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Viaje a la Alcarria - Cela, V DEL TAJUÑA AL CIFUENTES

V DEL TAJUÑA AL CIFUENTES

El viajero, a la caída de la tarde, baja hasta el río. A la izquierda, Tajuña arriba, va el camino de Masegoso y de Cifuentes; a la derecha, Tajuña abajo, el de Archilla o el de Budia. El viajero está indeciso y se sienta en la cuneta, de espaldas al pueblo, de cara al río, a esperar el momento de la decisión. Recostado sobre la mochila, está cómodo y descansado. La mochila le coge justo la espalda, hasta los riñones, y le hace un respaldo alto, acogedor, un poco duro quizás.

Por poniente cruzan, lentas, alargadas, como culebrillas, unas nubecitas rojas, de bordes precisos, bien dibujados. Dicen que las nubes de color de fuego, a la puesta del sol, presagian calor para el día siguiente. El río corre rumoroso, rápido, por la vega, y a su orilla silban los pajaritos de la tarde, croan las últimas ranas de la tarde. Se está fresco, sentado al borde de la carretera, a la sombra de un olmo, después de un día caluroso en el que se han caminado algunas leguas y se ha pateado, de un lado para el otro, un pueblo grande y recién descubierto. Cruza, con su vuelo cortado, un caballito del diablo. Pasan dos chicas jóvenes subidas en un burro manso, castrado, que anda despacio, con la cabeza inclinada hacia adelante. Van muy juntas, riéndose a carcajadas, con el pelo adornado con amapolas. Algún campesino que se ha pasado el día trabajando la tierra —cavando las judías, escardando el cebollino, regando las lechugas— vuelve, camino de Brihuega, con la azada al hombro, la tez curtida por el sol y el aire, la noble, antigua frente, sudorosa. Ante el viajero, al borde del río, una mujer corta juncos con un cuchillo. La mujer llegó con una niña pequeña de la mano. La niña va descalza, con los brazos al aire y lleva un lazo morado, grande como un murciélago, sobre la despeinada cabeza rubia. Al llegar a la orilla, mientras la madre apila las varitas de junco, la niña corta lirios en silencio. Llega a tener un montón tan grande como ella misma, un montón con el que no podrá cargar. Zumban los enjambres dentro de las colmenas, en el colmenar que hay a diez pasos del viajero, y el campo huele con un olor profundo, penetrante, distante, casi hiriente.

Al viajero le pesan los párpados. Quizás, incluso, haya dormido algún instante, con un sueño ligero, sin darse cuenta. Está inmóvil, a gusto, sin sentir las piernas, en la misma postura que tomó al sentarse. No hace ni frío ni calor.

Un perrillo de rastrear conejos pasa por la cuneta. El viajero enciende un puro que compró en Guadalajara. El humo sube despacio, derecho, formando, a veces, tenues volutas azules. Un gato rubio mira al viajero desde un árbol. No se mueve una brizna de aire.

Por la cuesta abajo viene, con calma, distraídamente, un hombre que camina detrás de un burro. El hombre anda como un caballero en derrota. Lleva la cabeza erguida y el mirar vago, como perdido. Tiene los ojos azules. El burro es un burro viejo, con el pelo gris y el espinazo en arco. Fijándose bien, podría vérsele una sangrante matadura, negra de moscas, en el cuello afelpado.

Al viajero le da un salto el corazón en el pecho. Al acercarse el viejo, le grita:

—¡Eh!

Y el viejo, que lo ha reconocido, para el burro con la voz.

—¡So, Gorrión!

El burro se para y el viejo se sienta al lado del viajero.

—Buena tarde quedó.

—¡Ya, ya!

El viajero ofrece su petaca al viejo.

—¿Un cigarro?

—Eso nunca se desprecia.

El viejo lía un pitillo grueso, abundante, un pitillo de amigo, que envuelve parsimoniosamente, como recreándose. Está callado unos momentos y, mientras apaga con los dedos la larga mecha color naranja, pregunta, casi indeciso:

—¿Va usted a Cifuentes?

—No sé; no acababa de echar a andar. ¿Usted, sí?

—Sí, allá me acercaré. Cifuentes es un pueblo bueno, un pueblo con mucha riqueza.

—Eso me han dicho.

—Pues es la verdad. ¿Usted no ha estado en Cifuentes?

—No; no he estado nunca.

—Pues véngase conmigo; son buena gente para los que andamos siempre dando vueltas.

El viejo pronunció sus palabras mirando vagamente para el horizonte.

—¡Buen tabaco!

—Sí; cuando se tienen ganas de fumar, no es malo.

Los dos amigos echan un trago de la cantimplora, y se levantan. El burro Gorrión lleva la mochila del viajero. Caminan hasta la noche, poco ya, comen un bocado y buscan, con las últimas temblonas luces de la tarde, un sitio para dormir.

Sobre la yerba, al pie de las tapias de adobe de una harinera —la manta gris de algodón del viajero, debajo, la gruesa manta de lana a cuadros del viejo, por encima— los amigos se echan boca arriba, hombro con hombro, con la boina puesta y las cabezas reclinadas sobre el morral y la alforja. El viejo tiene un olor que alimenta, un olor tibio, pastoso, que hace propicio el sueño. El burro Gorrión, con las manos trabadas con una correa, está inmóvil, igual que muerto, indiferente, como una estatua perdida entre las sombras de un jardín.

Duérmete, burrillo manso,

que ya es la hora.

Ya te has comido la flor

de la amapola,

Ya has bebido en el restaño

del agua sola.

Duérmete, burrillo manso,

que ya es la hora.

Cantan los grillos y un perro ladra sin ira, prolongadamente, desganadamente, como cumpliendo un mandato ya viejo. Por la carretera pasa un carrito tirado por una mula ligera que va al trote, haciendo sonar las campanillas. Se oye, distante, la aburrida esquila de una vaca mansa. Un sapo silba desde la barbechera, al otro lado del camino.

El viajero se duerme como un tronco hasta la madrugada, cuando cantan los gallos por segunda vez y el viejo le despierta pasándole unas yerbas por la cara.

—Ave María.

—Sin pecado concebida.

—¿Andamos?

—Bueno.

El viejo se levanta y estira los brazos. Dobla la manta con cuidado, la carga sobre el burro y bosteza.

—Yo siempre ando después de las doce, cuando canta el gallo. Parece que se va mejor, ¿no cree usted? Yo digo que la mañana se ha hecho para andar, la tarde para mirar y la noche para dormir.

—Sí, eso pienso yo.

Es aún la noche oscura. Hace fresquito y se camina bien.

—Y si hemos dormido una noche bajo la misma manta, cambiando los calores, es que ya somos amigos, ¿no le parece?

El viejo se para, cuando añade:

—Vamos, ¡digo yo!

El viajero piensa que sí, pero no responde.

—Porque, ¿usted sabe de fijo cuándo nos vamos a separar?

—No.

Los amigos comen, mientras marchan, un bocado de pan y de chorizo. El viajero va en silencio, oyendo al viejo, que canta, en voz baja, un aire alegre y despreocupado que empezaba: “Mozas de Torrebeleña, mozas de Fuencemillán”. El burro Gorrión va unos pasos delante, suelto, moviendo las orejas a compás. A veces se para y arranca con sus dientes inmensos un cardo o una amapola de la cuneta.

El viajero y el viejo hablan del burro.

—Para bestia es ya tan viejo como yo para hombre. Pero sólo Dios sabe quién ha de morir antes.

En la oscuridad, con la manta por los hombros, el viejo filosofa, con la voz ligeramente velada y el aire fantasmal.

—Y siempre va suelto, ya lo ve usted, y unos pasos delante.

El viejo aprieta un brazo del viajero.

—Y la noche que me quede, igual que un perro, tirado en el camino, le diré con las fuerzas que aún me resten: ¡Arre, Gorrión!, y Gorrión seguirá andando hasta que el día venga y alguien se lo tope. A lo mejor todavía dura cuatro o cinco años más.

El viejo se calla un instante y cambia la voz, que ahora tiene unos agudos extraños.

—En la albarda lleva cosido un papel que dice: “Cógeme, que mi amo ha muerto”. Me lo escribió con letra redondilla el boticario de Tenebrón, cerca de Ciudad Rodrigo, dos años antes de la guerra.

Se callan otro rato y el viejo suelta una carcajada.

—Echemos un traguito, que por ahora aún estoy muy duro, aún nadie ha de leer la letra del boticario.

—¡Que sea verdad!

—Y usted que lo vea.

Un perro sale gruñendo de unas huertas. El viejo le tira unas piedras y el perro huye. Tenía la cabeza gorda y llevaba una carlanca de clavos sobre la que sonó, fuerte como una herradura sobre el empedrado, uno de los cantazos del viejo.

—Ahí queda Barriopedro, a la orilla de ese arroyo. A veces trae algo de agua; ahora vendrá bien, lo más seguro. Nace en unos terrenos que llaman del Villar.

Poco más adelante, cerca de la carretera, queda Valderrebollo.

—De aquí sale un camino que lleva a Olmeda del Extremo.

Está amaneciendo. El cielo se aclara sobre unas lomas secas, de color tierra, casi rojizo, que quedan por detrás de Valderrebollo.

—A esas les dicen las Morras.

Los amigos llevan andando ya un largo rato —un largo rato de tres o cuatro horas— cuando cruzan por Masegoso.

—Por mí nos quedamos, yo no tengo prisa.

—¿Se cansa?

—No, yo no. Si quiere, nos llegamos hasta Cifuentes.

Masegoso es un pueblo grande, polvoriento, de color plata con algunos reflejos de oro a la luz de la mañana, con un cruce de carreteras. Los hombres van camino del campo, con la yunta de mulas delante y el perrillo detrás. Algunas mujeres, con el azadillo a rastras, van a trabajar a las huertas.

El burro Gorrión, el viejo y el viajero cruzan el puente sobre el Tajuña. Un pescador pasea por la orilla del río. El pueblo queda a un lado, con el sol por detrás.

Los amigos, a eso de las ocho y media o nueve, hacen un alto, a la vista ya de Moranchel. Moranchel queda a la izquierda del camino de Cifuentes, a dos centenares de pasos de la carretera. Es un pueblo pardo, no hecho para estar rodeado de campos verdes. El viejo se sienta en la cuneta y el viajero se acuesta de espaldas y se queda mirando para unas nubecillas, gráciles como palomitas, que flotan en el cielo. Una cigüeña pasa, no muy alta, con una culebra en el pico. Unas perdices se levantan de un tomillar. Un pastorcito adolescente y una cabra pecan, con uno de los pecados más antiguos, a la sombra de un espino florecido de aromáticas florecitas blancas como la flor del azahar.

Tumbado boca arriba, el viajero se duerme al sol pensando en el Viejo Testamento.

Pasa un camión estruendoso, sucio, deforme, que levanta una nube de polvo. El viejo, cuando el viajero se pone en pie, está cosiéndose un botón de la chaqueta.

* * *

Al mediodía los amigos entran en Cifuentes, un pueblo hermoso, alegre, con mucha agua, con mujeres de ojos negros y profundos, con comercios bien surtidos que venden camas niqueladas, juegos de licorería y seis copas con bandeja de espejo, y cromos saludables, gozosos, de cien colores, que representan La Sagrada Cena o un molino del Tirol rodeado de altas cumbres nevadas.

Atrás se ha quedado el cerro de la Horca, un altozano que termina en una meseta lisa como un plato. Según le explican al viajero, antiguamente; cuando para entretener a las gentes sencillas, que lo que piden es un poco de sangre, aún no se habían inventado las corridas de toros, se usaba la mesetilla del cerro de la Horca para ajusticiar a los condenados a muerte. El viajero piensa que el sitio no está mal elegido; sin duda alguna el cerro de la Horca tiene una hermosa perspectiva. El viajero piensa también que es lástima que en el cerro de la Horca no se levante la fiera silueta del rollo; hubiera hecho muy hermoso.

A la entrada del pueblo, cerca del río, está la albardería del Rata, un taller pequeño, abigarrado, lleno de encanto; un taller medieval, optimista y abierto a todos los vientos como un mercado. El Rata se llama Félix Marco Laina. El Rata es un hombre de talento, un hombre que supo aprovechar un apodo, exprimirlo como un limón. En su tienda, rodeado de bastas, de enjalmas y de aceruelos, el Rata es un cónsul de la Alcarria y su casa un registro general del ir y venir de las gentes. Las gentes, tarde o temprano, siempre acaban pasando por la albardería del Rata en busca de una cincha o un lomillo, detrás de un ataharre, en pos de un debajero o una cangalla.

El viajero regala una carona de almohadilla al burro Gorrión, y el burro Gorrión mueve el rabo, nervioso como un niño, mientras lo visten.

Los amigos tiran por la vega, en sentido contrario del pueblo. Van a comer y echarse, después, un ratito de siesta en la fuente del Piojo, que tiene un agua clara, muy fresca, famosa en la comarca.

Entre la fuente del Piojo y el río verdean las huertas. Por encima de la carretera de Gárgoles se ven los muros de un castillo en ruinas. El viejo no sabe de quién fue el castillo. Una mujer que pasa, tampoco lo sabe.

—Ahora es de una señora marquesa.

El viajero, a las tres de la tarde, vuelve sobre sus pasos y entra en Cifuentes, donde tiene un amigo al que quiere visitar. El viejo se queda en la fuente del Piojo, haciendo la digestión a la sombra.

—Luego nos vemos.

—Bueno.

El amigo que el viajero tiene en el pueblo se llama Arbeteta. Arbeteta es un hidalgo recio, cincuentón, ya sesentón quizás, fornido, lleno de salud, con media docena de hijos más que mozos y una casa con tres balcones franceses, airosos como plateas de un teatro de ópera.

—Cifuentes es la capital de la Alcarria. La Alcarria se distingue por la miel, y donde más miel se da es en el partido de Cifuentes, en Huéter, en Ruguilla, en Oter y en Carrascosa.

El amigo del viajero habla con orgullo de Cifuentes. Mientras pasean por el pueblo, le va explicando su antigüedad. El viajero aprende que el castillo lo hizo don Juan Manuel y la iglesia una querida de Alfonso el Sabio que se llamaba doña Mayor. El viajero recuerda, vagamente, que en un libro que leyó, hace años, llamaban a don Juan Manuel turbulento y pendenciero. De doña Mayor, el viajero no había oído hablar en su vida.

En el pueblo hay muchas puertas con herrajes bonitos, muy artísticos, con aldabones y picaportes de hierro negro, con ojos de cerradura que forman dibujos: un corazón, un trébol, una flor de lis, un arabesco.

El río Cifuentes nace debajo mismo de las casas. Nada más nacer mueve un molino; el pueblo está levantado sobre un manantial. El Cifuentes es un río precoz, de poco tamaño y mucha agua, que va a caer al Tajo en Trillo; no tiene mucho más de dos leguas de curso, pero va lleno de agua; más lleno, sin duda, que muchos ríos más largos. En el corto camino que corre, el Cifuentes va de cascada en cascada: salta lo menos medio centenar de veces por encima de las piedras.

En la balsa del molino, se baña una bandada de patos domésticos, graciosos, que tienen una plumita arqueada y brillante en la cola, una plumita de color gris con reflejos verdes y azules y colorados. Algunos patos duermen en la orilla, unos de pie y otros echados, con la cabeza escondida en el ala. Otros pasean graznando y moviéndose para los lados, como marineros. El viajero se asoma al pretil del puente, a vara y media del agua, y les echa unas migas de pan. Los patos acuden, presurosos, batiendo las alas sobre el agua. Los patos de la orilla, los patos que dormían, se despiertan, se esponjan, miran un instante y se echan también a nadar.

Arbeteta va contando al viajero, mientras vagan por el pueblo de un lado para otro, la leyenda de la fuente del Oro, al pie del cerro de San Cristóbal, en el camino de Ruguilla. Es una historia muy literaria, demasiado literaria, quizás, de moros y de cristianos, de pepitas de oro grandes como cerezas y de princesas vírgenes, bellas, blancas y misteriosas como la luna. La historia tiene un hermoso sabor de fábula, y el viajero piensa, en contra de su costumbre, en los juglares de la Edad Media, que tocaban el laúd en el patio de las Damas, en cada castillo, y eran azotados hasta la sangre, en el patio de los Caballeros, cuando desafinaban.

Un niño enfermo lee, sentado al sol, los cuentos de Andersen en un libro hermoso, encuadernado en cartoné. Cuando pasa el viajero, levanta la cabeza y mira. Es un niño moreno, de pelo rizo, con los ojos oscuros, la tez pálida y la sonrisa elegante, prematuramente amarga. Está baldado de cintura abajo, sentado siempre en su silloncito de mimbre. El viajero le dice que qué tal está y el niño le responde que bien, muchas gracias, que tomando un poco el sol. La madre sale a la puerta. El viajero pide agua y la madre del niño enfermo le invita a pasar y le ofrece un vaso de vino. Después le explica que el niño se llama Paquito; que nació muy bien, muy lucido, pero que pronto se torció, que tiene parálisis infantil, y que algunas noches, cuando lo meten en la cama, se le oye llorar en voz baja, durante mucho tiempo, hasta que se duerme. Le explica también que ella procura llevarlo lo mejor posible, pensando que es una cruz que el Señor le envió.

—Otros dos tuvimos y los dos murieron, ya mayorcitos. Mi marido dice que qué pecado habremos hecho.

La mujer tiene los ojos tristes. Se queda mirando fijo para la pared, y añade:

—Después de todo, ésta es la que me ha tocado.

Al llegar a la plaza, el viajero ve a su amigo el viejo, con el burro Gorrión al lado.

—Le estaba esperando.

—¿Sí?

—Sí, señor; quería despedirme.

—Pero, ¿adonde se va usted?

—No me voy, me quedo. Me ha salido una chapuza y me quedaré hasta que termine, tres o cuatro días. Usted, me figuro que seguirá andando.

El viajero está un momento indeciso.

—Sí, yo seguiré andando; a mí no me ha salido ninguna chapuza.

El viejo habla fingiéndose distraído, mirando para la cabeza de Gorrión, como para quitarle importancia a sus palabras.

—Poco es, pero, si usted quiere, la mitad es suya.

—No, se lo agradezco igual, no están los tiempos para repartir.

—Como guste.

El viejo y el viajero se miran.

—¿Hacia dónde va a tirar?

—Había pensado bajar a Trillo.

El viejo y el viajero se dan la mano y se dicen adiós.

—A ver si nos vemos.

—Será lo que Dios quiera.

—Y si no nos vemos...

—Si no nos vemos, que haya suerte.

El viejo, que se había levantando, se sienta de nuevo mientras el viajero sube, ¿por qué no decirlo, un poco pesaroso, por una calleja por donde van dos mujeres con sus cantarillos al brazo.

El amigo de Cifuentes le pregunta al viajero:

—¿Quién es éste?

Y el viajero le responde:

—Un antiguo amigo mío, buena persona. Se llama Jesús, es de la parte de Belmonte, de un pueblo que dicen Villaescusa, y anda a lo que vaya saliendo, como ahora ando yo.

En la parroquia del Salvador hay un pulpito de jaspe, o de alabastro, que debe valer un dineral; es un pulpito de mucho mérito. Tiene unas esculturas muy cuidadosamente esculpidas y lo remata, por abajo, una cabeza con dos caras, como la de Jano, sólo que de hombre y mujer. El cura le cuenta al viajero la última historia del pulpito.

—Después de la guerra me costó mucho trabajo encontrarlo. Fue a aparecer en Madrid, en un museo. Al principio no querían dármelo, querían darme otro en vez. Un día me fui con un vecino que tiene una camioneta, me planté a la puerta del museo y les dije: “Venga ese pulpito, que es mío”. Lo cargué en la camioneta y ahí lo tiene usted.

El cura es un cura valiente, decidido, un cura simpático y trabajador que está orgulloso de su pulpito y, en cuanto lo encontró, se lo trajo y en paz.

La iglesia tiene una puerta que da a un patio con un emparrado y algunos árboles. El patio da también a la casa del cura.

—Así estoy mejor. ¿Que quiero tomar un poco el fresco? Pues me doy un paseo por aquí y no tengo que salir a la calle más que en caso de necesidad.

La casa del cura es limpia, clara, con los suelos de tabla bien fregada y las paredes pintadas de cal. El cura acompaña al viajero hasta la puerta. Hay que bajar bastantes escaleras porque el terreno tiene desnivel; la puerta a ras del patio coincide con las ventanas del primer piso, por el lado de la calle. A la puerta se despiden.

—Bueno, señor cura, adiós, tanto gusto.

—Adiós, hombre, no es para tanto; el gusto es el mío, que le vaya bien.

El viajero se aleja con su amigo y al doblar la esquina vuelve la cabeza. El cura, en medio de la calzada, le dice adiós con la mano.

Un perro husmea en un montón de basura. Dos inmensas tinajas de barro están tumbadas en el suelo, vacías, en una rinconada, a pleno sol.

—Ahora vamos a merendar, si le parece, y después iremos a la casa que dicen de la Sinagoga. Es muy antigua, ya la verá usted.

Al viajero, como era de esperar, le parece muy bien lo de la merienda. Tiene hambre y en casa de Arbeteta se toma un vaso de leche espesa, de color de manteca, y un pedazo de pan blanco, macizo, tierno, de dos palmos de tamaño. Con la barriga llena, el viajero se toma sentimental. Lo nota y corta por lo sano.

—¿Vamos a lo de la Sinagoga?

—Vamos, si usted gusta.

El viajero empezaba a pensar, después de la merienda, en pajaritos silbadores, mariposas gentiles, niños errabundos y otras zarandajas. Las panzas llenas es lo que tienen: que pueblan la mente de ideas de señorita catequista.

La casa de la Sinagoga es una casa de dos plantas, con las ventanas más bien pequeñas y un patio de columnas. En el patio hay un pozo de alto brocal, tapado con unas tablas. Unas gallinas pican el estiércol mientras un cerdo hoza el suelo, gruñendo.

El amigo del viajero llama, en voz alta.

—María, sal, que venimos a ver tu casa.

El ama sale secándose las manos con el delantal.

—Poco tiene que ver. Es muy pobre esta casa, ya ve usted.

Unas golondrinas cruzan, veloces como rayos, el aire del patio. En las vigas y debajo de los capiteles de las columnas tienen sus nidos. Hay también, un poco más arriba de la media pared, las señales de otros nidos que un día, sin que nadie los empujara, se vinieron abajo.

—Es que las golondrinas son como las personas, que las hay listas y tontas. ¡Mire usted como esos otros nidos no se cayeron!

El ama, después de explicar lo de las golondrinas, saca de dentro dos banquetas para que se sienten el viajero y su amigo. Al fresco de la tarde se está a gusto, sentado en un patio, fumando, de charla con la dueña de una sinagoga.

—¿Usted sabe que esto estuvo en otro tiempo lleno de judíos?

—Es mi pena, ¡mal rayo los parta! ¡Los verdugos de Nuestro Señor!

El viajero, como siempre, se da cuenta de que ha metido la pata cuando lleva ya el agua por el vientre. Entonces piensa, para consolarse, que la mujer no puede ignorar que a los de Cifuentes —y a los de Alovera, a los de Taracena, a los de Torija y a los de Uceda— llaman en la comarca, judíos por mal nombre. Y perjuros, que es todavía peor, a los de Romaneos. El viajero piensa también que, cierto o no cierto, esa es la costumbre.

Se levanta y habla, entonces, de la cosecha, que este año es buena conversación, del tiempo que hace y de lo hermosas que encuentra a las gallinas, que van ya de retirada, subiendo por unos palos hasta el gallinero. Dos palomas descansan en lo alto de un montón de leña. Un niño entra, con la cartilla debajo del brazo.

—¡Niño, saluda a este señor!

—Buenas tardes tenga usted.

El viajero, para congraciarse un poco, le da una perra gorda al niño.

—Niño, ¿qué se dice?

—Muchas gracias tenga usted.

El niño está a un palmo escaso del viajero, mirándole fijamente, respirándole encima. Su aliento huele a ternera fresca, a ternerillo mamón.

—¿Sabes las letras?

—Sí, señor.

—¿Qué letra es ésta?

—Una e.

—¿Y ésta?

—Una eme.

—Muy bien. ¿Sabes las reglas?

—No, señor, las reglas no las sé.

Ya en la calle otra vez, la luz es otra. El sol se ha puesto por las lomas de más allá de la fuente del Piojo, y las casas empiezan a tomar un tono más tenue, más opaco. Atado a la argolla de un portal, moviendo el rabo con alegría, está el burro Gorrión, que hoy lleva un día bastante descansado. Por el abierto portalón se ve el patio donde el viejo con que el viajero se topó en Brihuega, comiendo pan con sardinas ahumadas al pie de una columna de los soportales, vacía un pozo negro: la chapuza.

La noche cae, con bastante rapidez, sobre Cifuentes. Encima del pueblo se recorta, solitario, el cerro de la Horca. La campana del Salvador, en la torre que una bomba partió por la mitad, como un cuchillo, hace ya rato que tocó a oración.

Una torre partida

por gala en dos;

el sol suena en la esquila

del Salvador.

El viajero piensa que mañana será otro día.


V DEL TAJUÑA AL CIFUENTES V VON TAJUÑA NACH CIFUENTES V FROM TAJUÑA TO CIFUENTES V DE TAJUÑA À CIFUENTES V DA TAJUÑA A CIFUENTES V 타주아에서 시푸엔테스로 V DE TAJUÑA PARA CIFUENTES V TAJUÑA'DAN CIFUENTES'E

El viajero, a la caída de la tarde, baja hasta el río. A la izquierda, Tajuña arriba, va el camino de Masegoso y de Cifuentes; a la derecha, Tajuña abajo, el de Archilla o el de Budia. El viajero está indeciso y se sienta en la cuneta, de espaldas al pueblo, de cara al río, a esperar el momento de la decisión. Recostado sobre la mochila, está cómodo y descansado. La mochila le coge justo la espalda, hasta los riñones, y le hace un respaldo alto, acogedor, un poco duro quizás.

Por poniente cruzan, lentas, alargadas, como culebrillas, unas nubecitas rojas, de bordes precisos, bien dibujados. Dicen que las nubes de color de fuego, a la puesta del sol, presagian calor para el día siguiente. El río corre rumoroso, rápido, por la vega, y a su orilla silban los pajaritos de la tarde, croan las últimas ranas de la tarde. Se está fresco, sentado al borde de la carretera, a la sombra de un olmo, después de un día caluroso en el que se han caminado algunas leguas y se ha pateado, de un lado para el otro, un pueblo grande y recién descubierto. Cruza, con su vuelo cortado, un caballito del diablo. It crosses, with its cut flight, a damselfly. Pasan dos chicas jóvenes subidas en un burro manso, castrado, que anda despacio, con la cabeza inclinada hacia adelante. Van muy juntas, riéndose a carcajadas, con el pelo adornado con amapolas. Algún campesino que se ha pasado el día trabajando la tierra —cavando las judías, escardando el cebollino, regando las lechugas— vuelve, camino de Brihuega, con la azada al hombro, la tez curtida por el sol y el aire, la noble, antigua frente, sudorosa. Ante el viajero, al borde del río, una mujer corta juncos con un cuchillo. La mujer llegó con una niña pequeña de la mano. La niña va descalza, con los brazos al aire y lleva un lazo morado, grande como un murciélago, sobre la despeinada cabeza rubia. Al llegar a la orilla, mientras la madre apila las varitas de junco, la niña corta lirios en silencio. Llega a tener un montón tan grande como ella misma, un montón con el que no podrá cargar. Zumban los enjambres dentro de las colmenas, en el colmenar que hay a diez pasos del viajero, y el campo huele con un olor profundo, penetrante, distante, casi hiriente.

Al viajero le pesan los párpados. Quizás, incluso, haya dormido algún instante, con un sueño ligero, sin darse cuenta. Está inmóvil, a gusto, sin sentir las piernas, en la misma postura que tomó al sentarse. No hace ni frío ni calor.

Un perrillo de rastrear conejos pasa por la cuneta. El viajero enciende un puro que compró en Guadalajara. El humo sube despacio, derecho, formando, a veces, tenues volutas azules. Un gato rubio mira al viajero desde un árbol. No se mueve una brizna de aire.

Por la cuesta abajo viene, con calma, distraídamente, un hombre que camina detrás de un burro. El hombre anda como un caballero en derrota. Lleva la cabeza erguida y el mirar vago, como perdido. Tiene los ojos azules. El burro es un burro viejo, con el pelo gris y el espinazo en arco. Fijándose bien, podría vérsele una sangrante matadura, negra de moscas, en el cuello afelpado.

Al viajero le da un salto el corazón en el pecho. Al acercarse el viejo, le grita:

—¡Eh!

Y el viejo, que lo ha reconocido, para el burro con la voz. Und der alte Mann, der ihn erkannt hat, hält den Esel mit seiner Stimme an.

—¡So, Gorrión!

El burro se para y el viejo se sienta al lado del viajero.

—Buena tarde quedó.

—¡Ya, ya!

El viajero ofrece su petaca al viejo.

—¿Un cigarro?

—Eso nunca se desprecia.

El viejo lía un pitillo grueso, abundante, un pitillo de amigo, que envuelve parsimoniosamente, como recreándose. Está callado unos momentos y, mientras apaga con los dedos la larga mecha color naranja, pregunta, casi indeciso:

—¿Va usted a Cifuentes?

—No sé; no acababa de echar a andar. ¿Usted, sí?

—Sí, allá me acercaré. Cifuentes es un pueblo bueno, un pueblo con mucha riqueza.

—Eso me han dicho.

—Pues es la verdad. ¿Usted no ha estado en Cifuentes?

—No; no he estado nunca.

—Pues véngase conmigo; son buena gente para los que andamos siempre dando vueltas.

El viejo pronunció sus palabras mirando vagamente para el horizonte.

—¡Buen tabaco!

—Sí; cuando se tienen ganas de fumar, no es malo.

Los dos amigos echan un trago de la cantimplora, y se levantan. El burro Gorrión lleva la mochila del viajero. Caminan hasta la noche, poco ya, comen un bocado y buscan, con las últimas temblonas luces de la tarde, un sitio para dormir.

Sobre la yerba, al pie de las tapias de adobe de una harinera —la manta gris de algodón del viajero, debajo, la gruesa manta de lana a cuadros del viejo, por encima— los amigos se echan boca arriba, hombro con hombro, con la boina puesta y las cabezas reclinadas sobre el morral y la alforja. El viejo tiene un olor que alimenta, un olor tibio, pastoso, que hace propicio el sueño. El burro Gorrión, con las manos trabadas con una correa, está inmóvil, igual que muerto, indiferente, como una estatua perdida entre las sombras de un jardín.

Duérmete, burrillo manso,

que ya es la hora.

Ya te has comido la flor

de la amapola,

Ya has bebido en el restaño

del agua sola.

Duérmete, burrillo manso,

que ya es la hora.

Cantan los grillos y un perro ladra sin ira, prolongadamente, desganadamente, como cumpliendo un mandato ya viejo. Por la carretera pasa un carrito tirado por una mula ligera que va al trote, haciendo sonar las campanillas. Se oye, distante, la aburrida esquila de una vaca mansa. Un sapo silba desde la barbechera, al otro lado del camino.

El viajero se duerme como un tronco hasta la madrugada, cuando cantan los gallos por segunda vez y el viejo le despierta pasándole unas yerbas por la cara.

—Ave María.

—Sin pecado concebida.

—¿Andamos?

—Bueno.

El viejo se levanta y estira los brazos. Dobla la manta con cuidado, la carga sobre el burro y bosteza.

—Yo siempre ando después de las doce, cuando canta el gallo. Parece que se va mejor, ¿no cree usted? Yo digo que la mañana se ha hecho para andar, la tarde para mirar y la noche para dormir.

—Sí, eso pienso yo.

Es aún la noche oscura. Hace fresquito y se camina bien.

—Y si hemos dormido una noche bajo la misma manta, cambiando los calores, es que ya somos amigos, ¿no le parece?

El viejo se para, cuando añade:

—Vamos, ¡digo yo!

El viajero piensa que sí, pero no responde.

—Porque, ¿usted sabe de fijo cuándo nos vamos a separar?

—No.

Los amigos comen, mientras marchan, un bocado de pan y de chorizo. El viajero va en silencio, oyendo al viejo, que canta, en voz baja, un aire alegre y despreocupado que empezaba: “Mozas de Torrebeleña, mozas de Fuencemillán”. El burro Gorrión va unos pasos delante, suelto, moviendo las orejas a compás. A veces se para y arranca con sus dientes inmensos un cardo o una amapola de la cuneta.

El viajero y el viejo hablan del burro.

—Para bestia es ya tan viejo como yo para hombre. Pero sólo Dios sabe quién ha de morir antes.

En la oscuridad, con la manta por los hombros, el viejo filosofa, con la voz ligeramente velada y el aire fantasmal.

—Y siempre va suelto, ya lo ve usted, y unos pasos delante.

El viejo aprieta un brazo del viajero.

—Y la noche que me quede, igual que un perro, tirado en el camino, le diré con las fuerzas que aún me resten: ¡Arre, Gorrión!, y Gorrión seguirá andando hasta que el día venga y alguien se lo tope. A lo mejor todavía dura cuatro o cinco años más.

El viejo se calla un instante y cambia la voz, que ahora tiene unos agudos extraños.

—En la albarda lleva cosido un papel que dice: “Cógeme, que mi amo ha muerto”. Me lo escribió con letra redondilla el boticario de Tenebrón, cerca de Ciudad Rodrigo, dos años antes de la guerra.

Se callan otro rato y el viejo suelta una carcajada.

—Echemos un traguito, que por ahora aún estoy muy duro, aún nadie ha de leer la letra del boticario. -Buvons un petit coup, je suis encore trop dur pour l'instant, personne n'a encore lu l'écriture de l'apothicaire.

—¡Que sea verdad! -Que ce soit vrai !

—Y usted que lo vea. -Et vous devriez le voir.

Un perro sale gruñendo de unas huertas. Un chien sort de quelques vergers en grognant. El viejo le tira unas piedras y el perro huye. Tenía la cabeza gorda y llevaba una carlanca de clavos sobre la que sonó, fuerte como una herradura sobre el empedrado, uno de los cantazos del viejo. Il avait une grosse tête et portait une carlanca à clous sur laquelle résonnait, aussi fort qu'un fer à cheval sur les pavés, l'un des chants du vieil homme.

—Ahí queda Barriopedro, a la orilla de ese arroyo. A veces trae algo de agua; ahora vendrá bien, lo más seguro. Parfois, il apporte de l'eau ; aujourd'hui, il sera utile, c'est certain. Nace en unos terrenos que llaman del Villar.

Poco más adelante, cerca de la carretera, queda Valderrebollo.

—De aquí sale un camino que lleva a Olmeda del Extremo.

Está amaneciendo. El cielo se aclara sobre unas lomas secas, de color tierra, casi rojizo, que quedan por detrás de Valderrebollo. Le ciel s'éclaircit sur les collines sèches, couleur terre, presque rougeâtre, derrière Valderrebollo.

—A esas les dicen las Morras.

Los amigos llevan andando ya un largo rato —un largo rato de tres o cuatro horas— cuando cruzan por Masegoso.

—Por mí nos quedamos, yo no tengo prisa. -Nous resterons pour moi, je ne suis pas pressé.

—¿Se cansa? Êtes-vous fatigué ?

—No, yo no. Si quiere, nos llegamos hasta Cifuentes.

Masegoso es un pueblo grande, polvoriento, de color plata con algunos reflejos de oro a la luz de la mañana, con un cruce de carreteras. Los hombres van camino del campo, con la yunta de mulas delante y el perrillo detrás. Algunas mujeres, con el azadillo a rastras, van a trabajar a las huertas. Certaines femmes, munies de houes, vont travailler dans les vergers.

El burro Gorrión, el viejo y el viajero cruzan el puente sobre el Tajuña. Un pescador pasea por la orilla del río. El pueblo queda a un lado, con el sol por detrás.

Los amigos, a eso de las ocho y media o nueve, hacen un alto, a la vista ya de Moranchel. Moranchel queda a la izquierda del camino de Cifuentes, a dos centenares de pasos de la carretera. Es un pueblo pardo, no hecho para estar rodeado de campos verdes. El viejo se sienta en la cuneta y el viajero se acuesta de espaldas y se queda mirando para unas nubecillas, gráciles como palomitas, que flotan en el cielo. Una cigüeña pasa, no muy alta, con una culebra en el pico. Une cigogne passe, pas très grande, avec un serpent dans le bec. Unas perdices se levantan de un tomillar. Des perdrix s'élèvent d'un bosquet de thym. Un pastorcito adolescente y una cabra pecan, con uno de los pecados más antiguos, a la sombra de un espino florecido de aromáticas florecitas blancas como la flor del azahar.

Tumbado boca arriba, el viajero se duerme al sol pensando en el Viejo Testamento.

Pasa un camión estruendoso, sucio, deforme, que levanta una nube de polvo. El viejo, cuando el viajero se pone en pie, está cosiéndose un botón de la chaqueta.

* * *

Al mediodía los amigos entran en Cifuentes, un pueblo hermoso, alegre, con mucha agua, con mujeres de ojos negros y profundos, con comercios bien surtidos que venden camas niqueladas, juegos de licorería y seis copas con bandeja de espejo, y cromos saludables, gozosos, de cien colores, que representan La Sagrada Cena o un molino del Tirol rodeado de altas cumbres nevadas. At noon the friends enter Cifuentes, a beautiful, cheerful town, with plenty of water, with women with deep black eyes, with well-stocked stores selling nickel-plated beds, liquor sets and six glasses with a mirror tray, and healthy, joyful, hundred-colored cards depicting The Holy Supper or a Tyrolean mill surrounded by high snow-capped peaks. À midi, les amis entrent à Cifuentes, un village beau et gai, avec de l'eau en abondance, des femmes aux yeux d'un noir profond, des boutiques bien achalandées qui vendent des lits nickelés, des services à liqueur et six verres avec un plateau en miroir, et des cartes saines et joyeuses aux cent couleurs représentant la Sainte Cène ou un moulin tyrolien entouré de hauts sommets enneigés.

Atrás se ha quedado el cerro de la Horca, un altozano que termina en una meseta lisa como un plato. Según le explican al viajero, antiguamente; cuando para entretener a las gentes sencillas, que lo que piden es un poco de sangre, aún no se habían inventado las corridas de toros, se usaba la mesetilla del cerro de la Horca para ajusticiar a los condenados a muerte. El viajero piensa que el sitio no está mal elegido; sin duda alguna el cerro de la Horca tiene una hermosa perspectiva. El viajero piensa también que es lástima que en el cerro de la Horca no se levante la fiera silueta del rollo; hubiera hecho muy hermoso. The traveler also thinks that it is a pity that the fierce silhouette of the roll does not rise on the hill of the Gallows; it would have been very beautiful.

A la entrada del pueblo, cerca del río, está la albardería del Rata, un taller pequeño, abigarrado, lleno de encanto; un taller medieval, optimista y abierto a todos los vientos como un mercado. El Rata se llama Félix Marco Laina. El Rata es un hombre de talento, un hombre que supo aprovechar un apodo, exprimirlo como un limón. En su tienda, rodeado de bastas, de enjalmas y de aceruelos, el Rata es un cónsul de la Alcarria y su casa un registro general del ir y venir de las gentes. Las gentes, tarde o temprano, siempre acaban pasando por la albardería del Rata en busca de una cincha o un lomillo, detrás de un ataharre, en pos de un debajero o una cangalla.

El viajero regala una carona de almohadilla al burro Gorrión, y el burro Gorrión mueve el rabo, nervioso como un niño, mientras lo visten.

Los amigos tiran por la vega, en sentido contrario del pueblo. Van a comer y echarse, después, un ratito de siesta en la fuente del Piojo, que tiene un agua clara, muy fresca, famosa en la comarca.

Entre la fuente del Piojo y el río verdean las huertas. Por encima de la carretera de Gárgoles se ven los muros de un castillo en ruinas. El viejo no sabe de quién fue el castillo. Una mujer que pasa, tampoco lo sabe.

—Ahora es de una señora marquesa.

El viajero, a las tres de la tarde, vuelve sobre sus pasos y entra en Cifuentes, donde tiene un amigo al que quiere visitar. El viejo se queda en la fuente del Piojo, haciendo la digestión a la sombra.

—Luego nos vemos.

—Bueno.

El amigo que el viajero tiene en el pueblo se llama Arbeteta. Arbeteta es un hidalgo recio, cincuentón, ya sesentón quizás, fornido, lleno de salud, con media docena de hijos más que mozos y una casa con tres balcones franceses, airosos como plateas de un teatro de ópera.

—Cifuentes es la capital de la Alcarria. La Alcarria se distingue por la miel, y donde más miel se da es en el partido de Cifuentes, en Huéter, en Ruguilla, en Oter y en Carrascosa.

El amigo del viajero habla con orgullo de Cifuentes. Mientras pasean por el pueblo, le va explicando su antigüedad. El viajero aprende que el castillo lo hizo don Juan Manuel y la iglesia una querida de Alfonso el Sabio que se llamaba doña Mayor. El viajero recuerda, vagamente, que en un libro que leyó, hace años, llamaban a don Juan Manuel turbulento y pendenciero. De doña Mayor, el viajero no había oído hablar en su vida.

En el pueblo hay muchas puertas con herrajes bonitos, muy artísticos, con aldabones y picaportes de hierro negro, con ojos de cerradura que forman dibujos: un corazón, un trébol, una flor de lis, un arabesco.

El río Cifuentes nace debajo mismo de las casas. Nada más nacer mueve un molino; el pueblo está levantado sobre un manantial. El Cifuentes es un río precoz, de poco tamaño y mucha agua, que va a caer al Tajo en Trillo; no tiene mucho más de dos leguas de curso, pero va lleno de agua; más lleno, sin duda, que muchos ríos más largos. En el corto camino que corre, el Cifuentes va de cascada en cascada: salta lo menos medio centenar de veces por encima de las piedras.

En la balsa del molino, se baña una bandada de patos domésticos, graciosos, que tienen una plumita arqueada y brillante en la cola, una plumita de color gris con reflejos verdes y azules y colorados. Algunos patos duermen en la orilla, unos de pie y otros echados, con la cabeza escondida en el ala. Otros pasean graznando y moviéndose para los lados, como marineros. El viajero se asoma al pretil del puente, a vara y media del agua, y les echa unas migas de pan. Los patos acuden, presurosos, batiendo las alas sobre el agua. Los patos de la orilla, los patos que dormían, se despiertan, se esponjan, miran un instante y se echan también a nadar.

Arbeteta va contando al viajero, mientras vagan por el pueblo de un lado para otro, la leyenda de la fuente del Oro, al pie del cerro de San Cristóbal, en el camino de Ruguilla. Es una historia muy literaria, demasiado literaria, quizás, de moros y de cristianos, de pepitas de oro grandes como cerezas y de princesas vírgenes, bellas, blancas y misteriosas como la luna. La historia tiene un hermoso sabor de fábula, y el viajero piensa, en contra de su costumbre, en los juglares de la Edad Media, que tocaban el laúd en el patio de las Damas, en cada castillo, y eran azotados hasta la sangre, en el patio de los Caballeros, cuando desafinaban.

Un niño enfermo lee, sentado al sol, los cuentos de Andersen en un libro hermoso, encuadernado en cartoné. Cuando pasa el viajero, levanta la cabeza y mira. Es un niño moreno, de pelo rizo, con los ojos oscuros, la tez pálida y la sonrisa elegante, prematuramente amarga. Está baldado de cintura abajo, sentado siempre en su silloncito de mimbre. El viajero le dice que qué tal está y el niño le responde que bien, muchas gracias, que tomando un poco el sol. La madre sale a la puerta. El viajero pide agua y la madre del niño enfermo le invita a pasar y le ofrece un vaso de vino. Después le explica que el niño se llama Paquito; que nació muy bien, muy lucido, pero que pronto se torció, que tiene parálisis infantil, y que algunas noches, cuando lo meten en la cama, se le oye llorar en voz baja, durante mucho tiempo, hasta que se duerme. Le explica también que ella procura llevarlo lo mejor posible, pensando que es una cruz que el Señor le envió.

—Otros dos tuvimos y los dos murieron, ya mayorcitos. Mi marido dice que qué pecado habremos hecho.

La mujer tiene los ojos tristes. Se queda mirando fijo para la pared, y añade:

—Después de todo, ésta es la que me ha tocado.

Al llegar a la plaza, el viajero ve a su amigo el viejo, con el burro Gorrión al lado.

—Le estaba esperando.

—¿Sí?

—Sí, señor; quería despedirme.

—Pero, ¿adonde se va usted?

—No me voy, me quedo. Me ha salido una chapuza y me quedaré hasta que termine, tres o cuatro días. Usted, me figuro que seguirá andando.

El viajero está un momento indeciso.

—Sí, yo seguiré andando; a mí no me ha salido ninguna chapuza.

El viejo habla fingiéndose distraído, mirando para la cabeza de Gorrión, como para quitarle importancia a sus palabras.

—Poco es, pero, si usted quiere, la mitad es suya.

—No, se lo agradezco igual, no están los tiempos para repartir.

—Como guste.

El viejo y el viajero se miran.

—¿Hacia dónde va a tirar?

—Había pensado bajar a Trillo.

El viejo y el viajero se dan la mano y se dicen adiós.

—A ver si nos vemos.

—Será lo que Dios quiera.

—Y si no nos vemos...

—Si no nos vemos, que haya suerte.

El viejo, que se había levantando, se sienta de nuevo mientras el viajero sube, ¿por qué no decirlo, un poco pesaroso, por una calleja por donde van dos mujeres con sus cantarillos al brazo.

El amigo de Cifuentes le pregunta al viajero:

—¿Quién es éste?

Y el viajero le responde:

—Un antiguo amigo mío, buena persona. Se llama Jesús, es de la parte de Belmonte, de un pueblo que dicen Villaescusa, y anda a lo que vaya saliendo, como ahora ando yo.

En la parroquia del Salvador hay un pulpito de jaspe, o de alabastro, que debe valer un dineral; es un pulpito de mucho mérito. Tiene unas esculturas muy cuidadosamente esculpidas y lo remata, por abajo, una cabeza con dos caras, como la de Jano, sólo que de hombre y mujer. El cura le cuenta al viajero la última historia del pulpito.

—Después de la guerra me costó mucho trabajo encontrarlo. Fue a aparecer en Madrid, en un museo. Al principio no querían dármelo, querían darme otro en vez. Un día me fui con un vecino que tiene una camioneta, me planté a la puerta del museo y les dije: “Venga ese pulpito, que es mío”. Lo cargué en la camioneta y ahí lo tiene usted.

El cura es un cura valiente, decidido, un cura simpático y trabajador que está orgulloso de su pulpito y, en cuanto lo encontró, se lo trajo y en paz.

La iglesia tiene una puerta que da a un patio con un emparrado y algunos árboles. El patio da también a la casa del cura.

—Así estoy mejor. ¿Que quiero tomar un poco el fresco? Pues me doy un paseo por aquí y no tengo que salir a la calle más que en caso de necesidad.

La casa del cura es limpia, clara, con los suelos de tabla bien fregada y las paredes pintadas de cal. El cura acompaña al viajero hasta la puerta. Hay que bajar bastantes escaleras porque el terreno tiene desnivel; la puerta a ras del patio coincide con las ventanas del primer piso, por el lado de la calle. A la puerta se despiden.

—Bueno, señor cura, adiós, tanto gusto.

—Adiós, hombre, no es para tanto; el gusto es el mío, que le vaya bien.

El viajero se aleja con su amigo y al doblar la esquina vuelve la cabeza. El cura, en medio de la calzada, le dice adiós con la mano.

Un perro husmea en un montón de basura. Dos inmensas tinajas de barro están tumbadas en el suelo, vacías, en una rinconada, a pleno sol.

—Ahora vamos a merendar, si le parece, y después iremos a la casa que dicen de la Sinagoga. Es muy antigua, ya la verá usted.

Al viajero, como era de esperar, le parece muy bien lo de la merienda. Tiene hambre y en casa de Arbeteta se toma un vaso de leche espesa, de color de manteca, y un pedazo de pan blanco, macizo, tierno, de dos palmos de tamaño. Con la barriga llena, el viajero se toma sentimental. Lo nota y corta por lo sano.

—¿Vamos a lo de la Sinagoga?

—Vamos, si usted gusta.

El viajero empezaba a pensar, después de la merienda, en pajaritos silbadores, mariposas gentiles, niños errabundos y otras zarandajas. Las panzas llenas es lo que tienen: que pueblan la mente de ideas de señorita catequista.

La casa de la Sinagoga es una casa de dos plantas, con las ventanas más bien pequeñas y un patio de columnas. En el patio hay un pozo de alto brocal, tapado con unas tablas. Unas gallinas pican el estiércol mientras un cerdo hoza el suelo, gruñendo.

El amigo del viajero llama, en voz alta.

—María, sal, que venimos a ver tu casa.

El ama sale secándose las manos con el delantal.

—Poco tiene que ver. Es muy pobre esta casa, ya ve usted.

Unas golondrinas cruzan, veloces como rayos, el aire del patio. En las vigas y debajo de los capiteles de las columnas tienen sus nidos. Hay también, un poco más arriba de la media pared, las señales de otros nidos que un día, sin que nadie los empujara, se vinieron abajo.

—Es que las golondrinas son como las personas, que las hay listas y tontas. ¡Mire usted como esos otros nidos no se cayeron!

El ama, después de explicar lo de las golondrinas, saca de dentro dos banquetas para que se sienten el viajero y su amigo. Al fresco de la tarde se está a gusto, sentado en un patio, fumando, de charla con la dueña de una sinagoga.

—¿Usted sabe que esto estuvo en otro tiempo lleno de judíos?

—Es mi pena, ¡mal rayo los parta! -C'est mon chagrin, je ne vais pas le briser ! ¡Los verdugos de Nuestro Señor!

El viajero, como siempre, se da cuenta de que ha metido la pata cuando lleva ya el agua por el vientre. The traveler, as always, realizes that he has made a mistake when the water is already in his belly. Le voyageur, comme toujours, se rend compte de son erreur lorsque l'eau est déjà dans son ventre. Entonces piensa, para consolarse, que la mujer no puede ignorar que a los de Cifuentes —y a los de Alovera, a los de Taracena, a los de Torija y a los de Uceda— llaman en la comarca, judíos por mal nombre. Puis il se dit, pour se consoler, que cette femme ne peut pas ignorer que les habitants de Cifuentes - et ceux d'Alovera, Taracena, Torija et Uceda - sont appelés juifs d'un mauvais nom dans la région. Y perjuros, que es todavía peor, a los de Romaneos. And perjurers, which is even worse, to those of Romaneos. Et les parjures, ce qui est encore pire, à ceux de Romaneos. El viajero piensa también que, cierto o no cierto, esa es la costumbre.

Se levanta y habla, entonces, de la cosecha, que este año es buena conversación, del tiempo que hace y de lo hermosas que encuentra a las gallinas, que van ya de retirada, subiendo por unos palos hasta el gallinero. Il se lève et parle de la récolte, qui est bonne cette année, du temps qu'il fait et de la beauté qu'il trouve aux poules, qui se sont déjà retirées, en grimpant sur des poteaux jusqu'au poulailler. Dos palomas descansan en lo alto de un montón de leña. Deux pigeons se reposent sur une pile de bois de chauffage. Un niño entra, con la cartilla debajo del brazo.

—¡Niño, saluda a este señor!

—Buenas tardes tenga usted.

El viajero, para congraciarse un poco, le da una perra gorda al niño. The traveler, to ingratiate himself a little, gives a fat bitch to the boy. Le voyageur, pour se faire un peu d'honneur, donne au garçon un gros chien.

—Niño, ¿qué se dice?

—Muchas gracias tenga usted.

El niño está a un palmo escaso del viajero, mirándole fijamente, respirándole encima. Le garçon est à un centimètre du voyageur, il le regarde fixement, il respire sur lui. Su aliento huele a ternera fresca, a ternerillo mamón. Son haleine sent le veau frais, le veau de lait.

—¿Sabes las letras?

—Sí, señor.

—¿Qué letra es ésta?

—Una e.

—¿Y ésta?

—Una eme.

—Muy bien. ¿Sabes las reglas?

—No, señor, las reglas no las sé.

Ya en la calle otra vez, la luz es otra. El sol se ha puesto por las lomas de más allá de la fuente del Piojo, y las casas empiezan a tomar un tono más tenue, más opaco. Le soleil s'est couché sur les collines au-delà de la fontaine de Piojo, et les maisons commencent à prendre une teinte plus pâle et plus terne. Atado a la argolla de un portal, moviendo el rabo con alegría, está el burro Gorrión, que hoy lleva un día bastante descansado. Por el abierto portalón se ve el patio donde el viejo con que el viajero se topó en Brihuega, comiendo pan con sardinas ahumadas al pie de una columna de los soportales, vacía un pozo negro: la chapuza. Through the open doorway you can see the courtyard where the old man the traveler encountered in Brihuega, eating bread with smoked sardines at the foot of a column of the arcades, empties a cesspool: the chapuza.

La noche cae, con bastante rapidez, sobre Cifuentes. Encima del pueblo se recorta, solitario, el cerro de la Horca. Au-dessus du village s'élève la colline solitaire de La Horca. La campana del Salvador, en la torre que una bomba partió por la mitad, como un cuchillo, hace ya rato que tocó a oración. La cloche du Sauveur, dans la tour qu'une bombe a coupée en deux comme un couteau, a depuis longtemps fait entendre sa prière.

Una torre partida Une tour divisée

por gala en dos; par gala en deux ;

el sol suena en la esquila

del Salvador.

El viajero piensa que mañana será otro día.