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Tres Cuentos, Ep.44 - El caso de la señorita Amelie - Rubén Darío (1)

Ep.44 - El caso de la señorita Amelie - Rubén Darío (1)

Primer poema

EHUE [1907]

Aquí, junto al mar latino,

digo la verdad:

Siento en roca, aceite y vino

yo mi antigüedad.

¡Oh, qué anciano soy, Dios santo,

oh, qué anciano soy! . . .

¿De dónde viene mi canto?

Y yo, ¿adónde voy?

El conocerme a mí mismo

ya me va costando

muchos momentos de abismo

y el cómo y el cuándo . . .

Y esta claridad latina,

¿de qué me sirvió

a la entrada de la mina

del yo y el no yo? . . .

Nefelibata contento,

creo interpretar

las confidencias del viento,

la tierra y el mar . . .

Unas vagas confidencias

del ser y el no ser,

y fragmentos de conciencias

de ahora y ayer.

Como en medio de un desierto

me puse a clamar;

y miré el sol como muerto

y me eché a llorar.

(Dario, Ruben. Selected Writings . Penguin Publishing Group. Kindle Edition.)

Bienvenida

¡Hola! ¡Hola! Estimados y estimadas oyentes de Tres Cuentos, el podcast bilingüe dedicado a las narrativas literarias, históricas y tradicionales de Latino América. Yo soy Carolina Quiroga-Stultz, y hoy hemos traído de regreso a un conocido del programa, el escritor nicaragüense Rubén Darío.

El poema inicial escrito por Rubén Darío “Eheu” fue publicado en el libro El canto de errante, en 1907.

*

Curiosamente, han pasado dos años desde que publicamos el cuento "El Rubí" de Rubén Darío. Antes de eso habíamos dedicado el programa a mitos y leyendas. Con los cuentos "El Rubí", "La bella alma de Don Damián" del dominicano Juan Bosch y "San Antoñito" del colombiano Tomás Carrasquilla, fue que Tres Cuentos tomó otra dirección, e inauguramos la primera temporada dedicada a la literatura latinoamericana.

Ahora bien, esa no es la única razón para traer de nuevo a Rubén Darío al programa. Sucede que el cuento que presentamos hoy, "El caso de la señorita Amelia", es considerado una historia de fantasía.

Este cuento fue publicado originalmente en el diario argentino "La Nación", en 1894 y posteriormente reeditado e incluido en la antología Prosas Profanas en 1896.

Por otra parte, les animo a que se subscriban a nuestra lista de correos a través de nuestra página web www.trescuentos.com. Además de recibir nuestro boletín también se enteran de otras noticias, como por ejemplo que la semana anterior participe en el podcast en inglés AFAR, travel tales, cuentos de viajes, donde conté una versión muy resumida de mi viaje a los Estados Unidos. Aquellos que ya están subscritos les llegará un enlace a dicho episodio.

Bueno es hora de contarles el cuento de hoy. Un caballero ya entrado en años, llamado el Doctor Z, cuenta una historia que explica por qué no está de acuerdo con la frase "¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse”! El viejo relata un acontecimiento que desafía todo conocimiento científico, la historia de una joven que conoció en su juventud para quien el tiempo literalmente se detuvo.

El caso de la señorita Amelia

Por Ruben Dario

Leido por CQS

Que el doctor Z es ilustre, elocuente, conquistador; que su voz es profunda y vibrante al mismo tiempo, y su gesto avasallador y misterioso, sobre todo después de la publicación de su obra sobre “La plástica de ensueño”, quizá podríais negármelo o aceptármelo con restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa, solemne, lírica si gustáis, ¡oh, eso nunca, estoy seguro!

¿Cómo negaríais la luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta noche pasada, poco después que saludamos el toque de las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo Roederer, en el precioso comedor rococó de ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger, la calva del doctor alzaba, aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil, sobre el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés.

El doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado de mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por ejemplo, ésta: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!». La mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír mi exclamación, confieso que hubiera turbado a cualquiera.

-Caballero -me dijo saboreando el champaña-; si yo no estuviese completamente desilusionado de la juventud; si no supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que no sois sino máscaras de vida, nada más... sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más que un hombre joven de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!», tiene en mí la respuesta más satisfactoria.

-¡Pero Doctor!

-Sí, os repito que vuestro escepticismo me impide hablar, como hubiera hecho en otra ocasión.

-Creo -contesté con voz firme y serena- en Dios y su Iglesia. Creo en los milagros. Creo en lo sobrenatural.

-En ese caso, voy a contaros algo que os hará sonreír. Mi narración espero que os hará pensar.

En el comedor habíamos quedado cuatro convidados, además de Minna, la hija del dueño de la casa: el periodista Riquet, el abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo lejos oíamos en la alegría de los salones la palabrería usual de la hora primera del año nuevo: Happy New Year! Happy New Year! ¡Feliz Año Nuevo!

El doctor continuó:

-¿Quién es el sabio que se atreve a decir esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et ignorabimus. ¿Quién conoce a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad lo que es el espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces que ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha podido desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres veces más grande, el Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido apenas alzar una línea del manto que cubre la eterna Isis. Nada ha logrado saberse con absoluta seguridad en las tres grandes expresiones de la Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo, que he intentado profundizar en el inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones.

Yo, que he sido llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo, que he consagrado toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo, que he penetrado en la cábala, en el ocultismo y en la teosofía, que he pasado del plano material del sabio al plano astral del mágico y al plano espiritual del mago, que sé cómo obraba Apolonio el Tianense y Paracelso, y que he ayudado en su laboratorio, en nuestros días, al inglés Crookes; yo que ahondé en el Karma búdico y en el misticismo cristiano, y sé al mismo tiempo la ciencia desconocida de los faquires y la teología de los sacerdotes romanos, yo os digo que no hemos visto los sabios ni un solo rayo de la luz suprema, y que la inmensidad y la eternidad del misterio forman la única y pavorosa verdad.

Y dirigiéndose a mí dijo:

-¿Sabéis cuáles son los principios del hombre? Grupa, jiba, linga, sharira, kama, rupa, manas, buddhi, atma, es decir: el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal, el alma humana, la fuerza espiritual y la esencia espiritual...

Viendo a Minna poner una cara un tanto desolada, me atreví a interrumpir al doctor:

-Me parece que ibais a demostrarnos que el tiempo...

-Y bien, puesto que no os placen las disertaciones por prólogo, vamos al cuento que debo contaros, y es el siguiente:

-Hace veintitrés años, conocí en Buen os Aires a la familia Revall, cuyo fundador, un excelente caballero francés, ejerció un cargo consular en tiempo de Rosas. Nuestras casas eran vecinas, era yo joven y entusiasta, y las tres señoritas Revall hubieran podido hacer competencia a las tres Gracias. De más está decir que muy pocas chispas fueron necesarias para encender una hoguera de amor...

Amooor, pronunciaba el sabio obeso, con el pulgar de la diestra metido en la bolsa del chaleco, y tamborileando sobre su potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes, y continuó:

-Puedo confesar francamente que no tenía predilección por ninguna, y que Luz, Josefina y Amelia ocupaban en mi corazón el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los ardientes ojos de Amelia, su alegre y roja risa, su picardía infantil… diré que era ella mi preferida. Era la menor; tenía doce años apenas, y yo ya había pasado de los treinta. Por tal motivo, y por ser la chicuela de carácter travieso y jovial, tratábala yo como niña que era, y entre las otras dos repartía mis miradas incendiarias, mis suspiros, mis apretones de manos y hasta mis serias promesas de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y culpable bigamia de pasión. ¡Pero la chiquilla, Amelia!... Sucedía que, cuando yo llegaba a la casa, era ella quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas y zalamerías: «¿Y mis bombones?».

He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba regocijado, después de mis correctos saludos, y colmaba las manos de la niña de ricos caramelos de rosas y de deliciosas grajeas de chocolate, los cuales, ella, a plena boca, saboreaba con una sonora música palatinal, lingual y dental. El porqué de mi apego hacia aquella muchachita de vestido a media pierna y de ojos lindos, no os lo podré explicar; pero es el caso que, cuando por causa de mis estudios tuve que dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción al despedirme de Luz, que me miraba con anchos ojos doloridos y sentimentales; di un falso apretón de manos a Josefina, que tenía entre los dientes, por no llorar, un pañuelo de batista, y en la frente de Amelia incrusté un beso, el más puro y el más encendido, el más casto y el más ardiente, ¡qué sé yo!, de todos los que he dado en mi vida.

*

Y salí en un barco para Calcuta, ni más ni menos que como vuestro querido y admirado general Mansilla cuando se fue a Oriente, lleno de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas de oro. Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la India lo que la pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar que mantenía con madame Blavatsky habíame abierto ancho campo en el país de los faquires, y más de un gurú que conocía mi sed de saber se encontraba dispuesto a conducirme por buen camino a la fuente sagrada de la verdad. Fui, ¡ay!, en busca de la verdad, y si es cierto que mis labios creyeron saciarse en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no se pudo aplacar. Busqué, busqué con tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el Keherpas de Zoroastro, el Kalep persa, el Kovei-Khan de la filosofía india, el arcano de Paracelso, el limbuz de Swedemborg; oí la palabra de los monjes budistas en medio de las florestas del Tíbet; estudié las diez sephiroth de la cábala, desde el que simboliza el espacio sin límites hasta el que, llamado Malkuth, encierra el principio de la vida. Estudié el espíritu, el aire, el agua, el fuego, la altura, la profundidad, el Oriente, el Occidente, el Norte y el Mediodía; y llegué casi a comprender y aun a conocer íntimamente a Satán, Lucifer, Ashtarot, Beelzebutt, Asmodeo, Belphe-gor, Mabema, Lilith, Adrameleh y Baal. En mis ansias de comprensión, en mi insaciable deseo de sabiduría, cuando juzgaba haber llegado al logro de mis ambiciones, encontraba los signos de mi debilidad y las manifestaciones de mi pobreza, y estas ideas, Dios, el espacio, el tiempo, formaban la más impenetrable bruma delante de mis pupilas... Viajé por Asia, África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la rama teosófica de Nueva York. Y a todo esto -de súbito el doctor, mirando fijamente a la rubia Minna- ¿sabéis lo que es la ciencia y la inmortalidad de todo? ¡Un par de ojos azules...o negros!

Ep.44 - El caso de la señorita Amelie - Rubén Darío (1) Ep.44 - Der Fall von Fräulein Amelie - Rubén Darío (1) Ep.44 - Η υπόθεση της δεσποινίδας Amelie - Rubén Darío (1) Ep.44 - The case of Miss Amelie - Rubén Darío (1) Ep.44 - アメリ嬢の場合 - ルベン・ダリオ (1) Эп.44 - Дело мисс Амели - Рубен Дарио (1)

Primer poema

EHUE [1907]

Aquí, junto al mar latino,

digo la verdad:

Siento en roca, aceite y vino

yo mi antigüedad.

¡Oh, qué anciano soy, Dios santo,

oh, qué anciano soy! . . .

¿De dónde viene mi canto?

Y yo, ¿adónde voy?

El conocerme a mí mismo

ya me va costando

muchos momentos de abismo

y el cómo y el cuándo . . .

Y esta claridad latina,

¿de qué me sirvió

a la entrada de la mina

del yo y el no yo? . . .

Nefelibata contento,

creo interpretar

las confidencias del viento,

la tierra y el mar . . .

Unas vagas confidencias

del ser y el no ser,

y fragmentos de conciencias

de ahora y ayer.

Como en medio de un desierto

me puse a clamar;

y miré el sol como muerto

y me eché a llorar.

(Dario, Ruben. Selected Writings . Penguin Publishing Group. Kindle Edition.)

Bienvenida

¡Hola! ¡Hola! Estimados y estimadas oyentes de Tres Cuentos, el podcast bilingüe dedicado a las narrativas literarias, históricas y tradicionales de Latino América. Yo soy Carolina Quiroga-Stultz, y hoy hemos traído de regreso a un conocido del programa, el escritor nicaragüense Rubén Darío.

El poema inicial escrito por Rubén Darío “Eheu” fue publicado en el libro __El canto de errante,__ en 1907.

*

Curiosamente, han pasado dos años desde que publicamos el cuento "El Rubí" de Rubén Darío. Antes de eso habíamos dedicado el programa a mitos y leyendas. Con los cuentos "El Rubí", "La bella alma de Don Damián" del dominicano Juan Bosch y "San Antoñito" del colombiano Tomás Carrasquilla, fue que Tres Cuentos tomó otra dirección, e inauguramos la primera temporada dedicada a la literatura latinoamericana.

Ahora bien, esa no es la única razón para traer de nuevo a Rubén Darío al programa. Sucede que el cuento que presentamos hoy, "El caso de la señorita Amelia", es considerado una historia de fantasía.

Este cuento fue publicado originalmente en el diario argentino "La Nación", en 1894 y posteriormente reeditado e incluido en la antología __Prosas Profanas__ en 1896.

Por otra parte, les animo a que se subscriban a nuestra lista de correos a través de nuestra página web www.trescuentos.com. Además de recibir nuestro boletín también se enteran de otras noticias, como por ejemplo que la semana anterior participe en el podcast en inglés AFAR, travel tales, cuentos de viajes, donde conté una versión muy resumida de mi viaje a los Estados Unidos. Aquellos que ya están subscritos les llegará un enlace a dicho episodio.

Bueno es hora de contarles el cuento de hoy. Un caballero ya entrado en años, llamado el Doctor Z, cuenta una historia que explica por qué no está de acuerdo con la frase "¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse”! El viejo relata un acontecimiento que desafía todo conocimiento científico, la historia de una joven que conoció en su juventud para quien el tiempo literalmente se detuvo.

El caso de la señorita Amelia

Por Ruben Dario

Leido por CQS

Que el doctor Z es ilustre, elocuente, conquistador; que su voz es profunda y vibrante al mismo tiempo, y su gesto avasallador y misterioso, sobre todo después de la publicación de su obra sobre “La plástica de ensueño”, quizá podríais negármelo o aceptármelo con restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa, solemne, lírica si gustáis, ¡oh, eso nunca, estoy seguro!

¿Cómo negaríais la luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta noche pasada, poco después que saludamos el toque de las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo Roederer, en el precioso comedor rococó de ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger, la calva del doctor alzaba, aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil, sobre el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés.

El doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado de mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por ejemplo, ésta: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!». La mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír mi exclamación, confieso que hubiera turbado a cualquiera.

-Caballero -me dijo saboreando el champaña-; si yo no estuviese completamente desilusionado de la juventud; si no supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que no sois sino máscaras de vida, nada más... sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más que un hombre joven de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!», tiene en mí la respuesta más satisfactoria.

-¡Pero Doctor!

-Sí, os repito que vuestro escepticismo me impide hablar, como hubiera hecho en otra ocasión.

-Creo -contesté con voz firme y serena- en Dios y su Iglesia. Creo en los milagros. Creo en lo sobrenatural.

-En ese caso, voy a contaros algo que os hará sonreír. Mi narración espero que os hará pensar.

En el comedor habíamos quedado cuatro convidados, además de Minna, la hija del dueño de la casa: el periodista Riquet, el abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo lejos oíamos en la alegría de los salones la palabrería usual de la hora primera del año nuevo: Happy New Year! Happy New Year! ¡Feliz Año Nuevo!

El doctor continuó:

-¿Quién es el sabio que se atreve a decir esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et ignorabimus. ¿Quién conoce a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad lo que es el espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces que ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha podido desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres veces más grande, el Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido apenas alzar una línea del manto que cubre la eterna Isis. Nada ha logrado saberse con absoluta seguridad en las tres grandes expresiones de la Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo, que he intentado profundizar en el inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones.

Yo, que he sido llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo, que he consagrado toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo, que he penetrado en la cábala, en el ocultismo y en la teosofía, que he pasado del plano material del sabio al plano astral del mágico y al plano espiritual del mago, que sé cómo obraba Apolonio el Tianense y Paracelso, y que he ayudado en su laboratorio, en nuestros días, al inglés Crookes; yo que ahondé en el Karma búdico y en el misticismo cristiano, y sé al mismo tiempo la ciencia desconocida de los faquires y la teología de los sacerdotes romanos, yo os digo que no hemos visto los sabios ni un solo rayo de la luz suprema, y que la inmensidad y la eternidad del misterio forman la única y pavorosa verdad.

Y dirigiéndose a mí dijo:

-¿Sabéis cuáles son los principios del hombre? Grupa, jiba, linga, sharira, kama, rupa, manas, buddhi, atma, es decir: el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal, el alma humana, la fuerza espiritual y la esencia espiritual...

Viendo a Minna poner una cara un tanto desolada, me atreví a interrumpir al doctor:

-Me parece que ibais a demostrarnos que el tiempo...

-Y bien, puesto que no os placen las disertaciones por prólogo, vamos al cuento que debo contaros, y es el siguiente:

-Hace veintitrés años, conocí en Buen os Aires a la familia Revall, cuyo fundador, un excelente caballero francés, ejerció un cargo consular en tiempo de Rosas. Nuestras casas eran vecinas, era yo joven y entusiasta, y las tres señoritas Revall hubieran podido hacer competencia a las tres Gracias. De más está decir que muy pocas chispas fueron necesarias para encender una hoguera de amor...

Amooor, pronunciaba el sabio obeso, con el pulgar de la diestra metido en la bolsa del chaleco, y tamborileando sobre su potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes, y continuó:

-Puedo confesar francamente que no tenía predilección por ninguna, y que Luz, Josefina y Amelia ocupaban en mi corazón el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los ardientes ojos de Amelia, su alegre y roja risa, su picardía infantil… diré que era ella mi preferida. Era la menor; tenía doce años apenas, y yo ya había pasado de los treinta. Por tal motivo, y por ser la chicuela de carácter travieso y jovial, tratábala yo como niña que era, y entre las otras dos repartía mis miradas incendiarias, mis suspiros, mis apretones de manos y hasta mis serias promesas de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y culpable bigamia de pasión. ¡Pero la chiquilla, Amelia!... Sucedía que, cuando yo llegaba a la casa, era ella quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas y zalamerías: «¿Y mis bombones?».

He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba regocijado, después de mis correctos saludos, y colmaba las manos de la niña de ricos caramelos de rosas y de deliciosas grajeas de chocolate, los cuales, ella, a plena boca, saboreaba con una sonora música palatinal, lingual y dental. El porqué de mi apego hacia aquella muchachita de vestido a media pierna y de ojos lindos, no os lo podré explicar; pero es el caso que, cuando por causa de mis estudios tuve que dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción al despedirme de Luz, que me miraba con anchos ojos doloridos y sentimentales; di un falso apretón de manos a Josefina, que tenía entre los dientes, por no llorar, un pañuelo de batista, y en la frente de Amelia incrusté un beso, el más puro y el más encendido, el más casto y el más ardiente, ¡qué sé yo!, de todos los que he dado en mi vida.

*

Y salí en un barco para Calcuta, ni más ni menos que como vuestro querido y admirado general Mansilla cuando se fue a Oriente, lleno de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas de oro. Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la India lo que la pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar que mantenía con madame Blavatsky habíame abierto ancho campo en el país de los faquires, y más de un gurú que conocía mi sed de saber se encontraba dispuesto a conducirme por buen camino a la fuente sagrada de la verdad. Fui, ¡ay!, en busca de la verdad, y si es cierto que mis labios creyeron saciarse en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no se pudo aplacar. Busqué, busqué con tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el Keherpas de Zoroastro, el Kalep persa, el Kovei-Khan de la filosofía india, el arcano de Paracelso, el limbuz de Swedemborg; oí la palabra de los monjes budistas en medio de las florestas del Tíbet; estudié las diez sephiroth de la cábala, desde el que simboliza el espacio sin límites hasta el que, llamado Malkuth, encierra el principio de la vida. Estudié el espíritu, el aire, el agua, el fuego, la altura, la profundidad, el Oriente, el Occidente, el Norte y el Mediodía; y llegué casi a comprender y aun a conocer íntimamente a Satán, Lucifer, Ashtarot, Beelzebutt, Asmodeo, Belphe-gor, Mabema, Lilith, Adrameleh y Baal. En mis ansias de comprensión, en mi insaciable deseo de sabiduría, cuando juzgaba haber llegado al logro de mis ambiciones, encontraba los signos de mi debilidad y las manifestaciones de mi pobreza, y estas ideas, Dios, el espacio, el tiempo, formaban la más impenetrable bruma delante de mis pupilas... Viajé por Asia, África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la rama teosófica de Nueva York. Y a todo esto -de súbito el doctor, mirando fijamente a la rubia Minna- ¿sabéis lo que es la ciencia y la inmortalidad de todo? ¡Un par de ojos azules...o negros!