El hombre del labio torcido - 03
Tocó al caballo con el látigo, y nos lanzamos a través de la interminable sucesión de calles sombrías y desiertas, que se iban ensanchando gradualmente, hasta que cruzamos a escape un ancho puente con altas balaustradas, y el lóbrego río corriendo silenciosamente por debajo. Allá adelante yacía otra extensa masa de ladrillos y piedras; su silencio, interrumpido solamente por el paso pesado y regular del agente de policía, ó por los cantos y gritos de algún grupo de trasnochadores. Un nubarrón espeso cruzaba lentamente el cielo, y una ó dos estrellas parpadeaban débilmente aquí y allá por los claros de las nubes. Holmes iba silencioso, con la cabeza caída sobre el pecho, y el aspecto de un hombre que está perdido en sus pensamientos, mientras yo, a su lado, sentía la curiosidad de saber qué nueva averiguación podía ser esa que parecía poner tan a prueba sus facultades, pero no me atrevía a interrumpir el curso de sus reflexiones. Habíamos andado ya algunas millas y empezábamos a entrar en el cinturón que forman la ciudad, las villas suburbanas, cuando Holmes se sacudió, se encogió de hombros y encendió su pipa, con la expresión del hombre que se ha convencido de que lo que hace es lo mejor.
—Tiene usted un gran don de silencio, Watson—dijo:—eso hace de usted un compañero de un valor inapreciable; pero, palabra de honor, ahora es para mí un regalo el tener alguien con quien hablar, pues mis pensamientos no son de los más halagüeños. Iba pensando lo que diría a esa mujercita dentro de un momento cuando me reciba en la puerta.
—Olvida usted que yo nada sé del asunto.
—Tengo tiempo suficiente para contar a usted todos los hechos que forman este caso, antes de que lleguemos a Lee. Parece que fuera absurdamente sencillo, y sin embargo, hay algo que me impide conseguir lo que deseo. El hilo es abundante, sin duda, pero no puedo empuñar la punta. Voy a presentar a usted el asunto con claridad y concisión, Watson, y quizás usted alcance a ver una chispa donde para mí es todo obscuro.
—Continúe usted.
—Hace varios años en Mayo de 1884, para precisar, vino a Lee un caballero llamado Neville Saint Clair, que parecía tener mucho dinero. Alquiló una vasta villa, arregló los terrenos muy bien, y vivía, en resumen, en buenas condiciones. Poco a poco se hizo de amigos en la vecindad, y en 1887 se casó con la hija de un cervecero del barrio, de la cual tiene ahora dos hijos. No tenia ocupación, pero poseía intereses en varias compañías, e iba a la ciudad por regla general en la mañana y volvía bastante tarde en el tren que sale de la calle Cannon a las 5.14. El señor Saint Clair tiene ahora treinta y siete años, es hombre de costumbres moderadas, buen esposo, padre afectuoso y hombre muy simpático para todos los que lo conocen. Debo añadir que el total de sus deudas en este momento, según he podido cerciorarme, asciende a ochenta y ocho libras y diez chelines, pero tiene en su crédito en el Banco de la capital y de los condados, doscientas veinte libras. No hay, por consiguiente, razón para pensar que han pesado en su ánimo inquietudes por dinero.
El lunes último salió el Sr. Neville Saint Clair para la ciudad algo más temprano que de costumbre: antes de salir, dijo que tenía dos comisiones importantes que desempeñar, y ofreció a su hijito traerle una caja de soldados de plomo. Y por una casualidad, su esposa recibió ese mismo lunes, poco después de haber salido él, un telegrama en que se le decía que una pequeña encomienda de considerable valor que ella esperaba, estaba ya en las oficinas de la compañía de navegación de Aberdeen.
Si conoce usted bien Londres, debe usted saber que el local de esa compañía está en la calle Fresno, que se extiende hasta el callejón alto de Swanden, donde me ha encontrado usted esta noche. La señora Saint Clair almorzó, fue a la ciudad, hizo algunas compras en las tiendas, pasó a las oficinas de la compañía, recogió su paquete, y exactamente a las 4.35 pasó por el callejón de Swanden de regreso a la estación. ¿Ha seguido usted mi relato?
—Es muy claro.
—Usted se acordará de que el lunes fue un día excesivamente caluroso, lo que hizo que la señora Saint Clair anduviera lentamente, mirando a un lado y a otro con la esperanza de ver un coche, porque tampoco le gustaba el barrio en que estaba. Iba asi por el callejón de Swanden, cuando de repente oyó una exclamación ó grito, y se quedó fría al ver a su marido que la miraba y, según ella creyó, la llamaba desde una ventana de un segundo piso. La ventana estaba abierta, y la señora vió con toda claridad la cara de su marido, la que, dice ella, mostraba una terrible agitación. Saint Clair blandía las manos con frenesí hacia ella, y luego desapareció de la ventana tan bruscamente, que parecía que alguna fuerza irresistible lo había arrastrado de atrás. Un punto singular que hirió su rápida mirada femenina fue que, aunque Saint Clair tenía el mismo saco obscuro con que había salido de su casa, no tenía corbata ni cuello.
Convencida de que algo grave ocurría a su esposo, la señora se precipitó abajo por las obscuras gradas, pues la casa no era otra que el fumadero de opio en que me ha encontrado usted esta noche, y, atravesando a carrera el primer cuarto, intentó subir la escalera que conduce al primer piso. Pero al pie de la escalera se encontró con ese bandido de láscar de quien ya he hablado a usted, el cual le empujó hacia atrás, y ayudado por un dinamarqués que es su segundo en el antro, la arrojó a la calle. Llena de las más enloquecedoras dudas y temores, la señora corrió calle abajo y, por una rara fortuna, se encontró en la calle Fresno con un grupo de agentes de policía que, con su inspector a la cabeza, se dirigían a su facción. El inspector y dos hombres la acompañaron a la casa, y allí, no obstante la tenaz resistencia del propietario, subieron al cuarto en que la señora Saint Clair había visto a su marido. No había en la habitación el menor rastro de él, y en todo ese piso no encontraron a otra persona que un miserable inválido de repugnante aspecto que, según parece, ha establecido allí su vivienda. Tanto él como el láscar juraron enérgicamente que en toda la tarde no había habido nadie más que ellos dos en el cuarto que daba a la calle. Tan terminante fue su negativa, que el inspector, impresionado por ella, comenzaba casi a creer que la señora Saint Clair se había engañado, cuando ésta dió un grito, saltó hacia la mesa, cogió una cajita de madera que estaba allí, y lo arrancó la tapa: de la caja cayó una cascada de soldados de plomo, los juguetes que Saint Clair había prometido a su hijo.
Este descubrimiento, y la evidente confusión que manifestó el inválido, hicieron que el inspector se diera cuenta de que el asunto era serio. Ayudado por los agentes, examinó minuciosamente los cuartos, y todo lo que vieron indicaba un abominable crimen. El cuarto delantero tenía un sencillo mobiliario de sala, y conducía a un pequeño dormitorio que mira, por la parte de atrás, a uno de los muelles. Entre el muelle y la ventana del dormitorio hay una estrecha acera, que queda en seco cuando la marea está baja, pero en la marea alta tiene por lo menos cuatro pies y medio de agua. La ventana del dormitorio era ancha, y se abría de abajo. El examen permitió ver señales de sangre en el antepecho de la ventana, y en el piso de madera del cuarto había también varias gotas de sangre. Escondidas detrás de una cortina en el cuarto delantero, estaban todas las ropas del señor Neville Saint Clair, menos el saco: sus botines, sus calcetines, su sombrero, y su reloj, todo estaba allí. En ninguna de esas prendas había señal de violencia, ni había tampoco otro rastro del señor Neville Saint Clair. Lo más claro era que había salido por la ventana, pues no se descubría en el cuarto ninguna otra salida, y las ominosas manchas de sangre del alféizar de la ventana no alentaban mucho la esperanza de que nadando se hubiera salvado, aunque la marea estaba en su mayor altura en el momento de la tragedia.