1. El toque de la caracola (1)
William Golding
El señor de las moscas
A mi madre y a mi padre
1. El toque de la caracola
El muchacho rubio descendió un último trecho de roca y comenzó a abrirse paso hacia la laguna. Se había quitado el suéter escolar y lo arrastraba en una mano, pero a pesar de ello sentía la camisa gris pegada a su piel y los cabellos aplastados contra la frente. En torno suyo, la penetrante cicatriz que mostraba la selva estaba bañada en vapor. Avanzaba el muchacho con dificultad entre las trepadoras y los troncos partidos, cuando un pájaro, visión roja y amarilla, saltó en vuelo como un relámpago, con un antipático chillido, al que contestó un grito como si fuese su eco; – ¡Eh – decía -, aguarda un segundo!
La maleza al borde del desgarrón del terreno tembló y cayeron abundantes gotas de lluvia con un suave golpeteo.
–Aguarda un segundo – dijo la voz -, estoy atrapado.
El muchacho rubio se detuvo y se estiró las medias con un ademán instintivo, que por un momento pareció transformar la selva en un bosque cercano a Londres.
De nuevo habló la voz.
–No puedo casi moverme con estas dichosas trepadoras.
El dueño de aquella voz salió de la maleza andando de espaldas y las ramas arañaron su grasiento anorak. Tenía desnudas y llenas de rasguños las gordas rodillas. Se agachó para arrancarse cuidadosamente las espinas. Después se dio la vuelta. Era más bajo que el otro muchacho y muy gordo. Dio unos pasos, buscando lugar seguro para sus pies, y miró tras sus gruesas gafas. – ¿Dónde está el hombre del megáfono? El muchacho rubio sacudió la cabeza.
–Estamos en una isla. Por lo menos, eso me parece. Lo de allá fuera, en el mar, es un arrecife. Me parece que no hay personas mayores en ninguna parte.
El otro muchacho miró alarmado. – ¿Y aquel piloto? Pero no estaba con los pasajeros, es verdad, estaba más adelante, en la cabina.
El muchacho rubio miró hacia el arrecife con los ojos entornados.
–Todos los otros chicos… – siguió el gordito -. Alguno tiene que haberse salvado. ¿Se habrá salvado alguno, verdad?
El muchacho rubio empezó a caminar hacia el agua afectando naturalidad. Se esforzaba por comportarse con calma y, a la vez, sin parecer demasiado indiferente, pero el otro se apresuró tras él. – ¿No hay más personas mayores en este sitio?
–Me parece que no.
El muchacho rubio había dicho esto en un tono solemne, pero en seguida le dominó el gozo que siempre produce una ambición realizada, y en el centro del desgarrón de la selva brincó dando media voltereta y sonrió burlonamente a la figura invertida del otro. – ¡Ni una persona mayor!
En aquel momento el muchacho gordo pareció acordarse de algo.
–El piloto aquel.
El otro dejó caer sus pies y se sentó en la tierra ardiente.
–Se marcharía después de soltarnos a nosotros. No podía aterrizar aquí, es imposible para un avión con ruedas. – ¡Será que nos han atacado!
–No te preocupes, que ya volverá.
Pero el gordo hizo un gesto de negación con la cabeza.
–Cuando bajábamos miré por una de las ventanillas aquellas. Vi la otra parte del avión y salían llamas. Observó el desgarrón de la selva de arriba abajo.
–Y todo esto lo hizo la cabina del avión. El otro extendió la mano y tocó un tronco de árbol mellado. Se quedó pensativo por un momento. – ¿Qué le pasaría? – preguntó -. ¿Dónde estará ahora?
–La tormenta lo arrastró al mar. Menudo peligro, con tantos árboles cayéndose.
Algunos chicos estarán dentro todavía.
Dudó por un momento; después habló de nuevo. – ¿Cómo te llamas?
–Ralph.
El gordito esperaba a su vez la misma pregunta, pero no hubo tal señal de amistad. El muchacho rubio llamado Ralph sonrió vagamente, se levantó y de nuevo emprendió la marcha hacia la laguna. El otro le siguió, decidido, a su lado.
–Me parece que muchos otros estarán por ahí. ¿Tú no has visto a nadie más, verdad?
Ralph contestó que no, con la cabeza, y forzó la marcha, pero tropezó con una rama y cayó ruidosamente al suelo. El muchacho gordo se paró a su lado, respirando con dificultad.
–Mi tía me ha dicho que no debo correr – explicó -, por el asma. – ¿Asma?
–Sí. Me quedo sin aliento. Era el único chico en el colegio con asma – dijo el gordito con cierto orgullo -. Y llevo gafas desde que tenía tres años.
Se quitó las gafas, que mostró a Ralph con un alegre guiño de ojos; luego las limpió con su mugriento anorak. Quedó pensativo y una expresión de dolor alteró los pálidos rasgos de su rostro. Enjugó el sudor de sus mejillas y en seguida se ajustó las gafas.
–Esa fruta… Buscó en torno suyo.
–Esa fruta – dijo -, supongo… Puestas las gafas, se apartó de Ralph para esconderse entre el enmarañado follaje.
–En seguida salgo…
Ralph se escabulló en silencio y desapareció por entre el ramaje. Segundos después, los gruñidos del otro quedaron detrás de él. Se apresuró hacia la pantalla que aún le separaba de la laguna. Saltó un tronco caído y se encontró fuera de la selva.
La costa apareció vestida de palmeras. Se sostenían frente a la luz del sol o se inclinaban o descansaban contra ella, y sus verdes plumas se alzaban más de treinta metros en el aire. Bajo ellas el terreno formaba un ribazo mal cubierto de hierba, desgarrado por las raíces de los árboles caídos y regado de cocos podridos y retoños del palmar. Detrás quedaban la oscuridad de la selva y el espacio abierto del desgarrón.
Ralph se paró, apoyada la mano en un tronco gris, con la mirada fija en el agua trémula. Allá, quizá a poco más de un kilómetro, la blanca espuma saltaba sobre un arrecife de coral, y aún más allá, el mar abierto era de un azul oscuro. Limitada por aquel arco irregular de coral, la laguna yacía tan tranquila como un lago de montaña, con infinitos matices del azul y sombríos verdes y morados. La playa, entre la terraza de palmeras y el agua, semejaba un fino arco de tiro, aunque sin final discernibles, pues a la izquierda de Ralph la perspectiva de palmeras, arena y agua se prolongaba hacia un punto en el infinito. Y siempre presente, casi visible, el calor. Saltó de la terraza. Sintió la arena pesando sobre sus zapatos negros y el azote del calor en el cuerpo. Comenzó a notar el peso de la ropa: se quitó con una fuerte sacudida cada zapato y de un solo tirón cada media. Subió de otro salto a la terraza, se despojó de la camisa y se detuvo allí, entre los cocos que semejaban calaveras, deslizándose sobre su piel las sombras verdes de las palmeras y la selva. Se desabrochó la hebilla adornada del cinturón, dejó caer pantalón y calzoncillo y, desnudo, contempló la playa deslumbrante y el agua. Por su edad – algo más de doce años – había ya perdido la prominencia del vientre de la niñez; pero aún no había adquirido la figura desgarbada del adolescente. Se adivinaba ahora, por la anchura y peso de sus hombros, que podría llegar a ser un boxeador, pero la boca y los ojos tenían una suavidad que no anunciaba ningún demonio escondido. Acarició suavemente el tronco de palmera y, obligado al fin a creer en la realidad de la isla, volvió a reír lleno de gozo y a saltar y a voltearse. De nuevo ágilmente en pie, saltó a la playa, se dejó caer de rodillas y con los brazos apiló la arena contra su pecho. Se sentó a contemplar el agua, brillándole de alegría los ojos.
–Ralph…
El muchacho gordo bajó a la terraza de palmeras y se sentó cuidadosamente en su borde.
–Oye, perdona que haya tardado tanto. La fruta esa…
Se limpió las gafas y las ajustó sobre su corta naricilla. La montura había marcado una V profunda y rosada en el caballete. Observó con mirada crítica el cuerpo dorado de Ralph y después miró su propia ropa. Se llevó una mano al pecho y asió la cremallera.
–Mi tía…
Resuelto, tiró de la cremallera y se sacó el anorak por la cabeza. – ¡Ya está!
Ralph le miró de reojo y siguió en silencio.
–Supongo que necesitaremos saber los nombres de todos – dijo el gordito – y hacer una lista. Debíamos tener una reunión.
Ralph no se dio por enterado, por lo que el otro muchacho se vio obligado a seguir.
–No me importa lo que me llamen – dijo en tono confidencial -, mientras no me llamen lo que me llamaban en el colegio.
Ralph manifestó cierta curiosidad. – ¿Y qué es lo que te llamaban? El muchacho dirigió una mirada hacia atrás; después se inclinó hacia Ralph. Susurró:
–Me llamaban «Piggy».
Ralph estalló en una carcajada y, de un salto, se puso en pie. – ¡Piggy! ¡Piggy! – ¡Ralph…, por favor!
Piggy juntó las manos, lleno de temor.
–Te dije que no quería… – ¡Piggy! ¡Piggy!
Ralph salió bailando al aire cálido de la playa y regresó imitando a un bombardero, con las alas hacia atrás, que ametrallaba a Piggy. – ¡Ta-ta-ta-ta-ta!
Se lanzó en picado sobre la arena a los pies de Piggy y allí tumbado volvió a reírse. – ¡Piggy!
Piggy sonrió de mala gana, no descontento a pesar de todo, porque aquello era como una señal de acercamiento.
–Mientras no se lo digas a nadie más…
Ralph dirigió una risita tonta a la arena. Piggy volvió a quedarse pensativo, de nuevo en su rostro el reflejo de una expresión de dolor.
–Un segundo.
Se apresuró otra vez hacia la selva. Ralph se levantó y caminó a brincos hacia su derecha.
Allí, un rasgo rectangular del paisaje interrumpía bruscamente la playa: una gran plataforma de granito rosa cortaba inflexible bosque, terraza, arena y laguna, hasta formar un malecón saliente de casi metro y medio de altura. Lo cubría una delgada capa de tierra y hierba bajo la sombra de tiernas palmeras. No tenían éstas suficiente tierra para crecer, y cuando alcanzaban unos seis metros se desplomaban y acababan secándose. Sus troncos, en complicado dibujo, creaban un cómodo lugar para asiento. Las palmeras que aún seguían en pie formaban un techo verde recubierto por los cambiantes reflejos que brotaban de la laguna. Ralph subió a aquella plataforma. Sintió el frescor y la sombra; cerró un ojo y decidió que las sombras sobre su cuerpo eran en realidad verdes. Se abrió camino hasta el borde de la plataforma, del lado del océano, y allí se detuvo a contemplar el mar a sus pies. Estaba tan claro que podía verse su fondo, y brillaba con la eflorescencia de las algas y el coral tropicales. Diminutos peces resplandecientes pasaban rápidamente de un lado a otro. Ralph, haciendo sonar dentro de sí los bordones de la alegría, exclamó: – ¡Uhhh…!
Había aún más para asombrarse allende la plataforma. La arena, por algún accidente – un tifón, quizá, o la misma tormenta que le acompañara a él en su llegada -, se había acumulado dentro la laguna, formando en la playa una poza profunda y larga, cerrada por un muro de granito rosa al otro extremo. Ralph se había visto en otras ocasiones engañado por la falsa apariencia de profundidad de una poza de playa y se aproximó a ésta preparado para llevarse una desilusión; pero la isla se mantenía fiel a su forma, y aquella increíble poza, que evidentemente sólo en la pleamar era invadida por las aguas, resultaba tan honda en uno de sus extremos que el agua tenía un color verde oscuro.
Ralph examinó detenidamente sus treinta metros de extensión y luego se lanzó a ella.
Estaba más caliente que su propia sangre y era como nadar en una enorme bañera.
Apareció Piggy de nuevo. Se sentó en el borde del muro de roca y observó con envidia el cuerpo a la vez blanco y verde de Ralph.
–Ni siquiera sabes nadar.
–Piggy – Piggy se quitó zapatos y calcetines, los extendió con cuidado sobre el borde y probó el agua con el dedo gordo. – ¡Está caliente! – ¿Y qué creías?