4. Rostros pintados y melenas largas (2)
Mientras actuaba, Jack explicó a Roger:
–No es que me huelan; creo que lo que pasa es que me ven. Ven un bulto rosa bajo los árboles. Se embadurnó de arcilla. – ¡Si tuviese un poco de verde!
Volvió hacia Roger el rostro medio pintado y quiso responder a la confusión que notó en su mirada:
–Es para cazar. Igual que se hace en la guerra. Ya sabes… camuflaje. Es como tratar de parecerte a otra cosa…
Contorsionó el cuerpo en su necesidad de expresarse: -…como las polillas en el tronco de un árbol.
Roger comprendió y asintió con seriedad. Los mellizos se acercaron a Jack y empezaron a protestar tímidamente por alguna razón. Jack les apartó con la mano.
–A callar.
Se frotó con la barra de carbón entre las manchas rojas y blancas de su cara.
–No. Vosotros dos vais a venir conmigo.
Contempló el reflejo de su rostro y no pareció quedar muy contento. Se agachó, tomó con ambas manos agua tibia y se restregó la cara. Reaparecieron sus pecas y las cejas rubias.
Roger sonrió sin querer.
–Vaya una pinta que tienes.
Jack estudió detalladamente un nuevo rostro. Coloreó de blanco una mejilla y la cuenca de un ojo; después frotó de rojo la otra mitad de la cara y con el carbón trazó una raya desde la oreja derecha hasta la mandíbula izquierda. Buscó su imagen en la laguna, pero enturbiaba el espejo con la respiración.
–Samyeric. Traedme un coco, uno vacío.
Se arrodilló sosteniendo el cuenco de agua. Un círculo de sol cayó sobre su rostro y en el fondo del agua apareció un resplandor. Miró con asombro, no a su propia cara, sino a la de un temible extraño. Derramó el agua y de un salto se puso en pie riendo con excitación. Junto a la laguna, su espigado cuerpo sostenía una máscara que atrajo hacia sí las miradas de los otros y les atemorizó. Empezó a danzar y su risa se convirtió en gruñidos sedientos de sangre. Brincó hacia Bill, y la máscara apareció como algo con vida propia tras la cual se escondía Jack, liberado de vergüenza y responsabilidad. Aquel rostro rojo, blanco y negro saltó en el aire y bailó hacia Bill, el cual se enderezó de un salto, riendo, pero de repente enmudeció y se alejó tropezando entre los matorrales. Jack se precipitó hacia los mellizos.
–Los otros se están poniendo ya en fila. ¡Vamos!
–Pero… -…nosotros… – ¡Vamonos! Yo me acercaré a gatas y le apuñalaré… La máscara les forzaba a obedecer.
Ralph salió de la poza y, brincando, cruzó la playa y fue a sentarse bajo la sombra de las palmeras. Tenía el pelo pegado sobre las cejas y se lo echó hacia atrás. Simón flotaba en el agua, que agitaba con sus pies, y Maurice se ensayaba en bucear. Piggy vagaba de un lado a otro, recogiendo cosas sin ningún propósito para deshacerse luego de ellas. Los breves estanques que se formaban entre las rocas le fascinaban, pero habían sido ya cubiertos por la marea y no tenía nada en que interesarse hasta que la marea bajase de nuevo. Al cabo de un rato, viendo a Ralph bajo las palmeras, fue a sentarse junto a él.
Piggy vestía los restos de unos pantalones cortos; su cuerpo regordete estaba tostado por el sol y sus gafas seguían lanzado destellos cada vez que miraba algo. Era el único muchacho en la isla cuyo pelo no parecía crecer jamás. Todos los demás tenían la cabeza poblada de greñas, pero el pelo de Piggy se repartía en finos mechones sobre su cabeza como si la calvicie fuese su estado natural y aquella cubierta rala estuviese a punto de desaparecer igual que el vello de las astas de un cervatillo.
–He estado pensado – dijo – en un reloj. Podíamos hacer un reloj de sol. Se podía hacer con un palo en la arena, y luego…
El esfuerzo para expresar el proceso matemático correspondiente resultó demasiado duro. Se limitó a dar unos pasos.
–Y un avión y un televisor – dijo Ralph con amargura – y una máquina de vapor. Piggy negó con la cabeza.
–Para eso se necesita mucho metal – dijo -, y no tenemos nada de metal. Pero sí que tenemos un palo.
Ralph se volvió y tuvo que sonreír. Piggy era un pelma; su gordura, su asma y sus ideas prácticas resultaban aburridísimas. Pero siempre producía cierto placer tomarle el pelo, aunque se hiciese sin querer.
Piggy advirtió la sonrisa y, equivocadamente, la tomó como señal de simpatía. Se había extendido entre los mayores de manera tácita la idea de que Piggy no era uno de los suyos, no sólo por su forma de hablar, que en realidad no importaba, sino por su gordura, el asma y las gafas y una cierta aversión hacia el trabajo manual. Ahora, al ver que Ralph sonreía por algo que él había dicho, se alegró y trató de sacar ventaja.
–Tenemos muchos palos. Podríamos tener cada uno nuestro reloj de sol. Así sabríamos la hora que es.
–Pues sí que nos ayudaría eso mucho.
–Tú mismo dijiste que debíamos hacer cosas. Para que vengan a rescatarnos.
–Anda, cierra la boca.
De un salto, Ralph se puso en pie y corrió hacia la poza, en el preciso momento en que Maurice se tiraba torpemente al agua. Se alegró al encontrar la ocasión de cambiar de tema. Cuando Maurice salió a la superficie, gritó: – ¡Has caído de barriga! ¡Has caído de barriga!
Maurice sonrió con la mirada a Ralph, que se deslizó en el agua con destreza. De todos los muchachos, era él quien se sentía más a sus anchas allá dentro; pero aquel día, molesto por la mención del rescate, la inútil y estúpida mención del rescate, ni siquiera las verdes profundidades del agua ni el dorado sol, roto en ella en pedazos, podían ofrecerle bálsamo alguno. En vez de quedarse allí a jugar, nadó con seguras brazadas por debajo de Simón y salió a gatas por el otro lado de la poza para tumbarse allí, brillante y húmedo como una foca. Piggy, siempre inoportuno, se levantó y fue a su lado, por lo que Ralph dio media vuelta y fingió, boca abajo, no verle. Los espejismos habían desaparecido y con tristeza su mirada recorrió la línea azul y tensa del horizonte.
Se levantó de un salto repentino y gritó: – ¡Humo! ¡Humo!
Simón, aún dentro de la poza, intentó incorporarse y se tragó una bocanada de agua.
Maurice, que estaba a punto de lanzarse al agua, retrocedió y salió corriendo hacia la plataforma, pero finalmente dio la vuelta y se dirigió hacia la hierba bajo las palmeras. Allí trató de ponerse los andrajosos pantalones, a fin de estar listo para cualquier eventualidad.
Ralph, en pie, se sujetaba el pelo con una mano mientras mantenía la otra firmemente cerrada. Simón se disponía a salir del agua. Piggy se limpiaba las gafas con los pantalones y entornaba los ojos dirigiendo la mirada al mar. Maurice había metido ambas piernas en una misma pernera. Ralph era el único de los muchachos que no se movía.
–No veo ningún humo – dijo Piggy con incredulidad -. No veo ningún humo, Ralph, ¿dónde está?
Ralph no dijo nada. Mantenía ahora sus dos puños sobre la frente para apartar de los ojos el pelo. Se inclinaba hacia delante; ya la sal comenzaba a blanquear su cuerpo.
–Ralph… ¿dónde está el barco?
Simón permanecía cerca, mirando alternativamente a Ralph y al horizonte. Los pantalones de Maurice se abrieron con un quejido y cayeron hechos pedazos; los abandonó allí, corrió hacia el bosque, pero retrocedió.
El humo era un diminuto nudo en el horizonte, que iba deshaciéndose poco a poco.
Debajo del humo se veía un punto que podría ser una chimenea. Ralph palideció mientras se decía a sí mismo:
–Van a ver nuestro humo.
Piggy por fin acertó con la dirección exacta.
–No parece gran cosa.
Dio la vuelta y alzó los ojos hacia la montaña. Ralph siguió contemplando el barco como si quisiera devorarlo con la mirada. El color volvía a su rostro. Simón, silencioso, seguía a su lado.
–Ya sé que no veo muy bien – dijo Piggy -, pero ¿nos queda algo de humo?
Ralph se movió impaciente, sus ojos clavados aún en el barco.
–El humo de la montaña.
Maurice llegó corriendo y miró al mar. Simon y Piggy miraban, ambos, hacia la montaña. Piggy fruncía el rostro para concentrar la mirada, pero Simón lanzó un grito como si algo le hubiese herido. – ¡Ralph! ¡Ralph!
El tono de la llamada hizo girar a Ralph en la arena.
–Dímelo tú – dijo Piggy lleno de ansiedad -: ¿Tenemos alguna señal?
Ralph volvió a mirar el humo que iba dispersándose en el horizonte y luego hacia la montaña. – ¡Ralph…, por favor! ¿Tenemos alguna señal?
Simón alargó el brazo tímidamente para alcanzar a Ralph; pero Ralph echó a correr, salpicando el agua del extremo menos hondo de la poza, a través de la blanca y cálida arena y bajo las palmeras. Pronto se encontró forcejando con la maleza que comenzaba ya a cubrir la desgarradura del terreno. Simón corrió tras él; después Maurice. Piggy gritaba: – ¡Ralph! ¡Por favor…, Ralph!
Empezó a correr también, tropezando con los pantalones abandonados de Maurice antes de lograr cruzar la terraza. Detrás de los cuatro muchachos el humo se movía suavemente a lo largo del horizonte; en la playa, Henry y Johnny arrojaban arena a Percival, que volvía a lloriquear, ignorantes los tres por completo de la excitación desencadenada.
Cuando Ralph alcanzó el extremo más alejado del desgarrón ya había gastado en insultos buena parte del necesario aliento. Desesperado, violentaba de tal manera contra las ásperas trepadoras su cuerpo desnudo, que la sangre empezó a resbalar por él. Se detuvo al llegar a la empinada cuesta de la montaña. Maurice se hallaba tan sólo a unos cuantos metros detrás. – ¡Las gafas de Piggy! – gritó Ralph -. Si el fuego se ha apagado las vamos a necesitar…
Dejó de gritar y se movió indeciso. Piggy subía trabajosamente por la playa y apenas podía vérsele. Ralph contempló el horizonte, luego la montaña. ¿Sería mejor ir por las gafas de Piggy o se habría ya ido el barco para entonces? Y si seguía escalando, ¿qué pasaría si no había ningún fuego encendido y tenía que quedarse viendo cómo se arrastraba Piggy hacia arriba mientras se hundía el barco en el horizonte? Inseguro en la cumbre de la urgencia, en la agonía de la indecisión, Ralph gritó: – ¡Oh Dios, oh Dios!
Simón, que luchaba con los matorrales, se detuvo para recobrar el aliento. Tenía el rostro alterado. Ralph siguió como pudo, desgarrándose la piel mientras el rizo de humo seguía su camino.
El fuego estaba apagado. Lo vieron en seguida; vieron lo que en realidad habían sabido allá en la playa cuando el humo del hogar familiar les había llamado desde el mar.
El fuego estaba completamente apagado, sin humo, muerto. Los viligantes se habían ido.
Un montón de leña se hallaba listo para su empleo.
Ralph se volvió hacia el mar. De un lado a otro se extendía el horizonte, indiferente de nuevo, sin otra cosa que una ligerísima huella de humo. Ralph corrió a tropezones por las rocas hasta llegar al borde mismo del acantilado rosa y gritó al barco: – ¡Vuelve! ¡Vuelve!
Corrió de un lado a otro, vuelto siempre el rostro hacia el mar, y alzó la voz enloquecida: – ¡Vuelve! ¡Vuelve!
Llegaron Simon y Maurice. Ralph les miró sin pestañear. Simón se volvió para secarse las lágrimas. Ralph buscó dentro de sí la palabra más fea que conocía.
–Han dejado apagar ese maldito fuego.
Miró hacia abajo, por el lado hostil de la montaña. Piggy llegaba jadeando y lloriqueando como uno de los pequeños. Ralph cerró los puños y enrojeció. No necesitaba señalar, ya lo hacían por él la intensidad de su mirada y la amargura de su voz.
–Ahí están.
A lo lejos, abajo, entre las piedras y los guijarros rosados junto a la orilla, aparecía una procesión. Algunos de los muchachos llevaban gorras negras, pero iban casi desnudos.