Capítulo 20 (2)
En las pausas del delirio, Amaranta Úrsula contestaba las cartas de Gastón. Lo sentía tan distante y ocupado, que su regreso le parecía imposible. En una de las primeras cartas él contó que en realidad sus socios habían mandado el aeroplano, pero que una agencia marítima de Bruselas lo había embarcado por error con destino a Tanganyika, donde se lo entregaron a la dispersa comunidad de los Makondos. Aquella confusión ocasionó tantos contratiempos que solamente la recuperación del aeroplano podía tardar dos años. Así que Amaranta Úrsula descartó la posibilidad de un regreso inoportuno. Aureliano, por su parte, no tenía más contacto con el mundo que las cartas del sabio catalán y las noticias que recibía de Gabriel a través de Mercedes, la boticaria silenciosa. Al principio eran contactos reales. Gabriel se había hecho reembolsar el pasaje de regreso para quedarse en París, vendiendo los periódicos atrasados y las botellas vacías que las camareras sacaban de un hotel lúgubre de la calle Dauphine. Aureliano podía imaginarlo entonces con un suéter de cuello alto que solo se quitaba cuando las terrazas de Montparnasse se llenaban de enamorados primaverales, y durmiendo de día y escribiendo de noche para confundir el hambre, en el cuarto oloroso a espuma de coliflores hervidos donde había de morir Rocamadour. Sin embargo, sus noticias se fueron haciendo poco a poco tan inciertas, y tan esporádicas y melancólicas las cartas del sabio, que Aureliano se acostumbró a pensar en ellos como Amaranta Úrsula pensaba en su marido, y ambos quedaron flotando en un universo vacío, donde la única realidad cotidiana y eterna era el amor.
De pronto, como un estampido en aquel mundo de inconciencia feliz, llegó la noticia del regreso de Gastón. Aureliano y Amaranta Úrsula abrieron los ojos, sondearon sus almas, se miraron a la cara con la mano en el corazón, y comprendieron que estaban tan identificados que preferían la muerte a la separación. Entonces ella le escribió al marido una carta de verdades contradictorias, en la que le reiteraba su amor y sus ansias de volver a verlo, al mismo tiempo que admitía como un designio fatal la imposibilidad de vivir sin Aureliano. Al contrario de lo que ambos esperaban, Gastón les mandó una respuesta tranquila, casi paternal, con dos hojas enteras consagradas a prevenirlos contra las veleidades de la pasión, y un párrafo final con votos inequívocos por que fueran tan felices como él lo fue en su breve experiencia conyugal. Era una actitud tan imprevista, que Amaranta Úrsula se sintió humillada con la idea de haber proporcionado al marido el pretexto que él deseaba para abandonarla a su suerte. El rencor se le agravó seis meses después, cuando Gastón volvió a escribirle desde Leopoldville, donde por fin había recibido el aeroplano, solo para pedir que le mandaran el velocípedo, que de todo lo que había dejado en Macondo era lo único que tenía para él un valor sentimental. Aureliano sobrellevó con paciencia el despecho de Amaranta Úrsula, se esforzó por demostrarle que podía ser tan buen marido en la bonanza como en la adversidad, y las urgencias cotidianas que los asediaban cuando se les acabaron los últimos dineros de Gastón crearon entre ellos un vínculo de solidaridad que no era tan deslumbrante y capitoso como la pasión, pero que les sirvió para amarse tanto y ser tan felices como en los tiempos alborotados de la salacidad. Cuando murió Pilar Ternera estaban esperando un hijo.
En el sopor del embarazo, Amaranta Úrsula trató de establecer una industria de collares de vértebras de pescados. Pero a excepción de Mercedes, que le compró una docena, no encontró a quién vendérselos. Aureliano tuvo conciencia por primera vez de que su don de lenguas, su sabiduría enciclopédica, su rara facultad de recordar sin conocerlos los pormenores de hechos y lugares remotos, eran tan inútiles como el cofre de pedrería legítima de su mujer, que entonces debía valer tanto como todo el dinero de que hubieran podido disponer, juntos, los últimos habitantes de Macondo. Sobrevivían de milagro. Aunque Amaranta Úrsula no perdía el buen humor, ni su ingenio para las travesuras eróticas, adquirió la costumbre de sentarse en el corredor después del almuerzo, en una especie de siesta insomne y pensativa. Aureliano la acompañaba. A veces permanecían en silencio hasta el anochecer, el uno frente a la otra, mirándose a los ojos, amándose en el sosiego con tanto amor como antes se amaron en el escándalo. La incertidumbre del futuro les hizo volver el corazón hacia el pasado. Se vieron a sí mismos en el paraíso perdido del diluvio, chapaleando en los pantanos del patio, matando lagartijas para colgárselas a Úrsula, jugando a enterrarla viva, y aquellas evocaciones les revelaron la verdad de que habían sido felices juntos desde que tenían memoria. Profundizando en el pasado, Amaranta Úrsula recordó la tarde en que entró al taller de platería y su madre le contó que el pequeño Aureliano no era hijo de nadie porque había sido encontrado flotando en una canastilla. Aunque la versión les pareció inverosímil, carecían de información para sustituirla por la verdadera. De lo único que estaban seguros, después de examinar todas las posibilidades, era de que Fernanda no fue la madre de Aureliano. Amaranta Úrsula se inclinó a creer que era hijo de Petra Cotes, de quien solo recordaba fábulas de infamia, y aquella suposición les produjo en el alma una torcedura de horror.
Atormentado por la certidumbre de que era hermano de su mujer, Aureliano se dio una escapada a la casa cural para buscar en los archivos rezumantes y apolillados alguna pista cierta de su filiación. La partida de bautismo más antigua que encontró fue la de Amaranta Buendía, bautizada en la adolescencia por el padre Nicanor Reyna, por la época en que este andaba tratando de probar la existencia de Dios mediante artificios de chocolate. Llegó a ilusionarse con la posibilidad de ser uno de los diecisiete Aurelianos, cuyas partidas de nacimiento rastreó a través de cuatro tomos, pero las fechas de bautismo eran demasiado remotas para su edad. Viéndolo extraviado en laberintos de sangre, trémulo de incertidumbre, el párroco artrítico que lo observaba desde la hamaca le preguntó compasivamente cuál era su nombre.
—Aureliano Buendía —dijo él.
—Entonces no te mates buscando —exclamó el párroco con una convicción terminante—. Hace muchos años hubo aquí una calle que se llamaba así, y por esos entonces la gente tenía la costumbre de ponerles a los hijos los nombres de las calles.
Aureliano tembló de rabia.
—¡Ah! —dijo—, entonces usted tampoco cree.
—¿En qué?
—Que el coronel Aureliano Buendía hizo treinta y dos guerras civiles y las perdió todas —contestó Aureliano—. Que el ejército acorraló y ametralló a tres mil trabajadores, y que se llevaron los cadáveres para echarlos al mar en un tren de doscientos vagones.
El párroco lo midió con una mirada de lástima.
—Ay, hijo —suspiró—. A mí me bastaría con estar seguro de que tú y yo existimos en este momento.
De modo que Aureliano y Amaranta Úrsula aceptaron la versión de la canastilla, no porque la creyeran, sino porque los ponía a salvo de sus terrores. A medida que avanzaba el embarazo se iban convirtiendo en un ser único, se integraban cada vez más en la soledad de una casa a la que solo le hacía falta un último soplo para derrumbarse. Se habían reducido a un espacio esencial, desde el dormitorio de Fernanda, donde vislumbraron los encantos del amor sedentario, hasta el principio del corredor, donde Amaranta Úrsula se sentaba a tejer botitas y sombreritos de recién nacido, y Aureliano a contestar las cartas ocasionales del sabio catalán. El resto de la casa se rindió al asedio tenaz de la destrucción. El taller de platería, el cuarto de Melquíades, los reinos primitivos y silenciosos de Santa Sofía de la Piedad quedaron en el fondo de una selva doméstica que nadie hubiera tenido la temeridad de desentrañar. Cercados por la voracidad de la naturaleza, Aureliano y Amaranta Úrsula seguían cultivando el orégano y las begonias y defendían su mundo con demarcaciones de cal, construyendo las últimas trincheras de la guerra inmemorial entre el hombre y las hormigas. El cabello largo y descuidado, los moretones que le amanecían en la cara, la hinchazón de las piernas, la deformación del antiguo y amoroso cuerpo de comadreja, le habían cambiado a Amaranta Úrsula la apariencia juvenil de cuando llegó a la casa con la jaula de canarios desafortunados y el esposo cautivo, pero no le alteraron la vivacidad del espíritu. «Mierda», solía reír. «¡Quién hubiera pensado que de veras íbamos a terminar viviendo como antropófagos!». El último hilo que los vinculaba con el mundo se rompió en el sexto mes del embarazo, cuando recibieron una carta que evidentemente no era del sabio catalán. Había sido franqueada en Barcelona, pero la cubierta estaba escrita con tinta azul convencional por una caligrafía administrativa, y tenía el aspecto inocente e impersonal de los recados enemigos. Aureliano se la arrebató de las manos a Amaranta Úrsula cuando se disponía a abrirla.
—Esta no —le dijo—. No quiero saber lo que dice.
Tal como él lo presentía, el sabio catalán no volvió a escribir. La carta ajena, que nadie leyó, quedó a merced de las polillas en la repisa donde Fernanda olvidó alguna vez su anillo matrimonial, y allí siguió consumiéndose en el fuego interior de su mala noticia, mientras los amantes solitarios navegaban contra la corriente de aquellos tiempos de postrimerías, tiempos impenitentes y aciagos, que se desgastaban en el empeño inútil de hacerlos derivar hacia el desierto del desencanto y el olvido. Conscientes de aquella amenaza, Aureliano y Amaranta Úrsula pasaron los últimos meses tomados de la mano, terminando con amores de lealtad el hijo empezado con desafueros de fornicación. De noche, abrazados en la cama, no los amedrentaban las explosiones sublunares de las hormigas, ni el fragor de las polillas, ni el silbido constante y nítido del crecimiento de la maleza en los cuartos vecinos. Muchas veces fueron despertados por el tráfago de los muertos. Oyeron a Úrsula peleando con las leyes de la creación para preservar la estirpe, y a José Arcadio Buendía buscando la verdad quimérica de los grandes inventos, y a Fernanda rezando, y al coronel Aureliano Buendía embruteciéndose con engaños de guerras y pescaditos de oro, y a Aureliano Segundo agonizando de soledad en el aturdimiento de las parrandas, y entonces aprendieron que las obsesiones dominantes prevalecen contra la muerte, y volvieron a ser felices con la certidumbre de que ellos seguirían amándose con sus naturalezas de aparecidos, mucho después de que otras especies de animales futuros les arrebataran a los insectos el paraíso de miseria que los insectos estaban acabando de arrebatarles a los hombres.
Un domingo, a las seis de la tarde, Amaranta Úrsula sintió los apremios del parto. La sonriente comadrona de las muchachitas que se acostaban por hambre la hizo subir en la mesa del comedor, se le acaballó en el vientre, y la maltrató con galopes cerriles hasta que sus gritos fueron acallados por los berridos de un varón formidable. A través de las lágrimas, Amaranta Úrsula vio que era un Buendía de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Arcadios, con los ojos abiertos y clarividentes de los Aurelianos, y predispuesto para empezar la estirpe otra vez por el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su vocación solitaria, porque era el único en un siglo que había sido engendrado con amor.
—Es todo un antropófago —dijo—. Se llamará Rodrigo.
—No —la contradijo su marido—. Se llamará Aureliano y ganará treinta y dos guerras.
Después de cortarle el ombligo, la comadrona se puso a quitarle con un trapo el ungüento azul que le cubría el cuerpo, alumbrada por Aureliano con una lámpara. Solo cuando lo voltearon boca abajo se dieron cuenta de que tenía algo más que el resto de los hombres, y se inclinaron para examinarlo. Era una cola de cerdo.
No se alarmaron. Aureliano y Amaranta Úrsula no conocían el precedente familiar, ni recordaban las pavorosas admoniciones de Úrsula, y la comadrona acabó de tranquilizarlos con la suposición de que aquella cola inútil podía cortarse cuando el niño mudara los dientes. Luego no tuvieron ocasión de volver a pensar en eso, porque Amaranta Úrsula se desangraba en un manantial incontenible. Trataron de socorrerla con apósitos de telaraña y apelmazamientos de ceniza, pero era como querer cegar un surtidor con las manos. En las primeras horas, ella hacía esfuerzos por conservar el buen humor. Le tomaba la mano al asustado Aureliano, y le suplicaba que no se preocupara, que la gente como ella no estaba hecha para morirse contra la voluntad, y se reventaba de risa con los recursos truculentos de la comadrona. Pero a medida que a Aureliano lo abandonaban las esperanzas, ella se iba haciendo menos visible, como si la estuvieran borrando de la luz, hasta que se hundió en el sopor. Al amanecer del lunes llevaron una mujer que rezó junto a su cama oraciones de cauterio, infalibles en hombres y animales, pero la sangre apasionada de Amaranta Úrsula era insensible a todo artificio distinto del amor. En la tarde, después de veinticuatro horas de desesperación, supieron que estaba muerta porque el caudal se agotó sin auxilios, y se le afiló el perfil, y los verdugones de la cara se le desvanecieron en una aurora de alabastro, y volvió a sonreír.