene colmillos, y lo dejo que ande por el cuarto, para que impida que los otros animales salgan. Usted perdonará que al principio haya estado un poco brusco con usted, pero los muchachos me molestan mucho, y tienen la costumbre de venir á golpear la puerta. ¿Qué deseaba el señor Sherlock Holmes, señor?
- Quiere que le mande usted un perro.
- ¡Ah! Ese debe ser Toby.
- Si. Toby, me ha dicho.
- Toby vive en el número 7, á la izquierda.
El señor Sherman avanzó lentamente con su vela en la mano, por entre la curiosa familia de que se había rodeado.
A la incierta y vacilante luz de la vela, pudo ver vagamente algunos pares de ojos escudriñadores y brillantes que nos miraban por todas partes. Por encima de nuestras cabezas, en unas perchas, dormían una cantidad de aves que, al oír nuestras voces, cambiaban de postura y después seguían durmiendo.