¿Qué pasa cuando morimos?
Dicen que sólo dos cosas son seguras: los impuestos y la muerte.
Nuestros impuestos, ya nos imaginamos dónde acaban, pero… ¿Qué pasa cuando nos morimos?
Ya algunos animales con cierta capacidad de cognición, como los elefantes, se dan cuenta
cuando uno de ellos ha muerto y hacen rituales funerarios. Incluso entierran y velan los
restos durante días. Algunos visitan las tumbas años después del deceso. Para los
humanos primitivos debía resultar evidente que un cuerpo que no hablaba, se movía o
respiraba ya no era la persona que corría, nadaba, le gustaban los mangos y contaba chistes
malos junto a la hoguera: algo “se ausentó” del cuerpo.
¿Es que el cuerpo es una vela y la vida un fuego que simplemente se apaga? ¿O existe
un espíritu que va a algún otro lugar? Los seres humanos encontramos extremadamente
difícil pensar en que dejaremos de existir, por eso en casi todas las culturas existe
la idea de que el “yo” es inmaterial: es el espíritu el que le da vida al cuerpo,
hace que se mueva y al morir lo abandona como si fuera un envase. Esta creencia está presente
en el origen de las religiones. Para los griegos “ánemos” es viento,
soplo. Y al ser la respiración lo que más notoriamente abandona el cuerpo al morir,
se pensó que en el aliento radicaba el ser. De “ánemos” pasó al latín “ánima”
y de ahí al español “alma”. Para los griegos, cuando alguien moría, sin importar
cómo se hubiera portado, llegaba al Hades, el inframundo. Lo concebían como un lugar
físico al que se podía llegar a través de ciertas cuevas o navegando: Odiseo llega
ahí en barco. Más tarde pensaron que era justo que las almas virtuosas se fueran a
un lugar hermoso, los Campos Elíseos, y los malvados a un abismo lleno de monstruos: el
Tártaro. Los antiguos egipcios tenían una idea similar:
si hacías malos actos, tu corazón se volvía pesado. Al morir, la diosa Maat lo ponía
en una balanza: si pesaba menos que una pluma, podías pasar a la “tierra de los dos campos”
y disfrutar, siempre y cuando alguien hubiera preservado tu cuerpo y escrito tu nombre.
Si no, tu alma se perdería. Para los pueblos nahuas, como los mexicas
o los otomíes, no era tu virtud la que decidía adónde irías al morir, sino la manera en
que habías muerto. La mayoría de la gente se iba al Mictlán, guiados por un perro.
Los guerreros caídos en batalla y las mujeres que habían muerto al dar a luz acompañaban
al sol, y los ahogados acompañaban Tláloc, dios de la lluvia.
Para los incas, el inframundo se llamaba Uku Pacha. Quienes habían sido virtuosos podían
irse a acompañar al dios del sol a su morada. Se creía que los ancestros cuidaban a los
vivos, por lo que los vivos debían cuidar y honrar sus restos.
La doctrina hindú afirma que el alma sale del cuerpo y renace en uno nuevo, en un ciclo
de incontables reencarnaciones. Cada vida es una oportunidad de purificarse por medio
de la disciplina y la austeridad. Para los budistas es posible salir de este
ciclo de reencarnaciones mediante la meditación: al darte cuenta que el mundo es una ilusión
y abandonar tus apegos y odios, alcanzarías el Nirvana: un estado de iluminación y liberación
de todo sufrimiento. Las religiones cristianas, la católica entre
ellas, dicen que al morir tu alma es juzgada para decidir si va al cielo o al infierno
por toda la eternidad, dependiendo de tus obras y de tu fe en Dios. Si tus pecados no
fueron tan graves o los confesaste antes de morir, vas al purgatorio, donde puedes limpiar
esas imperfecciones. Esta idea del “más allá” proviene de la tradición judía.
Aunque no está en la doctrina cristiana, muchas personas creen que, cuando alguien
muere de manera violenta o habiendo dejado asuntos pendientes, su alma se queda penando
en la Tierra: son los fantasmas. Desde un punto de vista estrictamente científico
los fantasmas, o el alma, como una esencia inmortal de la persona, no tienen existencia
verificable. En 1907 el médico Duncan MacDougall puso
a seis moribundos sobre básculas. Cuando murieron, vio que uno de ellos había perdido
21.3 gramos: eso dio origen a la idea popular de que el alma pesa 21 gramos. Pero MacDougall
ignoró en su reporte que los otros 5 pacientes no perdieron peso y que esos 21 gramos pudieron
deberse simplemente a la evaporación de sudor. Otras anécdotas, como la de la “luz al
final del túnel” de los pacientes con experiencias cercanas a la muerte suenan muy tentadoras
como pruebas de vida después de la vida, aunque también se pueden explicar como procesos
fisiológicos. Desde la visión científica, aquellos aspectos
que conforman lo que llamamos “espíritu” (nuestra conciencia, pensamientos, recuerdos
y sentimientos), son un producto de la nuestra actividad biológica, especialmente de nuestro
cerebro y sistema nervioso. Desde este punto de vista, el alma no es la que da vida a la
materia, sino que, si la materia se organiza de cierta manera (por ejemplo, formando un
ser humano) surgen esos atributos a los que juntos, llamaríamos “alma”. Conforme
vamos creciendo, mediante la experiencia, nuestro espíritu se iría haciendo más complejo
y, si nos esforzamos, más sabio. Desde esta perspectiva, la muerte es simplemente
la interrupción de todas las funciones biológicas, y por lo tanto, de la conciencia que, como
la llama de la vela, se apaga, no va a otro lugar.
No tenemos la certeza de qué pasa después de la muerte. Quizá sí sobreviva el alma
¡no sabemos! Pero lo que sí sabemos es que antes de morir podemos compartir nuestros
pensamientos, sentimientos y nuestra conciencia con los demás. Nuestras acciones y lo que
dejemos en este mundo continuará vivo, así como una vela puede compartir su flama con
otras antes de apagarse. CuriosaMente
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