×

We use cookies to help make LingQ better. By visiting the site, you agree to our cookie policy.

image

El señor de las moscas William Goulding (Lord of the Flies), 6. El monstruo del aire (2)

6. El monstruo del aire (2)

Simón, que caminaba delante de Ralph, sintió un brote de incredulidad: una fiera que arañaba con sus garras, que estaba allá sentada en la cima de la montaña, que nunca dejaba huellas y, sin embargo, no era lo bastante rápida como para atrapar a Sam y Eric.

De cualquier modo que Simon imaginase a la fiera, siempre se alzaba ante su mirada interior como la imagen de un hombre, heroico y doliente a la vez.

Suspiró. Para otros resultaba fácil levantarse y hablar ante una asamblea, al parecer, sin sentir esa terrible presión de la personalidad; podían decir lo que tenían que decir como si hablasen ante una sola persona. Se echó a un lado y miró hacia atrás. Ralph venía con su lanza al hombro. Tímidamente, Simón retardó el paso hasta encontrarse junto a Ralph. Le miró a través de su lacio pelo negro, que ahora le caía hasta los ojos.

Ralph miró de soslayo; sonrió ligeramente, como si hubiese olvidado que Simón se había puesto en ridículo, y volvió la mirada al vacío. Simón, por unos momentos, sintió la alegría de ser aceptado y dejó de pensar en sí mismo. Cuando tropezó contra un árbol, Ralph miró a otro lado con impaciencia y Robert no disimuló su risa. Simón se sintió vacilar y una mancha blanca que había aparecido en su frente enrojeció y empezó a sangrar.

Ralph se olvidó de Simón para volver a su propio infierno. Tarde o temprano llegarían al castillo y el jefe tendría que ponerse a la cabeza. Vio a Jack retroceder hacia él con paso ligero.

–Estamos ya a la vista.

–Bueno, nos acercaremos lo más que podamos.

Siguió a Jack hacia el castillo, donde el terreno se elevaba ligeramente. Cerraba el lado izquierdo una maraña impenetrable de trepadoras y árboles. – ¿No podría haber algo ahí dentro?

–Ya lo ves. No hay nada que entre ni salga por ahí.

–Bueno, ¿y en el castillo?

–Mira.

Ralph abrió un hueco en la pantalla de hierba y miró a través. Quedaban sólo unos metros más de terreno pedregoso y después los dos lados de la isla llegaban casi a juntarse, de modo que la vista esperaba encontrar el pico de un promontorio. Pero en su lugar, un estrecho arrecife, de unos cuantos metros de anchura y unos quince de longitud, prolongaba la isla hacia el mar. Allí se encontraba otro de aquellos grandes bloques rosados que constituían la estructura de la isla. Este lado del castillo, de unos treinta metros de altura, era el baluarte rosado que habían visto desde la cima de la montaña. El peñón del acantilado estaba partido y su cima casi cubierta de grandes piedras sueltas que parecían a punto de desplomarse.

A espaldas de Ralph la alta hierba estaba poblada de silenciosos cazadores.

–Tú eres el cazador.

–Ya lo sé. Está bien.

Algo muy profundo en Ralph le obligó a decir:

–Yo soy el jefe. Iré yo. No discutas. Se volvió a los otros. Vosotros escondeos ahí y esperadme. Advirtió que su voz tendía o a desaparecer o a salir con demasiada fuerza.

Miró a Jack. – ¿Tú… crees? Jack balbuceó.

–He estado por todas partes. Tiene que estar aquí.

–Bien.

Simón murmuró confuso:

–Yo no creo en esa fiera.

Ralph le contestó cortésmente, como si hablasen del tiempo:

–No, claro que no.

Tenía los labios pálidos y apretados. Despacio, se echó el pelo hacia atrás.

–Bueno, hasta luego.

Obligó a sus pies a impulsarle hasta llegar al angostoso paso. Se encontró con un abismo a ambos lados. No había dónde esconderse, aunque no se tuviese que seguir avanzando. Se detuvo sobre el estrecho paso rocoso y miró hacia abajo. Pronto, en unos cuantos siglos, el mar transformaría el castillo en isla. A la derecha estaba la laguna, turbada por el mar abierto, y a la izquierda…

Ralph tembló. La laguna les había protegido del Pacífico y por alguna razón sólo Jack había descendido hasta el agua por el otro lado. Tenía ante sí el oleaje del mar, tal como lo ve el hombre de tierra, como la respiración de un ser fabuloso. Lentamente, las aguas se hundían entre las rocas, dejando al descubierto rosadas masas de granito, extrañas floraciones de coral, pólipos y algas. Bajaban las aguas, bajaban murmurando como el viento entre las alturas del bosque. Había allí una roca lisa, que se alargaba como una mesa, y las aguas, al ser absorbidas entre la vegetación de sus cuatro costados, daban a estos el aspecto de acantilados. Respiró entonces el adormecido leviatán: las aguas subieron, removieron las algas y el agua hirvió sobre el tablero con un bramido. No se sentía el paso de las olas; sólo aquel prolongado, minuto a minuto, bajar y subir.

Ralph se volvió hacia el rojo acantilado. Allí, entre la alta hierba, esperaban todos, esperaban a ver qué hacía él. Notó que el sudor de sus manos era frío ahora; con sorpresa advirtió que en realidad no esperaba encontrar ninguna fiera y que no sabría qué hacer si la encontraba.

Vio que le sería fácil escalar el acantilado, pero no era necesario. La estructura vertical del macizo había dejado una especie de zócalo a su alrededor, de manera que a la derecha del lado de la laguna se podía avanzar, palmo a palmo, por un saliente hasta volver la esquina y perderse de vista. Era un camino fácil y pronto se halló al otro lado del macizo. Era lo que esperaba y nada más: rosadas peñas dislocadas, cubiertas como una tarta por una capa de guano, y una cuesta empinada que subía hasta las rocas sueltas que coronaban el bastión. Un ruido a sus espaldas le hizo volverse. Jack se acercaba por el zócalo.

–No podía dejar que lo hicieses tú solo.

Ralph no dijo nada. Siguió adelante y avanzó entre las rocas; inspeccionó una especie de semicueva que no contenía nada más temible que un montón de huevos podridos y por fin se sentó, mirando a su alrededor y golpeando la roca con el extremo de su lanza.

Jack estaba excitado. – ¡Menudo lugar para un fuerte!

Una columna de rocío mojó sus cuerpos.

–No hay agua para beber.

–Entonces, ¿qué es aquello?

Había, en efecto, una alargada mancha verde a media altura del macizo. Treparon hasta allí y probaron el hilo de agua.

–Podríamos colocar un casco de coco ahí para que estuviese siempre lleno.

–Yo no. Este sitio es un asco.

Uno junto al otro, escalaron el último tramo hasta llegar al sitio donde las rocas apiladas terminaban en una gran piedra partida. Jack golpeó con el puño la que tenía más cerca, que rechinó ligeramente.

–Te acuerdas…

Pero el recuerdo de los malos tiempos que habían vivido entre aquellas dos ocasiones dominó a los dos. Jack se apresuró a hablar:

–Si metiéramos un tronco de palmera por debajo, cuando el enemigo se acercase… ¡mira!

Debajo de ellos, a unos treinta metros, se encontraba el estrecho paso, después el terreno pedregoso, después la hierba salpicada de cabezas y detrás de todo aquello el bosque. – ¡Un empujón – gritó Jack exultante – y… zas…! Hizo un gesto amplio con la mano.

Ralph miró hacia la montaña. – ¿Qué te pasa? Ralph se volvió. – ¿Por qué lo dices?

–Mirabas de una manera… que no sé.

–No hay ninguna señal ahora. Nada que se pueda ver.

–Qué manía con la señal.

Les cercaba el tenso horizonte azul, roto sólo por la cumbre de la montaña.

–Es lo único que tenemos.

Descansó la lanza contra la piedra oscilante y se echó hacia atrás dos mechones de pelo.

–Vamos a tener que volver y subir a la montaña Allí es donde vieron la fiera.

–No va a estar allí. – ¿Y que más podemos hacer?

Los otros, que aguardaban en la hierba, vieron a Jack y Ralph ilesos y salieron de su escondite hacia la luz del sol. La emoción de explorar les hizo olvidarse de la fiera.

Cruzaron como un enjambre el puente y pronto se hallaron trepando y gritando. Ralph descansaba ahora con una mano contra un enorme bloque rojo, un bloque tan grande como una rueda de molino, que se había partido y colgaba tambaleándose. Observaba la montaña con expresión sombría. Golpeó la roja muralla a su derecha con el puño cerrado, como un martillo. Tenía los labios muy apretados y sus ojos, bajo el fleco de pelo, parecían anhelar algo.

–Humo.

Se chupó el puño lastimado. – ¡Jack! Vamos.

Pero Jack no estaba allí. Un grupo de muchachos, produciendo un gran ruido que no había percibido hasta entonces, hacía oscilar y empujaba una roca. Al volverse él, la base se cuarteó y toda aquella masa cayó al mar, haciendo saltar una columna de agua ensordecedora que subió hasta media altura del acantilado. – ¡Quietos! ¡Quietos!

Su voz produjo el silencio de los demás.

–Humo.

Una cosa extraña le pasaba en la cabeza. Algo revoloteaba allí mismo, ante su mente, como el ala de un murciélago enturbiando su pensamiento.

–Humo.

De pronto, le volvieron las ideas y la ira.

–Necesitamos humo. Y vosotros os ponéis a perder el tiempo rodando piedras. Roger gritó:

–Tenemos tiempo de sobra. Ralph movió la cabeza.

–Hay que ir a la montaña.

Estalló un griterío. Algunos de los muchachos querían regresar a la playa. Otros querían rodar más piedras. El sol brillaba y el peligro se había disipado con la oscuridad.

–Jack. A lo mejor la fiera está al otro lado. Guía otra vez. Tú ya has estado allí.

–Podemos ir por la orilla. Allí hay fruta. Bill se acercó a Ralph. – ¿Por qué no nos podemos quedar aquí un rato?

–Eso.

–Vamos a hacer una fortaleza…

–Aquí no hay comida – dijo Ralph – ni refugios. Y poca agua dulce.

–Esto sería una fortaleza fantástica.

–Podemos rodar piedras…

–Hasta el puente… – ¡Digo que vamos a seguir! – gritó Ralph enfurecido -. Tenemos que estar seguros.

Ahora vamonos.

–Era mejor quedarnos aquí.

–Vamonos al refugio…

–Estoy cansado… – ¡No!

Ralph se despellejó los nudillos. No parecieron dolerle.

–Yo soy el jefe. Tenemos que estar bien seguros. ¿Es que no veis la montaña? No hay ninguna señal. Puede haber un barco allá afuera. ¿Es que estáis todos chiflados?

Con aire levantisco, los muchachos guardaron silencio o murmuraron entre sí.

Jack les siguió camino abajo hasta cruzar el puente.

Learn languages from TV shows, movies, news, articles and more! Try LingQ for FREE