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Niebla - Unamuno, XXII

XXII

—Y bien, ¿qué? —le preguntaba Augusto a Víctor ¿cómo habéis recibido al intruso?

—¡Ah, nunca lo hubiese creído, nunca! Todavía la víspera de nacer nuestra irritación era grandísima. Y mientras estaba pugnando por venir al mundo no sabes bien los insultos que me lanzaba mi Elena. «¡Tú, tú tienes la culpa, tú!», me decía. Y otras veces: «¡Quítate de delante, quítate de mi vista! ¿No te da vergüenza de estar aquí? Si me muero, tuya será la culpa.» Y otras veces: «¡Esta y no más, esta y no más!» Pero nació y todo ha cambiado. Parece como si hubiésemos despertado de un sueño y como si acabáramos de casarnos. Yo me he quedado ciego, talmente ciego; ese chiquillo me ha cegado. Tan ciego estoy, que todos dicen que mi Elena ha quedado con la preñez y el parto desfiguradísima, que está hecha un esqueleto y que ha envejecido lo menos diez años, y a mí me parece más fresca, más lozana, más joven y hasta más metida en carnes que nunca.

—Eso me recuerda, Víctor, la leyenda del fogueteiro que tengo oída en Portugal.

—Venga.

—Tú sabes que en Portugal eso de los fuegos artificiales, de la pirotecnia, es una verdadera bella arte. El que no ha visto fuegos artificiales en Portugal no sabe todo lo que se puede hacer con eso. ¡Y qué nomenclatura, Dios mío!

—Pero venga la leyenda.

—Allá voy. Pues el caso es que había en un pueblo portugués un pirotécnico o fogueteiro que tenía una mujer hermosísima, que era su consuelo, su encanto y su orgullo. Estaba locamente enamorado de ella, pero aún más era orgullo. Complacíase en dar dentera, por así decirlo, a los demás mortales, y la paseaba consigo como diciéndoles: ¿veis esta mujer?, ¿os gusta?, ¿sí, eh?, ¡pues es la mía, mía sola!, ¡y fastidiarse! No hacía sino ponderar las excelencias de la hermosura de su mujer y hasta pretendía que era la inspiradora de sus más bellas producciones pirotécnicas, la musa de sus fuegos artificiales. Y hete que una vez, preparando uno de estos, mientras estaba, como de costumbre, su hermosa mujer a su lado para inspirarle, se le prende fuego la pólvora, hay una explosión y tienen que sacar a marido y mujer desvanecidos y con gravísimas quemaduras. A la mujer se le quemó buena parte de la cara y del busto, de tal manera que se quedó horriblemente desfigurada, pero él, el fogueteiro, tuvo la fortuna de quedarse ciego y no ver el desfiguramiento de su mujer. Y después de esto seguía orgulloso de la hermosura de su mujer y ponderándola a todos y caminando al lado de ella, convertida ahora en su lazarilla, con el mismo aire y talle de arrogante desafío que antes. «¿Han visto ustedes mujer más hermosa?», preguntaba, y todos, sabedores de su historia, se compadecían del pobre fogueteiro y le ponderaban la hermosura de su mujer.

—Y bien, ¿no seguía siendo hermosa para él?

—Acaso más que antes, como para ti tu mujer después que te ha dado al intruso.

—¡No le llames así!

—Fue cosa tuya.

—Sí, pero no quiero oírsela a otro.

—Eso pasa mucho; el mote mismo que damos a alguien nos suena muy de otro modo cuando se lo oímos a otro.

—Sí, dicen que nadie conoce su voz...

—Ni su cara. Yo por lo menos sé de mí decirte que una de las cosas que me dan más pavor es quedarme mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acabo por dudar de mi propia existencia a imaginarme, viéndome como otro, que soy un sueño, un ente de ficción...

—Pues no te mires así...

—No puedo remediarlo. Tengo la manía de la introspección.

—Pues acabarás como los faquires, que dicen se contemplan el propio ombligo.

—Y creo que si uno no conoce su voz ni su cara, tampoco conoce nada que sea suyo, muy suyo, como si fuera parte de él...

—Su mujer, por ejemplo.

—En efecto; se me antoja que debe de ser imposible conocer a aquella mujer con quien se convive y que acaba por formar parte nuestra. ¿No has oído aquello que decía uno de nuestros más grandes poetas, Campoamor?

—No; ¿qué es ello?

—Pues decía que cuando uno se casa, si lo hace enamorado de veras, al principio no puede tocar el cuerpo de su mujer sin emberrenchinarse y encenderse en deseo carnal, pero que pasa tiempo, se acostumbra, y llega un día en que lo mismo le es tocar con la mano al muslo desnudo de su mujer que al propio muslo suyo, pero también entonces, si tuvieran que cortarle a su mujer el muslo le dolería como si le cortasen el propio.

—Y así es, en verdad. ¡No sabes cómo sufrí en el parto!

—Ella más.

—¡Quién sabe...! Y ahora como es ya algo mío, parte de mi ser, me he dado tan poca cuenta de eso que dicen de que se ha desfigurado y afeado, como no se da uno cuenta de que se desfigura, se envejece y se afea.

—Pero ¿crees de veras que uno no se da cuenta de que se envejece y afea?

—No, aunque lo diga. Si la cosa es continua y lenta. Ahora, si de repente le ocurre a uno algo... Pero eso de que se sienta uno envejecer, ¡quiá! ; lo que siente uno es que envejecen las cosas en derredor de él o que rejuvenecen. Y eso es lo único que siento ahora al tener un hijo. Porque ya sabes lo que suelen decir los padres señalando a sus hijos: «¡Estos, estos son los que nos hacen viejos!» Ver crecer al hijo es lo más dulce y lo más terrible, creo. No te cases, pues, Augusto, no te cases, si quieres gozar de la ilusión de una juventud eterna.

—Y ¿qué voy a hacer si no me caso?, ¿en qué voy a pasar el tiempo?

—Dedícate a filósofo.

—Y ¿no es acaso el matrimonio la mejor, tal vez la única escuela de filosofía?

—¡No, hombre, no! Pues ¿no has visto cuántos y cuán grandes filósofos ha habido solteros? Que ahora recuerde, aparte de los que han sido frailes, tienes a Descartes, a Pascal, a Spinoza, a Kant...

—¡No me hables de los filósofos solteros!

—Y de Sócrates, ¿no recuerdas cómo despachó de su lado a su mujer Jantipa, el día en que había de morirse, para que no le perturbase?

—No me hables tampoco de eso. No me resuelvo a creer sino que eso que nos cuenta Platón no es sino una novela...

—O una nivola...

—Como quieras.

Y rompiendo bruscamente la voluptuosidad de la conversación se salió.

En la calle acercósele un mendigo diciéndole: «¡Una limosna, por Dios, señorito, que tengo siete hijos...!» «¡No haberlos hecho!», le contestó malhumorado Augusto. «Ya quisiera yo haberle visto a usted en mi caso —replicó el mendigo, añadiendo—: y ¿qué quiere usted que hagamos los pobres si no hacemos hijos... para los ricos?» «Tienes razón —replicó Augusto—, y por filósofo, ¡ahí va, toma!», y le dio una peseta, que el buen hombre se fue al punto a gastar a la taberna próxima.


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—Y bien, ¿qué? —le preguntaba Augusto a Víctor ¿cómo habéis recibido al intruso?

—¡Ah, nunca lo hubiese creído, nunca! Todavía la víspera de nacer nuestra irritación era grandísima. Y mientras estaba pugnando por venir al mundo no sabes bien los insultos que me lanzaba mi Elena. Und während ich damit kämpfte, auf die Welt zu kommen, weißt du nicht wirklich, welche Beleidigungen meine Elena auf mich geworfen hat. «¡Tú, tú tienes la culpa, tú!», me decía. "Du, du bist schuld, du!" Y otras veces: «¡Quítate de delante, quítate de mi vista! Und ein anderes Mal: «Geh aus der Front, geh mir aus den Augen! ¿No te da vergüenza de estar aquí? Schämst du dich nicht, hier zu sein? Si me muero, tuya será la culpa.» Y otras veces: «¡Esta y no más, esta y no más!» Pero nació y todo ha cambiado. Parece como si hubiésemos despertado de un sueño y como si acabáramos de casarnos. Yo me he quedado ciego, talmente ciego; ese chiquillo me ha cegado. Tan ciego estoy, que todos dicen que mi Elena ha quedado con la preñez y el parto desfiguradísima, que está hecha un esqueleto y que ha envejecido lo menos diez años, y a mí me parece más fresca, más lozana, más joven y hasta más metida en carnes que nunca.

—Eso me recuerda, Víctor, la leyenda del fogueteiro que tengo oída en Portugal.

—Venga.

—Tú sabes que en Portugal eso de los fuegos artificiales, de la pirotecnia, es una verdadera bella arte. El que no ha visto fuegos artificiales en Portugal no sabe todo lo que se puede hacer con eso. ¡Y qué nomenclatura, Dios mío!

—Pero venga la leyenda.

—Allá voy. Pues el caso es que había en un pueblo portugués un pirotécnico o fogueteiro  que tenía una mujer hermosísima, que era su consuelo, su encanto y su orgullo. Estaba locamente enamorado de ella, pero aún más era orgullo. Complacíase en dar dentera, por así decirlo, a los demás mortales, y la paseaba consigo como diciéndoles: ¿veis esta mujer?, ¿os gusta?, ¿sí, eh?, ¡pues es la mía, mía sola!, ¡y fastidiarse! No hacía sino ponderar las excelencias de la hermosura de su mujer y hasta pretendía que era la inspiradora de sus más bellas producciones pirotécnicas, la musa de sus fuegos artificiales. Er dachte nur über die Schönheit der Schönheit seiner Frau nach und behauptete sogar, sie sei die Inspiration für seine schönsten pyrotechnischen Inszenierungen, die Muse seines Feuerwerks. Y hete que una vez, preparando uno de estos, mientras estaba, como de costumbre, su hermosa mujer a su lado para inspirarle, se le prende fuego la pólvora, hay una explosión y tienen que sacar a marido y mujer desvanecidos y con gravísimas quemaduras. Und hete, dass einmal, als er eines davon vorbereitet, während er wie immer seine schöne Frau an seiner Seite war, um ihn zu inspirieren, das Schießpulver in Brand gesteckt wird, es eine Explosion gibt und sie ein ohnmächtiges Ehepaar mit sehr schwere Verbrennungen. A la mujer se le quemó buena parte de la cara y del busto, de tal manera que se quedó horriblemente desfigurada, pero él, el fogueteiro, tuvo la fortuna de quedarse ciego y no ver el desfiguramiento de su mujer. Y después de esto seguía orgulloso de la hermosura de su mujer y ponderándola a todos y caminando al lado de ella, convertida ahora en su lazarilla, con el mismo aire y talle de arrogante desafío que antes. «¿Han visto ustedes mujer más hermosa?», preguntaba, y todos, sabedores de su historia, se compadecían del pobre fogueteiro y le ponderaban la hermosura de su mujer.

—Y bien, ¿no seguía siendo hermosa para él? "Nun, war sie nicht immer noch schön für ihn?"

—Acaso más que antes, como para ti tu mujer después que te ha dado al intruso. "Vielleicht mehr als zuvor, wie Ihre Frau, nachdem sie Ihnen den Eindringling gegeben hat."

—¡No le llames así! "Nenn ihn nicht so!"

—Fue cosa tuya. "Es war dein Ding."

—Sí, pero no quiero oírsela a otro. "Ja, aber ich will es nicht von jemand anderem hören."

—Eso pasa mucho; el mote mismo que damos a alguien nos suena muy de otro modo cuando se lo oímos a otro.

—Sí, dicen que nadie conoce su voz...

—Ni su cara. Yo por lo menos sé de mí decirte que una de las cosas que me dan más pavor es quedarme mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acabo por dudar de mi propia existencia a imaginarme, viéndome como otro, que soy un sueño, un ente de ficción...

—Pues no te mires así...

—No puedo remediarlo. Tengo la manía de la introspección.

—Pues acabarás como los faquires, que dicen se contemplan el propio ombligo.

—Y creo que si uno no conoce su voz ni su cara, tampoco conoce nada que sea suyo, muy suyo, como si fuera parte de él... – Und ich glaube, wenn man seine Stimme und sein Gesicht nicht kennt, kennt er auch nichts, was ihm gehört, ganz seinem, als ob es ein Teil von ihm wäre ...

—Su mujer, por ejemplo.

—En efecto; se me antoja que debe de ser imposible conocer a aquella mujer con quien se convive y que acaba por formar parte nuestra. -In der Tat; Mir scheint, dass es unmöglich sein muss, diese Frau zu treffen, mit der man zusammenlebt und die schließlich ein Teil von uns wird. ¿No has oído aquello que decía uno de nuestros más grandes poetas, Campoamor?

—No; ¿qué es ello?

—Pues decía que cuando uno se casa, si lo hace enamorado de veras, al principio no puede tocar el cuerpo de su mujer sin emberrenchinarse y encenderse en deseo carnal, pero que pasa tiempo, se acostumbra, y llega un día en que lo mismo le es tocar con la mano al muslo desnudo de su mujer que al propio muslo suyo, pero también entonces, si tuvieran que cortarle a su mujer el muslo le dolería como si le cortasen el propio. - Nun, ich habe immer gesagt, wenn man heiratet, wenn man wirklich verliebt ist, kann man zuerst den Körper seiner Frau nicht berühren, ohne vor fleischlicher Begierde zu glühen und zu entzünden, aber die Zeit vergeht, man gewöhnt sich daran, und a Es kommt der Tag, an dem dasselbe Es ist, den nackten Oberschenkel seiner Frau mit der Hand zu berühren, anstatt seinen eigenen Oberschenkel, aber auch dann, wenn sie den Oberschenkel seiner Frau schneiden müssten, würde es weh tun, als würden sie seinen eigenen schneiden.

—Y así es, en verdad. ¡No sabes cómo sufrí en el parto!

—Ella más.

—¡Quién sabe...! Y ahora como es ya algo mío, parte de mi ser, me he dado tan poca cuenta de eso que dicen de que se ha desfigurado y afeado, como no se da uno cuenta de que se desfigura, se envejece y se afea. Und jetzt, da es schon etwas von mir ist, ein Teil meines Wesens, habe ich von dem, was sie sagen, so wenig bemerkt, dass es entstellt und hässlich ist, da man nicht merkt, dass es entstellt ist, alt und hässlich wird.

—Pero ¿crees de veras que uno no se da cuenta de que se envejece y afea? "Aber denkst du wirklich, dass du nicht merkst, dass du alt und hässlich wirst?"

—No, aunque lo diga. "Nein, auch wenn ich es sage." Si la cosa es continua y lenta. Wenn das Ding kontinuierlich und langsam ist. Ahora, si de repente le ocurre a uno algo... Pero eso de que se sienta uno envejecer, ¡quiá! Nun, wenn einem plötzlich etwas zustößt ... Aber diese Sache mit dem Gefühl, alt zu sein, whoa! ; lo que siente uno es que envejecen las cosas en derredor de él o que rejuvenecen. ; Was man fühlt, ist, dass die Dinge um ihn herum altern oder sich verjüngen. Y eso es lo único que siento ahora al tener un hijo. Und das ist das einzige, was ich jetzt fühle, wenn ich ein Kind habe. Porque ya sabes lo que suelen decir los padres señalando a sus hijos: «¡Estos, estos son los que nos hacen viejos!» Ver crecer al hijo es lo más dulce y lo más terrible, creo. Denn Sie wissen, was Eltern oft sagen und auf ihre Kinder hinweisen: "Das sind die, die uns alt machen!" Den Sohn aufwachsen zu sehen ist das Süßeste und das Schrecklichste, denke ich. No te cases, pues, Augusto, no te cases, si quieres gozar de la ilusión de una juventud eterna.

—Y ¿qué voy a hacer si no me caso?, ¿en qué voy a pasar el tiempo? "Und was soll ich tun, wenn ich nicht heirate? Womit verbringe ich meine Zeit?"

—Dedícate a filósofo.

—Y ¿no es acaso el matrimonio la mejor, tal vez la única escuela de filosofía?

—¡No, hombre, no! Pues ¿no has visto cuántos y cuán grandes filósofos ha habido solteros? Que ahora recuerde, aparte de los que han sido frailes, tienes a Descartes, a Pascal, a Spinoza, a Kant... Er soll sich jetzt daran erinnern, außer denen, die Brüder waren, haben Sie Descartes, Pascal, Spinoza, Kant ...

—¡No me hables de los filósofos solteros!

—Y de Sócrates, ¿no recuerdas cómo despachó de su lado a su mujer Jantipa, el día en que había de morirse, para que no le perturbase? "Und von Sokrates, erinnerst du dich nicht, wie er seine Frau Xanthippa an seinem Todestag von seiner Seite entließ, damit sie nicht gestört würde?"

—No me hables tampoco de eso. No me resuelvo a creer sino que eso que nos cuenta Platón no es sino una novela... Ich beschließe nicht zu glauben, dass das, was Platon uns erzählt, nichts anderes als ein Roman ist ...

—O una nivola...

—Como quieras.

Y rompiendo bruscamente la voluptuosidad de la conversación se salió.

En la calle acercósele un mendigo diciéndole: «¡Una limosna, por Dios, señorito, que tengo siete hijos...!» «¡No haberlos hecho!», le contestó malhumorado Augusto. «Ya quisiera yo haberle visto a usted en mi caso —replicó el mendigo, añadiendo—: y ¿qué quiere usted que hagamos los pobres si no hacemos hijos... para los ricos?» «Tienes razón —replicó Augusto—, y por filósofo, ¡ahí va, toma!», y le dio una peseta, que el buen hombre se fue al punto a gastar a la taberna próxima. "Ich wünschte, ich hätte Sie in meinem Fall gesehen", antwortete der Bettler und fügte hinzu, "und was wollen Sie, dass die Armen tun, wenn wir keine Kinder machen ... für die Reichen?" „Du hast recht“, erwiderte Augustus, „und für einen Philosophen, hier geht's, hier geht's!“ Und er gab ihm eine Peseta, die der gute Mann sofort in die nahe Taverne ging.