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Viaje a la Alcarria - Cela, VI CON EL CIFUENTES HASTA EL TAJO

VI CON EL CIFUENTES HASTA EL TAJO

A la mañana temprano el viajero sale de Cifuentes, por el camino de Trillo, dejando el río a la derecha y el castillo de don Juan Manuel a la izquierda.

A poco de andar se ven en el horizonte, chatas, aisladas, las Tetas de Viana. No mucho más tarde, al coronar un resayo suave, se ve también Gargolillos, con su torre en punta, y Gárgoles, con su torre cuadrada. A Gargolillos le llaman algunos Gárgoles de Arriba y a Gárgoles, Gárgoles de Abajo. Los dos están a orillas del Cifuentes; Gargolillos, un poco desviado de la carretera, al final de un camino muy bonito que va entre tapias y zarzales.

Hace algo de fresco y se camina a gusto. Sobre el río se extiende una tenue cinta de niebla casi imperceptible. Vuelan los estorninos y los vencejos; una urraca blanca y negra salta de piedra en piedra mientras una alondra silba sobre los sembrados. El vientecillo de la mañana corre sobre el campo, y el aire está limpio, lúcido, transparente, diáfano.

No más remontado un zopetero, Cifuentes desaparece. El camino va entre choperas aisladas, no muy tupidas. Entre el camino y el río verdean las huertas de tomates. Al otro lado, el terreno aparece otra vez seco, duro, de color pardo. En el terreno seco se ven rebaños de ovejas blancas y ovejas negras —mejor, castaño oscuro—, todas revueltas, y en el de agua se ven mujeres y niños trabajando la tierra.

El camino está desierto, nadie sube ni baja. El viajero pasa al lado de un caserón de piedra, que parece abandonado. Tiene alrededor unas huertas y un pequeño jardín. A la puerta hay un letrero que dice: “Prohibido el paso. Finca particular”.

Sentado sobre un mojón, un hombre arregla una bandeja de baratijas.

—¿Viene de Cifuentes?

—Sí.

—¿Y qué tal?

—Pues... ¡Muy bien!

El hombre hace un gesto de desagrado

—Pues ya no voy.

—¡Pero, hombre!

—Sí, ¡qué quiere usted! Ya no voy. A mí nadie me dice la verdad.

El buhonero tiene los párpados mondos y lirondos, sin una pestaña, y lleva una pata de palo, mal sujeta al muñón con unas correas. Tiene una cicatriz que le cruza la frente y una nube en un ojo, una nube color azul celeste, casi blanca. Es bajo y estrechito como un alfeñique, y tiene malas pulgas.

—A mí nadie me dice la verdad, me tienen asco. ¿Sabe usted cómo me llaman en Guadalajara?

—No.

—Pues me llaman el Mierda, ¿que le parece?

—Pues, hombre, me parece mal, ¡qué quiere que le diga!

—¡Los arrastrados! ¡Así los arrastrasen hasta pelarlos! Oiga, ¿me da un poco de tabaco para la pipa?

El viajero le ofrece su petaca.

—Sí, muy gustoso, cójalo usted.

—¿Por qué dice muy gustoso?

El viajero duda antes de responderle.

—Porque es verdad. Ande, encienda su pipa.

—Bueno, hombre, bueno, no se incomode, ¡caray con la gente! ¡A ver si se ha creído que por darme un poco de tabaco se va a poder poner así! Oiga, ¿usted es de Aranzueque?

—No, ¿por qué?

—No sé, me parecía que tenía usted cara de hambrón.

El hombre mira para su bandeja y ordena un poco las cintas de colores, los papelitos de la buena suerte y los peinecillos de metal dorado, bien pulido, relucientes como espejos.

—¡No se vende una escoba!

—Sí, los tiempos están malos...

El hombre levanta la cabeza y clava sus ojos en el viajero.

—¿Y usted se queja, siendo alto y teniendo dos patas?

El viajero empieza a pensar que el hombre de las cintas de colores tiene una dialéctica desconcertante.

—A mí me robaron una gran fortuna, una herencia.

—¿Sí?

—Sí, señor, ¿o es que no me cree?

—Sí, sí, ¿no he de creerle?

—Pues fue la fortuna del Virrey del Perú. ¿Usted ha oído hablar del Virrey del Perú?

—Sí, mucho.

—Pues me dejó todos sus bienes. En el lecho de muerte llamó al notario y delante de él escribió en un papel: “Yo, don Jerónimo de Villegas y Martín, Virrey del Perú, lego todos mis bienes presentes y futuros a mi sobrino don Estanislao de Kostka Rodríguez y Rodríguez, alias el Mierda”. Me lo sé de memoria. El papelito está guardado en Roma porque yo ya estoy muy escarmentado, yo ya no me fío de nadie más que del Papa.

El buhonero se puso en pie y continuó:

—La herencia me la robaron, y a mí me dejaron en la mayor indingancia.

El viajero tardó unos instantes en entender que había querido decir indigencia.

—Pero lo que yo digo, ¿de qué les ha de valer si en el Valle de Josafat saldrá toda la verdad a relucir?

—Verdaderamente.

—¡Pues claro, hombre, pues claro! Los de Guadalajara, que lo que dicen por la noche por la mañana no hay nada. ¡Pero ya veremos en el valle de Josafat! Oiga, ¿quiere que andemos?

—Bueno.

El hombre anda mal, renqueando.

—Es que la pata me está algo larga... Oiga, ¿no le pesa mucho el morral?

—Sí, algo.

—¿Y por qué no lo tira?

A una hora de camino aparece Gárgoles de Arriba, a orillas del Cifuentes, un poco apartado de la carretera. Un hombre de boina y dos mujeres jóvenes esperan el paso del autobús. Son los únicos habitantes de Gargolillos con los que se topa el viajero, y tienen cara de buena gente, aunque les digan lañas, que significa tanto como ladrones, los de los otros pueblos.

El viajero escucha cómo el buhonero perdió la pata.

—Ya le digo. El día de San Enrique del año de la República, me dije: “Estanislao, esto hay que acabarlo. Eres un desdichado, ¿no ves que eres un desdichado?” Hacía un calor que no se podía aguantar. Yo estaba en Camporreal, me acerqué hasta Arganda y me acosté en la vía. “Cuando venga el tren —pensé—, Estanislao se va para el otro mundo”. Pero, ¡sí, sí! Yo estaba muy tranquilo, se lo juro, pero era mientras no venía el tren. Cuando el tren asomó yo noté como si se me soltara el vientre. Aguanté un poco, pero, cuando ya estaba encima, me dije: “¡Escapa, Estanislao, que te trinca!” Di un salto, pero la pata se quedó atrás. Si no es por unos de la fábrica de azúcar que me recogieron, allí me desangro como un gorrino. Me llevaron a la casa del médico y allí me curaron y me pusieron el mote al ver cómo tenía los pantalones. Uno de los que me cogieron llevaba la pata en la mano, agarrada por la bota, no hacía más que preguntar: “Oiga, ¿qué hago con esto?” El médico se conoce que no sabía qué hacer, porque lo único que le contestaba era: “Eso se llama pierna, mastuerzo, eso se llama pierna”.

El viajero cree más prudente interrumpirle. El buhonero, hablando de la pierna que se dejó en Arganda, había adquirido un aire triste, un ademán cabizbajo.

—¿Quiere usted encender otra vez la pipa?

—Bueno. Oiga, ¿usted entiende de pipas?

—No mucho.

—Pues entonces no merece la pena que le explique nada. Bástele saber que es una Camelia de Luxe, de París de la Francia. ¡Caray con tanto ignorante! Oiga, ¿sabe usted quién me la regaló?

—No.

—Pues apréndalo. El general Weyler, un día en el paseo de Rosales de Madrid.

El hombre miró al viajero con aire de triunfador y sonrió.

—¡Je, je! ¿Con quién se había creído usted que estaba tratando?

Son ya las once de la mañana y el viajero siente hambre.

—¿Me jura usted que no es de Aranzueque?

—Sí, hombre, se lo juro,

—¡Huy!

El gorgotero se sentó en la cuneta, se desató la pata de palo y encendió la pipa.

—Bien. Comamos entonces un bocado. ¿Qué quiere usted, mezclamos o cada cual come de su macuto?

—Es mejor que mezclemos, ¿no le parece?

—A mí, sí. Yo creo que usted hace un mal avío, ¡pero bueno! Yo no llevo más que un pellizco de cecina.

Los dos hombres comieron y bebieron del morral y de la cantimplora de quien tenía las dos patas sanas. Parece que no pero, en el campo, sentados al borde de un camino, se ve más claro que en la ciudad eso de que, en el mundo. Dios ordena las cosas con bastante sentido.

El buhonero comió como un león, mientras el viajero pensaba si el hombre no sería de Aranzueque.

—A mí esto del embadurnen me gusta a bocados —decía el de las cintas mientras devoraba una lata de foiegras—. Deje usted el pan para luego, no vaya a ser que le falte.

El hombre, con la comida, se tornó aún más inquisitivo.

—Oiga, ¿usted a qué se dedica?

—Pues..., ¡ya ve usted! Yo ando a la que salte.

—No, no, como si se lo preguntase la guardia civil. ¿Usted a qué se dedica?

El viajero no sabía qué contestar.

—¡Dígalo, hombre, dígalo! Yo no soy un voceras, y además, si vamos a ver, todos nos quedamos con lo que se tercie, si se tercia a modo. Vamos, ¡es un suponer! Por aquí el que no espabila, ya sabe lo que le espera. Si vas a Aleas, pon la capa donde la veas, porque si vienen los de Fuencemillán, te la quitarán. Ahora, si usted no quiere hablar, pues no hable. ¡Por mí...!

El buhonero se calló un momento, volvió a echar un trago de vino y continuó:

—Decía mi madre que, en este mundo, todo el que come, roba, y el que no roba es porque no sabe. ¿Usted a qué se dedica?

Poco antes de entrar en Gárgoles de Abajo, después de caminar otro rato, el buhonero se despidió de repente.

—¿Sabe usted una cosa?

—¿Cuál?

—Pues que yo no doy un paso más, yo ahí no entro.

—¿Se cansa?

—No, no me canso. Hoy ya he comido y no quiero tentar a Dios. Yo no entro en los pueblos más que para comer. Cuando abuso, Dios me castiga y me hace echar sangre por la boca... Oiga, ¿puede usted socorrerme?

En Gárgoles el viajero se encuentra con unas cuevas con puerta y con candado, que usan para guardar el vino y las patatas. A su amigo Estanislao de Kostka Rodríguez y Rodríguez, sobrino del Virrey del Perú, no hacían más que ponerle trabas en todas partes.

El viajero, para que no se le olvide cómo era, apunta en un papel la media filiación del Mierda.

Don Estanislao de Kostka

tiene una pata de palo.

Buhonero del camino de la Alcarria

— cintas,

alfileres,

vidrios de color,

horquillas,

peinetas,

papeles de olor—,

tienda de esperanzas para gente sabia.

Don Estanislao de Kostka

lleva, a hombros, un ángel malo.

Gárgoles es un pueblo huertano, con el terreno bien trabajado y la gente aplicada a su labor. En Gárgoles la carretera se pega al río y así marchan los dos ya hasta Trillo. Unos niños que están sentados en una cerca miran para el viajero. Los campesinos desdoblan el espinazo, se incorporan y miran también. El viajero se mete en el parador, un parador sin nombre, como el de Torija, a descansar un rato, a lavarse y a esperar la hora de la comida. El viajero averiguó en este pueblo que en la Alcarria no conocen la palabra mesón. Preguntó por el mesón y ni le entendían. Fue cuando preguntó por la posada cuando le dijeron que posada no había, pero que sí había parador. El parador de Gárgoles, a la izquierda de la carretera, como todo el pueblo, viniendo de Cifuentes, tiene una gran puerta claveteada, noblemente antigua, que parece la puerta de un castillo. El viajero cuelga su espejo de un clavo, en la puerta misma, y se afeita las barbas. Por el espejo ve que lo contemplan, desde lejos, quince o veinte personas.

Por el zaguán sale un mulero tirando dé dos mulas. Unas palomas pican en un montón de paja menuda. Dos perros duermen estirados al sol. Un niño sin pantalón está en cuclillas, haciendo sus necesidades encima de un tejado. Las golondrinas entran y salen, chillando como locas, en el zaguán, que está lleno de nidos. Las puertas del parador no se cierran jamás.

El viajero entra en el comedor, una habitación cuadrada con el techo muy alto, y en el techo, las desnudas vigas de castaño al aire. Decoran los muros media docena de cromos con pajaritos vivos y multicolores, grises conejos muertos colgados de las patas, rojos cangrejos cocidos y truchas de color de plata, con el ojo vidriado. A la mesa sirve una criada guapa, de luto, con las carnes prietas y la color tostada. Tiene los negros ojos profundos y pensativos, la boca grande y sensual, la nariz fina y dibujada, los dientes blancos. La criada del parador de Gárgoles es hermética y displicente, no habla, ni sonríe, ni mira. Parece una dama mora.

Un galgo negro ronda al viajero mientras el viajero come sus sopas de ajo y su tortilla de escabeche; es un perro respetuoso, un perro ponderado con dignidad, que come cuando le dan y, cuando no le dan, disimula. A su sombra ha entrado también en el comedor un perro rufo y peludo, con algo de lobo, que mira entre cariñoso y extrañado. Es un perro vulgar, sin espíritu, que gruñe y enseña los colmillos cuando no le dan. Está hambriento y, cuando el viajero le tira un pedazo de pan duro, lo coge al vuelo, se va a un rincón, se acuesta y lo devora. El galgo negro lo mira con atención y ni se mueve.

El viajero, después de comer, enciende un pitillo, se levanta y lee, en las enjalbegadas paredes, algunos letreros escritos a lápiz, como los de los retretes de los institutos de segunda enseñanza. Los hay para todos los gustos y de todos los colores. Uno de ellos, escrito en bien perfilada letra de molde, dice: “Compañía de Teatro y Variedades. Compañía Olivares. Dos funciones, 600 pesetas. Exitazo. 13-3— 45”. Es un letrero satisfecho, optimista, un letrero lleno de euforia. Hay también una cabeza de mujer, con larga melena, firmada por Fermín González, de Cuenca, hombre que tiene una rúbrica hermosa, pomposa, elegante, una rúbrica notarial y desafiadora.

El viajero se suelta las botas, pone el morral por almohada, se emboza en su manta y se echa a dormir en el suelo, en un rincón. A su lado, el galgo negro se ha echado también, como para vigilar su sueño. El perro rufo se marchó a la calle; era un perro sin carácter, un perro al que le faltaba sabiduría y que no aguantaba estar mano sobre mano, durante una hora o una hora y media, sin hacer nada.

Desde Gárgoles sale una carretera que va directamente a Sacedón y que corre varias leguas a orillas del Tajo. El viajero duda entre salir a Trillo, siguiendo el Cifuentes, como pensaba, y enterrando el río que vio nacer, o tomar el nuevo camino y desviarse un poco para, a la noche, dormir en Gualda.

A la salida de Gárgoles, hacia Trillo, un hombre apalea a un burro grande y negro, que tira unas coces tremendas y levanta el labio de arriba, enseñando los dientes. Una mujer explica al viajero que el burro parece de Hita. Los burros de Hita, por lo visto, tienen mala fama en la región; les pasa como a las mujeres de Fraguas.

Poco más abajo, dos hombres cambian la rueda pinchada de un camión cargado hasta los topes. El viajero se pasa el día en el camino, y no suele cruzarse con más de dos o tres coches de línea y algún turismo o alguna camioneta, de cuando en cuando.

Gárgoles, que ya queda a la espalda, ha desflecado su gente por las huertas. La gente de Gárgoles es trabajadora, decidida, quizás algunos un poco huraños. Según cuenta al viajero un comerciante de tejidos que va de un lado para otro en su carrito, uno de Gárgoles, que quería hacerse rico en dos años, se vino en bicicleta desde La Puerta, unas cinco leguas sobre poco más o menos, cargado con trece cabritos encima. Al llegar a Gárgoles murió reventado, se le habían despegado el hígado y el corazón.

—Ya ve usted lo que son las cosas —dice el comerciante al viajero—, la avaricia rompe el saco. ¡Y después llaman brutos a los de Alcocer porque tiraron el Cristo al río!

Al llegar a Trillo el paisaje es aún más feraz. La vegetación crece al apoyo del agua, y los árboles suben, airosos como en Brihuega. Esta tierra, con agua, parece una tierra muy buena; hasta se ve algún que otro castaño, de vez en cuando. A la entrada del pueblo hay una casa muy arreglada, toda cubierta de flores; en ella vive, ya viejo y retirado, cultivando sus rosales y sus claveles y trabajando su huerta, un veterano alpinista que se llama Schmidt. Schmidt, que piensa construirse una casa enfrente de la cascada del Cifuentes, poco antes de caer en el Tajo, fue un montañero famoso; en la sierra de Guadalajara hay un camino que lleva su nombre.

La cascada de Cifuentes es una hermosa cola de caballo, de unos quince o veinte metros de altura, de agua espumeante y rugidora. Sus márgenes están rodeadas de pájaros que se pasan el día silbando. El sitio para hacer una casa es muy bonito, incluso demasiado bonito.

El viajero busca un sitio para pasar la noche, deja su equipaje y se va a dar una vuelta por el pueblo. Desde el puente ve correr el Tajo, sucio, terroso, con las márgenes imprecisas. En sus orillas, unos pescadores de caña con aire de campesinos o de muleros, con traje de pana, faja negra y camisa con botón en el cuello, esperan pacientemente a que pique alguna trucha. Poco más abajo, unas mujeres lavan la ropa.

Sobre la cascada

canta el ruiseñor.

A orillas del Tajo

pesca el labrador.

En la tierna huerta

labra el pescador.

Granan los geranios

sobre albo verdor.

Los árboles tienen

aire de señor.

Desde Trillo huele

el mundo a otro olor.

El viajero se toma unas yemas y unos pastelitos de hojaldre en una tienda que hay al lado del puente y después se fuma un pitillo, a la puerta, con algunos hombres que han vuelto ya de trabajar. El grupo llega a hacerse grande y el viajero habla de que le gustaría ver el pueblo. Le acompañan tres o cuatro hombres de su edad. Las tabernas de Trillo tienen un aire jaranero, alegre, siempre un poco al borde del tumulto. El viajero encuentra a la gente amable, obsequiosa, con deseos de agradar. Así se lo dice a sus amigos, y uno de ellos le responde, sonriendo:

—Pues por ahí nos llaman la gente mala, ya ve usted.

A la salida de una taberna, el grupo se encuentra con un hombre joven. Uno de los acompañantes del viajero le dice:

—Le voy a presentar a usted al señor alcalde.

El viajero y el alcalde se saludan.

—Mucho gusto.

—El gusto es mío.

—¿Qué? ¿Anda usted viendo esto?

—Pues, sí... Dándome una vuelta.

El viajero y el alcalde no saben lo que decirse.

—¿Necesita usted algo?

—No, muchas gracias.

El alcalde de Trillo representa andar por los treinta o los treinta y tantos años y es sastre, de oficio. Tiene también una tienda de tejidos y de confecciones.

Caminando por el pueblo de un lado para otro pronto surge en la conversación el tema de la leprosería.

—Al principio andábamos un poco escamados con esto de la lepra; ahora ya nos vamos haciendo.

Un hombre viejo, tercia;

—La pena fue que se perdieran los baños de Carlos III, que eran famosos en toda España. Ya sabrá usted lo que decía el refrán: que Trillo todo lo cura, menos gálico y locura.

—¿Pero ustedes no tienen miedo a que les peguen la lepra?

Los hombres se miran antes de responder:

—Pues no, eso no. Vamos, unos tendrán y otros no tendrán...

Antes de volver a la posada el viajero va apuntando apellidos, los apellidos de la Alcarria. Por todos estos pueblos se ha ido encontrando con los Batanero, los Gamo, los Ochaíta, los Bachiller, los Arbeteta, los Bermejo, los Rodrigo, los Álvaro, los Laina, los Romo, los Bodega, los Poyatos.

—Unos son de un lado y otros son de otro, no vaya a creer que están todos mezclados.

—No, no, ya me figuro.

Ya en la posada, esperando la cena, el viajero lee lo que dice de las aguas de Trillo, en el libro que le regaló Julio Vacas en Brihuega, don Ramón Tomé, traductor del Tratado práctico de la gota, y autor del Tratado de Baños y Fuentes de Aguas Minerales, que va al final. Don Ramón Tomé explica brevemente la situación de la villa —a dos leguas de Cifuentes, a orillas del Tajo, en la provincia de Guadalajara y obispado de Sigüenza—, y repite el testimonio de don Eugenio Antonio Peñafiel, médico de Trillo, ya reseñado en la relación de las aguas escrita por don Casimiro Ortega, sobre el curioso caso del barón de Mesnis, primer teniente de Reales Guardias Walonas, hombre que, por lo visto, llegó baldado a Trillo, y después de algunos días de tomar las aguas mezcladas con suero de cabra, empezó a mejorar y pudo retirarse a la corte, según dice el cronista, lleno de consuelo. Esto sucedía en 1768.

El viajero, cuando lo llamaron a cenar, ciento setenta y tantos años más tarde, iba pensando en lo contento que se habría puesto el barón de Mesnis después de su visita a las termas de Trillo.

En el comedor había dos hombres, viajantes de comercio, según averiguó después, tomando café. Estaban ya cenados, pero preferían dejar pasar un rato antes de irse a la cama. Uno de los viajantes, el más viejo, leía un periódico que se llama Nueva Alcarria. El otro, el joven, apuntaba sus cuentas en un cuaderno. El viajero se sentó delante de su plato de huevos fritos con chorizo.

—Buenas noches.

—Que aproveche, buenas noches.

—¿Ustedes gustan?

—Gracias, ya hemos cenado.

Los viajantes dejaron, uno, la lectura, y el otro, su escritura, y miraron para el viajero. Los dos tenían ganas de preguntar, sobre todo el joven, pero al principio, esa es la verdad, no se decidieron. El viejo tenía un aire taciturno, sombrío, preocupado. El joven, por el contrario, era un hombre locuaz, bajito de estatura, servicial, que procuraba hacerse simpático. Se llamaba Martín y era representante de una fábrica de alpargatas con piso de cáñamo o goma, a elegir. El viajero supo más tarde que el viajante de más edad solía trasladarse de un lado a otro en coche de línea y, cuando no podía, a pie. Martín, en cambio, andaba siempre en bicicleta y tenía un concepto deportivo de la existencia.

—Con mí corcel de acero en buenas condiciones —llegó a decirle al viajero— soy capaz de ir a vender alpargatas al fin del mundo.

El viajero no lo había dudado ni un solo momento.

—Y para correr cualquier artículo, hay que echarle simpatía y aguantar; mucha simpatía y mucho aguante, si no, no hay nada que hacer.

—¿Y usted no vende más que alpargatas?

—No, señor, yo vendo todo lo que falta. ¿Que en un pueblo no tienen botones, o algodón de zurcir, o papel de cartas? Pues yo voy, escribo una tarjetita postal a la casa, y otra cosa. Corriendo un solo artículo no sacaría uno para los gastos.

Al comedor se entra por la cocina. En la cocina cenaban, cuando entró el viajero, la posadera y los suyos.

—En estos pueblos son muy zorros, ¿sabe usted?

El viajante, mientras hablaba, estaba liando un pitillo de la petaca del viajero.

—En cuanto que uno se duerme en las pajas ya le están haciendo la cusca. Pero eso no viene mal, así se va uno espabilando.

El viajante chupa del pitillo y ladea la cabeza. El otro viajante dobló ya su periódico y mira en silencio.

—Porque España es un pueblo muy inculto, aquí no hay cultura, hay mucho analfabeto. Yo, aquí donde usted me ve, tengo tres años del bachiller. Pero no me quejo; voy viviendo, y con eso ya me conformo. Ya me haré rico alguna vez si puedo, y si no, pues mire..., ¡de tal día en un año! Ahora procuro hacer vida sana y tomar bien el aire, ya sabe usted lo que se decía antiguamente: para tener la mente sana hay que tener el cuerpo sano. Yo me eduqué en los salesianos; algunos compañeros míos son ahora médicos o aparejadores y viven como príncipes. No los trato porque no me da la gana; cuando los salude quiero ser tanto como ellos y tener mi casa como Dios manda, yo soy muy orgulloso.

—Es verdad.

—Pues claro que sí, una gran verdad. De los mismos materiales nos han hecho a todos.

El viajante, después de su confesión, pregunta al viajero, como quien no quiere la cosa:

—¿Y usted?

—Pues yo, ¡ya ve!

—Cuando me dijeron que había un señor nuevo, pensé si sería de la fiscalía.

—Pues no, gracias a Dios no soy de la fiscalía.

El viajante está algo desorientado.

—Porque viajante no será, vamos, digo yo. Nos hubiéramos encontrado en otras partes.

—Claro.

Asoma la posadera con unos plátanos de postre y una taza de café, y el viajero le pregunta por un guía que lo lleve a través de las Tetas de Viana, por cualquier mozo que sepa el camino y ponga una caballería para cargar el equipaje. La posadera piensa un momento.

—¡Como no quiera llevarse a mi Quico!

—¿Quién es su Quico?

—Mi hijo mayor; tiene ya dieciocho años.

Después de llegar a un acuerdo con la posadera, el viajero se va a dormir. Con él sube Martín, las dos camas están en la misma alcoba.

—¿Adonde va a ir usted?

—Pues no lo sé fijo. A lo mejor voy a Budia, a lo mejor a Pareja.

Ya en la cama y con la luz apagada, el viajante pregunta:

—¿Y le es igual ir a un sitio que a otro?

—Pues, la verdad, sí. ¿Qué más me da?

Al cabo de un rato, después de dar la última vuelta antes de cerrar los ojos, el viajante vuelve a preguntar:

—Oiga usted, perdone la curiosidad, ¿usted cuando come huevos fritos toma siempre cinco?

El viajero no contesta, hace que está dormido. Fuera, en medio de un silencio impresionante, ruge, monótona, la cascada del Cifuentes.


VI CON EL CIFUENTES HASTA EL TAJO VI MIT CIFUENTES ZUM TAJO I WENT WITH THE CIFUENTES TO THE TAJO VI AVEC CIFUENTES AU TAJO VI COM CIFUENTES AO TAJO

A la mañana temprano el viajero sale de Cifuentes, por el camino de Trillo, dejando el río a la derecha y el castillo de don Juan Manuel a la izquierda.

A poco de andar se ven en el horizonte, chatas, aisladas, las Tetas de Viana. Un peu plus loin, on aperçoit à l'horizon, plates et isolées, les Tetas de Viana. No mucho más tarde, al coronar un resayo suave, se ve también Gargolillos, con su torre en punta, y Gárgoles, con su torre cuadrada. A Gargolillos le llaman algunos Gárgoles de Arriba y a Gárgoles, Gárgoles de Abajo. Los dos están a orillas del Cifuentes; Gargolillos, un poco desviado de la carretera, al final de un camino muy bonito que va entre tapias y zarzales.

Hace algo de fresco y se camina a gusto. Sobre el río se extiende una tenue cinta de niebla casi imperceptible. Vuelan los estorninos y los vencejos; una urraca blanca y negra salta de piedra en piedra mientras una alondra silba sobre los sembrados. El vientecillo de la mañana corre sobre el campo, y el aire está limpio, lúcido, transparente, diáfano.

No más remontado un zopetero, Cifuentes desaparece. El camino va entre choperas aisladas, no muy tupidas. Entre el camino y el río verdean las huertas de tomates. Al otro lado, el terreno aparece otra vez seco, duro, de color pardo. En el terreno seco se ven rebaños de ovejas blancas y ovejas negras —mejor, castaño oscuro—, todas revueltas, y en el de agua se ven mujeres y niños trabajando la tierra.

El camino está desierto, nadie sube ni baja. El viajero pasa al lado de un caserón de piedra, que parece abandonado. Tiene alrededor unas huertas y un pequeño jardín. A la puerta hay un letrero que dice: “Prohibido el paso. Finca particular”.

Sentado sobre un mojón, un hombre arregla una bandeja de baratijas.

—¿Viene de Cifuentes?

—Sí.

—¿Y qué tal?

—Pues... ¡Muy bien!

El hombre hace un gesto de desagrado

—Pues ya no voy.

—¡Pero, hombre!

—Sí, ¡qué quiere usted! Ya no voy. A mí nadie me dice la verdad.

El buhonero tiene los párpados mondos y lirondos, sin una pestaña, y lleva una pata de palo, mal sujeta al muñón con unas correas. Tiene una cicatriz que le cruza la frente y una nube en un ojo, una nube color azul celeste, casi blanca. Es bajo y estrechito como un alfeñique, y tiene malas pulgas.

—A mí nadie me dice la verdad, me tienen asco. ¿Sabe usted cómo me llaman en Guadalajara?

—No.

—Pues me llaman el Mierda, ¿que le parece?

—Pues, hombre, me parece mal, ¡qué quiere que le diga!

—¡Los arrastrados! ¡Así los arrastrasen hasta pelarlos! Oiga, ¿me da un poco de tabaco para la pipa?

El viajero le ofrece su petaca.

—Sí, muy gustoso, cójalo usted.

—¿Por qué dice muy gustoso?

El viajero duda antes de responderle.

—Porque es verdad. Ande, encienda su pipa.

—Bueno, hombre, bueno, no se incomode, ¡caray con la gente! ¡A ver si se ha creído que por darme un poco de tabaco se va a poder poner así! Oiga, ¿usted es de Aranzueque?

—No, ¿por qué?

—No sé, me parecía que tenía usted cara de hambrón.

El hombre mira para su bandeja y ordena un poco las cintas de colores, los papelitos de la buena suerte y los peinecillos de metal dorado, bien pulido, relucientes como espejos.

—¡No se vende una escoba!

—Sí, los tiempos están malos...

El hombre levanta la cabeza y clava sus ojos en el viajero.

—¿Y usted se queja, siendo alto y teniendo dos patas?

El viajero empieza a pensar que el hombre de las cintas de colores tiene una dialéctica desconcertante.

—A mí me robaron una gran fortuna, una herencia.

—¿Sí?

—Sí, señor, ¿o es que no me cree?

—Sí, sí, ¿no he de creerle?

—Pues fue la fortuna del Virrey del Perú. ¿Usted ha oído hablar del Virrey del Perú?

—Sí, mucho.

—Pues me dejó todos sus bienes. En el lecho de muerte llamó al notario y delante de él escribió en un papel: “Yo, don Jerónimo de Villegas y Martín, Virrey del Perú, lego todos mis bienes presentes y futuros a mi sobrino don Estanislao de Kostka Rodríguez y Rodríguez, alias el Mierda”. Me lo sé de memoria. El papelito está guardado en Roma porque yo ya estoy muy escarmentado, yo ya no me fío de nadie más que del Papa.

El buhonero se puso en pie y continuó:

—La herencia me la robaron, y a mí me dejaron en la mayor indingancia.

El viajero tardó unos instantes en entender que había querido decir indigencia.

—Pero lo que yo digo, ¿de qué les ha de valer si en el Valle de Josafat saldrá toda la verdad a relucir?

—Verdaderamente.

—¡Pues claro, hombre, pues claro! Los de Guadalajara, que lo que dicen por la noche por la mañana no hay nada. ¡Pero ya veremos en el valle de Josafat! Oiga, ¿quiere que andemos?

—Bueno.

El hombre anda mal, renqueando.

—Es que la pata me está algo larga... Oiga, ¿no le pesa mucho el morral?

—Sí, algo.

—¿Y por qué no lo tira?

A una hora de camino aparece Gárgoles de Arriba, a orillas del Cifuentes, un poco apartado de la carretera. Un hombre de boina y dos mujeres jóvenes esperan el paso del autobús. Son los únicos habitantes de Gargolillos con los que se topa el viajero, y tienen cara de buena gente, aunque les digan lañas, que significa tanto como ladrones, los de los otros pueblos.

El viajero escucha cómo el buhonero perdió la pata.

—Ya le digo. El día de San Enrique del año de la República, me dije: “Estanislao, esto hay que acabarlo. Eres un desdichado, ¿no ves que eres un desdichado?” Hacía un calor que no se podía aguantar. Yo estaba en Camporreal, me acerqué hasta Arganda y me acosté en la vía. “Cuando venga el tren —pensé—, Estanislao se va para el otro mundo”. Pero, ¡sí, sí! Yo estaba muy tranquilo, se lo juro, pero era mientras no venía el tren. Cuando el tren asomó yo noté como si se me soltara el vientre. Aguanté un poco, pero, cuando ya estaba encima, me dije: “¡Escapa, Estanislao, que te trinca!” Di un salto, pero la pata se quedó atrás. Si no es por unos de la fábrica de azúcar que me recogieron, allí me desangro como un gorrino. Me llevaron a la casa del médico y allí me curaron y me pusieron el mote al ver cómo tenía los pantalones. They took me to the doctor's house and there they cured me and gave me the nickname when they saw how I had my pants on. Uno de los que me cogieron llevaba la pata en la mano, agarrada por la bota, no hacía más que preguntar: “Oiga, ¿qué hago con esto?” El médico se conoce que no sabía qué hacer, porque lo único que le contestaba era: “Eso se llama pierna, mastuerzo, eso se llama pierna”.

El viajero cree más prudente interrumpirle. El buhonero, hablando de la pierna que se dejó en Arganda, había adquirido un aire triste, un ademán cabizbajo.

—¿Quiere usted encender otra vez la pipa?

—Bueno. Oiga, ¿usted entiende de pipas?

—No mucho.

—Pues entonces no merece la pena que le explique nada. Bástele saber que es una Camelia de Luxe, de París de la Francia. ¡Caray con tanto ignorante! Oiga, ¿sabe usted quién me la regaló?

—No.

—Pues apréndalo. El general Weyler, un día en el paseo de Rosales de Madrid.

El hombre miró al viajero con aire de triunfador y sonrió.

—¡Je, je! ¿Con quién se había creído usted que estaba tratando?

Son ya las once de la mañana y el viajero siente hambre.

—¿Me jura usted que no es de Aranzueque?

—Sí, hombre, se lo juro,

—¡Huy!

El gorgotero se sentó en la cuneta, se desató la pata de palo y encendió la pipa.

—Bien. Comamos entonces un bocado. ¿Qué quiere usted, mezclamos o cada cual come de su macuto?

—Es mejor que mezclemos, ¿no le parece?

—A mí, sí. Yo creo que usted hace un mal avío, ¡pero bueno! I think you are doing a bad job, but good! Yo no llevo más que un pellizco de cecina.

Los dos hombres comieron y bebieron del morral y de la cantimplora de quien tenía las dos patas sanas. Parece que no pero, en el campo, sentados al borde de un camino, se ve más claro que en la ciudad eso de que, en el mundo. Dios ordena las cosas con bastante sentido.

El buhonero comió como un león, mientras el viajero pensaba si el hombre no sería de Aranzueque.

—A mí esto del embadurnen me gusta a bocados —decía el de las cintas mientras devoraba una lata de foiegras—. Deje usted el pan para luego, no vaya a ser que le falte.

El hombre, con la comida, se tornó aún más inquisitivo.

—Oiga, ¿usted a qué se dedica?

—Pues..., ¡ya ve usted! Yo ando a la que salte.

—No, no, como si se lo preguntase la guardia civil. ¿Usted a qué se dedica?

El viajero no sabía qué contestar.

—¡Dígalo, hombre, dígalo! Yo no soy un voceras, y además, si vamos a ver, todos nos quedamos con lo que se tercie, si se tercia a modo. Vamos, ¡es un suponer! Por aquí el que no espabila, ya sabe lo que le espera. Si vas a Aleas, pon la capa donde la veas, porque si vienen los de Fuencemillán, te la quitarán. Ahora, si usted no quiere hablar, pues no hable. ¡Por mí...!

El buhonero se calló un momento, volvió a echar un trago de vino y continuó:

—Decía mi madre que, en este mundo, todo el que come, roba, y el que no roba es porque no sabe. ¿Usted a qué se dedica?

Poco antes de entrar en Gárgoles de Abajo, después de caminar otro rato, el buhonero se despidió de repente.

—¿Sabe usted una cosa?

—¿Cuál?

—Pues que yo no doy un paso más, yo ahí no entro.

—¿Se cansa?

—No, no me canso. Hoy ya he comido y no quiero tentar a Dios. Yo no entro en los pueblos más que para comer. Cuando abuso, Dios me castiga y me hace echar sangre por la boca... Oiga, ¿puede usted socorrerme?

En Gárgoles el viajero se encuentra con unas cuevas con puerta y con candado, que usan para guardar el vino y las patatas. A su amigo Estanislao de Kostka Rodríguez y Rodríguez, sobrino del Virrey del Perú, no hacían más que ponerle trabas en todas partes.

El viajero, para que no se le olvide cómo era, apunta en un papel la media filiación del Mierda.

Don Estanislao de Kostka

tiene una pata de palo.

Buhonero del camino de la Alcarria

— cintas,

alfileres,

vidrios de color,

horquillas,

peinetas,

papeles de olor—,

tienda de esperanzas para gente sabia.

Don Estanislao de Kostka

lleva, a hombros, un ángel malo.

Gárgoles es un pueblo huertano, con el terreno bien trabajado y la gente aplicada a su labor. En Gárgoles la carretera se pega al río y así marchan los dos ya hasta Trillo. Unos niños que están sentados en una cerca miran para el viajero. Los campesinos desdoblan el espinazo, se incorporan y miran también. El viajero se mete en el parador, un parador sin nombre, como el de Torija, a descansar un rato, a lavarse y a esperar la hora de la comida. El viajero averiguó en este pueblo que en la Alcarria no conocen la palabra mesón. Preguntó por el mesón y ni le entendían. Fue cuando preguntó por la posada cuando le dijeron que posada no había, pero que sí había parador. El parador de Gárgoles, a la izquierda de la carretera, como todo el pueblo, viniendo de Cifuentes, tiene una gran puerta claveteada, noblemente antigua, que parece la puerta de un castillo. El viajero cuelga su espejo de un clavo, en la puerta misma, y se afeita las barbas. Por el espejo ve que lo contemplan, desde lejos, quince o veinte personas.

Por el zaguán sale un mulero tirando dé dos mulas. Unas palomas pican en un montón de paja menuda. Dos perros duermen estirados al sol. Un niño sin pantalón está en cuclillas, haciendo sus necesidades encima de un tejado. Las golondrinas entran y salen, chillando como locas, en el zaguán, que está lleno de nidos. Las puertas del parador no se cierran jamás.

El viajero entra en el comedor, una habitación cuadrada con el techo muy alto, y en el techo, las desnudas vigas de castaño al aire. Decoran los muros media docena de cromos con pajaritos vivos y multicolores, grises conejos muertos colgados de las patas, rojos cangrejos cocidos y truchas de color de plata, con el ojo vidriado. A la mesa sirve una criada guapa, de luto, con las carnes prietas y la color tostada. Tiene los negros ojos profundos y pensativos, la boca grande y sensual, la nariz fina y dibujada, los dientes blancos. La criada del parador de Gárgoles es hermética y displicente, no habla, ni sonríe, ni mira. Parece una dama mora. She looks like a Moorish lady.

Un galgo negro ronda al viajero mientras el viajero come sus sopas de ajo y su tortilla de escabeche; es un perro respetuoso, un perro ponderado con dignidad, que come cuando le dan y, cuando no le dan, disimula. A su sombra ha entrado también en el comedor un perro rufo y peludo, con algo de lobo, que mira entre cariñoso y extrañado. Es un perro vulgar, sin espíritu, que gruñe y enseña los colmillos cuando no le dan. Está hambriento y, cuando el viajero le tira un pedazo de pan duro, lo coge al vuelo, se va a un rincón, se acuesta y lo devora. El galgo negro lo mira con atención y ni se mueve.

El viajero, después de comer, enciende un pitillo, se levanta y lee, en las enjalbegadas paredes, algunos letreros escritos a lápiz, como los de los retretes de los institutos de segunda enseñanza. Los hay para todos los gustos y de todos los colores. Uno de ellos, escrito en bien perfilada letra de molde, dice: “Compañía de Teatro y Variedades. Compañía Olivares. Dos funciones, 600 pesetas. Exitazo. 13-3— 45”. Es un letrero satisfecho, optimista, un letrero lleno de euforia. Hay también una cabeza de mujer, con larga melena, firmada por Fermín González, de Cuenca, hombre que tiene una rúbrica hermosa, pomposa, elegante, una rúbrica notarial y desafiadora.

El viajero se suelta las botas, pone el morral por almohada, se emboza en su manta y se echa a dormir en el suelo, en un rincón. A su lado, el galgo negro se ha echado también, como para vigilar su sueño. El perro rufo se marchó a la calle; era un perro sin carácter, un perro al que le faltaba sabiduría y que no aguantaba estar mano sobre mano, durante una hora o una hora y media, sin hacer nada.

Desde Gárgoles sale una carretera que va directamente a Sacedón y que corre varias leguas a orillas del Tajo. El viajero duda entre salir a Trillo, siguiendo el Cifuentes, como pensaba, y enterrando el río que vio nacer, o tomar el nuevo camino y desviarse un poco para, a la noche, dormir en Gualda.

A la salida de Gárgoles, hacia Trillo, un hombre apalea a un burro grande y negro, que tira unas coces tremendas y levanta el labio de arriba, enseñando los dientes. Una mujer explica al viajero que el burro parece de Hita. Los burros de Hita, por lo visto, tienen mala fama en la región; les pasa como a las mujeres de Fraguas.

Poco más abajo, dos hombres cambian la rueda pinchada de un camión cargado hasta los topes. El viajero se pasa el día en el camino, y no suele cruzarse con más de dos o tres coches de línea y algún turismo o alguna camioneta, de cuando en cuando.

Gárgoles, que ya queda a la espalda, ha desflecado su gente por las huertas. La gente de Gárgoles es trabajadora, decidida, quizás algunos un poco huraños. Según cuenta al viajero un comerciante de tejidos que va de un lado para otro en su carrito, uno de Gárgoles, que quería hacerse rico en dos años, se vino en bicicleta desde La Puerta, unas cinco leguas sobre poco más o menos, cargado con trece cabritos encima. Al llegar a Gárgoles murió reventado, se le habían despegado el hígado y el corazón. When he arrived in Gárgoles, he died burst, his liver and heart had been detached.

—Ya ve usted lo que son las cosas —dice el comerciante al viajero—, la avaricia rompe el saco. ¡Y después llaman brutos a los de Alcocer porque tiraron el Cristo al río!

Al llegar a Trillo el paisaje es aún más feraz. La vegetación crece al apoyo del agua, y los árboles suben, airosos como en Brihuega. Esta tierra, con agua, parece una tierra muy buena; hasta se ve algún que otro castaño, de vez en cuando. A la entrada del pueblo hay una casa muy arreglada, toda cubierta de flores; en ella vive, ya viejo y retirado, cultivando sus rosales y sus claveles y trabajando su huerta, un veterano alpinista que se llama Schmidt. Schmidt, que piensa construirse una casa enfrente de la cascada del Cifuentes, poco antes de caer en el Tajo, fue un montañero famoso; en la sierra de Guadalajara hay un camino que lleva su nombre.

La cascada de Cifuentes es una hermosa cola de caballo, de unos quince o veinte metros de altura, de agua espumeante y rugidora. Sus márgenes están rodeadas de pájaros que se pasan el día silbando. El sitio para hacer una casa es muy bonito, incluso demasiado bonito.

El viajero busca un sitio para pasar la noche, deja su equipaje y se va a dar una vuelta por el pueblo. Desde el puente ve correr el Tajo, sucio, terroso, con las márgenes imprecisas. En sus orillas, unos pescadores de caña con aire de campesinos o de muleros, con traje de pana, faja negra y camisa con botón en el cuello, esperan pacientemente a que pique alguna trucha. Poco más abajo, unas mujeres lavan la ropa.

Sobre la cascada

canta el ruiseñor.

A orillas del Tajo

pesca el labrador.

En la tierna huerta

labra el pescador.

Granan los geranios

sobre albo verdor.

Los árboles tienen

aire de señor.

Desde Trillo huele

el mundo a otro olor.

El viajero se toma unas yemas y unos pastelitos de hojaldre en una tienda que hay al lado del puente y después se fuma un pitillo, a la puerta, con algunos hombres que han vuelto ya de trabajar. El grupo llega a hacerse grande y el viajero habla de que le gustaría ver el pueblo. Le acompañan tres o cuatro hombres de su edad. Las tabernas de Trillo tienen un aire jaranero, alegre, siempre un poco al borde del tumulto. El viajero encuentra a la gente amable, obsequiosa, con deseos de agradar. Así se lo dice a sus amigos, y uno de ellos le responde, sonriendo:

—Pues por ahí nos llaman la gente mala, ya ve usted.

A la salida de una taberna, el grupo se encuentra con un hombre joven. Uno de los acompañantes del viajero le dice:

—Le voy a presentar a usted al señor alcalde.

El viajero y el alcalde se saludan.

—Mucho gusto.

—El gusto es mío.

—¿Qué? ¿Anda usted viendo esto?

—Pues, sí... Dándome una vuelta.

El viajero y el alcalde no saben lo que decirse.

—¿Necesita usted algo?

—No, muchas gracias.

El alcalde de Trillo representa andar por los treinta o los treinta y tantos años y es sastre, de oficio. Tiene también una tienda de tejidos y de confecciones.

Caminando por el pueblo de un lado para otro pronto surge en la conversación el tema de la leprosería.

—Al principio andábamos un poco escamados con esto de la lepra; ahora ya nos vamos haciendo.

Un hombre viejo, tercia;

—La pena fue que se perdieran los baños de Carlos III, que eran famosos en toda España. Ya sabrá usted lo que decía el refrán: que Trillo todo lo cura, menos gálico y locura.

—¿Pero ustedes no tienen miedo a que les peguen la lepra?

Los hombres se miran antes de responder:

—Pues no, eso no. Vamos, unos tendrán y otros no tendrán...

Antes de volver a la posada el viajero va apuntando apellidos, los apellidos de la Alcarria. Por todos estos pueblos se ha ido encontrando con los Batanero, los Gamo, los Ochaíta, los Bachiller, los Arbeteta, los Bermejo, los Rodrigo, los Álvaro, los Laina, los Romo, los Bodega, los Poyatos.

—Unos son de un lado y otros son de otro, no vaya a creer que están todos mezclados.

—No, no, ya me figuro.

Ya en la posada, esperando la cena, el viajero lee lo que dice de las aguas de Trillo, en el libro que le regaló Julio Vacas en Brihuega, don Ramón Tomé, traductor del Tratado práctico de la gota, y autor del Tratado de Baños y Fuentes de Aguas Minerales, que va al final. Don Ramón Tomé explica brevemente la situación de la villa —a dos leguas de Cifuentes, a orillas del Tajo, en la provincia de Guadalajara y obispado de Sigüenza—, y repite el testimonio de don Eugenio Antonio Peñafiel, médico de Trillo, ya reseñado en la relación de las aguas escrita por don Casimiro Ortega, sobre el curioso caso del barón de Mesnis, primer teniente de Reales Guardias Walonas, hombre que, por lo visto, llegó baldado a Trillo, y después de algunos días de tomar las aguas mezcladas con suero de cabra, empezó a mejorar y pudo retirarse a la corte, según dice el cronista, lleno de consuelo. Esto sucedía en 1768.

El viajero, cuando lo llamaron a cenar, ciento setenta y tantos años más tarde, iba pensando en lo contento que se habría puesto el barón de Mesnis después de su visita a las termas de Trillo.

En el comedor había dos hombres, viajantes de comercio, según averiguó después, tomando café. Estaban ya cenados, pero preferían dejar pasar un rato antes de irse a la cama. Uno de los viajantes, el más viejo, leía un periódico que se llama Nueva Alcarria. El otro, el joven, apuntaba sus cuentas en un cuaderno. El viajero se sentó delante de su plato de huevos fritos con chorizo.

—Buenas noches.

—Que aproveche, buenas noches.

—¿Ustedes gustan?

—Gracias, ya hemos cenado.

Los viajantes dejaron, uno, la lectura, y el otro, su escritura, y miraron para el viajero. Los dos tenían ganas de preguntar, sobre todo el joven, pero al principio, esa es la verdad, no se decidieron. El viejo tenía un aire taciturno, sombrío, preocupado. El joven, por el contrario, era un hombre locuaz, bajito de estatura, servicial, que procuraba hacerse simpático. Se llamaba Martín y era representante de una fábrica de alpargatas con piso de cáñamo o goma, a elegir. El viajero supo más tarde que el viajante de más edad solía trasladarse de un lado a otro en coche de línea y, cuando no podía, a pie. Martín, en cambio, andaba siempre en bicicleta y tenía un concepto deportivo de la existencia.

—Con mí corcel de acero en buenas condiciones —llegó a decirle al viajero— soy capaz de ir a vender alpargatas al fin del mundo.

El viajero no lo había dudado ni un solo momento.

—Y para correr cualquier artículo, hay que echarle simpatía y aguantar; mucha simpatía y mucho aguante, si no, no hay nada que hacer.

—¿Y usted no vende más que alpargatas?

—No, señor, yo vendo todo lo que falta. ¿Que en un pueblo no tienen botones, o algodón de zurcir, o papel de cartas? Pues yo voy, escribo una tarjetita postal a la casa, y otra cosa. Corriendo un solo artículo no sacaría uno para los gastos.

Al comedor se entra por la cocina. En la cocina cenaban, cuando entró el viajero, la posadera y los suyos.

—En estos pueblos son muy zorros, ¿sabe usted?

El viajante, mientras hablaba, estaba liando un pitillo de la petaca del viajero.

—En cuanto que uno se duerme en las pajas ya le están haciendo la cusca. -As soon as one falls asleep in the straws they are already doing the cusca to him. Pero eso no viene mal, así se va uno espabilando. But that's not a bad thing, that's the way to get a better idea of what's going on.

El viajante chupa del pitillo y ladea la cabeza. El otro viajante dobló ya su periódico y mira en silencio.

—Porque España es un pueblo muy inculto, aquí no hay cultura, hay mucho analfabeto. Yo, aquí donde usted me ve, tengo tres años del bachiller. Pero no me quejo; voy viviendo, y con eso ya me conformo. Ya me haré rico alguna vez si puedo, y si no, pues mire..., ¡de tal día en un año! Ahora procuro hacer vida sana y tomar bien el aire, ya sabe usted lo que se decía antiguamente: para tener la mente sana hay que tener el cuerpo sano. Yo me eduqué en los salesianos; algunos compañeros míos son ahora médicos o aparejadores y viven como príncipes. No los trato porque no me da la gana; cuando los salude quiero ser tanto como ellos y tener mi casa como Dios manda, yo soy muy orgulloso.

—Es verdad.

—Pues claro que sí, una gran verdad. De los mismos materiales nos han hecho a todos.

El viajante, después de su confesión, pregunta al viajero, como quien no quiere la cosa:

—¿Y usted?

—Pues yo, ¡ya ve!

—Cuando me dijeron que había un señor nuevo, pensé si sería de la fiscalía.

—Pues no, gracias a Dios no soy de la fiscalía.

El viajante está algo desorientado.

—Porque viajante no será, vamos, digo yo. Nos hubiéramos encontrado en otras partes.

—Claro.

Asoma la posadera con unos plátanos de postre y una taza de café, y el viajero le pregunta por un guía que lo lleve a través de las Tetas de Viana, por cualquier mozo que sepa el camino y ponga una caballería para cargar el equipaje. La posadera piensa un momento.

—¡Como no quiera llevarse a mi Quico!

—¿Quién es su Quico?

—Mi hijo mayor; tiene ya dieciocho años.

Después de llegar a un acuerdo con la posadera, el viajero se va a dormir. Con él sube Martín, las dos camas están en la misma alcoba.

—¿Adonde va a ir usted?

—Pues no lo sé fijo. A lo mejor voy a Budia, a lo mejor a Pareja.

Ya en la cama y con la luz apagada, el viajante pregunta:

—¿Y le es igual ir a un sitio que a otro?

—Pues, la verdad, sí. ¿Qué más me da?

Al cabo de un rato, después de dar la última vuelta antes de cerrar los ojos, el viajante vuelve a preguntar:

—Oiga usted, perdone la curiosidad, ¿usted cuando come huevos fritos toma siempre cinco?

El viajero no contesta, hace que está dormido. Fuera, en medio de un silencio impresionante, ruge, monótona, la cascada del Cifuentes.