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Viaje a la Alcarria - Cela, XI PASTRANA

XI PASTRANA

A Pastrana llega el viajero con las últimas luces de la tarde. El autobús lo descarga a la entrada del pueblo, en lo alto de una cuesta larga y pronunciada que no quiere bajar, quizás para no tener que subirla a la mañana siguiente, cargado de hombres y de mujeres, de militares y paisanos, de baúles, de cestas, de cajones, de morrales y de sombrereras.

Es mala hora para entrar en el pueblo y el viajero decide buscarse un alojamiento, cenar, echarse a dormir y dejarlo todo para el día siguiente. La luz de la mañana es mejor, más propicia para esto de andar vagando por los pueblos, hablando con la gente, mirando para las cosas, apuntando de cuando en cuando alguna nota o alguna impresión en un cuadernito. Por las mañanas parece, incluso, como que la gente mira al forastero con mejores ojos, recela menos, se confía antes, se muestra más dispuesta a facilitarle algún dato que busca, un vaso de agua que pide, un papel de fumar que precisa. La gente, por la noche, está cansada, y la oscuridad, además, la vuelve recelosa, desconfiada, precavida. A la mañana, en cambio, sobre todo cuando el verano está ya cerca y los días son más largos, la luz más clara y la temperatura más benigna, la gente parece como si fuera más bondadosa y más acogedora, y los pueblos tienen otra cara más alegre, más optimista, más jovial.

La noche parece haber sido hecha para robar sigilosamente, con paso de lobo, el saquito de peluconas que cada familia guarda en el fondo del arca, entre las sábanas de holanda, los membrillos y los mantones de Manila, y la mañana, por el contrario, parece haber sido dispuesta para pedir limosna cordialmente, descaradamente, con la sonrisa en los labios y las manos en los bolsillos del pantalón.

—¿Me da usted una perra?

—Dios le ampare, hermano.

—Es lo mismo, otro me la dará.

Es malo entrar por primera vez en un pueblo, en una casa, por la noche: el viajero, sobre esto, tiene su experiencia y sabe que siempre le fue mejor en los pueblos en los que entró con luz.

Pensando en esto baja, sin mirar demasiado para los lados, hasta la plaza. Busca una posada y en la plaza, sin duda, podrán darle razón. Lo que quiere no es mucho y lujos no necesita. Pastrana es un pueblo grande y probablemente con media docena, entre fondas, posadas y paradores, de sitios donde elegir.

En la plaza se ven grupos de hombres que charlan y de muchachas que pasean rodeadas de guardias civiles jóvenes que las requiebran y les hacen el amor. Pastrana es un pueblo que aloja un destacamento grande de la guardia civil. Unos niños juegan al balón en una esquina y unas niñas, en la otra, saltan a la comba. Se ve algún pollo de corbata y alguna tobillera de tacón. Las luces eléctricas han empezado a encenderse y de un balcón próximo sale el estentóreo ronquido de una radio.

El viajero se acerca a un grupo.

—Buenas tardes.

—Muy buenas.

El interpelado es el alcalde. El viajero y el alcalde, al cabo de un rato de conversación, se dan cuenta de que son amigos. Nadie los ha presentado, pero no importa. Tampoco saben cómo se llaman, aun que piensan que la cuestión tiene fácil arreglo. El viajero da su nombre y el alcalde el suyo: el alcalde se llama don Mónico Fernández Toledano, y es abogado y administrador del conde. El conde, naturalmente, es el conde de Romanones.

Don Mónico es un hombre inteligente y cordial, más bien grueso, algo bajo, lector empedernido, conversador ameno y, según propia confesión, poco aficionado a escribir cartas. Don Mónico es un alcalde antiguo, que rige el pueblo en padre de familia y que tiene un sentido clásico y práctico de la hospitalidad y de la autoridad. El viajero piensa que así como es don Mónico, debieron haber sido los corregidores de tiempos atrás, que no sabe si fueron buenos o malos, pero que a todos se los imagina rectos, enamorados y patriarcales.

Don Mónico quiere enseñar algo del pueblo al viajero, pero el viajero, que siente como una remota superstición, se resiste.

—Mañana lo vemos, ahora estoy algo cansado.

—Como quiera. Entonces nos acercamos a tomar un vermú.

En el casino, que está en la plaza, el alcalde y el viajero se sientan mano a mano en una mesa. El viajero deja su morral en el suelo y el alcalde llama al conserje, le pide dos vermús y unas aceitunas, le ordena que lleve el equipaje a la fonda y que diga que preparen cama para uno y cena para tres, y le dice que mande a buscar a don Paco.

La gente que está jugando su partida saluda con la cabeza al alcalde y mira, de paso, para el viajero.

Los vermús y las aceitunas no se hacen esperar, y don Paco llega con presteza. Don Paco es un hombre joven, atildado, de sana color y ademán elegante, pensativo y con una sonrisa voladamente, levemente, lejanamente triste.

—¿Me llamabas?

—Sí, te quiero presentar: aquí, un amigo que anda haciendo un viaje por estas tierras; aquí, don Francisco Cortijo Ayuso, mi teniente-alcalde.

Don Paco es médico, su conversar es discreto, su mirada llena de profundidad, sus juicios serenos y atinados.

—¿Y qué le parece esto?

—Aún no lo he visto. Prefiero verlo mañana por la mañana, con la luz del día.

—Sí, yo también pienso que así es mejor.

Don Mónico, don Paco y el viajero hablaron largamente de muchas cosas, de todo lo que se les ocurrió, y se tomaron juntos muchos vermús y muchas aceitunas con tripa de pimiento. Cuando se levantaron ya no quedaba nadie en el casino, y cuando se sentaron a cenar, en la fonda, ya casi no tenían ganas de comer...

* * *

A la mañana siguiente, cuando el viajero se asomó a la plaza de la Hora, y entró, de verdad y para su uso, en Pastrana, la primera sensación que tuvo fue la de encontrarse en una ciudad medieval, en una gran ciudad medieval. La plaza de la Hora es una plaza cuadrada, grande, despejada, con mucho aire.

Es también una plaza curiosa, una plaza con sólo tres fachadas, una plaza abierta a uno de sus lados por un largo balcón que cae sobre la vega, sobre una de las dos vegas del Arles. En la plaza de la Hora está el palacio de los duques, donde estuvo encerrada y donde murió la princesa de Éboli. El palacio da pena verlo. La fachada aún se conserva, más o menos, pero por dentro está hecho una ruina. En la habitación donde murió la Éboli —una celda con una artística reja, situada en la planta principal, en el ala derecha del edificio— sentó sus reales el Servicio Nacional del Trigo; en el suelo se ven montones de cereal y una báscula para pesar los sacos. La habitación tiene un friso de azulejos bellísimos, de históricos azulejos que vieron morir a la princesa, pero ya faltan muchos y cada día que pase faltarán más; los arrieros y los campesinos, en las largas esperas para presentar las declaraciones juradas, se entretienen en despegarlos con la navaja. En la habitación de al lado, que es inmensa y que coge toda la parte media de la fachada, se ven aún los restos de un noble artesonado que amenaza con venirse abajo de un día para otro.

En el patio cargan un carro de mula; unas gallinas pican la tierra y otras escarban en un montón de estiércol; dos niños juegan con unos palitos, y un perro está tumbado, con gesto aburrido, al sol.

El viajero no sabe de quién será hoy este palacio —unos le dicen que de la familia de los duques, otros que del Estado, otros que de los jesuitas—, pero piensa que será de alguien que debe tener escasa simpatía por Pastrana, por el palacio, por la Éboli o por todos juntos.

En este palacio fue donde quiso hacer un museo de Pastrana el que fue párroco de la villa don Eustaquio García Merchante. Material para el museo había suficiente y, además, ya se seguiría buscando algún otro. La base del museo la formaría la famosa colección de tapices de Alfonso V de Portugal.

La idea de don Eustaquio no tuvo la acogida que mereciera, el proyecto no prosperó, y Pastrana se quedó sin museo, se está quedando sin palacio y vio volar los tapices, que hoy están en Madrid. Don Eustaquio dejó constancia de su tentativa en un libro titulado Los tapices de Alfonso V de Portugal que se guardan en la extinguida Colegiata de Pastrana. Establecimiento tipográfico “Editorial Católica Toledana. Calle de Juan Labrador, número 6. 1929”.

Ahora, como decimos, los tapices ya no están en la extinguida colegiata de Pastrana. Los pastraneros los reclaman, un día y otro, pero sus voces caen en el vacío. Su argumento no tiene vuelta de hoja —devuélvanos lo que es nuestro—, pero se les contesta con que en Pastrana no hay un buen sitio donde tenerlos y que en la sacristía donde se mostraban se estaban echando a perder.

El viajero piensa que este es un pleito en el que nadie le ha llamado, pero piensa también que con esto de meter todas las cosas de mérito en los museos de Madrid, se está matando a la provincia que, en definitiva, es el país. Las cosas están siempre mejor un poco revueltas, un poco en desorden; el frío orden administrativo de los museos, de los ficheros, de la estadística y de los cementerios, es un orden inhumano, un orden antinatural; es, en definitiva, un desorden. El orden es el de la naturaleza, que todavía no ha dado dos árboles o dos montes o dos caballos iguales. Haber sacado de Pastrana los tapices para traerlos a la capital ha sido, además, un error: es mucho más grato encontrarse las cosas como por casualidad, que ir a buscarlas ya a tiro hecho y sin posible riesgo de fraude. En fin...

De la plaza de la Hora se sale por dos puertas. La de la izquierda, dando la espalda a la fachada del palacio, lleva al barrio morisco del Albaicín; la de la derecha, da paso al barrio cristiano de San Francisco.

El viajero sale a caminar la ciudad y anda por las calles de los viejos nombres, por las calles alfombradas de guijarrillos menudos, ante las casas de puertas claveteadas de gruesos hierros y de balcones adornados con macetas de geranios, de claveles, de esparraguera y de albahaca. Pastrana es una ciudad con calles de nombres hermosos, llenos de sugerencias: calle de las Damas, del Toro, de las Chimeneas, calle de Santa María, del Altozano, del Regachal, calle del Higueral, del Heruelo, de Moratín.

Moratín escribió en Pastrana El sí de las niñas, y se casó en segundas nupcias; de su casa también se hubiera podido conservar alguna cosa.

El viajero, en la plaza de los Cuatro Caños, se encuentra con una fuente esbelta, en forma de copa, cubierta por una losa hendida por los años y rematada por un peón de ajedrez. De la fuente no mana el agua y en las grietas de la losa nacen unos yerbajos desgarbados. Para que se pueda sacar una fotografía, el alcalde ordena que se dé agua a los caños, y el alguacil, entonces, va a buscar un hierro y los desatasca. Algunas mujeres aprovechan para llenar sus cántaros y sus botijos.

El pórtico de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción tiene una orla de rosas de té. La iglesia está cerrada y el cura no aparece en su casa, ha salido a darse un paseito. Después de mucho buscar y mucho preguntar, se encuentra al sacristán. El sacristán y el viajero recorren la iglesia, que debió tener su importancia. El sacristán es muy erudito y va explicando al viajero una porción de cosas que pronto se le olvidan. En la iglesia está enterrado el ermitaño Juan de Buenavida y Buencuchillo, que debió ser todo un personaje y a quien se dice que van a beatificar; el viajero piensa que el ermitaño gastaba un hombre sobrecogedor de romance de ciego, un nombre más propio de un bandolero o de un señor de horca y cuchillo que de un presunto beato.

La iglesia es muy histórica y está cargada de recuerdos de pasadas grandezas, pero al viajero se le ocurre que, sin duda, lo más hermoso que tiene es su pórtico y su rosal de rosas de té. En tiempos tuvo un coro de cuarenta y tantos canónigos y racioneros, y hoy, quién sabe si por no haber sabido guardar, el coro está vacío, sin un solo hombre.

Pastrana recuerda, de una manera imprecisa, a Toledo y, algunas veces, a Santiago de Compostela. Con Toledo tiene puntos de contacto ciertos, evidentes: una callecita, un portal, una esquina, el color de una fachada, unas nubes. Con Santiago de Compostela tiene cierta vaga semejanza en el sentir. El viajero no sabe explicarlo de otra manera.

Pastrana, que fue una ciudad de gran tradición eclesiástica, está hoy despoblada de clérigos. Su cabildo, según dicen, sólo tuvo igual en el de Toledo, y su convento de carmelitas descalzos fue fundado por Santa Teresa y tuvo de huésped a San Juan de la Cruz.

Hoy, el cabildo desapareció y el convento no tiene ninguna importancia.

El convento se ve desde la plaza de la Hora, en la confluencia de las dos vegas del Arles, en un alto.

El viajero, con sus dos amigos, baja por la carretera y tira después por un senderillo a coger al convento por el lado contrario. Hay que subir una rampa muy escarpada y, para criar fuerzas, el grupo se sienta a la puerta de una casa, una antigua fábrica de papel de tina, a la sombra de una añosa noguera. Pocos pasos más allá, un mendigo pintoresco se despioja al sol. En cuanto divisa a los tres hombres, se levanta y se acerca a pedir limosna. Se toca con una boina a la que los años han hecho una visera, y lleva los pantalones y la chaqueta colocados directamente sobre el curtido y duro cuero. Con la chaqueta suelta y el pecho al aire, el tío Remolinos parece un viejo guerrero en desgracia, un derrotado capitán que ya nada cree, ni nada espera, ni a nada, ni aun al frío, teme. Va sucio y sin afeitar, pero en su cara se adivina aún cierta noble y escéptica socarronería. El tío Remolinos es un mendigo antiguo, lleno de empaque y de conformidad, un mendigo que sabe su papel, que jamás se apuró, jamás trabajó y jamás puso mala cara a la vida.

Al convento del Carmen se sube por la cuesta que lleva a la ermita de San Pedro de Alcántara; debajo queda la gruta de San Juan de la Cruz, y a la derecha, como una proa, la ermita de Santa Teresa. Todos estos lugares son muy literarios y están adornados con huesos de personas, con relojes de la vida y con inscripciones alusivas a la brevedad de nuestras horas y a la que nos espera. Verdaderamente, para una persona un poco aprensiva o un poco nerviosa, una visita a estos lugares no debe tener lo que se suele decir efectos terapéuticos. La gruta de San Juan está medio hundida y su boca aparece casi cubierta por la maleza; dejarla como la usara el santo, es cosa que se arreglaba con dos vigas; a las yerbas se las raía con fuego en media, hora.

El convento aparece a cien pasos, o aun menos, de las ermitas. Hoy pertenece a los franciscanos. Al viajero y a sus amigos les acompaña un fraile sano y de buen color, que fuma cigarrillos de noventa.

El viajero, que tiene su pequeña historia familiar relacionada con la Orden, habla con el fraile.

—Yo tengo un tío abuelo o bisabuelo que fue franciscano, que martirizaron los infieles en Damasco. Hoy es ya beato, hace ya muchos años que lo es.

—¿Cómo se llamaba?

—Fray Juan Jacobo Fernández.

—No lo conozco.

Al fraile no parece importarle mucho el tío beato del viajero.

—Ahora tenemos que poner tejas nuevas, y para el año, si Dios quiere, arreglaremos un poco la galería.

El fraile, el viajero y sus amigos recorren el convento y llegan a la biblioteca.

—Aquí tenemos cuatro o cinco incunables; para evitar que se estropeen los hemos mandado encuadernar.

El fraile muestra al viajero los incunables, con las márgenes de las páginas comidas, un dedo por cada lado, por la guillotina del encuadernador.

—Tenemos también un museo de historia natural, luego lo verá usted. Está muy desordenado; cuando estuvieron aquí los rojos lo desbarataron todo.

Desde la terminación de la guerra civil habían transcurrido ya siete años.

La comitiva, camino del museo de historia natural, entra en una clase. Los educandos se ponen en pie. Es curioso observarlos: los hay de todos los pelos, de todas las cataduras y de todas las edades.

—Aquí, de donde tenemos más animales es de las islas Filipinas.

En el museo está todo revuelto y cubierto de polvo. Es una tristeza, pero una tristeza que, probablemente, se podría arreglar en un mes metiendo allí a un perito que fuese colocando las cosas en su sitio, y a una criada con una escoba en la mano.

El fraile habla de las desdichas del convento con cierta indiferencia, un poco como sin darse cuenta de que son realmente desdichas y, lo que es peor, desdichas que fácilmente podrían dejar de serlo.

El convento es un convento hermoso y lleno de tradición, y al viajero se le ocurre pensar que es una pena que, como Pastrana, no levante cabeza.

En el libro de don Eustaquio, que está escrito en una bella prosa gramatical, se entona la lamentación de las glorias perdidas y se canta la loa de los tiempos pasados, de los tiempos que, para don Eustaquio, cualesquiera que hayan sido, fueron mejores.

“Pastrana es hoy un pueblo desmedrado.

Sí; ya no rechinan sobre sus goznes las puertas de la fortaleza que en otros tiempos custodiara desde la ronda de palacio el vigía nocturno; ni el aire marcial de apuestos soldados enciende en himnos belicosos el espíritu guerrero de los siglos medievales.”

El viajero cree que don Eustaquio exagera. Pastrana, sin vigías, ni aires marciales, ni espíritu guerrero, ni Edad Media, es una ciudad como todas las ciudades, bella como pocas, y que sube y baja, crece o se depaupera, según los hados se le muestren propicios o se le vuelvan de espaldas. En Pastrana podría encontrarse quizá la clave de algo que sucede en España con más frecuencia de la necesaria. El pasado esplendor agobia y, para colmo, agosta las voluntades; y sin voluntad, a lo que se ve, y dedicándose a contemplar las pretéritas grandezas, mal se atiende al problema de todos los días. Con la panza vacía y la cabeza poblada de dorados recuerdos, los dorados recuerdos se van cada vez más lejos y al final, y sin que nadie llegue a confesárselo, ya se duda hasta de que hayan sido ciertos alguna vez, ya son como un caritativo e inútil valor entendido.

Hay quien dice que Las hilanderas de Velázquez, representan un telar de Pastrana. Es muy probable que sea así, pero el viajero piensa que a Pastrana le hubiera venido mejor conservar su telar que un cuadro extraordinario de su telar que, para colmo, tampoco está en Pastrana.

Frente al convento, en el cerro La Cuesta de Valdeanguix, están las cuevas del Moro, largas y profundas, alguna hasta de sesenta metros. El viajero ni sube al cerro ni desciende a las cuevas. Pastrana es mucho pueblo para pateárselo entero en un solo día, y el viajero no se encuentra con ánimo para dar ni un solo paso más.

Ya en la posada de la plaza, extiende el mapa sobre la mesa del comedor, grande como una mesa de consejos, y se pone a pensar. Al sur, en una revuelta del Tajo, está Zorita de los Canes, la que Alvar Fáñez mandó.

Don Mónico ha salido ya y don Paco está asomado al balcón, mirando para la vega. El viajero se levanta, bebe un traguito de coñac, enciende un pitillo y se asoma también al balcón de la plaza, sobre la que se columpia un aire transparente y un poco cansado. Mira para la derecha, para la fachada del palacio, que está en línea con la de la fonda y ve, casi al alcance de la mano, la reja que guardó a la princesa de Éboli. El viajero, que es también español, como cualquier pastranero, se estremece al pensar que al otro lado del tabique vivió las malas horas y acabó muriendo aquella dama enigmática, bella, tuerta y, al parecer, cachonda, que tanta influencia tuvo y tan de cabeza trajo a los poderosos. El pueblo, en Pastrana, la llama, desgarradamente, la puta; el pueblo de Castilla es institucional y sacramental y hay dos cosas que no perdona ni por error: el que los ricos se salten los mandamientos de la ley de Dios, y el deleite de llamar siempre, con toda crueldad, al pan, pan, y al vino, vino.

—¿Le ha gustado la villa?

—Mucho. Pastrana es una gran ciudad, quizás un poco dormida.

Don Paco sonríe, pensativo. Está un breve rato en silencio y vuelve la cabeza hacia el viajero.

—Tenemos aún tres horas de luz. ¿Quiere que saque el coche y nos acerquemos a Zorita?

—Sí, ¡ya lo creo que quiero!

La excursión a Zorita es breve y deleitosa. Al viajero se le hace extraño viajar descansadamente y con rapidez. Sobre el mapa, se había acostumbrado a medir las distancias en horas de andar y el camino hasta Zorita, calculado según ese uso, le hubiera llevado un día entero caminando a orillas del Arles hasta su desembocadura en el Tajo, sin toparse con un solo pueblo.

Pasa el Tajo por Zorita,

como un sultán.

El campo, una señorita

que brinda el pan.

El cielo va de levita

o de mackferlán.

Ya no hay ley de la gravitación sideral:

el castillo de Zorita

aún no dio el tantarantán;

un duendecillo lo habita...

El sexto, larán, larán.

Zorita de los Canes está situada en una curva del Tajo, al lado de los inútiles pilares de un puente que nunca se construyó, rodeada de campos de cáñamo y echada a la sombra de las ruinas del castillo de la orden de Calatrava. Del castillo quedan en pie algún muro, dos o tres arcos y un par de bóvedas. Está estratégicamente situado sobre un cerrillo rocoso, difícil de subir. En su ladera, por la parte de atrás, dos pastorcitos guardan un rebaño de cabras; uno de los pastorcillos, sentado sobre una piedra, graba una cayada de fresno a punta de navaja, mientras el otro, sentado sobre la verde yerba, se ensaya en sacar silbos de una flauta de caña.

El castillo debió ser una verdadera fortaleza.

Ahora, los arcos y las bóvedas aparecen desaplomados y amenazan venirse al suelo de un día para otro.

La gente de Zorita es amable, y lista. Según le dice don Paco al viajero. Zorita es un pueblo donde la vacunación no es problema; se le anuncia que se les va a vacunar, se les habla de las excelencias de hacerlo y de los peligros de dejarlo, se les marca una fecha, y el pueblo, cuando llega el momento, se presenta en masa. Con un médico y un practicante, el pueblo queda vacunado entre una mañana y una tarde. ¡Así da gusto!

Los habitantes de Zorita de los Canes son de raza rubia, como los alemanes o los ingleses. Tienen el pelo rubio y los ojos azules, y son altos y bien proporcionados. Las muchachas se peinan con raya al medio y el pelo recogido en dos trenzas; van muy limpias y relucientes y, sobre la piel blanca, les resalta el sonrosado color de las mejillas.

Zorita es un pueblo que vive en familia y en paz y en gracia de Dios.

Enfrente de Zorita, al otro lado del río, se ven los restos de la ciudad visigoda de Recópolis, y en sentido contrario, sobre la carretera que va a Albacete, se adivina Almonacid de Zorita, el pueblo donde, hace ya más de un cuarto de siglo, estuvo de boticario el poeta León Felipe.

Don Paco y el viajero salen de Zorita casi de noche; han merendado en una taberna donde no querían cobrarles más que el vino —porque lo otro era de la despensa— y se han entretenido hablando con la gente.

En el viaje de regreso el viajero, sentado junto a don Paco, va pensando que su excursión por la Alcarria ha terminado. La idea le produce alegría, por un lado, y tristeza, por otro. Ha aprendido muchas cosas y, sin duda, le han quedado otras muchas por aprender. Caminó por donde quiso y, por donde no quiso pasar, dio la vuelta...

El traqueteo del coche le produce sueño. Da dos cabezadas y reclina su cabeza sobre el hombro de don Paco, el médico, el hombre que sonríe siempre con una sonrisa velada, levemente, lejanamente triste.

Al llegar a la plaza de la Hora, el viajero se despierta.

—¿Ha descabezado usted un sueñecito?

—Sí, señor; usted perdone que me haya apoyado en su hombro.

En la plaza, los hombres charlan en grupo y las chicas pasean rodeadas de guardiaciviles con gorrito cuartelero, de guardiaciviles jóvenes que las piropean y las enamoran. Unos niños juegan a pídola en una esquina, y unas niñas, en la esquina contraria, saltan a la pata coja. Cruza algún señorito con corbata, y ríe una muchacha airosa, muy mona, calzada con fino zapatito de tacón alto. Por el monte del Calvario cae la noche sobre Pastrana.

Por la plaza de la Hora,

se pone el sol.

Enlutada, una señora

vela al Señor.

Suena triste una campana

con suave amor.

Por el cielo de Pastrana

vuela el azor.

Empiezan a encenderse las luces eléctricas, y el altavoz de un bar suelta contra las piedras antiguas el ritmo de un bugui-bugui.

Don Mónico, don Paco y el viajero se meten en el casino a tomarse un vermú y unas aceitunas con tripa de anchoas...

En el camino, del 6 al 15 de junio de 1946.

En Madrid, 16, 17, 20, 22 y 26 de junio de 1946, y 25 a 31 de diciembre de 1947.


XI PASTRANA XI PASTRANA XI PASTRANA XI PASTRANA XI PASTRANA XIパストラナ XI PASTRANA XI ПАСТРАНА 西帕斯特拉纳

A Pastrana llega el viajero con las últimas luces de la tarde. The traveler arrives at Pastrana with the last lights of the afternoon. Le voyageur arrive à Pastrana avec les dernières lueurs du soir. El autobús lo descarga a la entrada del pueblo, en lo alto de una cuesta larga y pronunciada que no quiere bajar, quizás para no tener que subirla a la mañana siguiente, cargado de hombres y de mujeres, de militares y paisanos, de baúles, de cestas, de cajones, de morrales y de sombrereras. Le bus le décharge à l'entrée du village, au sommet d'une longue pente raide qu'il ne veut pas descendre, peut-être pour ne pas avoir à la remonter le lendemain matin, chargé d'hommes et de femmes, de soldats et de compatriotes, de bottes, de paniers, de caisses, de sacs à dos et de cartons à chapeaux.

Es mala hora para entrar en el pueblo y el viajero decide buscarse un alojamiento, cenar, echarse a dormir y dejarlo todo para el día siguiente. La luz de la mañana es mejor, más propicia para esto de andar vagando por los pueblos, hablando con la gente, mirando para las cosas, apuntando de cuando en cuando alguna nota o alguna impresión en un cuadernito. Por las mañanas parece, incluso, como que la gente mira al forastero con mejores ojos, recela menos, se confía antes, se muestra más dispuesta a facilitarle algún dato que busca, un vaso de agua que pide, un papel de fumar que precisa. Le matin, il semble même que les gens regardent l'étranger d'un meilleur œil, ils sont moins méfiants, plus confiants, plus disposés à leur fournir l'information qu'ils recherchent, le verre d'eau qu'ils demandent, le papier à cigarette dont ils ont besoin. La gente, por la noche, está cansada, y la oscuridad, además, la vuelve recelosa, desconfiada, precavida. A la mañana, en cambio, sobre todo cuando el verano está ya cerca y los días son más largos, la luz más clara y la temperatura más benigna, la gente parece como si fuera más bondadosa y más acogedora, y los pueblos tienen otra cara más alegre, más optimista, más jovial.

La noche parece haber sido hecha para robar sigilosamente, con paso de lobo, el saquito de peluconas que cada familia guarda en el fondo del arca, entre las sábanas de holanda, los membrillos y los mantones de Manila, y la mañana, por el contrario, parece haber sido dispuesta para pedir limosna cordialmente, descaradamente, con la sonrisa en los labios y las manos en los bolsillos del pantalón. La nuit semble faite pour voler furtivement, à pas de loup, le sac de perruques que chaque famille garde au fond du coffre, parmi les feuilles hollandaises, les coings et les châles de Manille, et le matin, par contre, semble fait pour demander l'aumône cordialement, sans vergogne, le sourire aux lèvres et les mains dans les poches du pantalon.

—¿Me da usted una perra? -Can I have a bitch?

—Dios le ampare, hermano.

—Es lo mismo, otro me la dará. -It's the same thing, someone else will give it to me. -C'est la même chose, quelqu'un d'autre me le donnera.

Es malo entrar por primera vez en un pueblo, en una casa, por la noche: el viajero, sobre esto, tiene su experiencia y sabe que siempre le fue mejor en los pueblos en los que entró con luz.

Pensando en esto baja, sin mirar demasiado para los lados, hasta la plaza. Busca una posada y en la plaza, sin duda, podrán darle razón. Il cherche une auberge et sur la place, sans doute, on pourra lui donner raison. Lo que quiere no es mucho y lujos no necesita. Pastrana es un pueblo grande y probablemente con media docena, entre fondas, posadas y paradores, de sitios donde elegir. Pastrana est une grande ville qui compte probablement une demi-douzaine d'établissements, dont des fondas, des auberges et des paradors.

En la plaza se ven grupos de hombres que charlan y de muchachas que pasean rodeadas de guardias civiles jóvenes que las requiebran y les hacen el amor. Sur la place, on voit des groupes d'hommes qui discutent et des filles qui se promènent entourées de jeunes gardes civils qui les tripotent et leur font l'amour. Pastrana es un pueblo que aloja un destacamento grande de la guardia civil. Unos niños juegan al balón en una esquina y unas niñas, en la otra, saltan a la comba. Les garçons jouent au ballon dans un coin et les filles sautent à la corde dans l'autre. Se ve algún pollo de corbata y alguna tobillera de tacón. Il y a aussi des poulets en cravate et des bracelets de cheville en talons hauts. Las luces eléctricas han empezado a encenderse y de un balcón próximo sale el estentóreo ronquido de una radio. Les lumières électriques ont commencé à s'allumer et d'un balcon voisin provient le ronflement stentorien d'une radio.

El viajero se acerca a un grupo.

—Buenas tardes.

—Muy buenas.

El interpelado es el alcalde. La personne interrogée est le maire. El viajero y el alcalde, al cabo de un rato de conversación, se dan cuenta de que son amigos. Nadie los ha presentado, pero no importa. Tampoco saben cómo se llaman, aun que piensan que la cuestión tiene fácil arreglo. Ils ne connaissent pas non plus leur nom, même s'ils pensent que le problème est facilement résolu. El viajero da su nombre y el alcalde el suyo: el alcalde se llama don Mónico Fernández Toledano, y es abogado y administrador del conde. El conde, naturalmente, es el conde de Romanones.

Don Mónico es un hombre inteligente y cordial, más bien grueso, algo bajo, lector empedernido, conversador ameno y, según propia confesión, poco aficionado a escribir cartas. Don Mónico est un homme intelligent et cordial, plutôt épais, un peu petit, lecteur invétéré, aimant la conversation et, de son propre aveu, n'aimant pas beaucoup écrire des lettres. Don Mónico es un alcalde antiguo, que rige el pueblo en padre de familia y que tiene un sentido clásico y práctico de la hospitalidad y de la autoridad. El viajero piensa que así como es don Mónico, debieron haber sido los corregidores de tiempos atrás, que no sabe si fueron buenos o malos, pero que a todos se los imagina rectos, enamorados y patriarcales. Le voyageur pense que, comme Don Monico, les corregidores d'autrefois devaient être comme lui, et il ne sait pas s'ils étaient bons ou mauvais, mais il les imagine tous droits, amoureux et patriarcaux.

Don Mónico quiere enseñar algo del pueblo al viajero, pero el viajero, que siente como una remota superstición, se resiste. Don Monico veut montrer quelque chose du village au voyageur, mais ce dernier, qui pense qu'il s'agit d'une superstition lointaine, résiste.

—Mañana lo vemos, ahora estoy algo cansado.

—Como quiera. Entonces nos acercamos a tomar un vermú.

En el casino, que está en la plaza, el alcalde y el viajero se sientan mano a mano en una mesa. El viajero deja su morral en el suelo y el alcalde llama al conserje, le pide dos vermús y unas aceitunas, le ordena que lleve el equipaje a la fonda y que diga que preparen cama para uno y cena para tres, y le dice que mande a buscar a don Paco. Le voyageur laisse son sac à dos par terre et le maire appelle le concierge, lui demande deux vermouths et des olives, lui ordonne de porter les bagages à l'auberge et de lui dire de préparer un lit pour une personne et un dîner pour trois, et lui demande de faire venir Don Paco.

La gente que está jugando su partida saluda con la cabeza al alcalde y mira, de paso, para el viajero.

Los vermús y las aceitunas no se hacen esperar, y don Paco llega con presteza. Le vermouth et les olives ne se font pas attendre et Don Paco arrive avec empressement. Don Paco es un hombre joven, atildado, de sana color y ademán elegante, pensativo y con una sonrisa voladamente, levemente, lejanamente triste.

—¿Me llamabas?

—Sí, te quiero presentar: aquí, un amigo que anda haciendo un viaje por estas tierras; aquí, don Francisco Cortijo Ayuso, mi teniente-alcalde. -Oui, je vous présente un ami qui parcourt ces terres, Don Francisco Cortijo Ayuso, mon adjoint au maire.

Don Paco es médico, su conversar es discreto, su mirada llena de profundidad, sus juicios serenos y atinados. Don Paco est médecin, sa conversation est discrète, son regard plein de profondeur, ses jugements sereins et sages.

—¿Y qué le parece esto? Qu'en pensez-vous ?

—Aún no lo he visto. Prefiero verlo mañana por la mañana, con la luz del día.

—Sí, yo también pienso que así es mejor.

Don Mónico, don Paco y el viajero hablaron largamente de muchas cosas, de todo lo que se les ocurrió, y se tomaron juntos muchos vermús y muchas aceitunas con tripa de pimiento. Don Mónico, don Paco et le voyageur discutèrent longuement de beaucoup de choses, de tout ce à quoi ils pouvaient penser, et ils burent ensemble beaucoup de vermouths et beaucoup d'olives avec des boyaux de poivre. Cuando se levantaron ya no quedaba nadie en el casino, y cuando se sentaron a cenar, en la fonda, ya casi no tenían ganas de comer...

* * *

A la mañana siguiente, cuando el viajero se asomó a la plaza de la Hora, y entró, de verdad y para su uso, en Pastrana, la primera sensación que tuvo fue la de encontrarse en una ciudad medieval, en una gran ciudad medieval. La plaza de la Hora es una plaza cuadrada, grande, despejada, con mucho aire. La place de l'Hora est une grande place carrée, ouverte et aérée.

Es también una plaza curiosa, una plaza con sólo tres fachadas, una plaza abierta a uno de sus lados por un largo balcón que cae sobre la vega, sobre una de las dos vegas del Arles. C'est aussi une place curieuse, une place avec seulement trois façades, une place ouverte sur l'un de ses côtés par un long balcon qui tombe sur la vallée, sur l'une des deux vallées d'Arles. En la plaza de la Hora está el palacio de los duques, donde estuvo encerrada y donde murió la princesa de Éboli. El palacio da pena verlo. La fachada aún se conserva, más o menos, pero por dentro está hecho una ruina. En la habitación donde murió la Éboli —una celda con una artística reja, situada en la planta principal, en el ala derecha del edificio— sentó sus reales el Servicio Nacional del Trigo; en el suelo se ven montones de cereal y una báscula para pesar los sacos. C'est dans la pièce où mourut l'Eboli - une cellule dotée d'une grille artistique, située au rez-de-chaussée de l'aile droite du bâtiment - que fut créé le National Wheat Service (Service national du blé) ; au sol, on peut voir des piles de céréales et une balance pour peser les sacs. La habitación tiene un friso de azulejos bellísimos, de históricos azulejos que vieron morir a la princesa, pero ya faltan muchos y cada día que pase faltarán más; los arrieros y los campesinos, en las largas esperas para presentar las declaraciones juradas, se entretienen en despegarlos con la navaja. En la habitación de al lado, que es inmensa y que coge toda la parte media de la fachada, se ven aún los restos de un noble artesonado que amenaza con venirse abajo de un día para otro.

En el patio cargan un carro de mula; unas gallinas pican la tierra y otras escarban en un montón de estiércol; dos niños juegan con unos palitos, y un perro está tumbado, con gesto aburrido, al sol.

El viajero no sabe de quién será hoy este palacio —unos le dicen que de la familia de los duques, otros que del Estado, otros que de los jesuitas—, pero piensa que será de alguien que debe tener escasa simpatía por Pastrana, por el palacio, por la Éboli o por todos juntos.

En este palacio fue donde quiso hacer un museo de Pastrana el que fue párroco de la villa don Eustaquio García Merchante. Material para el museo había suficiente y, además, ya se seguiría buscando algún otro. La base del museo la formaría la famosa colección de tapices de Alfonso V de Portugal.

La idea de don Eustaquio no tuvo la acogida que mereciera, el proyecto no prosperó, y Pastrana se quedó sin museo, se está quedando sin palacio y vio volar los tapices, que hoy están en Madrid. Don Eustaquio dejó constancia de su tentativa en un libro titulado Los tapices de Alfonso V de Portugal que se guardan en la extinguida Colegiata de Pastrana. Establecimiento tipográfico “Editorial Católica Toledana. Calle de Juan Labrador, número 6. 1929”.

Ahora, como decimos, los tapices ya no están en la extinguida colegiata de Pastrana. Los pastraneros los reclaman, un día y otro, pero sus voces caen en el vacío. Su argumento no tiene vuelta de hoja —devuélvanos lo que es nuestro—, pero se les contesta con que en Pastrana no hay un buen sitio donde tenerlos y que en la sacristía donde se mostraban se estaban echando a perder.

El viajero piensa que este es un pleito en el que nadie le ha llamado, pero piensa también que con esto de meter todas las cosas de mérito en los museos de Madrid, se está matando a la provincia que, en definitiva, es el país. Las cosas están siempre mejor un poco revueltas, un poco en desorden; el frío orden administrativo de los museos, de los ficheros, de la estadística y de los cementerios, es un orden inhumano, un orden antinatural; es, en definitiva, un desorden. El orden es el de la naturaleza, que todavía no ha dado dos árboles o dos montes o dos caballos iguales. Haber sacado de Pastrana los tapices para traerlos a la capital ha sido, además, un error: es mucho más grato encontrarse las cosas como por casualidad, que ir a buscarlas ya a tiro hecho y sin posible riesgo de fraude. En fin...

De la plaza de la Hora se sale por dos puertas. La de la izquierda, dando la espalda a la fachada del palacio, lleva al barrio morisco del Albaicín; la de la derecha, da paso al barrio cristiano de San Francisco.

El viajero sale a caminar la ciudad y anda por las calles de los viejos nombres, por las calles alfombradas de guijarrillos menudos, ante las casas de puertas claveteadas de gruesos hierros y de balcones adornados con macetas de geranios, de claveles, de esparraguera y de albahaca. Pastrana es una ciudad con calles de nombres hermosos, llenos de sugerencias: calle de las Damas, del Toro, de las Chimeneas, calle de Santa María, del Altozano, del Regachal, calle del Higueral, del Heruelo, de Moratín.

Moratín escribió en Pastrana El sí de las niñas, y se casó en segundas nupcias; de su casa también se hubiera podido conservar alguna cosa.

El viajero, en la plaza de los Cuatro Caños, se encuentra con una fuente esbelta, en forma de copa, cubierta por una losa hendida por los años y rematada por un peón de ajedrez. De la fuente no mana el agua y en las grietas de la losa nacen unos yerbajos desgarbados. Para que se pueda sacar una fotografía, el alcalde ordena que se dé agua a los caños, y el alguacil, entonces, va a buscar un hierro y los desatasca. Algunas mujeres aprovechan para llenar sus cántaros y sus botijos.

El pórtico de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción tiene una orla de rosas de té. La iglesia está cerrada y el cura no aparece en su casa, ha salido a darse un paseito. Después de mucho buscar y mucho preguntar, se encuentra al sacristán. El sacristán y el viajero recorren la iglesia, que debió tener su importancia. El sacristán es muy erudito y va explicando al viajero una porción de cosas que pronto se le olvidan. En la iglesia está enterrado el ermitaño Juan de Buenavida y Buencuchillo, que debió ser todo un personaje y a quien se dice que van a beatificar; el viajero piensa que el ermitaño gastaba un hombre sobrecogedor de romance de ciego, un nombre más propio de un bandolero o de un señor de horca y cuchillo que de un presunto beato. In the church is buried the hermit Juan de Buenavida y Buencuchillo, who must have been quite a character and who is said to be beatified; the traveler thinks that the hermit spent an overwhelming man of blind man's romance, a name more typical of a bandit or a lord of gallows and knife than a presumed blessed.

La iglesia es muy histórica y está cargada de recuerdos de pasadas grandezas, pero al viajero se le ocurre que, sin duda, lo más hermoso que tiene es su pórtico y su rosal de rosas de té. En tiempos tuvo un coro de cuarenta y tantos canónigos y racioneros, y hoy, quién sabe si por no haber sabido guardar, el coro está vacío, sin un solo hombre.

Pastrana recuerda, de una manera imprecisa, a Toledo y, algunas veces, a Santiago de Compostela. Con Toledo tiene puntos de contacto ciertos, evidentes: una callecita, un portal, una esquina, el color de una fachada, unas nubes. Con Santiago de Compostela tiene cierta vaga semejanza en el sentir. El viajero no sabe explicarlo de otra manera.

Pastrana, que fue una ciudad de gran tradición eclesiástica, está hoy despoblada de clérigos. Su cabildo, según dicen, sólo tuvo igual en el de Toledo, y su convento de carmelitas descalzos fue fundado por Santa Teresa y tuvo de huésped a San Juan de la Cruz.

Hoy, el cabildo desapareció y el convento no tiene ninguna importancia.

El convento se ve desde la plaza de la Hora, en la confluencia de las dos vegas del Arles, en un alto.

El viajero, con sus dos amigos, baja por la carretera y tira después por un senderillo a coger al convento por el lado contrario. Hay que subir una rampa muy escarpada y, para criar fuerzas, el grupo se sienta a la puerta de una casa, una antigua fábrica de papel de tina, a la sombra de una añosa noguera. Pocos pasos más allá, un mendigo pintoresco se despioja al sol. En cuanto divisa a los tres hombres, se levanta y se acerca a pedir limosna. Se toca con una boina a la que los años han hecho una visera, y lleva los pantalones y la chaqueta colocados directamente sobre el curtido y duro cuero. Con la chaqueta suelta y el pecho al aire, el tío Remolinos parece un viejo guerrero en desgracia, un derrotado capitán que ya nada cree, ni nada espera, ni a nada, ni aun al frío, teme. Va sucio y sin afeitar, pero en su cara se adivina aún cierta noble y escéptica socarronería. El tío Remolinos es un mendigo antiguo, lleno de empaque y de conformidad, un mendigo que sabe su papel, que jamás se apuró, jamás trabajó y jamás puso mala cara a la vida.

Al convento del Carmen se sube por la cuesta que lleva a la ermita de San Pedro de Alcántara; debajo queda la gruta de San Juan de la Cruz, y a la derecha, como una proa, la ermita de Santa Teresa. Todos estos lugares son muy literarios y están adornados con huesos de personas, con relojes de la vida y con inscripciones alusivas a la brevedad de nuestras horas y a la que nos espera. Verdaderamente, para una persona un poco aprensiva o un poco nerviosa, una visita a estos lugares no debe tener lo que se suele decir efectos terapéuticos. La gruta de San Juan está medio hundida y su boca aparece casi cubierta por la maleza; dejarla como la usara el santo, es cosa que se arreglaba con dos vigas; a las yerbas se las raía con fuego en media, hora.

El convento aparece a cien pasos, o aun menos, de las ermitas. Hoy pertenece a los franciscanos. Al viajero y a sus amigos les acompaña un fraile sano y de buen color, que fuma cigarrillos de noventa.

El viajero, que tiene su pequeña historia familiar relacionada con la Orden, habla con el fraile.

—Yo tengo un tío abuelo o bisabuelo que fue franciscano, que martirizaron los infieles en Damasco. Hoy es ya beato, hace ya muchos años que lo es.

—¿Cómo se llamaba?

—Fray Juan Jacobo Fernández.

—No lo conozco.

Al fraile no parece importarle mucho el tío beato del viajero.

—Ahora tenemos que poner tejas nuevas, y para el año, si Dios quiere, arreglaremos un poco la galería.

El fraile, el viajero y sus amigos recorren el convento y llegan a la biblioteca.

—Aquí tenemos cuatro o cinco incunables; para evitar que se estropeen los hemos mandado encuadernar.

El fraile muestra al viajero los incunables, con las márgenes de las páginas comidas, un dedo por cada lado, por la guillotina del encuadernador.

—Tenemos también un museo de historia natural, luego lo verá usted. Está muy desordenado; cuando estuvieron aquí los rojos lo desbarataron todo.

Desde la terminación de la guerra civil habían transcurrido ya siete años.

La comitiva, camino del museo de historia natural, entra en una clase. Los educandos se ponen en pie. Es curioso observarlos: los hay de todos los pelos, de todas las cataduras y de todas las edades.

—Aquí, de donde tenemos más animales es de las islas Filipinas.

En el museo está todo revuelto y cubierto de polvo. Es una tristeza, pero una tristeza que, probablemente, se podría arreglar en un mes metiendo allí a un perito que fuese colocando las cosas en su sitio, y a una criada con una escoba en la mano.

El fraile habla de las desdichas del convento con cierta indiferencia, un poco como sin darse cuenta de que son realmente desdichas y, lo que es peor, desdichas que fácilmente podrían dejar de serlo.

El convento es un convento hermoso y lleno de tradición, y al viajero se le ocurre pensar que es una pena que, como Pastrana, no levante cabeza.

En el libro de don Eustaquio, que está escrito en una bella prosa gramatical, se entona la lamentación de las glorias perdidas y se canta la loa de los tiempos pasados, de los tiempos que, para don Eustaquio, cualesquiera que hayan sido, fueron mejores.

“Pastrana es hoy un pueblo desmedrado.

Sí; ya no rechinan sobre sus goznes las puertas de la fortaleza que en otros tiempos custodiara desde la ronda de palacio el vigía nocturno; ni el aire marcial de apuestos soldados enciende en himnos belicosos el espíritu guerrero de los siglos medievales.”

El viajero cree que don Eustaquio exagera. Pastrana, sin vigías, ni aires marciales, ni espíritu guerrero, ni Edad Media, es una ciudad como todas las ciudades, bella como pocas, y que sube y baja, crece o se depaupera, según los hados se le muestren propicios o se le vuelvan de espaldas. En Pastrana podría encontrarse quizá la clave de algo que sucede en España con más frecuencia de la necesaria. El pasado esplendor agobia y, para colmo, agosta las voluntades; y sin voluntad, a lo que se ve, y dedicándose a contemplar las pretéritas grandezas, mal se atiende al problema de todos los días. Con la panza vacía y la cabeza poblada de dorados recuerdos, los dorados recuerdos se van cada vez más lejos y al final, y sin que nadie llegue a confesárselo, ya se duda hasta de que hayan sido ciertos alguna vez, ya son como un caritativo e inútil valor entendido.

Hay quien dice que Las hilanderas de Velázquez, representan un telar de Pastrana. Es muy probable que sea así, pero el viajero piensa que a Pastrana le hubiera venido mejor conservar su telar que un cuadro extraordinario de su telar que, para colmo, tampoco está en Pastrana.

Frente al convento, en el cerro La Cuesta de Valdeanguix, están las cuevas del Moro, largas y profundas, alguna hasta de sesenta metros. El viajero ni sube al cerro ni desciende a las cuevas. Pastrana es mucho pueblo para pateárselo entero en un solo día, y el viajero no se encuentra con ánimo para dar ni un solo paso más.

Ya en la posada de la plaza, extiende el mapa sobre la mesa del comedor, grande como una mesa de consejos, y se pone a pensar. Al sur, en una revuelta del Tajo, está Zorita de los Canes, la que Alvar Fáñez mandó.

Don Mónico ha salido ya y don Paco está asomado al balcón, mirando para la vega. El viajero se levanta, bebe un traguito de coñac, enciende un pitillo y se asoma también al balcón de la plaza, sobre la que se columpia un aire transparente y un poco cansado. Mira para la derecha, para la fachada del palacio, que está en línea con la de la fonda y ve, casi al alcance de la mano, la reja que guardó a la princesa de Éboli. El viajero, que es también español, como cualquier pastranero, se estremece al pensar que al otro lado del tabique vivió las malas horas y acabó muriendo aquella dama enigmática, bella, tuerta y, al parecer, cachonda, que tanta influencia tuvo y tan de cabeza trajo a los poderosos. El pueblo, en Pastrana, la llama, desgarradamente, la puta; el pueblo de Castilla es institucional y sacramental y hay dos cosas que no perdona ni por error: el que los ricos se salten los mandamientos de la ley de Dios, y el deleite de llamar siempre, con toda crueldad, al pan, pan, y al vino, vino.

—¿Le ha gustado la villa?

—Mucho. Pastrana es una gran ciudad, quizás un poco dormida.

Don Paco sonríe, pensativo. Está un breve rato en silencio y vuelve la cabeza hacia el viajero.

—Tenemos aún tres horas de luz. ¿Quiere que saque el coche y nos acerquemos a Zorita?

—Sí, ¡ya lo creo que quiero!

La excursión a Zorita es breve y deleitosa. Al viajero se le hace extraño viajar descansadamente y con rapidez. Sobre el mapa, se había acostumbrado a medir las distancias en horas de andar y el camino hasta Zorita, calculado según ese uso, le hubiera llevado un día entero caminando a orillas del Arles hasta su desembocadura en el Tajo, sin toparse con un solo pueblo.

Pasa el Tajo por Zorita,

como un sultán.

El campo, una señorita

que brinda el pan.

El cielo va de levita

o de mackferlán.

Ya no hay ley de la gravitación sideral:

el castillo de Zorita

aún no dio el tantarantán;

un duendecillo lo habita...

El sexto, larán, larán.

Zorita de los Canes está situada en una curva del Tajo, al lado de los inútiles pilares de un puente que nunca se construyó, rodeada de campos de cáñamo y echada a la sombra de las ruinas del castillo de la orden de Calatrava. Del castillo quedan en pie algún muro, dos o tres arcos y un par de bóvedas. Está estratégicamente situado sobre un cerrillo rocoso, difícil de subir. En su ladera, por la parte de atrás, dos pastorcitos guardan un rebaño de cabras; uno de los pastorcillos, sentado sobre una piedra, graba una cayada de fresno a punta de navaja, mientras el otro, sentado sobre la verde yerba, se ensaya en sacar silbos de una flauta de caña.

El castillo debió ser una verdadera fortaleza.

Ahora, los arcos y las bóvedas aparecen desaplomados y amenazan venirse al suelo de un día para otro.

La gente de Zorita es amable, y lista. Según le dice don Paco al viajero. Zorita es un pueblo donde la vacunación no es problema; se le anuncia que se les va a vacunar, se les habla de las excelencias de hacerlo y de los peligros de dejarlo, se les marca una fecha, y el pueblo, cuando llega el momento, se presenta en masa. Con un médico y un practicante, el pueblo queda vacunado entre una mañana y una tarde. ¡Así da gusto!

Los habitantes de Zorita de los Canes son de raza rubia, como los alemanes o los ingleses. Tienen el pelo rubio y los ojos azules, y son altos y bien proporcionados. Las muchachas se peinan con raya al medio y el pelo recogido en dos trenzas; van muy limpias y relucientes y, sobre la piel blanca, les resalta el sonrosado color de las mejillas.

Zorita es un pueblo que vive en familia y en paz y en gracia de Dios.

Enfrente de Zorita, al otro lado del río, se ven los restos de la ciudad visigoda de Recópolis, y en sentido contrario, sobre la carretera que va a Albacete, se adivina Almonacid de Zorita, el pueblo donde, hace ya más de un cuarto de siglo, estuvo de boticario el poeta León Felipe.

Don Paco y el viajero salen de Zorita casi de noche; han merendado en una taberna donde no querían cobrarles más que el vino —porque lo otro era de la despensa— y se han entretenido hablando con la gente.

En el viaje de regreso el viajero, sentado junto a don Paco, va pensando que su excursión por la Alcarria ha terminado. La idea le produce alegría, por un lado, y tristeza, por otro. Ha aprendido muchas cosas y, sin duda, le han quedado otras muchas por aprender. Caminó por donde quiso y, por donde no quiso pasar, dio la vuelta...

El traqueteo del coche le produce sueño. Da dos cabezadas y reclina su cabeza sobre el hombro de don Paco, el médico, el hombre que sonríe siempre con una sonrisa velada, levemente, lejanamente triste.

Al llegar a la plaza de la Hora, el viajero se despierta.

—¿Ha descabezado usted un sueñecito? -Have you beheaded a little dream?

—Sí, señor; usted perdone que me haya apoyado en su hombro.

En la plaza, los hombres charlan en grupo y las chicas pasean rodeadas de guardiaciviles con gorrito cuartelero, de guardiaciviles jóvenes que las piropean y las enamoran. Unos niños juegan a pídola en una esquina, y unas niñas, en la esquina contraria, saltan a la pata coja. Cruza algún señorito con corbata, y ríe una muchacha airosa, muy mona, calzada con fino zapatito de tacón alto. Por el monte del Calvario cae la noche sobre Pastrana.

Por la plaza de la Hora,

se pone el sol.

Enlutada, una señora

vela al Señor.

Suena triste una campana

con suave amor.

Por el cielo de Pastrana

vuela el azor.

Empiezan a encenderse las luces eléctricas, y el altavoz de un bar suelta contra las piedras antiguas el ritmo de un bugui-bugui.

Don Mónico, don Paco y el viajero se meten en el casino a tomarse un vermú y unas aceitunas con tripa de anchoas...

En el camino, del 6 al 15 de junio de 1946. On the road, June 6-15, 1946.

En Madrid, 16, 17, 20, 22 y 26 de junio de 1946, y 25 a 31 de diciembre de 1947. In Madrid, June 16, 17, 20, 22 and 26, 1946, and December 25 to 31, 1947.