Las cinco pepitas de naranja - 05
Sherlock Holmes cerró los ojos, y colocando los codos en los brazos del sillón, juntó la punta de los dedos de ambas manos.
—El razonador ideal—dijo—una vez que se le hubiera enseñado un solo hecho en todas sus proyecciones, debería deducir de él, no sólo la cadena de acontecimientos que han conducido al mismo hecho, sino también los resultados que deben seguirle. Así como Cuvier podía describir correctamente un animal con sólo ver uno de sus huesos, el observador que ha comprendido a fondo un eslabón de una cadena de incidentes, debería ser capaz de reconstruir fijamente todos los otros, tanto anteriores como posteriores. Todavía no hemos llegado a los resultados que se pueden alcanzar con sólo la razón. En el estudio se pueden resolver problemas que han burlado las investigaciones de todos cuantos buscaban una solución con la ayuda de los sentidos.
Para llevar el arte, sin embargo, a su mayor altura, es necesario que el razonador sea capaz de utilizar todos los hechos que han llegado a su conocimiento y esto en si mismo implica, como usted puede verlo fácilmente, una posesión de toda clase de conocimientos, que, aun en estos días de educación libre y enciclopedias, es una cualidad algo rara. No es imposible, sin embargo, que un hombre posea todos los conocimientos que pueden serle útiles en su labor, y esto he tratado yo de alcanzar para mí. Si recuerdo bien, usted en una ocasión, en los comienzos de nuestra amistad, definió mi campo de acción de una manera muy precisa.
—Si—contesté, riéndome.—Era aquel un singular documento: la filosofía, la astronomía y la política estaban marcadas con un cero, me acuerdo; botánica, variable; geología, profunda en lo que se refiere a las manchas de lodo procedente de cualquier lugar situado en un radio de cincuenta millas de la ciudad; química, excéntrica; anatomía, falta de sistema; excepcional en literatura de sensación y en anales del crimen; violinista, boxeador, esgrimista, abogado, y envenenador de sí mismo, por medio de la cocaína y del tabaco. Esos, me parece, eran los principales puntos del análisis.
Holmes arrugó el ceño al oír la última observación.
—Bueno—dijo.—Ahora digo como decía entonces, que un hombre debe tener las pequeñas buhardillas de su cerebro provistas de todos los muebles que probablemente tenga que usar, y lo demás lo puede poner en el cuarto de reserva que se llama la biblioteca, donde lo tendrá a la mano cuando lo necesite.
En un asunto como el que se nos ha sometido esta noche, necesitamos indudablemente poner en juego todos nuestros recursos. Tenga usted la bondad de darme la letra K de la Enciclopedia Americana que está en ese estante al lado de usted. Gracias. Ahora examinemos la situación, y veamos lo que se puede deducir de ella. En primer lugar, podemos partir con la vehemente presunción de que el coronel Openshaw tuvo alguna razón poderosa para salir de América. Los hombres, en ese período de su vida, no cambian de costumbres ni truecan de buen grado el encantador clima de Florida por la solitaria vida de un pueblo inglés de provincia. Su extremado amor de la soledad en Inglaterra sugiere la idea de que temía a alguien ó algo, de modo que podemos admitir la hipótesis de que lo que le hizo abandonar la América fue el miedo de alguien ó de algo. En cuanto a lo que temía, lo podemos deducir solamente de las terribles cartas que recibieron él y sus sucesores. ¿Notó usted los sellos de correo de esas cartas?
—La primera fue de Pondichery, la segunda de Dundee, y la tercera de Londres.
—De Londres. Este. ¿Qué deduce usted de eso?
—Los tres son puertos de mar: que el que las escribió estaba a bordo de un buque.
—Excelente. Ya tenemos un dato. No puede haber duda de que existe una probabilidad, una gran probabilidad, de que el autor estaba a bordo de un buque. Ahora, examinemos otro punto. En el caso de Pondichery, transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su ejecución; en el de Dundee sólo pasaron unos tres ó cuatro días. ¿Sugiere eso algo?
—Una distancia mayor que cruzar.
—Pero la carta tenía también que atravesar esa distancia mayor.
—Entonces, no veo ese punto.
—Hay por lo menos la presunción de que el buque en que el hombre ó los hombres están, es un velero. Parece que siempre en viasen sus singulares advertencias ó recuerdos por delante de ellos, antes de ponerse en viaje. Usted ve cuán de cerca siguió el acto a la prevención cuando ésta vino de Dundee. Si de Pondichery hubieran venido en vapor, habrían llegado casi al mismo tiempo que la carta. Mi opinión es que esas siete semanas representan la diferencia entre el vapor-correo que trajo la carta, y el buque de vela que trajo al que la escribió.
—Es posible.
—Más aún: es probable. Y ahora, ya ve usted la mortal urgencia de este nuevo caso, y por eso insté al joven Openshaw a que se cuidara. El golpe ha sido descargado cada vez al expirar el tiempo que los que lo dan han empleado en cruzar la distancia. Pero esta carta viene de Londres, y por consiguiente, no podemos contar con demora alguna.
—¡Buen Dios!—exclamé.—¿Qué puede significar esta implacable persecución?
—Los papeles que Openshaw tenía consigo eran, evidentemente, de vital importancia para la persona ó personas del buque de vela. Yo creo que está bastante claro que deben ser más de una persona. Un solo hombre no podría haber ejecutado dos muertes de manera de engañar a un jurado de coroner. Debe haber habido varios en el asunto, y deben haber sido hombres inteligentes y resueltos, Están decididos a recuperar sus papeles, sea quien sea el que los tenga. Por medio de este razonamiento ve usted que K, K. K. cesan de ser las iniciales de un individuo para convertirse en el lema de una sociedad.
—Pero ¿de qué sociedad?