×

Χρησιμοποιούμε cookies για να βελτιώσουμε τη λειτουργία του LingQ. Επισκέπτοντας τον ιστότοπο, συμφωνείς στην cookie policy.


image

Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (25)

Los desposeídos (25)

En el refectorio se obligó a sentarse en las mesas grandes y no en una pequeña con un libro frente a él.

Era sorprendente: daba la impresión de que la gente había estado esperándolo. Lo acogían, lo agasajaban, lo invitaban como compañero de cuarto y camarada. Lo llevaban a pasear con ellos, y al cabo de tres días había aprendido más acerca de Abbenay que en todo un año. Iba con grupos de jóvenes alegres a los campos de atletismo, a los centros de artesanía, a las piscinas de natación, a festivales, museos, teatros y conciertos.

Los conciertos fueron una revelación, una sorpresa maravillosa.

Nunca había ido a un concierto aquí en Abbenay, en parte porque pensaba que la música es algo que uno hace, no algo que uno escucha. De niño siempre había cantado, o tocado, uno u otro instrumento, en los coros y conjuntos locales; había disfrutado muchísimo, pero no tenía verdadero talento. Y eso era todo cuanto sabía de la música.

En los centros de enseñanza se aprendía todo lo necesario para la práctica del arte: canto, métrica, danza, el uso del cepillo, el cincel, el cuchillo, el torno, y así sucesivamente. Todo era pragmático: los niños aprendían a ver, a hablar, a escuchar, a moverse, a manejar. No había una línea divisoria entre las artes y los oficios; el arte no tenía un lugar especial en la vida, era una simple técnica básica de la vida, como el lenguaje. De este modo la arquitectura había desarrollado, desde el principio y en plena libertad, un estilo coherente, puro y simple, de sutiles proporciones. La pintura y la escultura eran sobre todo elementos de la arquitectura y el urbanismo. En cuanto a las artes de la palabra, la poesía y la narrativa, tendían a ser efímeras, a confundirse con el canto y la danza; sólo el teatro se mantenía apañe, y sólo al teatro lo llamaban «El Arte», algo completo en sí mismo. Había numerosos elencos regionales e itinerantes de actores y bailarines, compañías de repertorio, muy a menudo con un autor acólito. Representaban tragedias, comedias improvisadas a medias, pantomimas. Eran tan bienvenidas como la lluvia en las solitarias ciudades del desierto, eran la gloria del año en cualquier lugar a donde iban. Nacido del aislamiento y el espíritu de solidaridad de los anarresti, y encarnándolos, el arte dramático había alcanzado una pujanza y una brillantez extraordinarias.

Shevek, sin embargo, no era particularmente sensible al arte del teatro. Gustaba del esplendor verbal, pero la actuación misma no le interesaba. Sólo en el segundo año de su estancia en Abbenay descubrió, por fin, su Arte: el arte que está hecho de tiempo. Alguien lo llevó a un concierto en el Sindicato de Música. Volvió a la noche siguiente. Iba a todos los conciertos, con sus nuevas amistades si era posible, solo si no había otro remedio. La música era una necesidad más urgente, una satisfacción más profunda que la compañía humana.

En realidad, nunca había conseguido romper su aislamiento esencial, y él lo sabía. No tenía amigos íntimos. Copulaba con varias muchachas, pero copular no era el goce que tenía que ser. Era sólo el alivio de una necesidad, de la que luego se sentía avergonzado, pues involucraba a otra persona como objeto. Prefería la masturbación, el camino adecuado para un hombre como él. La soledad lo había atrapado; estaba condenado por herencia. Ella había dicho:

—Lo primero es el trabajo. —Rulag lo había dicho, lo había dicho con calma, ella había enunciado esa realidad, incapaz de cambiarla, de sacarla de la celda fría. Lo mismo le ocurría a él. Anhelaba acercarse a aquellas almas jóvenes y generosas, que lo llamaban hermano, pero no podía llegar a ellas, ni ellas a él. Había nacido para estar solo, un frío intelectual maldito, un egotista.

El trabajo era lo primordial, pero no lo llevaba a nada. Como el sexo, tendría que haber sido un placer, y no lo era. Seguía enredado en los mismos problemas, sin avanzar ni un solo paso hacia la solución de la Paradoja Temporal de To, y menos aún la Teoría de la Simultaneidad, que el año anterior casi había tenido al alcance de la mano, o así lo había pensado al menos. Aquella confianza en sí mismo le parecía inverosímil. ¿Se había considerado capaz, a los veinte años, de desarrollar una teoría que podría cambiar los fundamentos mismos de la física cosmológica? Evidentemente, había estado loco mucho tiempo, mucho antes de la fiebre. Se inscribió en dos grupos de matemática filosófica, diciéndose que los necesitaba y negándose a admitir que él podía haber encabezado uno y otro tan bien como los instructores. Evitaba a Sabul siempre que podía.

En el primer arranque de las nuevas resoluciones se había propuesto conocer mejor a Gvarab. Gvarab le respondió lo mejor que pudo, pero el invierno había sido cruel con ella: estaba enferma y sorda, y senil; inició un curso y al poco tiempo lo abandonó. Estaba incoherente: un día apenas reconocía a Shevek, y al día siguiente lo llevaba ala rastra a su domicilio para conversar con él toda la noche. Shevek, que había llegado poco más allá de las ideas de Gvarab, encontraba tediosas aquellas charlas interminables. O tenía que permitir que Gvarab lo aburriese durante horas, repitiendo cosas que él ya sabía o que había refutado, o tenía que herirla y confundirla mientras trataba de mostrarle el buen camino. Era un conflicto que superaba la paciencia o el tacto de alguien tan joven, y terminó por evitar a Gvarab cuando podía, siempre con remordimientos.

No había nadie más con quien hablar. Nadie en el Instituto sabía bastante de física temporal pura como para sostener una conversación con él. Le hubiera gustado enseñarla, pero todavía no le habían dado una clase en el Instituto. Pidió un puesto una vez, pero el Sindicato de Profesores y Estudiantes lo rechazó de plano. No querían enemistarse con Sabul.

A medida que avanzaba el año, se acostumbró a distraerse escribiendo cartas a Atro y otros físicos y matemáticos de Urras. Pocas de aquellas canas eran enviadas. Algunas las rompía él mismo en seguida de escribirlas. Descubrió que el matemático Loai-An, a quien había enviado una tesis de seis páginas sobre la reversibilidad temporal, estaba muerto desde hacía veinte años: no se le había ocurrido leer el prefacio biográfico de la Geometría del Tiempo de An. Otras canas que intentó enviar con los cargueros de Urras fueron detenidas por los administradores del Puerto de Abbenay. El Puerto estaba bajo el control directo de la CPD, y como las funciones de la CPD incluían la coordinación de numerosos sindicatos, algunos de los coordinadores necesitaban saber iótico. Esos administradores del Puerto, de conocimientos especializados y posición relevante, se aficionaban pronto a la mentalidad burocrática: decían «no»

automáticamente. Desconfiaban de las cartas a matemáticos, les parecían escritas en código, y nadie podía asegurarles lo contrario. Las canas a los tísicos sólo eran admitidas con la aprobación de Sabul, el asesor. Y Sabul no aprobaba ninguna que tratase de temas ajenos a su propia rama: la física secuencial.

—No es de mi competencia —gruñía, empujando a un lado la carta. Shevek la enviaba de todos modos a los administradores del Puerto, y la recibía de vuelta con un sello: «Denegada la exportación».

Planteó el problema en la Federación de Física, a cuyas asambleas Sabul rara vez se molestaba en asistir. Nadie allí daba importancia a la necesidad de una libre comunicación con el enemigo ideológico. Algunos sermonearon a Shevek por trabajar en un campo tan arcano que, como él mismo admitía, no había nadie que lo dominara, ni siquiera en su propio mundo.

—Pero es un campo nuevo —arguyó Shevek, con lo que no llegó a ninguna parte.

—¡Si es nuevo, compártelo con nosotros, no con el propietariado!

—Cada trimestre, desde hace un año, he tratado de dar un curso. Siempre decís que no hay demanda suficiente. ¿Le tenéis miedo porque es nuevo?

Nadie lo apoyó. Los dejó enfurecidos.

Seguía escribiendo cartas a Urras, aun cuando nunca las enviaba. El hecho de escribir para alguien que comprendía —que hubiera podido comprender— le permitía escribir, pensar. De otro modo no era posible.

Transcurrían las décadas y los trimestres. Dos o tres veces al año llegaba la recompensa: una carta de Atro u otro físico de A-Io o Thu, una carta larga, de escritura apretada, con argumentaciones profusas, teoría pura desde el saludo hasta la firma, pura, intensa y abstrusa física temporal matemático-ética-cosmológica, escrita en un idioma que él no sabía hablar por hombres que no conocía, ferozmente empeñados en combatir y destruir sus teorías, enemigos de su mundo, rivales, extraños, hermanos.

Durante unos días, después de recibir una de estas cartas, estaba irascible y radiante, trabajaba día y noche, las ideas le brotaban como de un manantial. Luego, poco a poco, con arrebatos y luchas desesperados, volvía a la tierra, al suelo seco, árido.

Terminaba su tercer año en el Instituto cuando murió Gvarab. Pidió hablar en el servicio fúnebre, que se celebraba como de costumbre en el lugar donde el muerto había trabajado: en este caso en una de las salas de conferencia en el edificio del laboratorio de Física. Fue el único orador. No asistió ningún estudiante; hacía dos años que Gvarab no enseñaba. Estaban allí unos pocos miembros veteranos del Instituto, y el hijo de Gvarab, de mediana edad, que era químico agrícola en el Noreste. Shevek habló desde el sitio en que la anciana profesora solía dar clase. Dijo a los presentes, con la voz enronquecida por la ahora permanente bronquitis invernal, que Gvarab había fundado la ciencia del tiempo, y que era la cosmóloga más notable que había trabajado jamás en el Instituto.

—Tenemos ahora nuestra Odo en física —dijo—. La tenemos, y nunca la hemos honrado.

Luego, una mujer le agradeció, con lágrimas en los ojos.

—Siempre hacíamos juntas el décimo día, ella y yo; en la portería del domicilio pasábamos tan buenos momentos conversando —dijo, estremeciéndose en el viento glacial cuando salían a la calle. El químico agrícola farfulló unas palabras de agradecimiento, y se marchó de prisa para alcanzar un vehículo de regreso al Noreste. En un arranque de dolor, futilidad e impaciencia Shevek echó andar a la deriva por las calles de la ciudad.

Tres años aquí, ¿y qué había conseguido? Un libro, expropiado por Sabul, cinco o seis trabajos inéditos; y una oración fúnebre por una vida desperdiciada.

Nadie comprendía lo que hacía. O, para decirlo más honestamente, nada de lo que hacía tenía significado. No estaba cumpliendo ninguna función necesaria, personal o social. En realidad —y no era un fenómeno insólito en ese campo— ya nunca haría nada más. Había chocado con el muro para siempre.

Se detuvo frente al auditorio del Sindicato de Música a leer los programas para la década. No había concierto esa noche. Se volvió apartándose de la cartelera y se encontró cara a cara con Bedap.

Bedap, siempre ala defensiva y un tanto miope, no lo reconoció. Shevek lo tomó del brazo.

—¡Shevek! ¡Diantre, eres tú! —Se abrazaron, se besaron, se separaron, se abrazaron otra vez. Shevek se sentía desbordante de amor. ¿Por qué? Ni siquiera había simpatizado mucho con Bedap aquel año del Instituto Regional. Nunca se habían escrito, en estos tres últimos años. La amistad entre ellos era cosa de la niñez, del pasado. Sin embargo el amor estaba allí: llameaba como ascuas removidas.

Caminaron, hablaron, sin saber a dónde iban. Las calles anchas de Abbenay estaban silenciosas en la noche invernal. En las bocacalles la luz empañada de los faroles era un estanque de plata, y la nieve seca revoloteaba allí como cardúmenes de peces diminutos que perseguían sus propias sombras. El viento soplaba áspero y frío detrás de la nieve. Los labios entumecidos y el castañeteo de los dientes entorpecían la conversación. Alcanzaron el ómnibus de las diez, el último, para el Instituto. El domicilio de Bedap quedaba lejos, en la margen este de la ciudad, un largo viaje en el frío.

Bedap inspeccionó el cuarto 46 con un asombro irónico.


Los desposeídos (25)

En el refectorio se obligó a sentarse en las mesas grandes y no en una pequeña con un libro frente a él.

Era sorprendente: daba la impresión de que la gente había estado esperándolo. Lo acogían, lo agasajaban, lo invitaban como compañero de cuarto y camarada. Lo llevaban a pasear con ellos, y al cabo de tres días había aprendido más acerca de Abbenay que en todo un año. Iba con grupos de jóvenes alegres a los campos de atletismo, a los centros de artesanía, a las piscinas de natación, a festivales, museos, teatros y conciertos.

Los conciertos fueron una revelación, una sorpresa maravillosa.

Nunca había ido a un concierto aquí en Abbenay, en parte porque pensaba que la música es algo que uno hace, no algo que uno escucha. De niño siempre había cantado, o tocado, uno u otro instrumento, en los coros y conjuntos locales; había disfrutado muchísimo, pero no tenía verdadero talento. Y eso era todo cuanto sabía de la música.

En los centros de enseñanza se aprendía todo lo necesario para la práctica del arte: canto, métrica, danza, el uso del cepillo, el cincel, el cuchillo, el torno, y así sucesivamente. Todo era pragmático: los niños aprendían a ver, a hablar, a escuchar, a moverse, a manejar. No había una línea divisoria entre las artes y los oficios; el arte no tenía un lugar especial en la vida, era una simple técnica básica de la vida, como el lenguaje. De este modo la arquitectura había desarrollado, desde el principio y en plena libertad, un estilo coherente, puro y simple, de sutiles proporciones. La pintura y la escultura eran sobre todo elementos de la arquitectura y el urbanismo. En cuanto a las artes de la palabra, la poesía y la narrativa, tendían a ser efímeras, a confundirse con el canto y la danza; sólo el teatro se mantenía apañe, y sólo al teatro lo llamaban «El Arte», algo completo en sí mismo. Había numerosos elencos regionales e itinerantes de actores y bailarines, compañías de repertorio, muy a menudo con un autor acólito. Representaban tragedias, comedias improvisadas a medias, pantomimas. Eran tan bienvenidas como la lluvia en las solitarias ciudades del desierto, eran la gloria del año en cualquier lugar a donde iban. Nacido del aislamiento y el espíritu de solidaridad de los anarresti, y encarnándolos, el arte dramático había alcanzado una pujanza y una brillantez extraordinarias.

Shevek, sin embargo, no era particularmente sensible al arte del teatro. Gustaba del esplendor verbal, pero la actuación misma no le interesaba. Sólo en el segundo año de su estancia en Abbenay descubrió, por fin, su Arte: el arte que está hecho de tiempo. Alguien lo llevó a un concierto en el Sindicato de Música. Volvió a la noche siguiente. Iba a todos los conciertos, con sus nuevas amistades si era posible, solo si no había otro remedio. La música era una necesidad más urgente, una satisfacción más profunda que la compañía humana.

En realidad, nunca había conseguido romper su aislamiento esencial, y él lo sabía. No tenía amigos íntimos. Copulaba con varias muchachas, pero copular no era el goce que tenía que ser. Era sólo el alivio de una necesidad, de la que luego se sentía avergonzado, pues involucraba a otra persona como objeto. Prefería la masturbación, el camino adecuado para un hombre como él. La soledad lo había atrapado; estaba condenado por herencia. Ella había dicho:

—Lo primero es el trabajo. —Rulag lo había dicho, lo había dicho con calma, ella había enunciado esa realidad, incapaz de cambiarla, de sacarla de la celda fría. Lo mismo le ocurría a él. Anhelaba acercarse a aquellas almas jóvenes y generosas, que lo llamaban hermano, pero no podía llegar a ellas, ni ellas a él. Había nacido para estar solo, un frío intelectual maldito, un egotista.

El trabajo era lo primordial, pero no lo llevaba a nada. Como el sexo, tendría que haber sido un placer, y no lo era. Seguía enredado en los mismos problemas, sin avanzar ni un solo paso hacia la solución de la Paradoja Temporal de To, y menos aún la Teoría de la Simultaneidad, que el año anterior casi había tenido al alcance de la mano, o así lo había pensado al menos. Aquella confianza en sí mismo le parecía inverosímil. ¿Se había considerado capaz, a los veinte años, de desarrollar una teoría que podría cambiar los fundamentos mismos de la física cosmológica? Evidentemente, había estado loco mucho tiempo, mucho antes de la fiebre. Se inscribió en dos grupos de matemática filosófica, diciéndose que los necesitaba y negándose a admitir que él podía haber encabezado uno y otro tan bien como los instructores. Evitaba a Sabul siempre que podía.

En el primer arranque de las nuevas resoluciones se había propuesto conocer mejor a Gvarab. Gvarab le respondió lo mejor que pudo, pero el invierno había sido cruel con ella: estaba enferma y sorda, y senil; inició un curso y al poco tiempo lo abandonó. Estaba incoherente: un día apenas reconocía a Shevek, y al día siguiente lo llevaba ala rastra a su domicilio para conversar con él toda la noche. Shevek, que había llegado poco más allá de las ideas de Gvarab, encontraba tediosas aquellas charlas interminables. O tenía que permitir que Gvarab lo aburriese durante horas, repitiendo cosas que él ya sabía o que había refutado, o tenía que herirla y confundirla mientras trataba de mostrarle el buen camino. Era un conflicto que superaba la paciencia o el tacto de alguien tan joven, y terminó por evitar a Gvarab cuando podía, siempre con remordimientos.

No había nadie más con quien hablar. Nadie en el Instituto sabía bastante de física temporal pura como para sostener una conversación con él. Le hubiera gustado enseñarla, pero todavía no le habían dado una clase en el Instituto. Pidió un puesto una vez, pero el Sindicato de Profesores y Estudiantes lo rechazó de plano. No querían enemistarse con Sabul.

A medida que avanzaba el año, se acostumbró a distraerse escribiendo cartas a Atro y otros físicos y matemáticos de Urras. Pocas de aquellas canas eran enviadas. Algunas las rompía él mismo en seguida de escribirlas. Descubrió que el matemático Loai-An, a quien había enviado una tesis de seis páginas sobre la reversibilidad temporal, estaba muerto desde hacía veinte años: no se le había ocurrido leer el prefacio biográfico de la Geometría del Tiempo de An. Otras canas que intentó enviar con los cargueros de Urras fueron detenidas por los administradores del Puerto de Abbenay. El Puerto estaba bajo el control directo de la CPD, y como las funciones de la CPD incluían la coordinación de numerosos sindicatos, algunos de los coordinadores necesitaban saber iótico. Esos administradores del Puerto, de conocimientos especializados y posición relevante, se aficionaban pronto a la mentalidad burocrática: decían «no»

automáticamente. Desconfiaban de las cartas a matemáticos, les parecían escritas en código, y nadie podía asegurarles lo contrario. Las canas a los tísicos sólo eran admitidas con la aprobación de Sabul, el asesor. Y Sabul no aprobaba ninguna que tratase de temas ajenos a su propia rama: la física secuencial.

—No es de mi competencia —gruñía, empujando a un lado la carta. Shevek la enviaba de todos modos a los administradores del Puerto, y la recibía de vuelta con un sello: «Denegada la exportación».

Planteó el problema en la Federación de Física, a cuyas asambleas Sabul rara vez se molestaba en asistir. Nadie allí daba importancia a la necesidad de una libre comunicación con el enemigo ideológico. Algunos sermonearon a Shevek por trabajar en un campo tan arcano que, como él mismo admitía, no había nadie que lo dominara, ni siquiera en su propio mundo.

—Pero es un campo nuevo —arguyó Shevek, con lo que no llegó a ninguna parte.

—¡Si es nuevo, compártelo con nosotros, no con el propietariado!

—Cada trimestre, desde hace un año, he tratado de dar un curso. Siempre decís que no hay demanda suficiente. ¿Le tenéis miedo porque es nuevo?

Nadie lo apoyó. Los dejó enfurecidos.

Seguía escribiendo cartas a Urras, aun cuando nunca las enviaba. El hecho de escribir para alguien que comprendía —que hubiera podido comprender— le permitía escribir, pensar. De otro modo no era posible.

Transcurrían las décadas y los trimestres. Dos o tres veces al año llegaba la recompensa: una carta de Atro u otro físico de A-Io o Thu, una carta larga, de escritura apretada, con argumentaciones profusas, teoría pura desde el saludo hasta la firma, pura, intensa y abstrusa física temporal matemático-ética-cosmológica, escrita en un idioma que él no sabía hablar por hombres que no conocía, ferozmente empeñados en combatir y destruir sus teorías, enemigos de su mundo, rivales, extraños, hermanos.

Durante unos días, después de recibir una de estas cartas, estaba irascible y radiante, trabajaba día y noche, las ideas le brotaban como de un manantial. Luego, poco a poco, con arrebatos y luchas desesperados, volvía a la tierra, al suelo seco, árido.

Terminaba su tercer año en el Instituto cuando murió Gvarab. Pidió hablar en el servicio fúnebre, que se celebraba como de costumbre en el lugar donde el muerto había trabajado: en este caso en una de las salas de conferencia en el edificio del laboratorio de Física. Fue el único orador. No asistió ningún estudiante; hacía dos años que Gvarab no enseñaba. Estaban allí unos pocos miembros veteranos del Instituto, y el hijo de Gvarab, de mediana edad, que era químico agrícola en el Noreste. Shevek habló desde el sitio en que la anciana profesora solía dar clase. Dijo a los presentes, con la voz enronquecida por la ahora permanente bronquitis invernal, que Gvarab había fundado la ciencia del tiempo, y que era la cosmóloga más notable que había trabajado jamás en el Instituto.

—Tenemos ahora nuestra Odo en física —dijo—. La tenemos, y nunca la hemos honrado.

Luego, una mujer le agradeció, con lágrimas en los ojos.

—Siempre hacíamos juntas el décimo día, ella y yo; en la portería del domicilio pasábamos tan buenos momentos conversando —dijo, estremeciéndose en el viento glacial cuando salían a la calle. El químico agrícola farfulló unas palabras de agradecimiento, y se marchó de prisa para alcanzar un vehículo de regreso al Noreste. En un arranque de dolor, futilidad e impaciencia Shevek echó andar a la deriva por las calles de la ciudad.

Tres años aquí, ¿y qué había conseguido? Un libro, expropiado por Sabul, cinco o seis trabajos inéditos; y una oración fúnebre por una vida desperdiciada.

Nadie comprendía lo que hacía. O, para decirlo más honestamente, nada de lo que hacía tenía significado. No estaba cumpliendo ninguna función necesaria, personal o social. En realidad —y no era un fenómeno insólito en ese campo— ya nunca haría nada más. Había chocado con el muro para siempre.

Se detuvo frente al auditorio del Sindicato de Música a leer los programas para la década. No había concierto esa noche. Se volvió apartándose de la cartelera y se encontró cara a cara con Bedap.

Bedap, siempre ala defensiva y un tanto miope, no lo reconoció. Shevek lo tomó del brazo.

—¡Shevek! ¡Diantre, eres tú! —Se abrazaron, se besaron, se separaron, se abrazaron otra vez. Shevek se sentía desbordante de amor. ¿Por qué? Ni siquiera había simpatizado mucho con Bedap aquel año del Instituto Regional. Nunca se habían escrito, en estos tres últimos años. La amistad entre ellos era cosa de la niñez, del pasado. Sin embargo el amor estaba allí: llameaba como ascuas removidas.

Caminaron, hablaron, sin saber a dónde iban. Las calles anchas de Abbenay estaban silenciosas en la noche invernal. En las bocacalles la luz empañada de los faroles era un estanque de plata, y la nieve seca revoloteaba allí como cardúmenes de peces diminutos que perseguían sus propias sombras. El viento soplaba áspero y frío detrás de la nieve. Los labios entumecidos y el castañeteo de los dientes entorpecían la conversación. Alcanzaron el ómnibus de las diez, el último, para el Instituto. El domicilio de Bedap quedaba lejos, en la margen este de la ciudad, un largo viaje en el frío.

Bedap inspeccionó el cuarto 46 con un asombro irónico.