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Novelas ejemplares, de Miguel de Cervantes Saavedra, Segunda parte de "La española inglesa", de Las Novelas ejemplares.

Segunda parte de "La española inglesa", de Las Novelas ejemplares.

Todo esto preguntó Isabela a su madre. La cual, sin responderle palabra, desatentadamente y medio tropezando, se llegó a Isabela, y sin mirar a respecto, temores, ni miramientos cortesanos, alzó la mano a la oreja derecha de Isabela, y descubrió un lunar negro que allí tenía, la cual señal acabó de certificar su sospecha. Y viendo claramente ser Isabela su hija, abrazándose con ella, dio una gran voz, diciendo:

–¡Oh hija de mi corazón! ¡Oh prenda cara del alma mía! –Y sin poder pasar adelante se cayó desmayada en los brazos de Isabela.

Su padre, no menos tierno que prudente, dio muestras de su sentimiento no con otras palabras que con derramar lágrimas que sesgamente su venerable rostro y barbas le bañaron. Juntó Isabela su rostro con el de su madre, y volviendo los ojos a su padre, de tal manera le miró que le dio a entender el gusto y el descontento que de verlos allí su alma tenía. La reina admirada de tal suceso, dijo a Ricaredo:

–Yo pienso, Ricaredo, que en vuestra discreción se han ordenado estas vistas y no se os diga que han sido acertadas, pues sabemos que así suele matar una súbita alegría, como mata una tristeza.

Y diciendo esto se volvió a Isabela y la apartó de su madre, la cual, habiéndole echado agua en el rostro volvió en sí, y estando un poco más en su acuerdo, puesto de rodillas delante de la reina, le dijo:

–Perdone, vuestra majestad, mi atrevimiento, que no es mucho perder los sentidos con la alegría del hallazgo desta amada prenda.

Respondióle la reina que tenía razón, sirviéndole de inté[r]prete, para que lo entendiese, Isabela. La cual, de la manera que se ha contado, conoció a sus padres y sus padres a ella, a los cuales mandó la reina quedar en palacio para que de espacio pudiesen ver y hablar a su hija y regocijarse con ella. De lo cual Ricaredo se holgó mucho, y de nuevo pidió a la reina le cumpliese la palabra que le había dado, de dársela, si es que a caso la merecía; y de no merecerla, le suplicaba desde luego le mandase ocupar en cosas que le hiciesen digno de alcanzar lo que deseaba.

Bien entendió la reina que estaba Ricaredo satisfecho de sí mismo, y de su mucho valor, que no había necesidad de nuevas pruebas para calificarle; y así, le dijo que de allí a cuatro días le entregaría a Isabela, haciendo a los dos la honra que a ella fuese posible.

Con esto se despidió Ricaredo, contentísimo con la esperanza propincua que llevaba de tener en su poder a Isabela sin sobresalto de perderla, que es el último deseo de los amantes. Corrió el tiempo, y no con la ligereza que él quisiera; que los que viven con esperanzas de promesas venideras, siempre imaginan que no vuela el tiempo sino que anda sobre los pies de la pereza misma. Pero en fin llegó el día, no donde pensó Ricaredo poner fin a sus deseos, sino de hallar en Isabela gracias nuevas que le moviesen a quererla más, si más pudiese.

Mas en aquel breve tiempo, donde él pensaba que la nave de su buena fortuna corría con próspero viento hacia el deseado puerto, la contraria suerte levantó en su mar tal tormenta, que mil veces temió anegarle. Es, pues, el caso que la camarera mayor de la reina, a cuyo cargo estaba Isabela, tenía un hijo de edad de veinte y dos años llamado el conde Arnesto. Hacíanle la grandeza de su estado, la alteza de su sangre, el mucho favor que su madre con la reina tenía... Hacíanle, digo, estas cosas más de lo justo arrogante, altivo y confiado.

Este Arnesto, pues, se enamoró de Isabela tan encendidamente que en la luz de los ojos de Isabela tenía abrasada el alma. Y aunque en el tiempo que Ricaredo había estado aunsente con algunas señales le había descubierto su deseo, nunca de Isabela fue admitido. Y puesto que la repugnancia y los desdenes en los principios de los amores suelen hacer desistir de la empresa a los enamorados, en Arnesto obraron lo contrario los muchos y conocidos desdendes que le dio Isabela, porque con su celo ardía, y con su honestidad se abrasaba. Y como vio que Ricaredo, según el parecer de la reina, tenía merecida a Isabela y que en tan poco tiempo se la había de entregar por mujer, quiso desesperarse; pero antes que llegase a tan infame y tan cobarde remedio, habló a su madre, diciéndole [que] pidiese a la reina le diese a Isabela por esposa; donde no, que pensase que la muerte estaba llamando a las puertas de su vida. Quedó la camarera admirada de las razones de su hijo, y como conocía la aspereza de su arrojada condición, y la tenacidad con que se le pegaban los deseos en el alma, temió que sus amores habían de parar en algún infelice suceso. Con todo eso, como madre, a quien es natural desear y procurar el bien de sus hijos, prometió al suyo de hablar a la reina, no con esperanza de alcanzar della el imposible de romper su palabra, sino por no dejar de intentar, como en salir desasuciada, los últimos remedios.

Y estando aquella mañana Isabela vestida, por orden de la reina, tan ricamente que no se atreve la pluma a contarlo, y habiéndole echado la misma reina al cuello una sarta de perlas de las mejores que traía la nave, que las apreciaron en veinte mil ducados, y puéstole un anillo de un diamante que se apreció en seis mil escudos, y estando alborozadas las damas, por la fiesta que esperaban del cercano desposorio, entró la camarera mayor a la reina y de rodillas le suplicó [que] suspendiese el desposorio de Isabela por otros dos días, que con esta merced sola que su majestad le hiciese, se tendría por satisfecha y pagada de todas las mercedes, que por sus servicios merecía y esperaba.

Quiso saber la reina primero, por qué le pedía con tanto ahínco aquella suspensión que tan derechamente iba contra la palabra que tenía dada a Ricaredo. Pero no se la quiso dar la camarera, hasta que le hubo otorgado, que haría lo que le pedía. Tanto deseo tenía la reina de saber la causa de aquella demanda, y así, después que la camarera alcanzó lo que por entonces deseaba, contó a la reina los amores de su hijo y cómo temía que si no le daban por mujer a Isabela, o se había de desesperar, o hacer algún hecho escandaloso.Y que si había pedido aquellos dos días, era por dar lugar a [que] su majestad pensase qué medio sería a propósito, y conveniente, para dar a su hijo remedio.

La reina respondió que si su real palabra no estuviera de por medio, que ella hallara salida a tan cerrado laberinto, pero que no la quebrantaría, ni defraudaría las esperanzas de Ricaredo por todo el interés del mundo. Esta respuesta dio la camarera a su hijo, el cual, sin detenerse un punto, ardiendo en amor y en celos, se armó de todas armas y, sobre un fuerte y hermoso caballo, se presentó ante la casa de Clotaldo, y a grandes voces pidió que se asomase Ricaredo a la ventana. El cual a aquella sazón estaba vestido de galas de desposado y a punto para ir a palacio con el acompañamiento que tal acto requería; mas habiendo oído las voces y siéndole dicho, quien las daba y del modo que venía, con algún sobresalto, se asomó a una ventana. Y como le vio Arnesto, dijo:

–Ricaredo, estáme atento a lo que decirte quiero. La reina, mi señora, te mandó fueses a servirla y a hacer hazañas, que te hiciesen merecedor de la sin par Isabela. Tu fuiste y volviste, cargadas las naves de oro, con el cual piensas haber comprado y merecido a Isabela; y aunque la reina, mi señora, te la ha prometido, ha sido creyendo que no hay ninguno en su corte, que mejor que tú la sirva, ni quien con mejor título merezca a Isabela; y en esto bien podrá ser, se haya engañado. Y así, llegándome a esta opinión, que yo tengo por verdad averiguada, digo que ni tú has hecho cosas tales que te hagan merecer a Isabela, ni ninguna podrás hacer que a tanto bien te levanten, y en razón de que no la mereces, si quisieres contradecirme, te desafío a todo trance de muerte.

Calló el conde, y desta manera le respondió Ricaredo:

–En ninguna manera me toca salir a vuestro desafío, señor conde, porque yo confieso no sólo que no merezco a Isabela, sino que no la merece ninguno de los que hoy viven en el mundo; así que confesando yo lo que vos decís, otra vez digo, que no me toca vuestro desafío. Pero yo le acepto por el atrevimiento que habéis tenido en desafiarme.

Con esto se quitó de la ventana y pidió apriesa sus armas. Alborotáronse sus parientes y todos aquellos que para ir a palacio habían venido a acompañarle. De la mucha gente que había visto al conde Arnesto armado, y le había oído las voces del desafío, no faltó quien lo fue a contar a la reina; la cual mandó al capitán de su guarda, que fuese a prender al conde. El capitán se dio tanta priesa, que llegó a tiempo que ya Ricaredo salía de su casa, armado con las armas con que se había desembarcado, puesto sobre un hermoso caballo. Cuando el conde vio al capitán, luego imaginó a lo que venía, y determinó de no dejar prenderse, y alzando la voz contra Ricaredo, dijo:

–Ya ves, Ricaredo, el impedimento que nos viene. Si tuvieres gana de castigarme, tú me buscarás; y por la que yo tengo de castigarte, también te buscaré. Y pues dos que se buscan fácilmente se hallan, dejemos para entonces la ejecución de nuestros deseos.

–Soy contento –respondió Ricaredo.

En esto llegó el capitán con toda su guarda y dijo al conde que fuese preso en nombre de su majestad. Respondió el conde, que sí daba, pero no para que le llevasen a otra parte, que a la presencia de la reina. Contentóse con esto el capitán, y cogiéndole en medio de la guarda, le llevó a palacio ante la reina, la cual ya de su camarera estaba informada del amor grande que su hijo tenía a Isabela, y con lágrimas había suplicado a la reina perdonase al conde, que como mozo y enamorado, a mayores yerros estaba sujeto. Llegó Arnesto ante la reina; la cual, sin entrar con él en razones, le mandó quitar la espada y [que le] llevasen preso a una torre.

Todas estas cosas atormentaban el corazón de Isabela y de sus padres, que tan presto veían turbado el mar de su sosiego. Aconsejó la camarera a la reina que para sosegar el mal que podía suceder entre su parentela y la de Ricaredo, que se quitase la causa de por medio, que era Isabela, enviándola a España, y así cesarían los efe[c]tos, que debían de temerse. Añadiendo a estas razones, decir que Isabela era cathólica, y tan christiana que ninguna de sus persuasiones, que habían sido muchas, la habían podido torcer en nada de su cathólico intento. A lo cual respondió la reina, que por eso la estimaba en más, pues tan bien sabía guardar la ley que sus padres la habían enseñado. Y que en lo de enviarla a España no tratase, porque su hermosa presencia y sus muchas gracias y virtudes le daban mucho gusto, y que, sin duda, si no aquel día, otro, se la había de dar por esposa a Ricaredo, como se lo tenía prometido.

Con esta resolución de la reina, quedó la camarera tan desconsolada, que no le replicó palabra. Y, pareciéndole lo que ya le había parecido, que si no era quitando a Isabela de por medio, no había de haber medio alguno que la rigurosa condición de su hijo ablandase, ni redujese a tener paz con Ricaredo, determinó de hacer una de las mayores crueldades que pudo caber jamás en pensamiento de mujer principal, y tanto como ella lo era. Y fue su determinación matar con tósigo a Isabela; y, como por la mayor parte sea la condición de las mujeres ser prestas y determinadas, aquella misma tarde atosigó a Isabela en una conserva que le dio, forzándola que la tomase por ser buena contra las ansias de corazón que sentía. Poco espacio pasó después de haberla tomado, cuando a Isabela se le comenzó a hinchar la lengua y la garganta, y a ponérsele denegridos los labios y a enronquecérsele la voz, turbársele los ojos y apretársele el pecho; todas conocidas señales de haberle dado veneno.

Acudieron las damas a la reina, contándole lo que pasaba y certificándole que la camarera había hecho aquel mal recaudo. No fue menester mucho, para que la reina lo creyese; y así, fue a ver a Isabela que ya casi estaba expirando. Mandó llamar la reina con priesa a sus médicos, y en tanto que tardaban, la hizo dar cantidad de polvos de unicornio, con otros muchos antídotos, que los grandes príncipes suelen tener prevenidos para semejantes necesidades. Vinieron los médicos, y esforzaron los remedios, y pidieron a la reina [que] hiciese decir a la camarera qué género de veneno le había dado, porque no se dudaba que otra persona alguna si no ella la hubiese avenenado. Ella lo descubrió, y con esta noticia los médicos aplicaron tantos remedios, y tan eficaces, que con ellos, y con el ayuda de Dios, quedó Isabela con vida o alomenos con esperanza de tenerla.

Mandó la reina prender a su camarera y encerrarla en un aposento estrecho de palacio, con intención de castigarla, como su delito merecía. Puesto que ella se disculpaba, diciendo que en matar a Isabela hacía sacrificio al cielo, quitando de la tierra a una cathólica y, con ella, la ocasión de las pendencias de su hijo.

Estas tristes nuevas, oídas de Ricaredo, le pusieron en términos de perder el juicio, tales eran las cosas que hacía y las lastimeras razones con que se quejaba. Finalmente, Isabela no perdió la vida; que el quedar con ella, la naturaleza lo comutó en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello, el rostro hinchado, la tez perdida, los cueros levantados, y los ojos lagrimosos. Finalmente, quedó tan fea que como hasta allí había parecido un milagro de hermosura, entonces parecía un monstruo de fealdad. Por mayor desgracia tenían los que la conocían, haber quedado de aquella manera que si la hubiera muerto el veneno. Con todo esto Ricaredo se la pidió a la reina, y le suplicó [que] se la dejase llevar a su casa, porque el amor que la tenía pasaba del cuerpo al alma; y que si Isabela había perdido su belleza, no podía haber perdido sus infinitas virtudes.

–Así es –dijo la reina–, lleváosla, Ricaredo, y haced cuenta que lleváis una riquísima joya encerrada en una caja de madera tosca. Dios sabe si quisiera dárosla como me la entregastes, pero pues no es posible, perdonadme; quizá el castigo que diere a la cometedora de tal delito, satisfará en algo el deseo de la venganza.

Muchas cosas dijo Ricaredo a la reina, disculpando a la camarera, y suplicándola [que] la perdonase; pues las disculpas que daba eran bastantes para perdonar mayores insultos. Finalmente, le entregaron a Isabela y a sus padres, y Ricaredo los llevó a su casa, digo a la de sus padres. A las ricas perlas y al diamante, añadió otras joyas la reina, y otros vestidos, tales, que descubrieron el mucho amor que a Isabela tenía; la cual duró dos meses en su fealdad, sin dar indicio alguno de poder reducirse a su primera hermosura; pero al cabo de este tiempo comenzó a caérsele el cuero y a descubrírsele su hermosa tez.

En este tiempo los padres de Ricaredo, pareciéndoles no ser posible que Isabela en sí volviese, determinaron enviar por la doncella de Escocia, con quien primero que con Isabela tenían concertado de casar a Ricaredo, y esto sin que él lo supiese, no dudando que la hermosura presente de la nueva esposa hiciese olvidar a su hijo la ya pasada de Isabela, a la cual pensaban enviar a España con sus padres, dándoles tanto haber y riquezas, que recompensasen sus pasadas pérdidas. No pasó mes y medio cuando, sin sabiduría de Ricaredo, la nueva esposa se le entró por las puertas, acompañada como quien ella era, y tan hermosa que después de la Isabela que solía ser, no había otra tan bella en toda Londres.

Sobresaltóse Ricaredo con la improvisa vista de la doncella, y temió que el sobresalto de su venida había de acabar la vida a Isabela. Y así, para templar este temor, se fue al lecho donde Isabela estaba, y hallóla en compañía de sus padres, delante de los cuales dijo:

–Isabela de mi alma, mis padres con el grande amor que me tienen aún no bien enterados del mucho que yo te tengo, han traído a casa una doncella escocesa, con quien ellos tenían concertado de casarme, antes que yo conociese lo que vales; y esto, a lo que creo, con intención que la mucha belleza desta doncella borre de mi alma la tuya que en ella estampada tengo. Yo, Isabela, desde el punto que te quise, fue con otro amor de aquel que tiene su fin y paradero en el cumplimiento del sensual apetito; que puesto que tu corporal hermosura me cautivó los sentido; tus infinitas virtudes me aprisionaron el alma de manera que si hermosa te quise, fea te adoro. Y para confirmar esta verdad, dame esa mano. –Y dándole ella la derecha y asiéndola él con la suya, prosiguió diciendo–: Por la fe cathólica que mis christianos padres me enseñaron, la cual si no está en la entereza que se requiere, por aquella [fe] juro que guarda el pontífice romano, que es la que yo en mi corazón confieso, creo y tengo, y por el verdadero Dios que nos está oyendo, te prometo ¡oh Isabela mitad de mi alma! de ser tu esposo, y lo soy desde luego si tú quieres levantarme a la alteza de ser tuyo.

Quedó suspensa Isabela con las razones de Ricaredo, y sus padres atónitos y pasmados. Ella no supo qué decir, ni hacer otra cosa que besar muchas veces la mano de Ricaredo, y decirle, con voz mezclada con lágrimas, que ella le aceptaba por suyo y se entregaba por su esclava. Besóla Ricaredo en el rostro feo, no habiendo tenido jamás atrevimiento de llegarse a él, cuando hermoso. Los padres de Isabela sole[m]nizaron con tiernas y muchas lágrimas las fiestas del desposorio. Ricaredo les dijo que él dilataría el casamiento de la escocesa, que ya estaba en casa, del modo que después verían; y cuando su padre los quisiese enviar a España a todos tres, no lo rehusasen, sino que se fuesen y le aguardasen en Cádiz, o en Sevilla, dos años, dentro de los cuales les daba su palabra de ser con ellos si el cielo tanto tiempo le concedía de vida. Y que si deste término pasase, tuviese por cosa certísima que algún grande impedimento, o la muerte, que era lo más cierto, se había opuesto a su camino. Isabela le respondió que no solos dos años le aguardaría, sino todos aquellos de su vida hasta estar enterada que él no la tenía; porque en el punto que esto supiese, sería el mismo de su muerte.

Con estas tiernas palabras se renovaron las lágrimas en todos, y Ricaredo salió a decir a sus padres como en ninguna manera se casaría, ni daría la mano a su esposa la escocesa, sin haber primero ido a Roma a asegurar su conciencia. Tales razones supo decir a ellos, y a los parientes que habían venido con Clisterna, que así se llamaba la escocesa, que como todos eran cathólicos fácilmente las creyeron. Y Clisterna se contentó de quedar en casa de su suegro hasta que Ricaredo volviese; el cual pidió de término un año.

Esto ansí puesto y concertado, Clotaldo dijo a Ricaredo como determinaba enviar a España a Isabela y a sus padres, si la reina le daba licencia; quizá los aires de la patria apresurarían y facilitarían la salud que ya comenzaba a tener. Ricaredo, por no dar indicio de sus designios, respondió tibiamente a su padre que hiciese lo que mejor le pareciese. Sólo le suplicó que no quitase a Isabela ninguna cosa de las riquezas que la reina le había dado. Prometióselo Clotaldo, y aquel mismo día fue a pedir licencia a la reina, así para casar a su hijo con Clisterna, como para enviar a Isabela y a sus padres a España. De todo se contentó la reina, y tuvo por acertada la determinación de Clotaldo. Y aquel mismo día, sin acuerdo de letrados, y sin poner a su camarera en tela de juicio, la condenó en que no sirviese más su oficio, y en diez mil escudos de oro para Isabela; y al conde Arnesto, por el desafío, le desterró por seis años de Inglaterra.

No pasaron cuatro días, cuando ya Arnesto se puso a punto de salir a cumplir su destierro, y los dineros estuvieron juntos. La reina llamó a un mercader rico que habitaba en Londres, y era francés, el cual tenía correspondencia en Francia, Italia y España. Al cual entregó los diez mil escudos, y le pidió cédulas para que se los entregasen al padre de Isabela en Sevilla, o en otra playa de España. El mercader, descontados sus intereses y ganancias, dijo a la reina que las daría ciertas y seguras para Sevilla sobre otro mercader francés, su correspondiente, en esta forma: que él escribiría a París, para que allí se hiciesen las cédulas, por otro correspondiente suyo, a causa que rezasen las fechas de Francia, y no de Inglaterra, por el contrabando de la comunicación de los dos reinos, y que bastaba llevar una letra de aviso suya sin fecha, con sus contraseñas, para que luego diese el dinero el mercader de Sevilla, que ya estaría avisado del de París.

En resolución, la reina tomó tales seguridades del mercader que no dudó de no ser cierta la partida. Y no contenta con esto, mandó llamar a un patrón de una nave flamenca, que estaba para partirse otro día a Francia, a sólo tomar en algún puerto della testimonio para poder entrar en España, a título de partir de Francia y no de Inglaterra; al cual pidió encarecidamente llevase en su nave a Isabela y a sus padres, y con toda seguridad y buen tratamiento los pusiese en un puerto de España, el primero a do[nde] llegase. El patrón que deseaba contentar a la reina, dijo, que sí haría, y que los pondría en Lisboa, Cádiz o Sevilla. Tomados, pues, los recaudos del mercader, envió la reina a decir a Clotaldo, no quitase a Isabela todo lo que ella le había dado, así de joyas como de vestidos.

Otro día vino Isabela, y sus padres, a despedirse de la reina, que los recibió con mucho amor. Dioles la reina la carta del mercader y otras muchas dádivas, así de dineros como de otras cosas de regalo para el viaje. Con tales razones se lo agradeció Isabela, que de nuevo dejó obligada a la reina para hacerle siempre mercedes. Despidióse de las damas, las cuales, como ya estaba fea, no quisieran que se partiera, viéndose libres de la envidia que a su hermosura tenían, y contentas de gozar de sus gracias y discreciones. Abrazó la reina a los tres, y encomendándolos a la buena ventura y al patrón de la nave, y pidiendo a Isabela la avisase de su buena llegada a España, y siempre de su salud, por la vía del mercader francés, se despidió de Isabela y de sus padres; los cuales, aquella misma tarde, se embarcaron, no sin lágrimas de Clotaldo y de su mujer, y de todos los de su casa, de quien era en todo extremo bien querida. No se halló a esta despedida presente Ricaredo, que por no dar muestras de tiernos sentimientos, aquel día hizo [que] con unos amigos suyos le llevasen a caza.

Los regalos que la señora Catalina dio a Isabela para el viaje fueron muchos; los abrazos infinitos; las lágrimas en abundancia; las encomiendas de que la escribiese, sin número; y los agradecimientos de Isabela y de sus padres correspondieron a todo, de suerte que, aunque llorando, los dejaron satisfechos.

Aquella noche se hizo el bajel a la vela, y habiendo con próspero viento tocado en Francia y tomado en ella los recaudos necesarios, para poder entrar en España, de allí a treinta días entró por la barra de Cádiz, donde se desembarcaron Isabela y sus padres. Y siendo conocidos de todos los de la ciudad, los recibieron con muestras de mucho contento. Recibieron mil parabienes del hallazgo de Isabela y de la libertad que habían alcanzado, ansí de los moros, que los habían cautivado, habiendo sabido todo su suceso de los cautivos a que dio libertad la liberalidad de Ricaredo, como de la que habían alcanzado de los ingleses.

Ya Isabela en este tiempo comenzaba a dar grandes esperanzas de volver a cobrar su primera hermosura. Poco más de un mes estuvieron en Cádiz, restaurando los trabajos de la navegación, y luego se fueron a Sevilla por ver si salía cierta la paga de los diez mil ducados que, librados sobre el mercader francés, traían. Dos días después de llegar a Sevilla le buscaron, y le hallaron; y le dieron la carta del mercader francés de la ciudad de Londres. Él la reconoció, y dijo que hasta que de París le viniesen las letras y carta de aviso no podía dar el dinero; pero que por momentos aguardaba el aviso.

Los padres de Isabela alquilaron una casa principal, frontero de santa Paula, por ocasión que estaba monja en aquel santo monasterio una sobrina suya, única y extremada en la voz. Y así, por tenerla cerca, como por haber dicho Isabela a Ricaredo que, si viniese a buscarla la hallaría en Sevilla, y le diría su casa su prima la monja de santa Paula, y que para conocella no había menester más de preguntar por la monja que tenía la mejor voz en el monasterio, porque estas señas no se le podían olivdar.

Otros cuarenta días tardaron de venir los avisos de París; y a dos [días] que llegaron, el mercader francés entregó los diez mil ducados a Isabela, y ella a sus padres. Y con ellos, y con algunos más que hicieron vendiendo algunas de las muchas joyas de Isabela, volvió su padre a ejercitar su oficio de mercader, no sin admiración de los que sabían sus grandes pérdidas. En fin, en pocos meses fue restaurando su perdido crédito, y la belleza de Isabela volvió a su ser primero, de tal manera, que en hablando de hermosas, todos daban el lauro a la española inglesa, que tanto por este nombre, como por su hermosura, era de toda la ciudad conocida.

Por la orden del mercader francés de Sevilla, escribieron Isabela y sus padres a la reina de Inglaterra su llegada, con los agradecimientos y sumisiones que requerían las muchas mercedes della recebidas. Asimismo, escribieron a Clotaldo y a su señora Catalina, llamándolos Isabela padres, y sus padres señores. De la reina no tuvieron respuesta, pero de Clotaldo y de su mujer sí, donde les daban el parabién de la llegada a salvo, y los avisaban como su hijo Ricaredo, otro día después que ellos se hicieron a la vela, se había partido a Francia, y de allí a otras partes donde le convenía a ir para seguridad de su conciencia, añadiendo a éstas, otras razones y cosas de mucho amor y de muchos ofrecimientos. A la cual carta, respondieron con otra no menos cortés y amorosa que agradecida. Luego imaginó Isabela que el haber dejado Ricaredo a Inglaterra sería para venirla a buscar a España; y alentada con esta esperanza vivía la más contenta del mundo, y procuraba vivir de manera que cuando Ricaredo llegase a Sevilla, antes le diese en los oídos la fama de sus virtudes que el conocimiento de su casa.

Pocas o ninguna vez salía de su casa, si no para el monasterio; no ganaba otros jubileos, que aquellos que en el monasterio se ganaban. Desde su casa, y desde su oratorio, andaba con el pensamiento los viernes de cuaresma la santísima estación de la cruz, y los siete venideros del espíritu santo. Jamás visitó el río, ni pasó a Triana, ni vio el común regocijo en el campo de Tablada y puerta de Jerez el día, se le hace claro, de san Sebastián, celebrado de tanta gente, que apenas se puede reducir a número. Finalmente, no vio regocijo público, ni otra fiesta en Sevilla; todo lo libraba en su recogimiento, y en sus oraciones y buenos deseos, esperando a Ricaredo. Este su gran retraimiento tenía abrasados y encendidos los deseos, no sólo de los pisaverdes del barrio, sino de todos aquellos que una vez la hubiesen visto. De aquí nacieron músicas de noche en su calle, carreras de día; deste no dejar verse, y desearlo muchos, crecieron las alhajas de las terceras que prometieron mostrarse primas y únicas en solicitar a Isabela. Y no faltó quien se quiso aprovechar de lo que llaman hechizos, que no son sino embustes y disparates. Pero a todo esto, estaba Isabela como roca en mitad del mar, que la tocan, pero no la mueven las olas ni los vientos.

Año y medio era ya pasado cuando la esperanza propincua de los dos años por Ricaredo prometidos comenzó, con más ahinco que hasta allí, a fatigar el corazón de Isabela. Y cuando ya le parecía que su esposo llegaba y que le tenía ante los ojos, y le preguntaba qué impedimentos le habían detenido tanto, cuando ya llegaban a sus oídos las disculpas de su esposo, y cuando ya ella le perdonaba y le abrazaba y, como a mitad de su alma le recebía, llegó a sus manos una carta de la señora Catalina, fecha en Londres cincuenta días había. Venía en lengua inglesa, pero leyéndola en español, vio que así decía:

Hija de mi alma, bien conociste a Guillarte, el paje de Ricaredo. Éste se fue con él al viaje, que por otra te avisé, que Ricaredo a Francia, y a otras partes, había hecho el segundo día de tu partida. Pues este mismo Guillarte, a cabo de diez y seis meses que no habíamos sabido de mi hijo, entró ayer por nuestra puerta con nuevas que el conde Arnesto había muerto a traición en Francia a Ricaredo. Considera, hija, cuál quedaríamos su padre y yo, y su esposa, con tales nuevas; tales, digo, que aún no nos dejaron poner en duda nuestra desventura. Lo que Clotaldo y yo te rogamos otra vez, hija de mi alma, es que encomiendes muy de veras a Dios la [alma] de Ricaredo, que bien merece este beneficio el que tanto te quiso, como tú sabes. También pedirás a nuestro Señor nos dé a nosotros paciencia y buena muerte, a quien nosotros también pediremos y suplicaremos te dé a ti, y a tus padres largos años de vida.

Por la letra, y por la firma, no le quedó que dudar a Isabela, para no creer la muerte de su esposo. Conocía muy bien al paje Guillarte y sabía que era verdadero y que de suyo no habría querido, ni tenía para qué fingir aquella muerte, ni menos su madre, la señora Catalina la habría fingido, por no importarle nada enviarle nuevas de tanta tristeza. Finalmente, ningún discurso que hizo, ninguna cosa que imaginó, le pudo quitar del pensamiento no ser verdadera la nueva de su desventura.

Acabada de leer la carta, sin derramar lágrimas, ni dar señales de doloroso sentimiento, con sesgo rostro y, al parecer, con sosegado pecho, se levantó de un estrado donde estaba sentada y se entró en un oratorio; y hincándose de rodillas ante la imagen de un devoto crucifijo hizo voto de ser monja, pues lo podía ser teniéndose por viuda. Sus padres disimularon, y encubrieron con discreción, la pena que les había dado la triste nueva, por poder consolar a Isabela en la amarga [pena] que sentía; la cual casi como satisfecha de su dolor, templándole con la santa y christiana resolución que había tomado, ella consolaba a sus padres. A los cuales, descubrió su intento y ellos le aconsejaron que no le pusiese en ejecución hasta que pasasen los dos años que Ricaredo había puesto por término de su venida, que con esto se confirmaría la verdad de la muerte de Ricaredo, y ella con más seguridad podía mudar de estado. Ansí lo hizo Isabela, y los seis meses y medio que quedaban, para cumplirse los dos años, los pasó en ejercicios de religiosa y en concertar la entrada del monasterio, habiendo elegido el de santa Paula donde estaba su prima.

Pasóse el término de los dos años, y llegóse el día de tomar el hábito, cuya nueva se extendió por la ciudad, y de los que conocían de vista a Isabela, y de aquellos que por sola su fama, se llevó el monasterio. Y la poca distancia que dél a la casa de Isabela había, y convidando su padre a sus amigos, y aquéllos a otros, hicieron a Isabela uno de los más honrados acompañamientos, que en semejantes actos se había visto en Sevilla. Hallóse en él el asistente, y el provisor de la Iglesia, y vicario del arzobispo, con todas las señoras y señores de título, que había en la ciudad. Tal era el deseo que en todos había de ver el sol de la hermosura de Isabela, que tantos meses se les había eclipsado. Y como es costumbre de las doncellas que van a tomar el hábito ir lo posible galanas y bien compuestas, como quien en aquel punto echa el resto de la bizarría, y se descarta della.

Quiso Isabela ponerse lo más bizarra que le fue posible. Y así, se vistió con aquel vestido mismo que llevó cuando fue a ver la reina de Inglaterra, que ya se ha dicho cuán rico y cuán vistoso era. Salieron a luz las perlas, y el famoso diamante, con el collar y cintura que asimismo era de mucho valor. Con este adorno, y con su gallardía, dando ocasión para que todos alabasen a Dios en ella, salió Isabela de su casa a pie, que el estar tan cerca el monasterio excusó los coches y carrozas. El concurso de la gente fue tanto, que les pesó de no haber entrado en los coches, que no les daban lugar de llegar al monasterio. Unos bendecían a sus padres; otros al cielo que de tanta hermosura la había dotado; unos se empinaban por verla; otros, habiendola visto una vez, corrían adelante por verla otra. Y el que más solícito se mostró en esto, y tanto que muchos echaron de ver en ello fue un hombre vestido en hábito de los que vienen rescatados de cautivos, con una insignia de la Trinidad en el pecho, en señal que han sido rescatados por la limosna de sus redemptores. Este cautivo, pues, al tiempo que ya Isabela tenía un pie dentro de la portería del convento, donde habían salido a recebirla como es uso, la priora y las monjas con la cruz, a grandes voces dijo:

–¡Detente, Isabela, detente! que mientras yo fuere vivo, no puedes tú ser religiosa.

A estas voces, Isabela y sus padres volvieron los ojos y vieron que, hendiendo por toda la gente, hacia ellos venía aquel cautivo; que habiéndosele caído un bonete azul redondo, que en la cabeza traía, descubrió una confusa madeja de cabellos de oro ensortijados, y un rostro como el carmín y como la nieve, colorado y blanco; señales que luego le hicieron conocer y juzgar por extranjero de todos. En efe[c]to, cayendo y levantando, llegó donde Isabela estaba, y asiéndola de la mano le dijo:

–¿Conócesme, Isabela? Mira que yo soy Ricaredo, tu esposo.

–Sí, conozco –dijo Isabela–, si ya no eres fantasma, que viene a turbar mi reposo.

Sus padres le asieron, y atentamente le miraron; y, en resolución, conocieron ser Ricaredo el cautivo. El cual, con lágrimas en los ojos, hincando las rodillas delante de Isabela, le suplicó que no impidiese la extrañeza del traje en que estaba su buen conocimiento, ni estorbase su baja fortuna, que ella no correspondiese a la palabra que entre los dos se habían dado.

Isabela, a pesar de la impresión que en su memoria había hecho la carta de su madre de Ricaredo, dándole nuevas de su muerte, quiso dar más crédito a sus ojos, y a la verdad que presente tenía. Y así abrazándose con el cautivo, le dijo:

–Vos, sin duda, señor mío, sois aquel que sólo podrá impedir mi christiana determinación; vos, señor, sois sin duda la mitad de mi alma, pues sois mi verdadero esposo; estampado os tengo en mi memoria, y guardado en mi alma. Las nuevas que de vuestra muerte me escribió mi señora, y vuestra madre, ya que no me quitaron la vida, me hicieron escoger la de la religión, que en este punto quería entrar a vivir en ella. Mas, pues Dios con tan justo impedimento muestra querer otra cosa, ni podemos, ni conviene, que por mi parte, se impida. Venid, señor, a la casa de mis padres, que es vuestra, y allí os entregaré mi posesión por los términos que pide nuestra santa fe cathólica.

Todas estas razones oyeron los circunstantes, y el asistente, y vicario, y provisor del arzobispo, y de oírlas se admiraron y suspendieron. Y quisieron que luego se les dijese [que] qué historia era aquella, qué extranjero aquél y de qué casamiento trataban. A todo lo cual respondió el padre de Isabela diciendo que aquella historia pedía otro lugar, y algún término para decirse. Y así, suplicaba a todos aquellos que quisiesen saberla, diesen la vuelta a su casa, pues estaba tan cerca; que allí se la contarían de modo que con la verdad quedasen satisfechos y, con la grandeza y extrañeza de aquel suceso, admirados. En esto, uno de los presentes alzó la voz, diciendo:

–Señores, este mancebo es un gran co[r]sario inglés, que yo le conozco; y es aquel que, habrá poco más de dos años, tomó a los co[r]sarios de Argel la nave de Portugal que venía de las Indias. No hay duda, sino que es él; que yo le conozco porque él me dio libertad y dineros, para venirme a España; y no sólo a mí, sino a otros tre[s]cientos cautivos.

Con estas razones se alborotó la gente y se avivó el deseo que todos tenían de saber y ver la claridad de tan intri[n]cadas cosas. Finalmente, la gente más principal, con el asistente y aquellos dos señores eclesiásticos, volvieron a acompañar a Isabela a su casa, dejando a las monjas tristes, confusas y llorando por lo que perdían en tener en su compañía a la hermosa Isabela. La cual, estando en su casa, en una gran sala della, hizo que aquellos señores se sentasen; y, aunque Ricaredo quiso tomar la mano en contar su historia, toda vía le pareció que era mejor fiarlo de la lengua y discreción de Isabela, y no de la suya, que no muy expertamente hablaba la lengua castellana.

Callaron todos los presentes, y teniendo las almas pendientes de las razones de Isabela, ella así comenzó su cuento. El cual le reduzco yo a que dijo todo aquello que desde el día que Clotaldo la robó en Cádiz, hasta que entró y volvió a él le había sucedido; contando, asimismo, la batalla que Ricaredo había tenido con los turcos, la liberalidad que había usado con los christianos, la palabra que entrambos a dos se habían dado de ser marido y mujer, la promesa de los dos años, las nuevas que había tenido de su muerte, tan ciertas a su parecer que la pusieron en el término que habían visto de ser religiosa; engrandeció la liberalidad de la reina, la christiandad de Ricaredo y de sus padres, y acabó con decir que dijese Ricaredo lo que le había sucedido después que salió de Londres, hasta el punto presente, donde le veían con hábito de cautivo y con una señal de haber sido rescatado por limosna.

–Así es –dijo Ricaredo–, y en breves razones sumaré los inmensos trabajos míos. Después que me partí de Londres, por excusar el casamiento que no podía hacer con Clisterna, aquella doncella escocesa cathólica con quien ha dicho Isabela que mis padres me querían casar, llevando en mi compañía a Guillarte, aquel paje que mi madre escribe que llevó a Londres las nuevas de mi muerte, atravesando por Francia, llegué a Roma donde se alegró mi alma y se fortaleció mi fe. Besé los pies al sumo pontífice; confesé mis pecados con el mayor penitenciero; absolvióme dellos, y diome los recaudos necesarios que diesen fe de mi confesión y penitencia, y de la reducción que había hecho a nuestra universal madre la Iglesia. Hecho esto, visité los lugares tan santos como innumerables que hay en aquella ciudad santa. Y de dos mil escudos que tenía en oro, di los mil y seiscientos a un cambio que me los libró en esta ciudad, sobre un tal Roqui florentín. Con los cuatrocientos que me quedaron, con intención de venir a España, me partí para Génova donde había tenido nuevas que estaban dos galeras de aquella señoría de partida para España.

"Llegué con Guillarte mi criado a un lugar que se llama Aquapendente que, viniendo de Roma a Florencia es el último que tiene el papa, y en una hostería, o posada, donde me apeé, hallé al conde Arnesto, mi mortal enemigo, que con cuatro criados, disfrazado y encubierto, más por ser curioso que por ser cathólico, entiendo, que iba a Roma. Creí sin duda que no me había conocido. Encerréme en un aposento con mi criado, y estuve con cuidado y con determinación de mudarme a otra posada en cerrando la noche. No lo hice ansí porque el descuido grande que no sé que tenían el conde y sus criados me aseguró que no me habían conocido. Cené en mi aposento, cerré la puerta, aprecibí mi espada, encomendéme a Dios, y no quise acostarme.

"Durmióse mi criado y yo, sobre una silla, me quedé medio dormido; mas poco después de la media noche, me despertaron para hacerme dormir el eterno sueño. Cuatro pistoletes, como después supe, dispararon contra mí el conde y sus criados, y dejándome por muerto. Teniendo ya a punto los caballos, se fueron, diciendo al huésped de la posada que me enterrase, porque era hombre principal, y con esto se fueron.

"Mi criado, según dijo después el huésped, despertó al ruido y con el miedo se arrojó por una ventana que caía a un patio y, diciendo: "¡Desventurado de mí, que han muerto a mi señor! ", se salió del mesón. Y debió de ser con tal miedo que no debió de parar hasta Londres, pues él fue el que llevó las nuevas de mi muerte.

"Subieron los de la hostería y halláronme atravesado con cuatro balas y con muchos perdigones, pero todas por partes que de ninguna fue mortal la herida. Pedí confesión y todos los sacramentos, como cathólico christiano; diéronmelos; curáronme; y no estuve para ponerme en camino en dos meses. Al cabo de los cuales, vine a Génova, donde no hallé otro pasaje, sino en dos falugas que fletamos yo y otros dos principales españoles; la una para que fuese delante descubriendo y la otra donde nosotros fuésemos.

"Con esta seguridad nos embarcamos, navegando tierra a tierra con intención de no engolfarnos. Pero llegando a un paraje que llaman las Tres Marías, que es en la costa de Francia, yendo nuestra primer[a] faluga descubriendo, a des[h]ora salieron de una cala dos galeotas turquescas. Y, tomándonos la una la mar y la otra la tierra, cuando íbamos a embestir en ella, nos cortaron el camino y nos cautivaron. En entrando en la galeota nos desnudaron, hasta dejarnos en carnes; despojaron las falugas de cuanto llevaban, y dejáronlas embestir en tierra, sin echallas a fondo, diciendo que aquéllas les servirían otra vez de traer otra galima, que con este nombre llaman ellos a los despojos que de los christianos toman.

"Bien se me podrá creer si digo, que sentí en el alma mi cautiverio, y sobre todo la pérdida de los recaudos de Roma, donde en una caja de lata los traía, con la cédula de los mil y seiscientos ducados. Mas, la buena suerte quiso que viniese a manos de un christiano cautivo español, que las guardó; que si vinieran a poder de los turcos, por lo menos había de dar por mi rescate lo que rezaba la cédula, que ellos averiguaran cúya era.

"Trujéronnos a Argel, donde hallé que estaban rescatando los padres de la santísima Trinidad. Hablélos; díjeles quién era; y movidos de caridad, aunque yo era extranjero, me rescataron en esta forma: que dieron por mí tre[s]cientos ducados, los ciento luego, y los do[s]cientos cuando volviese el bajel de la limosna a rescatar al padre de la Redempción, que se quedaba en Argel, empeñado en cuatro mil ducados; que había gastado más de los que traía. Porque a toda esta misericordia y liberalidad se extiende la caridad destos padres, que dan su libertad por la ajena y se quedan cautivos por rescatar los cautivos.

"Por añadidura del bien de mi libertad, hallé la caja perdida con los recaudos y la cédula. Mostrésela al bendito padre que me había rescatado, y ofrecíle quinientos ducados más de los de mi rescate, para ayuda de su empeño. Casi un año se tardó en volver la nave de la limosna, y lo que en este año me pasó, a poderlo contar a[h]ora, fuera otra nueva historia. Sólo diré que fui conocido de uno de los veinte turcos que di libertad, con los demás christianos ya referidos; y fue tan agradecido y tan hombre de bien que no quiso descubrirme; porque a conocerme los turcos, por aquel que había echado a fondo sus dos bajeles y quitádoles de las manos la gran nave de la India, o me presentaran al gran turco, o me quitaran la vida; y de presentarme al gran señor redundara no tener libertad en mi vida. Finalmente, el padre redemptor vino a España conmigo, y con otros cincuenta christianos rescatados. En Valencia hicimos la procesión general, y desde allí cada uno se partió donde más le plugo con las insignias de su libertad, que son estos habiticos.

"Hoy llegué a esta ciudad con tanto deseo de ver a Isabela mi esposa que sin detenerme a otra cosa, pregunté por este monasterio donde me habían de dar nuevas de mi esposa; lo que en él me ha sucedido ya se ha visto. Lo que queda por ver son estos recaudos para que se pueda tener por verdadera mi historia, que tiene tanto de milagrosa como de verdadera.

Y luego, en diciendo esto, sacó de una caja de lata los recaudos que decía, y se los puso en manos del provisor, que los vio junto con el señor asistente, y no halló en ellos cosa que le hiciese dudar de la verdad que Ricaredo había contado.

Y para más confirmación della, ordenó el cielo, que se hallase presente a todo esto el mercader florentín, sobre quien venía la cédula de los mil y seiscientos ducados, el cual pidió que le mostrasen la cédula. Y mostrándosela, la reconoció y la aceptó para luego, porque él muchos meses había, que tenía aviso desta partida.

Todo esto fue añadir admiración a admiración, y espanto a espanto. Ricaredo dijo que de nuevo ofrecía los quinientos ducados que había prometido. Abrazó el asistente a Ricaredo y a sus padres de Isabela, y a ella, ofreciéndoseles a todos con corteses razones. Lo mismo hicieron los dos señores eclesiásticos; y rogaron a Isabela que pusiese toda aquella historia por escrito, para que le leyese su señor el arzobispo; y ella lo prometió.

El grande silencio, que todos los circunstantes habían tenido, escuchando el extraño caso, se rompió en dar alabanzas a Dios por sus grandes maravillas y dando, desde el mayor hasta el más pequeño, el parabién a Isabel, a Ricaredo y a sus padres, los dejaron. Y ellos suplicaron al asistente [que] honrase sus bodas, que de allí a ocho días pensaban hacerlas. Holgó de hacerlo así el asistente; y de allí a ocho días, acompañado de los más principales de la ciudad, se halló en ellas.

Por estos rodeos, y por estas circunstancias, los padres de Isabela cobraron su hija y restauraron su hacienda; y ella, favorecida del cielo y ayudada de sus muchas virtudes, a despecho de tantos inconvenientes, halló marido tan principal como Ricaredo, en cuya compañía se piensa que aún hoy vive en las casas que alquilaron frontero de santa Paula. Que después, las compraron de los herederos de un hidalgo burgalés, que se llamaba Hernando de Cifuentes.

Esta novela nos podría enseñar cuánto puede la virtud, y cuánto la hermosura, pues son bastantes juntas, y cada una de por sí, a enamorar aun hasta los mismos enemigos, y de cómo sabe el cielo sacar, de las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores provechos.


Segunda parte de "La española inglesa", de Las Novelas ejemplares. Second part of "La española inglesa", from Las Novelas ejemplares.

Todo esto preguntó Isabela a su madre. La cual, sin responderle palabra, desatentadamente y medio tropezando, se llegó a Isabela, y sin mirar a respecto, temores, ni miramientos cortesanos, alzó la mano a la oreja derecha de Isabela, y descubrió un lunar negro que allí tenía, la cual señal acabó de certificar su sospecha. Y viendo claramente ser Isabela su hija, abrazándose con ella, dio una gran voz, diciendo:

–¡Oh hija de mi corazón! ¡Oh prenda cara del alma mía! –Y sin poder pasar adelante se cayó desmayada en los brazos de Isabela.

Su padre, no menos tierno que prudente, dio muestras de su sentimiento no con otras palabras que con derramar lágrimas que sesgamente su venerable rostro y barbas le bañaron. Juntó Isabela su rostro con el de su madre, y volviendo los ojos a su padre, de tal manera le miró que le dio a entender el gusto y el descontento que de verlos allí su alma tenía. La reina admirada de tal suceso, dijo a Ricaredo:

–Yo pienso, Ricaredo, que en vuestra discreción se han ordenado estas vistas y no se os diga que han sido acertadas, pues sabemos que así suele matar una súbita alegría, como mata una tristeza.

Y diciendo esto se volvió a Isabela y la apartó de su madre, la cual, habiéndole echado agua en el rostro volvió en sí, y estando un poco más en su acuerdo, puesto de rodillas delante de la reina, le dijo:

–Perdone, vuestra majestad, mi atrevimiento, que no es mucho perder los sentidos con la alegría del hallazgo desta amada prenda. -Excusez-moi, votre majesté, mon audace, ce n'est pas grand-chose de perdre la raison avec la joie de retrouver ce vêtement adoré.

Respondióle la reina que tenía razón, sirviéndole de inté[r]prete, para que lo entendiese, Isabela. La reine a répondu qu'elle avait raison, lui servant d'interprète, afin qu'elle comprenne, Isabelle. La cual, de la manera que se ha contado, conoció a sus padres y sus padres a ella, a los cuales mandó la reina quedar en palacio para que de espacio pudiesen ver y hablar a su hija y regocijarse con ella. Qui, de la manière qui a été racontée, connaissait ses parents et ses parents elle, à qui la reine ordonna de rester au palais afin qu'ils puissent voir et parler à sa fille et se réjouir avec elle. De lo cual Ricaredo se holgó mucho, y de nuevo pidió a la reina le cumpliese la palabra que le había dado, de dársela, si es que a caso la merecía; y de no merecerla, le suplicaba desde luego le mandase ocupar en cosas que le hiciesen digno de alcanzar lo que deseaba. Ce dont Ricaredo fut très content, et demanda de nouveau à la reine d'accomplir la parole qu'elle lui avait donnée, de la lui donner, s'il la méritait ; et s'il ne le méritait pas, il le priait aussitôt de lui ordonner de s'occuper des choses qui le rendraient digne d'atteindre ce qu'il désirait.

Bien entendió la reina que estaba Ricaredo satisfecho de sí mismo, y de su mucho valor, que no había necesidad de nuevas pruebas para calificarle; y así, le dijo que de allí a cuatro días le entregaría a Isabela, haciendo a los dos la honra que a ella fuese posible. La reine comprit bien que Ricaredo était satisfait de lui-même et de son grand courage, qu'il n'y avait pas besoin de nouvelles preuves pour le qualifier ; Alors, il lui a dit que dans quatre jours il lui remettrait Isabelle, en leur faisant à tous deux l'honneur qui lui était possible.

Con esto se despidió Ricaredo, contentísimo con la esperanza propincua que llevaba de tener en su poder a Isabela sin sobresalto de perderla, que es el último deseo de los amantes. Sur ce, Ricaredo a dit au revoir, très heureux de l'espoir propincu qu'il avait d'avoir Isabela en son pouvoir sans crainte de la perdre, ce qui est le dernier souhait des amoureux. Corrió el tiempo, y no con la ligereza que él quisiera; que los que viven con esperanzas de promesas venideras, siempre imaginan que no vuela el tiempo sino que anda sobre los pies de la pereza misma. Le temps passait, et pas aussi légèrement qu'il le voulait ; que ceux qui vivent dans l'espoir de promesses futures s'imaginent toujours que le temps ne s'envole pas mais qu'il marche sur les pieds de la paresse elle-même. Pero en fin llegó el día, no donde pensó Ricaredo poner fin a sus deseos, sino de hallar en Isabela gracias nuevas que le moviesen a quererla más, si más pudiese. Mais finalement vint le jour, non pas où Ricaredo pensait mettre un terme à ses désirs, mais trouver en Isabela de nouvelles grâces qui le pousseraient à l'aimer davantage, si seulement il le pouvait.

Mas en aquel breve tiempo, donde él pensaba que la nave de su buena fortuna corría con próspero viento hacia el deseado puerto, la contraria suerte levantó en su mar tal tormenta, que mil veces temió anegarle. Mais dans ce court laps de temps, alors qu'il pensait que le navire de sa bonne fortune filait avec un vent prospère vers le port désiré, le sort inverse souleva une telle tempête dans sa mer qu'il craignit mille fois de le noyer. Es, pues, el caso que la camarera mayor de la reina, a cuyo cargo estaba Isabela, tenía un hijo de edad de veinte y dos años llamado el conde Arnesto. Il est donc vrai que la femme de chambre en chef de la reine, dont était responsable Isabela, avait un fils de vingt-deux ans nommé comte Arnesto. Hacíanle la grandeza de su estado, la alteza de su sangre, el mucho favor que su madre con la reina tenía... Hacíanle, digo, estas cosas más de lo justo arrogante, altivo y confiado. Ils lui ont fait la grandeur de son état, l'élévation de son sang, la grande faveur que sa mère avait auprès de la reine... Ils lui ont fait, dis-je, ces choses plus que justes, arrogantes, hautaines et confiantes.

Este Arnesto, pues, se enamoró de Isabela tan encendidamente que en la luz de los ojos de Isabela tenía abrasada el alma. Y aunque en el tiempo que Ricaredo había estado aunsente con algunas señales le había descubierto su deseo, nunca de Isabela fue admitido. Et bien qu'à l'époque où Ricaredo avait été absent avec quelques signes, il avait découvert son désir, Isabela n'avait jamais été admise. Y puesto que la repugnancia y los desdenes en los principios de los amores suelen hacer desistir de la empresa a los enamorados, en Arnesto obraron lo contrario los muchos y conocidos desdendes que le dio Isabela, porque con su celo ardía, y con su honestidad se abrasaba. Et puisque le dégoût et le dédain au début de l'amour ont tendance à faire renoncer les amoureux à la compagnie, à Arnesto, le dédain nombreux et bien connu qu'Isabela lui a donné a agi à l'opposé, car avec son zèle il a brûlé, et avec son honnêteté il a embrassé Y como vio que Ricaredo, según el parecer de la reina, tenía merecida a Isabela y que en tan poco tiempo se la había de entregar por mujer, quiso desesperarse; pero antes que llegase a tan infame y tan cobarde remedio, habló a su madre, diciéndole [que] pidiese a la reina le diese a Isabela por esposa; donde no, que pensase que la muerte estaba llamando a las puertas de su vida. Et comme il voyait que Ricaredo, selon l'opinion de la reine, méritait Isabelle et qu'en si peu de temps elle lui serait donnée pour épouse, il eut envie de désespérer ; mais avant d'avoir atteint un remède aussi infâme et lâche, il parla à sa mère, lui disant [de] demander à la reine de lui donner Isabela comme épouse; où non, qu'il pensait que la mort frappait aux portes de sa vie. Quedó la camarera admirada de las razones de su hijo, y como conocía la aspereza de su arrojada condición, y la tenacidad con que se le pegaban los deseos en el alma, temió que sus amores habían de parar en algún infelice suceso. Con todo eso, como madre, a quien es natural desear y procurar el bien de sus hijos, prometió al suyo de hablar a la reina, no con esperanza de alcanzar della el imposible de romper su palabra, sino por no dejar de intentar, como en salir desasuciada, los últimos remedios.

Y estando aquella mañana Isabela vestida, por orden de la reina, tan ricamente que no se atreve la pluma a contarlo, y habiéndole echado la misma reina al cuello una sarta de perlas de las mejores que traía la nave, que las apreciaron en veinte mil ducados, y puéstole un anillo de un diamante que se apreció en seis mil escudos, y estando alborozadas las damas, por la fiesta que esperaban del cercano desposorio, entró la camarera mayor a la reina y de rodillas le suplicó [que] suspendiese el desposorio de Isabela por otros dos días, que con esta merced sola que su majestad le hiciese, se tendría por satisfecha y pagada de todas las mercedes, que por sus servicios merecía y esperaba.

Quiso saber la reina primero, por qué le pedía con tanto ahínco aquella suspensión que tan derechamente iba contra la palabra que tenía dada a Ricaredo. Pero no se la quiso dar la camarera, hasta que le hubo otorgado, que haría lo que le pedía. Tanto deseo tenía la reina de saber la causa de aquella demanda, y así, después que la camarera alcanzó lo que por entonces deseaba, contó a la reina los amores de su hijo y cómo temía que si no le daban por mujer a Isabela, o se había de desesperar, o hacer algún hecho escandaloso.Y que si había pedido aquellos dos días, era por dar lugar a [que] su majestad pensase qué medio sería a propósito, y conveniente, para dar a su hijo remedio.

La reina respondió que si su real palabra no estuviera de por medio, que ella hallara salida a tan cerrado laberinto, pero que no la quebrantaría, ni defraudaría las esperanzas de Ricaredo por todo el interés del mundo. Esta respuesta dio la camarera a su hijo, el cual, sin detenerse un punto, ardiendo en amor y en celos, se armó de todas armas y, sobre un fuerte y hermoso caballo, se presentó ante la casa de Clotaldo, y a grandes voces pidió que se asomase Ricaredo a la ventana. El cual a aquella sazón estaba vestido de galas de desposado y a punto para ir a palacio con el acompañamiento que tal acto requería; mas habiendo oído las voces y siéndole dicho, quien las daba y del modo que venía, con algún sobresalto, se asomó a una ventana. Y como le vio Arnesto, dijo:

–Ricaredo, estáme atento a lo que decirte quiero. La reina, mi señora, te mandó fueses a servirla y a hacer hazañas, que te hiciesen merecedor de la sin par Isabela. Tu fuiste y volviste, cargadas las naves de oro, con el cual piensas haber comprado y merecido a Isabela; y aunque la reina, mi señora, te la ha prometido, ha sido creyendo que no hay ninguno en su corte, que mejor que tú la sirva, ni quien con mejor título merezca a Isabela; y en esto bien podrá ser, se haya engañado. Y así, llegándome a esta opinión, que yo tengo por verdad averiguada, digo que ni tú has hecho cosas tales que te hagan merecer a Isabela, ni ninguna podrás hacer que a tanto bien te levanten, y en razón de que no la mereces, si quisieres contradecirme, te desafío a todo trance de muerte.

Calló el conde, y desta manera le respondió Ricaredo:

–En ninguna manera me toca salir a vuestro desafío, señor conde, porque yo confieso no sólo que no merezco a Isabela, sino que no la merece ninguno de los que hoy viven en el mundo; así que confesando yo lo que vos decís, otra vez digo, que no me toca vuestro desafío. Pero yo le acepto por el atrevimiento que habéis tenido en desafiarme.

Con esto se quitó de la ventana y pidió apriesa sus armas. Alborotáronse sus parientes y todos aquellos que para ir a palacio habían venido a acompañarle. De la mucha gente que había visto al conde Arnesto armado, y le había oído las voces del desafío, no faltó quien lo fue a contar a la reina; la cual mandó al capitán de su guarda, que fuese a prender al conde. El capitán se dio tanta priesa, que llegó a tiempo que ya Ricaredo salía de su casa, armado con las armas con que se había desembarcado, puesto sobre un hermoso caballo. Cuando el conde vio al capitán, luego imaginó a lo que venía, y determinó de no dejar prenderse, y alzando la voz contra Ricaredo, dijo:

–Ya ves, Ricaredo, el impedimento que nos viene. Si tuvieres gana de castigarme, tú me buscarás; y por la que yo tengo de castigarte, también te buscaré. Y pues dos que se buscan fácilmente se hallan, dejemos para entonces la ejecución de nuestros deseos.

–Soy contento –respondió Ricaredo.

En esto llegó el capitán con toda su guarda y dijo al conde que fuese preso en nombre de su majestad. Respondió el conde, que sí daba, pero no para que le llevasen a otra parte, que a la presencia de la reina. Contentóse con esto el capitán, y cogiéndole en medio de la guarda, le llevó a palacio ante la reina, la cual ya de su camarera estaba informada del amor grande que su hijo tenía a Isabela, y con lágrimas había suplicado a la reina perdonase al conde, que como mozo y enamorado, a mayores yerros estaba sujeto. Llegó Arnesto ante la reina; la cual, sin entrar con él en razones, le mandó quitar la espada y [que le] llevasen preso a una torre.

Todas estas cosas atormentaban el corazón de Isabela y de sus padres, que tan presto veían turbado el mar de su sosiego. Aconsejó la camarera a la reina que para sosegar el mal que podía suceder entre su parentela y la de Ricaredo, que se quitase la causa de por medio, que era Isabela, enviándola a España, y así cesarían los efe[c]tos, que debían de temerse. Añadiendo a estas razones, decir que Isabela era cathólica, y tan christiana que ninguna de sus persuasiones, que habían sido muchas, la habían podido torcer en nada de su cathólico intento. A lo cual respondió la reina, que por eso la estimaba en más, pues tan bien sabía guardar la ley que sus padres la habían enseñado. Y que en lo de enviarla a España no tratase, porque su hermosa presencia y sus muchas gracias y virtudes le daban mucho gusto, y que, sin duda, si no aquel día, otro, se la había de dar por esposa a Ricaredo, como se lo tenía prometido.

Con esta resolución de la reina, quedó la camarera tan desconsolada, que no le replicó palabra. Y, pareciéndole lo que ya le había parecido, que si no era quitando a Isabela de por medio, no había de haber medio alguno que la rigurosa condición de su hijo ablandase, ni redujese a tener paz con Ricaredo, determinó de hacer una de las mayores crueldades que pudo caber jamás en pensamiento de mujer principal, y tanto como ella lo era. Y fue su determinación matar con tósigo a Isabela; y, como por la mayor parte sea la condición de las mujeres ser prestas y determinadas, aquella misma tarde atosigó a Isabela en una conserva que le dio, forzándola que la tomase por ser buena contra las ansias de corazón que sentía. Poco espacio pasó después de haberla tomado, cuando a Isabela se le comenzó a hinchar la lengua y la garganta, y a ponérsele denegridos los labios y a enronquecérsele la voz, turbársele los ojos y apretársele el pecho; todas conocidas señales de haberle dado veneno.

Acudieron las damas a la reina, contándole lo que pasaba y certificándole que la camarera había hecho aquel mal recaudo. No fue menester mucho, para que la reina lo creyese; y así, fue a ver a Isabela que ya casi estaba expirando. Mandó llamar la reina con priesa a sus médicos, y en tanto que tardaban, la hizo dar cantidad de polvos de unicornio, con otros muchos antídotos, que los grandes príncipes suelen tener prevenidos para semejantes necesidades. Vinieron los médicos, y esforzaron los remedios, y pidieron a la reina [que] hiciese decir a la camarera qué género de veneno le había dado, porque no se dudaba que otra persona alguna si no ella la hubiese avenenado. Ella lo descubrió, y con esta noticia los médicos aplicaron tantos remedios, y tan eficaces, que con ellos, y con el ayuda de Dios, quedó Isabela con vida o alomenos con esperanza de tenerla.

Mandó la reina prender a su camarera y encerrarla en un aposento estrecho de palacio, con intención de castigarla, como su delito merecía. Puesto que ella se disculpaba, diciendo que en matar a Isabela hacía sacrificio al cielo, quitando de la tierra a una cathólica y, con ella, la ocasión de las pendencias de su hijo.

Estas tristes nuevas, oídas de Ricaredo, le pusieron en términos de perder el juicio, tales eran las cosas que hacía y las lastimeras razones con que se quejaba. Finalmente, Isabela no perdió la vida; que el quedar con ella, la naturaleza lo comutó en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello, el rostro hinchado, la tez perdida, los cueros levantados, y los ojos lagrimosos. Finalmente, quedó tan fea que como hasta allí había parecido un milagro de hermosura, entonces parecía un monstruo de fealdad. Por mayor desgracia tenían los que la conocían, haber quedado de aquella manera que si la hubiera muerto el veneno. Con todo esto Ricaredo se la pidió a la reina, y le suplicó [que] se la dejase llevar a su casa, porque el amor que la tenía pasaba del cuerpo al alma; y que si Isabela había perdido su belleza, no podía haber perdido sus infinitas virtudes.

–Así es –dijo la reina–, lleváosla, Ricaredo, y haced cuenta que lleváis una riquísima joya encerrada en una caja de madera tosca. Dios sabe si quisiera dárosla como me la entregastes, pero pues no es posible, perdonadme; quizá el castigo que diere a la cometedora de tal delito, satisfará en algo el deseo de la venganza.

Muchas cosas dijo Ricaredo a la reina, disculpando a la camarera, y suplicándola [que] la perdonase; pues las disculpas que daba eran bastantes para perdonar mayores insultos. Finalmente, le entregaron a Isabela y a sus padres, y Ricaredo los llevó a su casa, digo a la de sus padres. A las ricas perlas y al diamante, añadió otras joyas la reina, y otros vestidos, tales, que descubrieron el mucho amor que a Isabela tenía; la cual duró dos meses en su fealdad, sin dar indicio alguno de poder reducirse a su primera hermosura; pero al cabo de este tiempo comenzó a caérsele el cuero y a descubrírsele su hermosa tez.

En este tiempo los padres de Ricaredo, pareciéndoles no ser posible que Isabela en sí volviese, determinaron enviar por la doncella de Escocia, con quien primero que con Isabela tenían concertado de casar a Ricaredo, y esto sin que él lo supiese, no dudando que la hermosura presente de la nueva esposa hiciese olvidar a su hijo la ya pasada de Isabela, a la cual pensaban enviar a España con sus padres, dándoles tanto haber y riquezas, que recompensasen sus pasadas pérdidas. No pasó mes y medio cuando, sin sabiduría de Ricaredo, la nueva esposa se le entró por las puertas, acompañada como quien ella era, y tan hermosa que después de la Isabela que solía ser, no había otra tan bella en toda Londres.

Sobresaltóse Ricaredo con la improvisa vista de la doncella, y temió que el sobresalto de su venida había de acabar la vida a Isabela. Y así, para templar este temor, se fue al lecho donde Isabela estaba, y hallóla en compañía de sus padres, delante de los cuales dijo:

–Isabela de mi alma, mis padres con el grande amor que me tienen aún no bien enterados del mucho que yo te tengo, han traído a casa una doncella escocesa, con quien ellos tenían concertado de casarme, antes que yo conociese lo que vales; y esto, a lo que creo, con intención que la mucha belleza desta doncella borre de mi alma la tuya que en ella estampada tengo. Yo, Isabela, desde el punto que te quise, fue con otro amor de aquel que tiene su fin y paradero en el cumplimiento del sensual apetito; que puesto que tu corporal hermosura me cautivó los sentido; tus infinitas virtudes me aprisionaron el alma de manera que si hermosa te quise, fea te adoro. Y para confirmar esta verdad, dame esa mano. –Y dándole ella la derecha y asiéndola él con la suya, prosiguió diciendo–: Por la fe cathólica que mis christianos padres me enseñaron, la cual si no está en la entereza que se requiere, por aquella [fe] juro que guarda el pontífice romano, que es la que yo en mi corazón confieso, creo y tengo, y por el verdadero Dios que nos está oyendo, te prometo ¡oh Isabela mitad de mi alma! de ser tu esposo, y lo soy desde luego si tú quieres levantarme a la alteza de ser tuyo.

Quedó suspensa Isabela con las razones de Ricaredo, y sus padres atónitos y pasmados. Ella no supo qué decir, ni hacer otra cosa que besar muchas veces la mano de Ricaredo, y decirle, con voz mezclada con lágrimas, que ella le aceptaba por suyo y se entregaba por su esclava. Besóla Ricaredo en el rostro feo, no habiendo tenido jamás atrevimiento de llegarse a él, cuando hermoso. Los padres de Isabela sole[m]nizaron con tiernas y muchas lágrimas las fiestas del desposorio. Ricaredo les dijo que él dilataría el casamiento de la escocesa, que ya estaba en casa, del modo que después verían; y cuando su padre los quisiese enviar a España a todos tres, no lo rehusasen, sino que se fuesen y le aguardasen en Cádiz, o en Sevilla, dos años, dentro de los cuales les daba su palabra de ser con ellos si el cielo tanto tiempo le concedía de vida. Y que si deste término pasase, tuviese por cosa certísima que algún grande impedimento, o la muerte, que era lo más cierto, se había opuesto a su camino. Isabela le respondió que no solos dos años le aguardaría, sino todos aquellos de su vida hasta estar enterada que él no la tenía; porque en el punto que esto supiese, sería el mismo de su muerte.

Con estas tiernas palabras se renovaron las lágrimas en todos, y Ricaredo salió a decir a sus padres como en ninguna manera se casaría, ni daría la mano a su esposa la escocesa, sin haber primero ido a Roma a asegurar su conciencia. Tales razones supo decir a ellos, y a los parientes que habían venido con Clisterna, que así se llamaba la escocesa, que como todos eran cathólicos fácilmente las creyeron. Y Clisterna se contentó de quedar en casa de su suegro hasta que Ricaredo volviese; el cual pidió de término un año.

Esto ansí puesto y concertado, Clotaldo dijo a Ricaredo como determinaba enviar a España a Isabela y a sus padres, si la reina le daba licencia; quizá los aires de la patria apresurarían y facilitarían la salud que ya comenzaba a tener. Ricaredo, por no dar indicio de sus designios, respondió tibiamente a su padre que hiciese lo que mejor le pareciese. Sólo le suplicó que no quitase a Isabela ninguna cosa de las riquezas que la reina le había dado. Prometióselo Clotaldo, y aquel mismo día fue a pedir licencia a la reina, así para casar a su hijo con Clisterna, como para enviar a Isabela y a sus padres a España. De todo se contentó la reina, y tuvo por acertada la determinación de Clotaldo. Y aquel mismo día, sin acuerdo de letrados, y sin poner a su camarera en tela de juicio, la condenó en que no sirviese más su oficio, y en diez mil escudos de oro para Isabela; y al conde Arnesto, por el desafío, le desterró por seis años de Inglaterra.

No pasaron cuatro días, cuando ya Arnesto se puso a punto de salir a cumplir su destierro, y los dineros estuvieron juntos. La reina llamó a un mercader rico que habitaba en Londres, y era francés, el cual tenía correspondencia en Francia, Italia y España. Al cual entregó los diez mil escudos, y le pidió cédulas para que se los entregasen al padre de Isabela en Sevilla, o en otra playa de España. El mercader, descontados sus intereses y ganancias, dijo a la reina que las daría ciertas y seguras para Sevilla sobre otro mercader francés, su correspondiente, en esta forma: que él escribiría a París, para que allí se hiciesen las cédulas, por otro correspondiente suyo, a causa que rezasen las fechas de Francia, y no de Inglaterra, por el contrabando de la comunicación de los dos reinos, y que bastaba llevar una letra de aviso suya sin fecha, con sus contraseñas, para que luego diese el dinero el mercader de Sevilla, que ya estaría avisado del de París.

En resolución, la reina tomó tales seguridades del mercader que no dudó de no ser cierta la partida. Y no contenta con esto, mandó llamar a un patrón de una nave flamenca, que estaba para partirse otro día a Francia, a sólo tomar en algún puerto della testimonio para poder entrar en España, a título de partir de Francia y no de Inglaterra; al cual pidió encarecidamente llevase en su nave a Isabela y a sus padres, y con toda seguridad y buen tratamiento los pusiese en un puerto de España, el primero a do[nde] llegase. El patrón que deseaba contentar a la reina, dijo, que sí haría, y que los pondría en Lisboa, Cádiz o Sevilla. Tomados, pues, los recaudos del mercader, envió la reina a decir a Clotaldo, no quitase a Isabela todo lo que ella le había dado, así de joyas como de vestidos.

Otro día vino Isabela, y sus padres, a despedirse de la reina, que los recibió con mucho amor. Dioles la reina la carta del mercader y otras muchas dádivas, así de dineros como de otras cosas de regalo para el viaje. Con tales razones se lo agradeció Isabela, que de nuevo dejó obligada a la reina para hacerle siempre mercedes. Despidióse de las damas, las cuales, como ya estaba fea, no quisieran que se partiera, viéndose libres de la envidia que a su hermosura tenían, y contentas de gozar de sus gracias y discreciones. Abrazó la reina a los tres, y encomendándolos a la buena ventura y al patrón de la nave, y pidiendo a Isabela la avisase de su buena llegada a España, y siempre de su salud, por la vía del mercader francés, se despidió de Isabela y de sus padres; los cuales, aquella misma tarde, se embarcaron, no sin lágrimas de Clotaldo y de su mujer, y de todos los de su casa, de quien era en todo extremo bien querida. No se halló a esta despedida presente Ricaredo, que por no dar muestras de tiernos sentimientos, aquel día hizo [que] con unos amigos suyos le llevasen a caza.

Los regalos que la señora Catalina dio a Isabela para el viaje fueron muchos; los abrazos infinitos; las lágrimas en abundancia; las encomiendas de que la escribiese, sin número; y los agradecimientos de Isabela y de sus padres correspondieron a todo, de suerte que, aunque llorando, los dejaron satisfechos.

Aquella noche se hizo el bajel a la vela, y habiendo con próspero viento tocado en Francia y tomado en ella los recaudos necesarios, para poder entrar en España, de allí a treinta días entró por la barra de Cádiz, donde se desembarcaron Isabela y sus padres. Y siendo conocidos de todos los de la ciudad, los recibieron con muestras de mucho contento. Recibieron mil parabienes del hallazgo de Isabela y de la libertad que habían alcanzado, ansí de los moros, que los habían cautivado, habiendo sabido todo su suceso de los cautivos a que dio libertad la liberalidad de Ricaredo, como de la que habían alcanzado de los ingleses.

Ya Isabela en este tiempo comenzaba a dar grandes esperanzas de volver a cobrar su primera hermosura. Poco más de un mes estuvieron en Cádiz, restaurando los trabajos de la navegación, y luego se fueron a Sevilla por ver si salía cierta la paga de los diez mil ducados que, librados sobre el mercader francés, traían. Dos días después de llegar a Sevilla le buscaron, y le hallaron; y le dieron la carta del mercader francés de la ciudad de Londres. Él la reconoció, y dijo que hasta que de París le viniesen las letras y carta de aviso no podía dar el dinero; pero que por momentos aguardaba el aviso.

Los padres de Isabela alquilaron una casa principal, frontero de santa Paula, por ocasión que estaba monja en aquel santo monasterio una sobrina suya, única y extremada en la voz. Y así, por tenerla cerca, como por haber dicho Isabela a Ricaredo que, si viniese a buscarla la hallaría en Sevilla, y le diría su casa su prima la monja de santa Paula, y que para conocella no había menester más de preguntar por la monja que tenía la mejor voz en el monasterio, porque estas señas no se le podían olivdar.

Otros cuarenta días tardaron de venir los avisos de París; y a dos [días] que llegaron, el mercader francés entregó los diez mil ducados a Isabela, y ella a sus padres. Y con ellos, y con algunos más que hicieron vendiendo algunas de las muchas joyas de Isabela, volvió su padre a ejercitar su oficio de mercader, no sin admiración de los que sabían sus grandes pérdidas. En fin, en pocos meses fue restaurando su perdido crédito, y la belleza de Isabela volvió a su ser primero, de tal manera, que en hablando de hermosas, todos daban el lauro a la española inglesa, que tanto por este nombre, como por su hermosura, era de toda la ciudad conocida.

Por la orden del mercader francés de Sevilla, escribieron Isabela y sus padres a la reina de Inglaterra su llegada, con los agradecimientos y sumisiones que requerían las muchas mercedes della recebidas. Asimismo, escribieron a Clotaldo y a su señora Catalina, llamándolos Isabela padres, y sus padres señores. De la reina no tuvieron respuesta, pero de Clotaldo y de su mujer sí, donde les daban el parabién de la llegada a salvo, y los avisaban como su hijo Ricaredo, otro día después que ellos se hicieron a la vela, se había partido a Francia, y de allí a otras partes donde le convenía a ir para seguridad de su conciencia, añadiendo a éstas, otras razones y cosas de mucho amor y de muchos ofrecimientos. A la cual carta, respondieron con otra no menos cortés y amorosa que agradecida. Luego imaginó Isabela que el haber dejado Ricaredo a Inglaterra sería para venirla a buscar a España; y alentada con esta esperanza vivía la más contenta del mundo, y procuraba vivir de manera que cuando Ricaredo llegase a Sevilla, antes le diese en los oídos la fama de sus virtudes que el conocimiento de su casa.

Pocas o ninguna vez salía de su casa, si no para el monasterio; no ganaba otros jubileos, que aquellos que en el monasterio se ganaban. Desde su casa, y desde su oratorio, andaba con el pensamiento los viernes de cuaresma la santísima estación de la cruz, y los siete venideros del espíritu santo. Jamás visitó el río, ni pasó a Triana, ni vio el común regocijo en el campo de Tablada y puerta de Jerez el día, se le hace claro, de san Sebastián, celebrado de tanta gente, que apenas se puede reducir a número. Finalmente, no vio regocijo público, ni otra fiesta en Sevilla; todo lo libraba en su recogimiento, y en sus oraciones y buenos deseos, esperando a Ricaredo. Este su gran retraimiento tenía abrasados y encendidos los deseos, no sólo de los pisaverdes del barrio, sino de todos aquellos que una vez la hubiesen visto. De aquí nacieron músicas de noche en su calle, carreras de día; deste no dejar verse, y desearlo muchos, crecieron las alhajas de las terceras que prometieron mostrarse primas y únicas en solicitar a Isabela. Y no faltó quien se quiso aprovechar de lo que llaman hechizos, que no son sino embustes y disparates. Pero a todo esto, estaba Isabela como roca en mitad del mar, que la tocan, pero no la mueven las olas ni los vientos.

Año y medio era ya pasado cuando la esperanza propincua de los dos años por Ricaredo prometidos comenzó, con más ahinco que hasta allí, a fatigar el corazón de Isabela. Y cuando ya le parecía que su esposo llegaba y que le tenía ante los ojos, y le preguntaba qué impedimentos le habían detenido tanto, cuando ya llegaban a sus oídos las disculpas de su esposo, y cuando ya ella le perdonaba y le abrazaba y, como a mitad de su alma le recebía, llegó a sus manos una carta de la señora Catalina, fecha en Londres cincuenta días había. Venía en lengua inglesa, pero leyéndola en español, vio que así decía:

Hija de mi alma, bien conociste a Guillarte, el paje de Ricaredo. Éste se fue con él al viaje, que por otra te avisé, que Ricaredo a Francia, y a otras partes, había hecho el segundo día de tu partida. Pues este mismo Guillarte, a cabo de diez y seis meses que no habíamos sabido de mi hijo, entró ayer por nuestra puerta con nuevas que el conde Arnesto había muerto a traición en Francia a Ricaredo. Considera, hija, cuál quedaríamos su padre y yo, y su esposa, con tales nuevas; tales, digo, que aún no nos dejaron poner en duda nuestra desventura. Lo que Clotaldo y yo te rogamos otra vez, hija de mi alma, es que encomiendes muy de veras a Dios la [alma] de Ricaredo, que bien merece este beneficio el que tanto te quiso, como tú sabes. También pedirás a nuestro Señor nos dé a nosotros paciencia y buena muerte, a quien nosotros también pediremos y suplicaremos te dé a ti, y a tus padres largos años de vida.

Por la letra, y por la firma, no le quedó que dudar a Isabela, para no creer la muerte de su esposo. Conocía muy bien al paje Guillarte y sabía que era verdadero y que de suyo no habría querido, ni tenía para qué fingir aquella muerte, ni menos su madre, la señora Catalina la habría fingido, por no importarle nada enviarle nuevas de tanta tristeza. Finalmente, ningún discurso que hizo, ninguna cosa que imaginó, le pudo quitar del pensamiento no ser verdadera la nueva de su desventura.

Acabada de leer la carta, sin derramar lágrimas, ni dar señales de doloroso sentimiento, con sesgo rostro y, al parecer, con sosegado pecho, se levantó de un estrado donde estaba sentada y se entró en un oratorio; y hincándose de rodillas ante la imagen de un devoto crucifijo hizo voto de ser monja, pues lo podía ser teniéndose por viuda. Sus padres disimularon, y encubrieron con discreción, la pena que les había dado la triste nueva, por poder consolar a Isabela en la amarga [pena] que sentía; la cual casi como satisfecha de su dolor, templándole con la santa y christiana resolución que había tomado, ella consolaba a sus padres. A los cuales, descubrió su intento y ellos le aconsejaron que no le pusiese en ejecución hasta que pasasen los dos años que Ricaredo había puesto por término de su venida, que con esto se confirmaría la verdad de la muerte de Ricaredo, y ella con más seguridad podía mudar de estado. Ansí lo hizo Isabela, y los seis meses y medio que quedaban, para cumplirse los dos años, los pasó en ejercicios de religiosa y en concertar la entrada del monasterio, habiendo elegido el de santa Paula donde estaba su prima.

Pasóse el término de los dos años, y llegóse el día de tomar el hábito, cuya nueva se extendió por la ciudad, y de los que conocían de vista a Isabela, y de aquellos que por sola su fama, se llevó el monasterio. Y la poca distancia que dél a la casa de Isabela había, y convidando su padre a sus amigos, y aquéllos a otros, hicieron a Isabela uno de los más honrados acompañamientos, que en semejantes actos se había visto en Sevilla. Hallóse en él el asistente, y el provisor de la Iglesia, y vicario del arzobispo, con todas las señoras y señores de título, que había en la ciudad. Tal era el deseo que en todos había de ver el sol de la hermosura de Isabela, que tantos meses se les había eclipsado. Y como es costumbre de las doncellas que van a tomar el hábito ir lo posible galanas y bien compuestas, como quien en aquel punto echa el resto de la bizarría, y se descarta della.

Quiso Isabela ponerse lo más bizarra que le fue posible. Y así, se vistió con aquel vestido mismo que llevó cuando fue a ver la reina de Inglaterra, que ya se ha dicho cuán rico y cuán vistoso era. Salieron a luz las perlas, y el famoso diamante, con el collar y cintura que asimismo era de mucho valor. Con este adorno, y con su gallardía, dando ocasión para que todos alabasen a Dios en ella, salió Isabela de su casa a pie, que el estar tan cerca el monasterio excusó los coches y carrozas. El concurso de la gente fue tanto, que les pesó de no haber entrado en los coches, que no les daban lugar de llegar al monasterio. Unos bendecían a sus padres; otros al cielo que de tanta hermosura la había dotado; unos se empinaban por verla; otros, habiendola visto una vez, corrían adelante por verla otra. Y el que más solícito se mostró en esto, y tanto que muchos echaron de ver en ello fue un hombre vestido en hábito de los que vienen rescatados de cautivos, con una insignia de la Trinidad en el pecho, en señal que han sido rescatados por la limosna de sus redemptores. Este cautivo, pues, al tiempo que ya Isabela tenía un pie dentro de la portería del convento, donde habían salido a recebirla como es uso, la priora y las monjas con la cruz, a grandes voces dijo:

–¡Detente, Isabela, detente! que mientras yo fuere vivo, no puedes tú ser religiosa.

A estas voces, Isabela y sus padres volvieron los ojos y vieron que, hendiendo por toda la gente, hacia ellos venía aquel cautivo; que habiéndosele caído un bonete azul redondo, que en la cabeza traía, descubrió una confusa madeja de cabellos de oro ensortijados, y un rostro como el carmín y como la nieve, colorado y blanco; señales que luego le hicieron conocer y juzgar por extranjero de todos. En efe[c]to, cayendo y levantando, llegó donde Isabela estaba, y asiéndola de la mano le dijo:

–¿Conócesme, Isabela? Mira que yo soy Ricaredo, tu esposo.

–Sí, conozco –dijo Isabela–, si ya no eres fantasma, que viene a turbar mi reposo.

Sus padres le asieron, y atentamente le miraron; y, en resolución, conocieron ser Ricaredo el cautivo. El cual, con lágrimas en los ojos, hincando las rodillas delante de Isabela, le suplicó que no impidiese la extrañeza del traje en que estaba su buen conocimiento, ni estorbase su baja fortuna, que ella no correspondiese a la palabra que entre los dos se habían dado.

Isabela, a pesar de la impresión que en su memoria había hecho la carta de su madre de Ricaredo, dándole nuevas de su muerte, quiso dar más crédito a sus ojos, y a la verdad que presente tenía. Y así abrazándose con el cautivo, le dijo:

–Vos, sin duda, señor mío, sois aquel que sólo podrá impedir mi christiana determinación; vos, señor, sois sin duda la mitad de mi alma, pues sois mi verdadero esposo; estampado os tengo en mi memoria, y guardado en mi alma. Las nuevas que de vuestra muerte me escribió mi señora, y vuestra madre, ya que no me quitaron la vida, me hicieron escoger la de la religión, que en este punto quería entrar a vivir en ella. Mas, pues Dios con tan justo impedimento muestra querer otra cosa, ni podemos, ni conviene, que por mi parte, se impida. Venid, señor, a la casa de mis padres, que es vuestra, y allí os entregaré mi posesión por los términos que pide nuestra santa fe cathólica.

Todas estas razones oyeron los circunstantes, y el asistente, y vicario, y provisor del arzobispo, y de oírlas se admiraron y suspendieron. Y quisieron que luego se les dijese [que] qué historia era aquella, qué extranjero aquél y de qué casamiento trataban. A todo lo cual respondió el padre de Isabela diciendo que aquella historia pedía otro lugar, y algún término para decirse. Y así, suplicaba a todos aquellos que quisiesen saberla, diesen la vuelta a su casa, pues estaba tan cerca; que allí se la contarían de modo que con la verdad quedasen satisfechos y, con la grandeza y extrañeza de aquel suceso, admirados. En esto, uno de los presentes alzó la voz, diciendo:

–Señores, este mancebo es un gran co[r]sario inglés, que yo le conozco; y es aquel que, habrá poco más de dos años, tomó a los co[r]sarios de Argel la nave de Portugal que venía de las Indias. No hay duda, sino que es él; que yo le conozco porque él me dio libertad y dineros, para venirme a España; y no sólo a mí, sino a otros tre[s]cientos cautivos.

Con estas razones se alborotó la gente y se avivó el deseo que todos tenían de saber y ver la claridad de tan intri[n]cadas cosas. Finalmente, la gente más principal, con el asistente y aquellos dos señores eclesiásticos, volvieron a acompañar a Isabela a su casa, dejando a las monjas tristes, confusas y llorando por lo que perdían en tener en su compañía a la hermosa Isabela. La cual, estando en su casa, en una gran sala della, hizo que aquellos señores se sentasen; y, aunque Ricaredo quiso tomar la mano en contar su historia, toda vía le pareció que era mejor fiarlo de la lengua y discreción de Isabela, y no de la suya, que no muy expertamente hablaba la lengua castellana.

Callaron todos los presentes, y teniendo las almas pendientes de las razones de Isabela, ella así comenzó su cuento. El cual le reduzco yo a que dijo todo aquello que desde el día que Clotaldo la robó en Cádiz, hasta que entró y volvió a él le había sucedido; contando, asimismo, la batalla que Ricaredo había tenido con los turcos, la liberalidad que había usado con los christianos, la palabra que entrambos a dos se habían dado de ser marido y mujer, la promesa de los dos años, las nuevas que había tenido de su muerte, tan ciertas a su parecer que la pusieron en el término que habían visto de ser religiosa; engrandeció la liberalidad de la reina, la christiandad de Ricaredo y de sus padres, y acabó con decir que dijese Ricaredo lo que le había sucedido después que salió de Londres, hasta el punto presente, donde le veían con hábito de cautivo y con una señal de haber sido rescatado por limosna.

–Así es –dijo Ricaredo–, y en breves razones sumaré los inmensos trabajos míos. Después que me partí de Londres, por excusar el casamiento que no podía hacer con Clisterna, aquella doncella escocesa cathólica con quien ha dicho Isabela que mis padres me querían casar, llevando en mi compañía a Guillarte, aquel paje que mi madre escribe que llevó a Londres las nuevas de mi muerte, atravesando por Francia, llegué a Roma donde se alegró mi alma y se fortaleció mi fe. Besé los pies al sumo pontífice; confesé mis pecados con el mayor penitenciero; absolvióme dellos, y diome los recaudos necesarios que diesen fe de mi confesión y penitencia, y de la reducción que había hecho a nuestra universal madre la Iglesia. Hecho esto, visité los lugares tan santos como innumerables que hay en aquella ciudad santa. Y de dos mil escudos que tenía en oro, di los mil y seiscientos a un cambio que me los libró en esta ciudad, sobre un tal Roqui florentín. Con los cuatrocientos que me quedaron, con intención de venir a España, me partí para Génova donde había tenido nuevas que estaban dos galeras de aquella señoría de partida para España.

"Llegué con Guillarte mi criado a un lugar que se llama Aquapendente que, viniendo de Roma a Florencia es el último que tiene el papa, y en una hostería, o posada, donde me apeé, hallé al conde Arnesto, mi mortal enemigo, que con cuatro criados, disfrazado y encubierto, más por ser curioso que por ser cathólico, entiendo, que iba a Roma. Creí sin duda que no me había conocido. Encerréme en un aposento con mi criado, y estuve con cuidado y con determinación de mudarme a otra posada en cerrando la noche. No lo hice ansí porque el descuido grande que no sé que tenían el conde y sus criados me aseguró que no me habían conocido. Cené en mi aposento, cerré la puerta, aprecibí mi espada, encomendéme a Dios, y no quise acostarme.

"Durmióse mi criado y yo, sobre una silla, me quedé medio dormido; mas poco después de la media noche, me despertaron para hacerme dormir el eterno sueño. Cuatro pistoletes, como después supe, dispararon contra mí el conde y sus criados, y dejándome por muerto. Teniendo ya a punto los caballos, se fueron, diciendo al huésped de la posada que me enterrase, porque era hombre principal, y con esto se fueron.

"Mi criado, según dijo después el huésped, despertó al ruido y con el miedo se arrojó por una ventana que caía a un patio y, diciendo: "¡Desventurado de mí, que han muerto a mi señor! ", se salió del mesón. Y debió de ser con tal miedo que no debió de parar hasta Londres, pues él fue el que llevó las nuevas de mi muerte.

"Subieron los de la hostería y halláronme atravesado con cuatro balas y con muchos perdigones, pero todas por partes que de ninguna fue mortal la herida. Pedí confesión y todos los sacramentos, como cathólico christiano; diéronmelos; curáronme; y no estuve para ponerme en camino en dos meses. Al cabo de los cuales, vine a Génova, donde no hallé otro pasaje, sino en dos falugas que fletamos yo y otros dos principales españoles; la una para que fuese delante descubriendo y la otra donde nosotros fuésemos.

"Con esta seguridad nos embarcamos, navegando tierra a tierra con intención de no engolfarnos. Pero llegando a un paraje que llaman las Tres Marías, que es en la costa de Francia, yendo nuestra primer[a] faluga descubriendo, a des[h]ora salieron de una cala dos galeotas turquescas. Y, tomándonos la una la mar y la otra la tierra, cuando íbamos a embestir en ella, nos cortaron el camino y nos cautivaron. En entrando en la galeota nos desnudaron, hasta dejarnos en carnes; despojaron las falugas de cuanto llevaban, y dejáronlas embestir en tierra, sin echallas a fondo, diciendo que aquéllas les servirían otra vez de traer otra galima, que con este nombre llaman ellos a los despojos que de los christianos toman.

"Bien se me podrá creer si digo, que sentí en el alma mi cautiverio, y sobre todo la pérdida de los recaudos de Roma, donde en una caja de lata los traía, con la cédula de los mil y seiscientos ducados. Mas, la buena suerte quiso que viniese a manos de un christiano cautivo español, que las guardó; que si vinieran a poder de los turcos, por lo menos había de dar por mi rescate lo que rezaba la cédula, que ellos averiguaran cúya era.

"Trujéronnos a Argel, donde hallé que estaban rescatando los padres de la santísima Trinidad. Hablélos; díjeles quién era; y movidos de caridad, aunque yo era extranjero, me rescataron en esta forma: que dieron por mí tre[s]cientos ducados, los ciento luego, y los do[s]cientos cuando volviese el bajel de la limosna a rescatar al padre de la Redempción, que se quedaba en Argel, empeñado en cuatro mil ducados; que había gastado más de los que traía. Porque a toda esta misericordia y liberalidad se extiende la caridad destos padres, que dan su libertad por la ajena y se quedan cautivos por rescatar los cautivos.

"Por añadidura del bien de mi libertad, hallé la caja perdida con los recaudos y la cédula. Mostrésela al bendito padre que me había rescatado, y ofrecíle quinientos ducados más de los de mi rescate, para ayuda de su empeño. Casi un año se tardó en volver la nave de la limosna, y lo que en este año me pasó, a poderlo contar a[h]ora, fuera otra nueva historia. Sólo diré que fui conocido de uno de los veinte turcos que di libertad, con los demás christianos ya referidos; y fue tan agradecido y tan hombre de bien que no quiso descubrirme; porque a conocerme los turcos, por aquel que había echado a fondo sus dos bajeles y quitádoles de las manos la gran nave de la India, o me presentaran al gran turco, o me quitaran la vida; y de presentarme al gran señor redundara no tener libertad en mi vida. Finalmente, el padre redemptor vino a España conmigo, y con otros cincuenta christianos rescatados. En Valencia hicimos la procesión general, y desde allí cada uno se partió donde más le plugo con las insignias de su libertad, que son estos habiticos.

"Hoy llegué a esta ciudad con tanto deseo de ver a Isabela mi esposa que sin detenerme a otra cosa, pregunté por este monasterio donde me habían de dar nuevas de mi esposa; lo que en él me ha sucedido ya se ha visto. Lo que queda por ver son estos recaudos para que se pueda tener por verdadera mi historia, que tiene tanto de milagrosa como de verdadera.

Y luego, en diciendo esto, sacó de una caja de lata los recaudos que decía, y se los puso en manos del provisor, que los vio junto con el señor asistente, y no halló en ellos cosa que le hiciese dudar de la verdad que Ricaredo había contado.

Y para más confirmación della, ordenó el cielo, que se hallase presente a todo esto el mercader florentín, sobre quien venía la cédula de los mil y seiscientos ducados, el cual pidió que le mostrasen la cédula. Y mostrándosela, la reconoció y la aceptó para luego, porque él muchos meses había, que tenía aviso desta partida.

Todo esto fue añadir admiración a admiración, y espanto a espanto. Ricaredo dijo que de nuevo ofrecía los quinientos ducados que había prometido. Abrazó el asistente a Ricaredo y a sus padres de Isabela, y a ella, ofreciéndoseles a todos con corteses razones. Lo mismo hicieron los dos señores eclesiásticos; y rogaron a Isabela que pusiese toda aquella historia por escrito, para que le leyese su señor el arzobispo; y ella lo prometió.

El grande silencio, que todos los circunstantes habían tenido, escuchando el extraño caso, se rompió en dar alabanzas a Dios por sus grandes maravillas y dando, desde el mayor hasta el más pequeño, el parabién a Isabel, a Ricaredo y a sus padres, los dejaron. Y ellos suplicaron al asistente [que] honrase sus bodas, que de allí a ocho días pensaban hacerlas. Holgó de hacerlo así el asistente; y de allí a ocho días, acompañado de los más principales de la ciudad, se halló en ellas.

Por estos rodeos, y por estas circunstancias, los padres de Isabela cobraron su hija y restauraron su hacienda; y ella, favorecida del cielo y ayudada de sus muchas virtudes, a despecho de tantos inconvenientes, halló marido tan principal como Ricaredo, en cuya compañía se piensa que aún hoy vive en las casas que alquilaron frontero de santa Paula. Que después, las compraron de los herederos de un hidalgo burgalés, que se llamaba Hernando de Cifuentes.

Esta novela nos podría enseñar cuánto puede la virtud, y cuánto la hermosura, pues son bastantes juntas, y cada una de por sí, a enamorar aun hasta los mismos enemigos, y de cómo sabe el cielo sacar, de las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores provechos.