Capítulo VI. Zorro se quita la máscara
Diego sólo pensaba en Isabel. Me hablaba constantemente de ella. Yo sonreía porque lo sentía locamente enamorado, hasta el punto de que tuve que hacerlo razonar para que no delatara a Zorro.
Por su parte, Isabel, esperaba con impaciencia el regreso del hombre de negro, objeto de sus fantasías. Recordaba cómo la había salvado y cómo le había demostrado su amor con un beso. En sus sueños veía a Zorro preparándose a darle un anillo como signo de amor eterno, pero cada vez llegaba el capitán Monasterio y el sueño terminaba abruptamente. Le había preguntado a Fray Felipe sobre la identidad de Zorro, pero él no sabía más que ella al respecto, sólo lo que se rumoreaba en el pueblo.
En la Hacienda Vega, la cena estaba lista. Los invitados estaban bebiendo vino, cuando Diego y yo decidimos bajar al comedor. Lolita, vestida con un vestido claro, estaba encantadora y sus magníficos ojos grandes, para mi asombro, no miraban a Diego, ¡me miraban a mí! Viendo que yo también la miraba, bajó la vista e inmediatamente enrojeció.
–Lolita ¿No crees que podría ser un buen marido? – dijo Don Carlos a su hija.
–No creo que Lolita y yo podamos hacer una pareja feliz –dijo Diego– ella es como una hermana para mí. Hemos jugado juntos, hemos crecido juntos… ¡pero casarse es otra cosa!
–Diego tiene razón padre, yo lo considero como el hermano que no tuve– agregó Lolita.
Don Carlos y Don Alejandro se miraron y se echaron a reír.
–De todas formas, nada nos impide hacer una fiesta – respondió Don Alejandro en el mismo tono.
Todos se rieron y disfrutaron de la deliciosa comida.
Don Alejandro había explicado a sus huéspedes que en España algunos servidores podían, en algunos casos, comer en la mesa de sus amos. Era obviamente una pura invención por su parte que me permitía compartir el almuerzo.
Lolita no apartaba su mirada de mí.
Una vez que se marcharon los huéspedes, Zorro se dirigió hacia la Misión de San Gabriel.
A su llegada, Isabel le estaba esperando.
–Vine sólo para saludarte –dijo el hombre enmascarado –tengo que ir al Cuartel para buscar pruebas contra Monasterio.
–No encontrarás pruebas en el Cuartel – respondió Isabel.
–¿Sabes algo sobre eso? –preguntó Zorro.
–¿Por qué crees que Monasterio ordenó mi detención? –rebatió Isabel.
–¡Está claro ahora!... Pero entonces, ¿dónde debo buscar? ¡Dime lo que sabes!
–Pues resulta que una noche seguí al Alcalde hasta el viejo cementerio indio detrás de las colinas. El sitio estaba abandonado y nadie iba allí por miedo de los espíritus. Lo vi entrar con una maleta, pero él se dio cuenta de mi presencia a sus espaldas. Yo salí corriendo y volví a mi casa, pero al día siguiente los soldados vinieron a buscarme para llevarme a la cárcel. ¡Sólo Dios sabe lo que me habría pasado si no me hubieras salvado!
–Ahora entiendo por qué fue el cabo quien te arrestó: él sí que no hace preguntas. ¡Debo ir al cementerio indio inmediatamente!
–Llévame contigo –le rogó Isabel –puedo mostrarte el lugar.
–¡Vamos! –dijo Zorro haciéndola montar sobre el caballo negro. Partieron al galope sobre Tornado. El pelo largo de Isabel volaba al viento sobre el antifaz del jinete enmascarado.
Al llegar a la entrada de la galería, entraron en una pequeña habitación en la que había varias maletas y baúles. Abriéndolas no sólo encontraron el oro que el Comandante y el Alcalde habían almacenado para ellos, sino también objetos de valor que se pensaba que habían sido robados por algunos ladrones de la zona. Escondido en una de las maletas, Zorro encontró un cuaderno de tapas de cuero negro en el que aparecían todas las cuentas con las estafas de los dos bandidos. Zorro guardó el cuaderno bajo su camisa.
Isabel y el hombre enmascarado salieron del cementerio sin hacer ruido y volvieron a la Misión.
–Llevaré este documento a Don Alejandro Vega. Es una prueba para el Gobernador de la corrupción del Alcalde y del Comandante – explicó Zorro.
–Cuando estén finalmente detrás de las rejas yo seré al fin libre e independiente –suspiró Isabel.
–Puede que esa independencia sea sólo transitoria ... –replicó Zorro.
–¿Por qué dices eso?–preguntó inquieta Isabel.
–Porque tengo intención de proponerte matrimonio, señorita Sillero –exclamó Zorro con una sonrisa.
–¡Y yo creo que aceptaré con gusto! –respondió Isabel, ¡y sin siquiera haber visto tu cara!
–La verás –dijo Zorro –te lo prometo. Y diciendo eso la besó, montó en su caballo y se fue en una nube de polvo.
Todo sucedió muy rápido. Diego dio el libro a su padre, que lo llevó al Gobernador, quien envió un Coronel y un acompañante a destituir a Monasterio. Al mismo tiempo se llevaron a Monasterio y al Alcalde a Monterrey para ser juzgados. El tesoro fue recuperado y distribuido entre sus propietarios.
Por muchos años, se habló mucho de Zorro y de sus hazañas. Bandidos y ladrones se hicieron más y más raros debido a que el justiciero enmascarado intervenía en toda la región. Su fama se propagó a lo largo de toda California y los niños se divertían usando máscaras negras para emular a su ídolo. Además, ya no era un delincuente, porque el nuevo Alcalde, Don Alejandro Vega, lo había convertido en el héroe del pueblo de la Reina de Los Ángeles.
Por su parte Diego, debido a su secreto, no podía mostrar su verdadero carácter y a pesar de sus avances y propuestas, Isabel sólo tenía ojos para el hombre enmascarado. Para ella el pobre don Diego no era lo suficientemente atractivo.
Una noche, pues, Diego se puso el traje negro de Zorro y fue a visitar a Isabel. Ella lo recibió con alegría.
–¡Señor Zorro! ¿Cuándo vas a mantener tu promesa?
–Para saberlo, ven mañana a la plaza del pueblo, ya he pedido al Alcalde que reúna a la gente. Tengo una sorpresa para ti.
Al día siguiente, Zorro hizo su entrada en la ciudad montando a su famoso Tornado.
Ante el pueblo reunido, Zorro se acercó a Isabel, que lo esperaba delante de la Alcaldía.
–Isabel Sillero, pido oficialmente tu mano –le declaró.
Y uniendo la acción a la palabra, Zorro se quitó el sombrero y se sacó la máscara, revelando el rostro sonriente de don Diego Vega, ante la sorpresa de toda la audiencia.
–¡No puede ser el verdadero Zorro! –dijo el sargento García –Don Diego estaba en una celda cuando yo vi a Zorro en el Cuartel.
–¡Puede ser que no haya visto bien, Sargento! –grité yo a mi vez.
Un murmullo de sorpresa se elevó de la multitud: el servidor sordomudo... ¡Hablaba!
–Y eso no es todo: ¡vamos a probarlo! –dijo Diego sonriendo.
Me acerqué a él, espada en mano. Diego sacó de su funda la suya, se puso frente a mí y nos saludamos mutuamente como en España. Nuestras hojas se cruzaron y nuestras miradas también sonreían.
La demostración que siguió fue el mejor espectáculo de todos los tiempos en el pueblo de Los Ángeles. Las dos espadas más finas de España se batieron en un duelo perfecto, sin odio, pero con una técnica impecable como para competir con el mejor maestro de armas. Jamás una punta de espada tocó el cuerpo del adversario. No es que nos estuviéramos limitando en nuestras estocadas, sino que las paradas eran siempre justas, y los golpes desviados todas las veces. Los combates cesaron con otro saludo.
–Estoy convencida –dijo Isabel, pero entonces ¿cuál de los dos es el Zorro que yo amo y me ama?
–Es Don Diego –dije yo –porque mi corazón está prometido a Lolita Pulido. Y me volví hacia Lolita, mirando intensamente sus grandes ojos negros. Ella me sonrió feliz y esa sonrisa fue para mí la mejor de las respuestas.