Recuerdos infantiles
Hola, chicos, ¿qué tal?
¿Cómo va la semana? ¿Qué tal va todo?
Espero que todo (subjuntivo), espero que todo vaya bien.
Hoy os quería hablar de un par de momentos que viví de niño y que se me han quedado grabados en la memoria, no entiendo muy bien por qué porque son recuerdos bastante simples, nada espectacular. Un par de anécdotas muy sencillas, casi intrascendentes podríamos decir, pero que, de alguna forma, no sé, recuerdo con cierta tristeza.
En fin, supongo que podría ir a un psicoanalista y contárselo a ver qué interpretación me hace, qué traumas escondidos descubre, pero la verdad es que ir al psicoanalista cuesta un ojo de la cara. Los psicólogos se han puesto por las nubes, así que he pensado que es mucho mejor si me desahogo con vosotros.
Así matamos dos pájaros de un tiro, ¿no? Yo me autoanalizo un poco y vosotros practicáis un poco vuestros español porque en la historia que voy a contar, como siempre hago, voy a usar un montón de expresiones clave del español, de expresiones que se usan con mucha frecuencia y que conviene repasar de vez en cuando.
¿De acuerdo?
Pues, venga, vamos, al lío. Manos a la obra.
Recuerdo que estábamos en clase de la señorita Pepi. Yo debía de tener unos diez años, creo. Nueve o diez años. Estaba sentado en una de las últimas filas. Detrás de mí se sentaba, solo, como siempre, Juanjo.
Juanjo era, como lo podría decir, un niño un poco raro. A nosotros, por lo menos, nos parecía raro.
No hablaba con nadie. Se sentaba siempre solo en la última fila. Se sentaba solo porque ningún niño quería sentarse con él. Y porque él tampoco quería sentarse con nosotros.
Era un niño raro, diferente… Yo creo que nos daba a todos un poco de miedo.
No venía mucho a la escuela y cuando venía no jugaba con nosotros, no hablaba, no se juntaba con nadie.
En el patio, a la hora del recreo, se quedaba siempre apartado en una esquina. Y en clase se sentaba solo en la última banca.
No participaba en la clase con los demás niños. No hacía las tareas, no estudiaba y sacaba siempre malas notas.
No estoy seguro, pero me parece que era también uno o dos años mayor. No sé. No lo recuerdo bien, pero el caso es que ni él se juntaba con nosotros ni nosotros nos juntábamos mucho con él.
La verdad es que los maestros la tenían tomada un poco con él.
“Juanjo, no te levantes”. “¡Juanjo, cállate!” “Juanjo, siéntate allí”. “Juanjo, deja eso”. “Juanjo…”
Siempre le estaban llamando la atención por algo. Y a menudo lo expulsaban de la clase.
“¡Juanjo, fuera de la clase! ¡Expulsado!”
Ninguno de nosotros hablaba mucho con él y él tampoco parecía querer tener cuentas con nosotros.
Me imagino que Juanjo odiaba la escuela, odiaba a los maestros y nos odiaba también a nosotros, a los otros niños.
A mí me daba un poco de miedo. No sabía muy bien qué decirle. Parecía estar siempre al margen de todo y de todos.
Aquel día la señorita Pepi nos había mandado hacer alguna tarea y todos estábamos ocupados, trabajando en silencio, cada uno a lo suyo. En aquella época era así. Si el maestro o la maestra nos decía que teníamos que hacer algo en clase, entonces había que estar sentados y hacerlo sin rechistar.
Muchas veces ni siquiera se podía hablar.
Si la maestra te veía hablando con otro niño en lugar de hacer tu tarea, te llamaba la atención o incluso te echaba de la clase y si te ponías chulo o protestabas, entonces te amenazaba con llamar a tus padres. Que llamaran a tus padres era lo peor que te podía pasar.
Aquel día, como decía, la señorita Pepi nos había pedido que nos pusiéramos a trabajar en una tarea en silencio, sin hablar con nadie. Me parece que nos había pedido que leyéramos algo en el libro.
Yo estaba confundido. No me había enterado de la página que teníamos que leer. Entonces, sin pensarlo dos veces, me di la vuelta y le pregunté a Juanjo si sabía qué página teníamos que leer.
En ese momento se escuchó la voz de la señorita Pepi.
“¡Juanjo! ¡Fuera! ¡A la calle por hablar!”
Yo conocía muy bien a la señorita Pepi. Pepi o Pepita era en realidad la hermana mayor de Miguel, mi mejor amigo del barrio. La conocía desde siempre. A veces incluso habíamos jugado juntos.
Yo, como no tenía hermanos, solía ir a casa de mi amigo Miguel casi todos los días y Pepi, aunque nos sacaba bastantes años a los dos, a veces se ponía a jugar con nosotros al Monopoly o al parchís en los días de lluvia, cuando no se podía jugar al fútbol en la calle y había que quedarse en casa.
O sea, que para mí, la señorita Pepi era alguien muy familiar. Supongo que si nosotros teníamos diez años, ella debía de tener unos dieciocho años, más o menos.
Cuando nos veíamos en la calle o cuando iba a su casa, yo la llamaba simplemente Pepi, pero en clase tenía que llamarla, como todos los otros niños, “señorita”: Señorita Pepi.
Al principio me parecía muy raro llamarla así.
Cuando estábamos con ella en su casa, su hermano Miguel y yo la llamábamos Pepi. Recuerdo que nosotros nos reíamos de ella porque siempre perdía a todos los juegos que hacíamos: al Monopoly, al parchís… Se le daban fatal todos los juegos de mesa. Pero a ella no le importaba que le tomáramos el pelo y se reía con nosotros.
A veces, cuando perdía al Monopoly fingía enfadarse con nosotros, pero luego nos hacía cosquillas y acabamos los tres tirados por el suelo riéndonos a carcajadas.
Pero un año, a principios de curso, en septiembre, Pepi empezó a trabajar de maestra en la escuela del barrio, donde íbamos Miguel y yo.
La hermana mayor de Miguel, mi mejor amigo, aquella chica a la que conocía desde hacía tanto tiempo y que a veces se ponía a jugar con nosotros al parchís los días de lluvia, era, de repente, la maestra. Ya no la podía seguir llamando simplemente “Pepi”. Ahora había que llamarla Señorita Pepi y hacer lo que ella decía.
Recuerdo que al principio Miguel y yo no nos la tomábamos en serio. Sobre todo él, que era su hermana.
Los primeros días a mí me costaba mucho llamarla Señorita y la llamaba Pepi.
Ella me miraba muy seria y me gritaba “¡Señorita Pepi!”
No quería que la llamase Pepi delante de los otros niños de la escuela. Y tenía razón. No estaba bien. Pero para mí era difícil porque estaba acostumbrado a verla todos los días en su casa y a bromear con ella.
“¿Pepi, puedo ir al servicio?”
“¡Señorita!”
“Perdón… Señorita, ¿puedo ir al servicio?”
Y así todos los días, dos o tres veces.
Para Miguel era aún peor, obviamente. A él le costaba mucho más que a mí llamar “señorita” a su hermana y la llamaba casi siempre Pepi. O incluso a veces “hermana”. Recuerdo que Miguel tenía la costumbre de llamar a su hermana “hermana”, lo cual a mí me había llamado siempre la atención. No conocía a ningún niño que dijera “hermano” o “hermana” para dirigirse a sus hermanos. El problema era que Miguel a veces llamaba a la señorita Pepi “hermana” también en la escuela.
“Hermana, ¿puedo ir al servicio?” Le preguntó un día en clase.
A la señorita Pepi no le gustaba que Miguel y yo la llamáramos Pepi en la escuela, pero odiaba aún más que Miguel la llamase “hermana” delante de los otros niños.
Recuerdo que un día que Miguel la llamó “hermana” en mitad de la clase, ella se levantó, fue hacia él y le dio una bofetada en la cara delante de todos tan fuerte que le dejó la marca de la mano en la cara.
Los niños de la clase nos quedamos todos en silencio. Habíamos entendido el mensaje.
Si alguien pensaba que por ser hermana de la profesora Miguel tenía algún tipo de privilegio en la escuela, que era un enchufado, se equivocaba.
En aquella época, algunos profesores todavía pegaban a los niños en la escuela, pero la mayoría ya no y por eso nos quedamos todos estupefactos, con la boca abierta. No nos esperábamos algo así de la Señorita Pepi.
Pero, de todas formas, a pesar de aquella bofetada, no creo que los niños de la clase tuvieran miedo de ella.
Sabían que le había dado aquella bofetada a Miguel por ser su hermano, no por ser la profesora. Los otros niños se sentían a salvo. Era una cuestión de familia.
En mi caso era un poco diferente. No estaba tan seguro de que la señorita Pepi no fuera capaz de darme una bofetada a mí también si continuaba llamándola Pepi en clase.
Al fin y al cabo, yo era el amigo favorito de su hermano.
Es que como mi casa estaba a dos pasos de la suya, pues Miguel y yo estábamos siempre juntos. jugábamos al fútbol juntos, íbamos al cine juntos, estudiábamos juntos y a menudo comía con él y con su familia.
Era normal. Yo era hijo único y Miguel solo tenía una hermana, Pepi, que era mucho más mayor que él, así que los dos éramos un poco como hermanos.
En fin, lo que quiero decir es que Pepi me conocía desde siempre y me trataba casi con la misma familiaridad con la que trataba a su hermano.
Y por eso pensaba que si Pepi era capaz de darle una bofetada a su hermano en medio de la clase, entonces quizás también podría acabar dándome una a mí también.
Total, que yo, desde aquel día, por si las moscas, puse mucha atención para llamarla siempre Señorita o Señorita Pepi cuando estábamos en la escuela. No quería que se enfadara conmigo.
Bueno, el caso es que aquel día, cuando yo me di la vuelta para preguntarle a Juanjo cuál era la página del libro que teníamos que leer, la señorita Pepi nos escuchó hablar, pero se confundió y pensó que era él, Juanjo, el que estaba hablando, no yo, y lo echó de la clase.
“¡Juanjo! ¡Fuera de la clase, por hablar!”, le dijo.
No era la primera vez. A Juanjo los maestros lo expulsaban de la clase cada dos por tres, por una razón o por otra. Pasaba más tiempo fuera que dentro.
Juanjo se levantó resignado, sin decir nada. Solo recuerdo que hizo un gesto con la cara como diciendo “¡Otra vez yo! ¡Siempre me toca a mí!”.
Yo, claro, sabía que la culpa era mía. Era yo el que le había hablado a él, no él a mí.
Entonces, cuando Juanjo se encaminaba ya hacia la puerta para salir del aula, alcé la voz y dije
“Señorita Pepi, he sido yo el que le ha preguntado. Era yo el que hablaba, no él”.
Entonces la señorita Pepi le dijo a Juanjo que volviera a su asiento y se sentara.
Estaba claro que si había que expulsar a alguien de la clase por hablar, me tendría que expulsar a mí, claro.
Pero no. A mí la señorita Pepi no me dijo que me fuera a la calle. Solo me dijo que siguiera haciendo la tarea en silencio.
Yo era un niño bueno y además el mejor amigo de su hermano. Estaba claro que a mí la señorita Pepi no me iba a expulsar de la clase.
De una forma más o menos inconsciente, aquel día aprendí que a menudo nos dejamos llevar por los estereotipos que tenemos sobre otras personas. Nos hacemos una idea de una persona e interpretamos todo lo que hace de acuerdo con esa idea que tenemos en nuestra cabeza.
Como le pasaba a los maestros de mi escuela, que la tenían tomada con Juanjo e interpretaban todo lo que hacía de forma negativa. Si había que culpar a alguien de algo, la culpa era siempre suya.
Aquel día me di cuenta de que si Juanjo hacía algo malo, se le castigaba por ser malo, por ser travieso, por ser un rebelde, por ser un desadaptado; pero si un niño “bueno” como yo hacía algo malo, entonces no había castigo.
Yo pertenecía al grupo de los niños “buenos”, de los niños “normales”, de los niños adaptados.
Juanjo pertenecía al grupo de los niños malos, de los niños rebeldes, de los niños desadaptados. Y la gente no quería cuentas con alguien así. Los profesores tampoco.
La verdad es que Juanjo y yo éramos muy diferentes, tan diferentes como el día y la noche. No habíamos hablado nunca y nunca volvimos a hablar, pero desde aquel día algo cambió entre nosotros.
A partir de aquel momento en el que yo alcé la voz para decirle a la señorita Pepi que el que había hablado era yo, no él, Juanjo me miraba con más respeto. Se lo notaba en los ojos.
Aunque no nos habláramos, por la forma en que me miraba tuve la impresión de que había cambiado su opinión sobre mí; que alzando mi voz para defenderlo delante de la Señorita Pepi, había logrado impresionarlo.
Me parecía que se había quedado muy sorprendido por mi gesto. Era como si no estuviera acostumbrado a que nadie fuera amable con él.
De darme miedo pasó a darme pena o tristeza.
Yo era muy niño, claro, y no era consciente de lo que pasaba, pero de forma intuitiva, me di cuenta de que en realidad Juanjo no era un niño peligroso, sino alguien con falta de cariño, con falta de amor; alguien que probablemente no estaba acostumbrado a que lo quisieran ni a que lo trataran de forma amable. Por eso se había quedado tan impresionado cuando yo alcé la voz para defenderlo.
Aunque no nos volvimos a hablar el resto del año, recuerdo que cada vez que nos cruzábamos en el patio del colegio, por un pasillo de la escuela o en clase, nos mirábamos en silencio y sin decirnos nada de alguna forma nos entendíamos.
Creo que, de forma intuitiva, poco a poco fui comprendiendo que igual que a nosotros él nos daba un poco de miedo, nosotros también le dábamos miedo a él.
Aquel año Juanjo dejó la escuela y no volvió más. En aquella época era normal. Muchos padres de clase baja, pobres, que no contaban con muchos medios, sacaban a sus hijos de la escuela para ponerlos a trabajar cuando todavía eran muy niños.
Me imagino que eso fue lo que le pasó a Juanjo, que sus padres, o quién fuera, lo sacó del colegio. Total, el niño no parecía valer para estudiar.
El caso es que al año siguiente ya no volvimos a verlo en la escuela y nadie parecía echarlo de menos. El único que lo recordaba era yo. Y lo que más recordaba eran sus ojos tristes.
No lo volví a ver hasta varios años más tarde, cuando yo ya iba al instituto. Yo debía de tener unos quince o dieciséis años. Lo vi en la calle. Mientras esperaba a que el semáforo se pusiera verde para cruzar, de repente giré la cabeza y lo vi a mi lado.
Juanjo llevaba en la mano unos décimos de lotería. Se había hecho vendedor ambulante de lotería. Mientras yo iba al instituto y me preparaba para entrar en la universidad, Juanjo recorría los bares y las tiendas de la ciudad vendiendo lotería para ganarse la vida y llevar algo de dinero a casa.
Cuando lo vi, a mí se me cayó el alma a los pies. Supongo que se dio cuenta de que yo lo miraba con tristeza y apartó la mirada incómodo, como si se avergonzara. Supongo que le daba vergüenza que yo lo viera vendiendo lotería por la calle. Yo llevaba mis libros debajo del brazo e iba a clase; él había dejado de estudiar para ponerse a vender lotería por la calle. Me sentí fatal.
Tampoco esta vez nos dijimos nada. Ni siquiera nos saludamos. No había nada qué decir. Él me miró con sus ojos tristes de siempre y en cuanto el semáforo se puso verde se alejó deprisa.
No volví a verlo.
A veces cuando veo algún vendedor ambulante de lotería por Granada, en algún bar, en alguna tienda, en el mercado o donde sea, me quedo mirándolo. ¿Será Juanjo?
No, no volví a verlo. No sé qué le pasó, pero dudo mucho que tuviera éxito como vendedor de lotería.
Los que van vendiendo lotería por las calles de las ciudades son normalmente personas muy extrovertidas que hablan con la gente con facilidad, que hacen bromas y dicen algo simpático para intentar convencerte de que les compres un billete de lotería. Juanjo, por lo que yo recuerdo, no valía para eso.
En fin, nunca supe que fue de él.
A veces he pensado que quizás estos dos episodios se me han quedado marcados en la memoria porque probablemente fue la primera vez que fui consciente de la pobreza que existía a mi alrededor, y que había otros niños que no tenían algunas de las cosas que yo daba por descontado, como la posibilidad de ir a la escuela y estudiar.
Pero ahora creo que lo que más me impresionó no fue la pobreza de Juanjo, sino su soledad y la tristeza de su mirada.
Ahora que lo pienso, tal vez sea por eso que me pongo triste cada vez que veo a un hombre caminando solo por la calle. Nunca lo había pensado.
Por cierto, la señorita Pepi, que nunca me dio una bofetada, se casó al año siguiente, dejó la escuela y se fue a vivir a otra ciudad. A partir de entonces solo venía a Granada en Navidad.
Cuando iba a jugar con mi amigo Miguel a su casa y me encontraba con ella, entonces la situación era aún más embarazosa que antes. Yo me había acostumbrado a llamarla “Señorita” y ahora tenía que llamarla otra vez Pepi. Pero me costaba mucho. Ya no la veía como la hermana de mi mejor amigo; ahora la veía como la maestra, la profesora.
Al final era todo muy embarazoso y lo que hacía era evitarla. Si ella entraba en una habitación, yo me iba con cualquier excusa.
Ahora que lo pienso mejor, la verdad es que mi infancia podría resumirse como una sucesión de momentos y situaciones embarazosas, ¿no?
En fin, me pregunto qué diría Freud.
Chicos, espero que os hayan parecido interesantes mis recuerdos. Si no, lo siento, lo siento mucho, pero hoy tenía ganas de desahogarme un poco hablando de estos momentos que se me quedaron grabados en la memoria de niño.
Otro día, otro día hablaremos de cosas un poquito más alegres.
Nos vemos, no, nos vemos, nos escuchamos en el próximo episodio de nuestro podcast, aquí, en Español Con Juan.
¡Hasta pronto!