X UN VIAJE EN AUTOBÚS
Viajando en autobús, el vuelo es gallináceo. JOSÉ PLA
El autobús va hasta los topes y al viajero le hacen un hueco en la última fila de asientos, entre unos gitanos. En la Alcarria, el viajero se encontró gitanos por todas partes, gitanos que viven en paz y buena armonía con los payos, gitanos trabajadores y buenos artesanos —chumajarós que ponen bien la suela de los zapatos, petalarós que cantan martinetes en la fragua, cascaroberós que fabrican los más relucientes calderos, bajirinanós que construyen livianas y resistentes cestas—, gitanos sedentarios que se inscriben en el registro civil, van a las quintas y viajan en coche de línea, gitanos que lo único que no hacen es casarse fuera de su raza.
El viajero, al intentar acomodarse, pisa sin querer a una gitana jovencilla, muy guapa. La mujer da un grito.
—¡Mal puñetaso te pegue un inglés borracho, esaborío!
Cuando el autobús echa a andar, la gente se va acoplando. El acoplamiento es, a veces, doloroso.
—¡Que me aplasta usted a la criatura!
El hombre, haciendo equilibrios, responde sin mirar; aunque quisiera, no podría volver la cabeza.
—Échela usted en la baca, señora, y cállese.
—Tendremos que esperar a agosto, que por ahora lo llevo dentro.
No más salir del pueblo, unas criadas empiezan a alborotar: ya irán así todo el camino. Antes de llegar al Tajo, una señora gorda dice perdone, y les vomita por encima a un guardia civil, a su señora y a un niño de pecho que llevaba al brazo. El niño iba dormidito, pero, como es natural, se despierta y empieza a gritar; el niño grita como si lo estuvieran matando; la cosa, como dice muy bien un joven de corbata de lazo y flexible verde claro, no era para tanto.
Las criadas cantan sin descanso, pero cambian constantemente de canción. Empezaron por Amapola, lindísima Amapola, y después siguieron con Dónde estarán nuestros mozos, con Rosa de Madrid, la flor de Chamberí, con la marcha de Adis-Abbeba en un arreglo especial, y con Pelona, sin pelo.
Al lado del chófer va un brigada de la guardia civil, un sargento de caballería y un señor serio y enlutado, con aire de curial.
La gente habla de los pantanos que están haciendo en el Tajo y en el Guadiela. Según aseguran, van a ser algo muy importante. Al salir de Sacedón se ve la sierra de San Cristóbal, de color verde oscuro y no muy alta. Un pastor cuida de sus cabras en un terreno que las aguas se tragarán. Al pie de la sierra han levantando unas fábricas de cemento, destinadas a surtir el pantano.
El viajero, de haber ido a pie, hubiera podido cruzar por el atajo de la Entrepeña, que también desaparecerá bajo las aguas.
El joven del lazo y el flexible explica al viajero, forzando mucho la postura para poder mirarle, que, ¡hay que ver!, que el pantano de Entrepeñas y el del Guadiela irán minados por un túnel para nivelarse “mutuamente”. El viajero le dice que sí, no muy convencido; en realidad, que los pantanos de Entrepeñas y del Guadiela se nivelen o no, es algo que le coge bastante de refilón.
No más cruzar el Tajo aparecen unas casas recién construidas; son los almacenes y las viviendas de los ingenieros: tienen un aire triste y estadístico, un vulgar aire de fabricación en serie. La carretera es una continua curva y la señora mareada tiene ya dos imitadoras que asoman medio cuerpo por las ventanillas. Las señoras, para llegar hasta las ventanillas, tuvieron que pasar por encima de los viajeros.
Como para compensarse de tanto potaje devuelto, el viajero, a la vista aún del Tajo y con el recuerdo puesto en el Jarama, en el Henares, en el Tajuña, en los ríos que cruzó, se divierte en componer, colgadas de la memoria, unas coplillas espirituales.
Por el Jarama
va un negro toro.
Muy de mañana
el río es de oro.
El río Henares
lleno de agua.
Negros pesares
y alba la enagua.
Pasa el Tajuña
lindando huertas.
Gata garduña,
la barbechera.
El río Tajo
como un lebrel.
Ni alto ni bajo:
plomo y cordel.
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Una señora
y un caballero.
Corre la aurora
por el sendero.
Un caballero
y una señora.
¡Vuele el sombrero,
cante la alondra!
Una señora
y un caballero.
Marca una hora
sobre el pañuelo.
Un caballero
y una señora.
Sobre el estero
va una amazona.
Al cruzar por Auñón las criadas van cantando lo de Rosa de Madrid. Una gorda, cachonda y descarada, grita: “¡Viva mi novio!” Las otras, que parecen más honestas, no gritan más que “¡Viva mi pueblo!”, o “¡Viva yo!”, que es un viva que nunca falta.
El paisaje es, en general, verde y con árboles, y así sigue hasta después de Albóndiga, hacia la casilla de peones camineros que hay en el cruce de la carretera que va a Fuentelaencina, donde empieza otra vez la meseta.
Albóndiga es un pueblo de adobes colgado sobre el río Arles, que baja desde el pico Berninches, en la sierra que hay detrás de El Olivar.
El viajero pregunta al cobrador cómo debe hacer para ir a Pastrana.
—Pues puede usted venirse hasta el empalme de Tendilla y allí esperar al otro coche, el que viene de Madrid.
—¿A qué hora pasa?
—A eso de las siete o siete y media de la tarde.
Cómo son las once de la mañana y de Tendilla al empalme no habrá, según el mapa, mucho más de una legua, el viajero decide apearse en Tendilla, para ver un poco el pueblo y almorzar, y después acercarse dando un paseíto hasta el cruce.
Dos o tres kilómetros antes de llegar a Tendilla, y a mano izquierda de la carretera, hay unas ruinas corrientes; el viajero no sabe si serán históricas, lo que sí sabe es que le parecieron poco interesantes.
Al pueblo, y a orillas del arroyo que lleva su mismo nombre, se entra por una alameda muy bonita y bastante frondosa.
Los gitanos van durmiendo y, al querer apearse, el viajero tiene que despertarlos para pasar.
—Adiós, señores, buen viaje.
—Adiós, hombre, que le vaya bien.
El viajero, al ponerse de pie en el suelo, nota que tiene las dos piernas dormidas y que casi no puede andar. Le duelen los riñones y la ropa la tiene toda torcida, toda fuera de su sitio. El autobús ha parado frente a una taberna y el viajero entra a tomarse un vaso y colocarse, poco a poco, la ropa donde debe ir.
Tendilla es un pueblo de soportales planos, largo como una longaniza y estirado todo lo largo de la carretera. En este pueblo es donde tiene un olivar el escritor don Pío Baroja, para poder tener aceite todo el año.
El viajero habla con las chicas de la taberna.
—¿Conocen ustedes a Pío Baroja?
—No, señor.
—¿Y no saben quién es?
—No, señor, tampoco.
La madre, que ha salido de la cocina, interviene.
—Sí, hijas, sí; ese señor es el señorito de la Eufrasia, es el que ha comprado ese terreno del sendero de Moratilla, el que está dando con el del tío Pierdecarros.
—¡Ah, sí! Pero ese señor no viene nunca por aquí, debe ser ya muy viejo; el secretario dice que es un señor muy importante, de lo más importante que hay.
El viajero, después de un rato de charla, sale a dejar el equipaje en algún lado y a ver el pueblo. Pasa por delante de un parador que tiene un letrero de tabla, colgado de un balcón; el letrero dice: “Parador Antiguo de Juan Nuevo”. El viajero entra, pero a recibirlo no sale nadie más que una perra ruin y flaca que le ladra desconsideradamente y le enseña los dientes. El viajero espera a que venga alguien o a que la perra se calle, pero ni la perra deja de ladrar ni el ama acaba de acudir. El viajero entra un poco en el portal y da dos palmadas. La perra se enfurece aún más y se le tira a morderle en las piernas. El viajero dio un paso atrás y le soltó semejante coz que por poco la mata contra el muro. ¡Pobre animalito, qué patada llevó! La perra empezó a aullar y salió cojeando y derrengada. A los aullidos salió una mujer.
—¿Qué le ha hecho usted a la Perlita?
—¡Cállese, señora, y déjeme en paz! ¿Puedo comer?
—No hay nada de comer, ¡largo de aquí! ¡Si no se va usted llamo a mi Juan y ya verá como lo echa a usted a palos!
—¡No grite, señora, que no es para tanto! No llame usted a su Juan, que ya me voy.
Ladra el can del señor Juan
Nuevo, el del Parador
Viejo, donde un “no, señor”
dan a quien les pide pan.
El viajero, de nuevo en la carretera y guiado por un niño, se fue al otro extremo del pueblo, a una fonda muy peripuesta, con baldosines en el suelo y retratos con marco dorado en las paredes. La patrona era una señora muy amable, y quedó en prepararle una perdiz al viajero para almorzar. El viajero salió al corral, sacó un cubo de agua del pozo y empezó a lavarse un poco. En el corral había muchas aves y de todas clases: palomas, dos docenas de gallinas, otros tantos patos, seis o siete pavos y dos gansos hermosos. Cuando el viajero estaba inclinado, refrescándose un poco la nuca, uno de los gansos le dio semejante picotazo en las posaderas que no le arrancó un pedazo de la carne blanda porque midió mal las distancias y pinchó en hueso. El viajero se dio un susto mayúsculo —porque nadie espera, mientras se lava, recibir semejante mordisco en el trasero— y soltó un grito algo destemplado. El corral se alborotó: las palomas levantaron el vuelo; las gallinas y los patos empezaron a huir de un lado para otro, despavoridos; los gansos graznaban como condenados; la patrona acudió a ver qué pasaba, y el viajero, con un palo en una mano y la otra en el dolor, estaba en dudas sobre si huir o arremeter contra su enemigo.
—¿Qué ha pasado?
—Pues ya lo ve, señora, que si me descuido no vuelvo a sentarme en la vida.
—Un ganso, ¿verdad?
—Sí, señora, un ganso.
—Claro, ¡como no lo conocen! ¿Le ha hecho sangre?
El viajero se palpó un poco.
—No, señora, parece que no.
Los pavos fueron los únicos que mantuvieron la calma.
El viajero salió y se puso a pensar que, en aquel pueblo, los animales eran de una bravura quizás excesiva. A lo mejor, esa copleja que empieza diciendo: No compres mula en Tendilla, está inventada para prevenir a los arrieros de una muerte a coces. ¡Quién sabe! Por lo menos, su anónimo autor se cura en salud y advierte, poco más abajo, que la mula saldrá falsa.
El viajero fue a dar un paseo hasta que fuese la una, para comer. En el camino del cementerio se encontró con unos muros muy bonitos, cubiertos de yedra por algunas esquinas, restos de un antiguo convento. A su lado y en una pequeña explanada, había una cruz de piedra, no alta pero sí airosa. Desde allí se divisaba bien toda la vega de Tendilla, con sus olivares en la ladera y sus huertas en el llano, al lado de la carretera y del arroyo.
Después de almorzar, el viajero salió andando despacio hacia el empalme. No se cruzó con un alma en la legua que anduvo, ni vio nada especial que llamara su atención. El terreno, por aquella parte, es pardo, monótono y aburrido, y la gente parece haberse dado cita para no ir.
En el empalme de Tendilla hay un merendero con un emparrado y un porche todo cubierto de enredadera florecida, fresca y aromática. Tienen botellas de cerveza fría —que refrescan metiéndolas en el pozo, dentro del cubo, y teniéndolas allí guardadas horas y horas— y buen chorizo y buen pan para merendar. Aquella tabernita de en medio del campo era realmente algo muy parecido al paraíso terrenal.
Al viajero le sacaron una silla de tijera, de lona, al emparrado, y allí comió pan con chorizo, bebió su cerveza, descabezó un sueñecito y esperó al autobús que había de llevarlo a Pastrana.
La dueña del merendero era muy amable y sabía bien el oficio, y el viajero, tumbado en una chaise-longue y, para colmo, en día descansado, se sintió feliz, notó que le invadía la imaginación una nube de dorados pensamientos y se acabó durmiendo como un bendito, quién sabe si hasta con la sonrisa en los labios.
De su dulce sueño lo despertó el autobús, que llegó con más de media hora de adelanto sobre el horario normal. Del autobús se apearon los que debían esperar a que llegase el que iba a Sacedón, y ¡ casi la mitad de las plazas quedaron vacías.
El coche de línea tiró por la carretera de Fuentelviejo, porque su camino de siempre, otra carretera que queda a la derecha, estaba estropeada, e incluso cortada en algunos trozos, por la inundación. Fuentelviejo es un pueblo pequeño y típico, muy bonito. En él se apea un matrimonio joven, de recién casados, que había pasado la luna de miel en Guadalajara.
A los lados del camino se ven cuevas con un asiento hecho en la misma tierra y un porchecillo de ramas secas. El terreno es ondulado y verde. Al llegar a la desviación que lleva a Moratilla de los Meleros, el autobús se para para que se bajen tres o cuatro personas que han de subir andando el kilómetro escaso que les separa del pueblo.
—¡Ha habido suerte viniendo por aquí! —les dice el chófer.
—Hombre, ¡no iban a ser todo desgracias con la inundación!
Hasta Hueva la carretera discurre ya entre huertecillas trabajadas muy curiosamente. Hueva tiene la torre de la iglesia torcida, como la de Pisa. El autobús va ya casi vacío y la gente empieza a ordenar sus bultos, sus maletas, sus bolsas, sus capachos.
—¿Es usted de Pastrana?
—No, señor.
—¿Viajante, quizá?
—Tampoco, no señor.
—¡Ah! ¿Entonces va usted a visitar algún preso?