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Novelas ejemplares, de Miguel de Cervantes Saavedra, Primera parte de "Rinconete y Cortadillo", de Las Novelas ejemplares.

Primera parte de "Rinconete y Cortadillo", de Las Novelas ejemplares.

En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del verano, se hallaron en ella a caso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince años; el uno, ni el otro no pasaban de diez y siete, ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa no la tenían; los calzones eran de lienzo, y las medias de carne. Bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates, tan traídos como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de manera que más le servían de cormas que de zapatos.

Traía el uno montera verde de cazador, el otro un sombrero sin toquilla, bajo de copa y ancho de falda. A la espalda, y ceñida por los pechos, traía el uno una camisa de color de camuza, encerrada y recogida toda en una manga; el otro venía escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le parecía un gran bulto que, a lo que después pareció, era un cuello de los que llaman valones, almidonado con grasa, y tan deshilado de roto que todo parecía hilachas. Venían en él envueltos, y guardados, unos naipes de figura ovada, porque de ejercitarlos se les habían gastado las puntas, y porque durasen más se las cercenaron, y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos quemados del sol; las uñas caireladas y las manos no muy limpias. El uno tenía una media espada; el otro un cuchillo de cachas amarillas, que los suelen llamar vaqueros.

Saliéronse los dos a sestear en un portal, o cobertizo, que delante de la venta se hace; y sentándose frontero el uno del otro; el que parecía de más edad dijo al más pequeño:

–¿De qué tierra es v. m., señor gentilhombre, y para adónde bueno camina?

–Mi tierra, señor caballero –respondió el preguntado–, no la sé, ni para dónde camino tampoco.

–Pues, en verdad –dijo el mayor–, que no parece v. m. del cielo; y que éste no es lugar para hacer su asiento en él, que por fuerza se ha de pasar adelante.

–Así es –respondió el mediano–, pero yo he dicho verdad en lo que he dicho; porque mi tierra no es mía, pues no tengo en ella más de un padre que no me tiene por hijo, y una madrastra que me trata como alnado. El camino que llevo es a la ventura, y allí le daría fin donde hallase quien me diese lo necesario para pasar esta miserable vida.

–¿Y sabe vuesa merced algún oficio? –preguntó el grande.

Y el menor respondió:

–No sé otro, sino que corro como una liebre y salto como un gamo, y corto de tijera muy delicadamente.

–Todo eso es muy bueno, útil y provechoso –dijo el grande–, porque habrá sacristán que le dé a v. m. la ofrenda de todos Santos, porque para el Jueves Santo le corte florones de papel para el monumento.

–No es mi corte desa manera –respondió el menor–, sino que mi padre, por la misericorida del cielo, es sastre y calcetero, y me enseñó a cortar antiparas, que como v. m. bien sabe, son medias calzas con avampiés, que por su propio nombre se suelen llamar polainas; y córtolas tan bien que en verdad que me podría examinar de maestro, sino que la corta suerte me tiene arrinconado.

–Todo eso, y más, acontece por los buenos –respondió el grande–, y siempre he oído decir que las buenas habilidades son las más perdidas; pero aún edad tiene v. m. para enmendar su ventura. Mas, si yo no me engaño y el ojo no me miente, otras gracias tiene v. m. secretas, y no las quiere manifestar.

–Sí, tengo –respondió el pequeño–, pero no son para en público, como v. m. ha muy bien apuntado.

A lo cual replicó el grande:

–Pues yo le sé decir, que soy uno de los más secretos mozos que en gran parte se puedan hallar; y para obligar a v. m. que descubra su pecho, y descanse conmigo, le quiero obligar con descubrirle el mío primero, porque imagino que no sin misterio nos ha juntado aquí la suerte; y pienso que habemos de ser, déste hasta el último día de nuestra vida, verdaderos amigos. Yo, señor hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso, por los ilustres pasajeros que por él de contin[u]o pasan. Mi nombre es Pedro del Rincón, mi padre es persona de calidad, porque es ministro de la Santa Cruzada, quiero decir, que es bulero, o buldero, como los llama el vulgo. Algunos días le acompañé en el oficio y le aprendí de manera que no daría ventaja en echar las bulas al que más presumiese en ello. Pero habiéndome un día aficionado más al dinero de las bulas que a las mismas bulas, me abracé con un talego y di conmigo, y con él, en Madrid, donde con las comodidades que allí de ordinario se ofrecen, en pocos días saqué las entrañas al talego, y le dejé con más dobleces que pañizuelo de desposado. Vino el que tenía a cargo el dinero tras mí; prendiéronme; tuve poco favor, aunque viendo aquellos señores mi poca edad, se contentaron con que me arrimasen al aldabilla y me mosqueasen las espaldas por un rato, y con que saliese desterrado por cuatro años de la corte. Tuve paciencia; encogí los hombros; sufrí la tanda y el mosqueo; y salí a cumplir mi destierro, con tanta priesa que no tuve lugar de buscar cabalgaduras. Tomé de mis alhajas las que pude, y las que me parecieron más necesarias; y entre ellas saqué estos naipes (y a este tiempo descubrió los que se han dicho que en el cuello traía) con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas, que hay desde Madrid aquí, jugando a la veintiuna; y aunque v. m. los ve tan astrosos y maltratados, usan de una maravillosa virtud con quien los entiende que no alzara que no quede un as debajo. Y si v. m. es versado en este juego, verá cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene cierto un as a la primera carta que le puede servir de un punto y de once; que con esta ventaja, siendo la veintiuna envidada, el dinero se queda en casa. Fuera desto, aprendí de un cocinero de un cierto embajador ciertas tretas de quínolas y del parar, a quien también llaman el andaboba; que así como v. m. se puede examinar en el corte de sus antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia vilhanesca. Con esto voy seguro de no morir de hambre. Porque aunque llegue a un cortijo, hay quien quiere pasar tiempo jugando un rato; y desto hemos de hacer luego la experiencia los dos. Armemos la red y veamos si cae algún pájaro destos arrieros que aquí hay; quiero decir, que jugaremos los dos a la veintiuna, como si fuese de veras, que si alguno quisiere ser tercero, él será el primero que deje la pecunia.

–Sea en buen[h]ora –dijo el otro–, y en merced muy grande tengo la que v. m. me ha hecho en darme cuenta de su vida, con que me ha obligado a que yo no le encubra la mía que, diciéndola más breve, es ésta. Yo nací en el piadoso lugar puesto entre Salamanca y Medina del Campo. Mi padre es sastre, enseñóme su oficio, y de corte de tisera; con mi buen ingenio salté a cortar bolsas. Enfadóme la vida estrecha del aldea y el desamorado trato de mi madrastra. Dejé mi pueblo, vine a Toledo a ejercitar mi oficio, y en él he hecho maravillas; porque no pende relicario de toca, ni hay faldriquera tan escondida que mis dedos no visiten, ni mis tiseras no corten, aunque le estén guardando con ojos de Argos. Y en cuatro meses que estuve en aquella ciudad nunca fui cogido entre puertas, ni sobresaltado, ni corrido de corchetes, ni soplado de ningún cañuto. Bien es verdad que habrá ocho días que una espía doble dio noticia de mi habilidad al corregidor, el cual, aficionado a mis buenas partes, quisiera verme; mas yo, que por ser humilde no quiero tratar con personas tan graves, procuré de no verme con él y, así, salí de la ciudad con tanta priesa que no tuve lugar de acomodarme de cabalgaduras, ni blancas, ni de algún coche de retorno, o por lo menos de un carro.

–Eso se borre –dijo Rincón– y pues ya nos conocemos, no hay para qué aquesas grandezas, ni altiveces; confesemos llanamente que no teníamos blanca, ni aun zapatos.

–Sea así –respondió Diego Cortado (que así dijo el menor que se llamaba)– y pues nuestra amistad, como v. m., señor Rincón, ha dicho, ha de ser perpetua, comencémosla con santas y loables ceremonias.

Y levantándose, Diego Cortado abrazó a Rincón y Rincón a él tierna y estrechamente, y luego se pusieron los dos a jugar a la veintiuna con los ya referidos naipes, limpios de polvo y de paja, mas no de grasa y malicia; y a pocas manos alzaba también por el as Cortado como Rincón su maestro.

Salió en esto un arriero a refrescarse al portal, y pidió que quería hacer tercio. Acogiéronle de buena gana, y en menos de media hora le ganaron doce reales y veinte y dos maravedís, que fue darle doce lanzadas y veinte y dos mil pesadumbres. Y creyendo el arriero, que por ser muchachos no se lo defenderían, quiso quitalles el dinero, mas ellos, poniendo el uno mano a su media espada y el otro al de las cachas amarillas, le dieron tanto que hacer que, a no salir sus compañeros, sin duda lo pasara mal.

A esta sazón pasaron a caso por el camino una tropa de caminantes a caballo, que iban a sestear a la venta del alcalde, que está media legua más adelante; los cuales, viendo la pendencia del arriero con los dos muchachos, los apaciguaron y les dijeron que si a caso iban a Sevilla, que se viniesen con ellos.

–Allá vamos –dijo Rincón–, y serviremos a vs. ms. en todo cuanto nos mandaren.

Y sin más detenerse, saltaron delante de las mulas y se fueron con ellos, dejando al arriero agraviado y enojado, y a la ventera admirada de la buena crianza de los pícaros, que les había estado oyendo su plática sin que ellos advirtiesen en ello.

Y cuando dijo al arriero que les había oído decir que los naipes que traían eran falsos, se pelaba las barbas, y quisiera ir a la venta tras ellos a cobrar su hacienda, porque decía que era grandísima afrenta, y caso de menos valer, que dos muchachos hubiesen engañado a un hombrazon tan grande como él. Sus compañeros le detuvieron, y aconsejaron que no fuese, siquiera por no publicar su inhabilidad y simpleza. En fin, tales razones le dijeron que, aunque no le consolaron, le obligaron a quedarse.

En esto, Cortado y Rincón se dieron tan buena maña en servir a los caminantes que lo más del camino los llevaban a las ancas; y aunque se les ofrecían algunas ocasiones de tentar las valijas de sus medios amos, no las admitieron, por no perder la ocasión tan buena del viaje de Sevilla, donde ellos tenían grande deseo de verse. Con todo esto, a la entrada de la ciudad, que fue a la oración, y por la puerta de la aduana, a causa del registro y almojarifazgo que se paga, no se pudo contener Cortado de no cortar la valija, o maleta, que a las ancas traía un francés de la camarada. Y así, con el de sus cachas le dio tan larga y profunda herida, que se parecían patentemente las entrañas, y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj de sol y un librillo de memoria, cosas que, cuando las vieron, no les dieron mucho gusto; y pensaron, que pues el francés llevaba a las ancas aquella maleta, no la había de haber ocupado con tan poco peso como era el que tenían aquellas preseas, y quisieran volver a darle otro tiento; pero no lo hicieron, imaginando que ya lo habrían echado [de] menos, y puesto en recaudo lo que quedaba.

Habíanse despedido antes que el [a]salto hiciesen, de los que hasta allí los habían sustentado. Y otro día vendieron las camisas en el malbaratillo que se hace fuera de la puerta del Arenal, y dellas hicieron veinte reales. Hecho esto, se fueron a ver la ciudad, y admiróles la grandeza y sumptuosidad de su mayor iglesia, el gran concurso de gente del río, porque era un tiempo de cargazón de flota y había en él seis galeras cuya vista les hizo suspirar, y aun temer el día que sus culpas les habían de traer a morar en ellas de por vida. Echaron de ver los muchos muchachos de la esportilla que por allí andaban; informáronse de uno dellos, qué oficio era aquél, y si era de mucho trabajo, y de qué ganancia. Un muchacho asturiano, que fue a quien le hicieron la pregunta, respondió que el oficio era descansado, y de que no se pagaba alcabala, y que algunos días salía con cinco y con seis reales de ganancia, con que comía y bebía y triunfaba como cuerpo de rey, libre de buscar amo a quien dar fianzas, y seguro de comer a la hora que quisiese, pues a todas lo hallaba en el más mínimo bodegón de toda la ciudad.

No les pareció mal a los dos amigos la relación del asturianillo, ni les descontentó el oficio, por parecerles que venía como de molde para poder usar el suyo con cubierta y seguridad, por la comodidad que ofrecía de entrar en todas las casas; y luego determinaron de comprar los instrumentos necesarios para usalle, pues lo podían usar sin examen. Y preguntándole al asturiano qué habían de comprar, les respondió que sendos costales pequeños, limpios o nuevos, y cada uno tres espuertas de palma, dos grandes y una pequeña; en las cuales se repartía la carne, pescado y fruta, y en el costal el pan. Y él les guió donde lo vendían, y ellos del dinero de la galima del francés lo compraron todo, y dentro de dos horas pudieran estar graduados en el nuevo oficio, según les ensayaban las esportillas y asentaban los costales.

Avisóles su adalid de los puestos dónde habían de acudir: por las mañanas, a la carnicería y a la plaza de san Salvador; los días de pescado a la pescadería y a la costanilla; todas las tardes al río; los jueves a la feria. Toda esta lición tomaron bien de memoria; y otro día bien de mañana se plantaron en la plaza de san Salvador; y apenas hubieron llegado, cuando los rodearon otros mozos del oficio, que por lo flamante de los costales y espuertas vieron ser nuevos en la plaza. Hiciéronles mil preguntas, y a todas respondían con discreción y mesura. En esto, llegaron un medio estudiante y un soldado, y convidados de la limpieza de las espuertas de los dos novatos, el que parecía estudiante llamó a Cortado, y el soldado a Rincón.

–En nombre sea de Dios –dijeron ambos.

–Para bien se comience el oficio –dijo Rincón–, que v. m. me estrena, señor mío.

A lo cual respondió el soldado:

–La estrena no será mala, porque estoy de ganancia y soy enamorado, y tengo de hacer hoy banquete a unas amigas de mi señora.

–Pues cargue v. m. a su gusto, que ánimo tengo, y fuerzas, para llevarme toda esta plaza y aun si fuere menester, que ayude a guisarlo; lo haré de muy buena voluntad.

Contentóse el soldado de la buena gracia del mozo y díjole que si quería servir, que él le sacaría de aquel abatido oficio. A lo cual respondió Rincón que por ser aquel día el primero que le usaba, no le quería dejar tan presto hasta ver alomenos lo que tenía de malo, y bueno; y cuando no le contentase, él daba su palabra de servirle a él, antes que a un canónigo.

Rióse el soldado, cargóle muy bien, mostróle la casa de su dama para que la supiese de allí adelante, y él no tuviese necesidad, cuando otra vez le enviase, de acompañarle. Rincón prometió fidelidad y buen trato; diole el soldado tres cuartos, y en un vuelo volvió a la plaza por no perder coyuntura, porque también desta diligencia les advirtió el asturiano, y de que cuando llevasen pescado menudo, conviene a saber, albures o sardinas o acedías, bien podían tomar algunas y hacerlas la salva, siquiera para el gasto de aquel día; pero que esto había de ser con toda sagacidad y advertimiento porque no se perdiese el crédito, que era lo que más importaba en aquel ejercicio.

Por presto que volvió Rincón, ya halló en el mismo puesto a Cortado. Llegóse Cortado a Rincón y preguntóle que cómo le había ido. Rincón abrió la mano y mostróle los tres cuartos. Cortado entró la suya en el seno y sacó una bolsilla, que mostraba haber sido de ámbar en los pasados tiempos; venía algo hinchada, y dijo:

–Con ésta me pagó su reverencia del estudiante y con dos cuartos, mas tomadla vos, Rincón, por lo que puede suceder.

Y habiéndosela ya dado secretamente, veis aquí do[nde] vuelve el estudiante trasudando y turbado de muerte; y viendo a Cortado le dijo si a caso había visto una bolsa de tales y tales señas, que con quince escudos de oro en oro, y con tres reales de a dos, y tantos maravedís en cuartos y en ochavos, le faltaba; y que le dijese si la había tomado en el entretanto que con él había andado comprando.

A lo cual, con extraño disimulo, sin alterarse ni mudarse en nada, respondió Cortado:

–Lo que yo sabré decir desa bolsa es, que no debe de estar perdida, si ya no es que v. m. la puso a mal recaudo.

–Eso es ello ¡pecador de mí! –respondió el estudiante–, que la debí de poner a mal recaudo, pues me la hurtaron.

–Lo mismo digo yo –dijo Cortado–, pero para todo hay remedio, sino es para la muerte, y el que v. m. podrá tomar es, lo primero y principal, tener paciencia, que "de menos nos hizo Dios", y "un día viene tras otro día", y "donde las dan las toman"; y podría ser que con el tiempo el que llevó la bolsa se viniese a arrepentir y se la volviese a vuesa merced sahumada. –El sahumerio le perdonaríamos –respondió el estudiante, y Cortado prosiguió diciendo:

–Cuanto más, que cartas de descomunión hay, Paulinas y de buena diligencia, que es madre de la buena ventura; aunque a la verdad no quisiera yo ser el llevador de tal bolsa, porque si es que v. m. tiene alguna orden sacra, parecermeía a mí que había cometido algún grande incesto, o sacrilegio.

–Y ¡cómo que ha cometido sacrilegio! –dijo en esto el adolorido estudiante–, que puesto que yo no soy sacerdote, sino sacristán de unas monjas, el dinero de la bolsa era del tercio de una capellanía que me dio a cobrar un sacerdote amigo mío, y es dinero sagrado y bendito.

–Con su pan se lo coma –dijo Rincón a este punto–; no le arriendo la ganancia; día de juicio hay donde todo saldrá en la colada y entonces se verá quién fue Callejas y el atrevido que se atrevió a tomar, hurtar y menoscabar el tercio de la capellanía. Y ¿cuánto renta cada año? dígame, señor sacristán, por su vida.

–¡Renta, la puta que me parió! y ¡estoy yo agora para decir lo que renta! –respondió el sacristán, con algún tanto de demasiada cólera–. Decidme, hermanos, si sabéis algo, si no quedad con Dios que yo la quiero hacer pregonar.

–No me parece mal remedio ése –dijo Cortado–, pero advierta v. m., no se le olviden las señas de la bolsa, ni la cantidad puntualmente del dinero que va en ella, que si yerra en un ardite, no parecerá en días del mundo, y esto le doy por hado.

–No hay que temer deso –respondió el sacristán–, que lo tengo más en la memoria que el tocar de las campanas, no me erraré en un átomo.

Sacó, en esto, de la faldriquera un pañuelo randado para limpiarse el sudor que llovía de su rostro como de alquitara; y apenas le hubo visto Cortado, cuando le marcó por suyo. Y habiéndose ido el sacristán, Cortado le siguió y le alcanzó en las gradas donde le llamó y le retiró a una parte; y allí le comenzó a decir tantos disparates, al modo de lo que llaman bernardinas, [a]cerca del hurto y hallazgo de su bolsa, dándole buenas esperanzas sin concluir jamás razón que comenzase, que el pobre sacristán estaba embelesado escuchándole. Y como no acababa de entender lo que le decía, hacía que le replicase la razón dos y tres veces. Estábale mirando Cortado a la cara atentamente y no quitaba los ojos de sus ojos. El sacristán le miraba de la misma manera, estando colgado de sus palabras; este tan grande embelesamiento dio lugar a Cortado que concluyese su obra, y sutilmente le sacó el pañuelo de la faldriquera y, despidiéndose dél, le dijo que a la tarde procurase de verle en aquel mismo lugar porque él traía entre ojos que un muchacho de su mismo oficio, y de su mismo tamaño, que era algo ladroncillo, le había tomado la bolsa, y que él se obligaba a saberlo, dentro de pocos o de muchos días.

Con esto, se consoló algo el sacristán y se despidió de Cortado, el cual se vino donde estaba Rincón, que todo lo había visto un poco apartado dél; y más abajo estaba otro mozo de la esportilla que vio todo lo que había pasado y cómo Cortado daba el pañuelo a Rincón; y llegándose a ellos, les dijo:

–Díganme, señores galanes, ¿voacedes son de mala entrada, o no?

–No entendemos esa razón, señor galán –respondió Rincón.

–¿Qué no entrevan, señores murcios? –respondió el otro.

–Ni somos de Teba, ni de Murcia –dijo Cortado–; si otra cosa quiere, dígala, si no, váyase con Dios.

–No lo entienden –dijo el mozo–, pues yo se lo daré a entender, y a beber con una cuchara de plata. Quiero decir, señores, si son vuesas mercedes ladrones. Mas no sé para qué les pregunto esto, pues sé ya que lo son; mas díganme, ¿cómo no han ido a la aduana del señor Monipodio?

–¿Págase en esta tierra almojarifazgo de ladrones, señor galán? –dijo Rincón.

–Si no se paga –respondió el mozo–, alomenos regístranse ante el señor Monipodio, que es su padre, su maestro y su amparo; y así les aconsejo que vengan conmigo a darle obediencia, o si no, no se atrevan a hurtar sin su señal, que les costará caro.

–Yo pensé –dijo Cortado– que el hurtar era oficio libre, horro de pecho y alcabala; y que si se paga, es por junto, dando por fiadores a la garganta y a las espaldas. Pero, pues así es, y en cada tierra hay su uso, guardemos nosotros el desta, que por ser la más principal del mundo, será el más acertado de todo él. Y así, puede vuesa merced guiarnos donde está ese caballero que dice, que ya yo tengo barruntos, según lo que he oído decir, que es muy calificado y generoso y, además, hábil en el oficio.

–Y ¡cómo que es calificado, hábil y suficiente! –respondió el mozo–; eslo tanto que en cuatro años que ha[ce] que tiene el cargo de ser nuestro mayor y padre, no han padecido sino cuatro en el finibusterrae y obra de treinta envesados y de sesenta y dos en gurapas.

–En verdad, señor –dijo Rincón–, que así entendemos esos nombres como volar.

–Comencemos a andar, que yo los iré declarando por el camino –respondió el mozo–, con otros algunos que así les conviene saberlos como el pan de la boca.

Y así les fue diciendo, y declarando, otros nombres de los que ellos llaman germanescos, o de la germanía, en el discurso de su plática, que no fue corta porque el camino era largo; en el cual dijo Rincón a su guía:

–¿Es v. m. por ventura ladrón?

–Sí –respondió él–, para servir a Dios y a las buenas gentes, aunque no de los muy cursados, que todavía estoy en el año del noviciado.

A lo cual respondió Cortado:

–Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la buena gente.

A lo cual respondió el mozo:

–Señor, yo no me meto en tologías; lo que sé es que cada uno en su oficio puede alabar a Dios, y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus ahijados.

–Sin duda –dijo Rincón–, debe de ser buena y santa, pues hace que los ladrones sirvan a Dios.

–Es tan santa y buena –replicó el mozo– que no sé yo si se podrá mejorar en nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtáremos demos alguna cosa, o limosna, para el aceite de la lámpara de una imagen muy devota que está en esta ciudad; y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena obra; porque los días pasados, dieron tres ansias a un cuatrero que había murciado dos roznos y, con estar flaco y cuartanario, así las sufrió sin cantar, como si fueran nada; y esto atribuimos los del arte a su buena devoción, porque sus fuerzas no eran bastantes para sufrir el primer desconcierto del verdugo. Y porque sé que me han de preguntar algunos vocablos de los que he dicho, quiero curarme en salud y decírselo antes que me lo pregunten. Sepan voacedes, que "cuatrero" es ladrón de bestias; "ansia" es el tormento; "roznos" los asnos, hablando con perdón; "primer desconcierto" es las primeras vueltas de cordel que da el verdugo. Tenemos más, que rezamos nuestro rosario repartido en toda la semana, y muchos de nosotros no hurtamos el día del viernes, ni tenemos conversación con mujer que se llame María el día del sábado.

–De perlas me parece todo eso –dijo Cortado–; pero dígame vuesa merced, ¿hácese otra restitución u otra penitencia, más de la dicha?

–En eso de restituir no hay que hablar –respondió el mozo– porque es cosa imposible por las muchas partes en que se divide lo hurtado, llevando cada uno de los ministros y contrayentes la suya. Y así, el primer hurtador no puede restituir nada, cuanto más, que no hay quien nos mande hacer esta diligencia, a causa que nunca nos confesamos. Y si sacan cartas de excomunión, jamás llegan a nuestra noticia, porque jamás vamos a la iglesia al tiempo que se leen, sino es los días de jubileo por la ganancia que nos ofrece el concurso de la mucha gente.

–Y ¿con sólo eso que hacen, dicen esos señores –dijo Cortadillo–, que su vida es santa y buena?

–Pues ¿qué tiene de malo? –replicó el mozo–. ¿No es peor ser hereje o renegado, o matar a su padre y madre, o ser solomico?

–Sodomita querrá decir v. m. –respondió Rincón.

–Eso digo –dijo el mozo.

–Todo es malo –replicó Cortado–. Pero pues nuestra suerte ha querido que entremos en esta cofradía, v. m. alargue el paso, que muero por verme con el señor Monipodio, de quien tantas virtudes se cuentan.

–Presto se les cumplirá su deseo –dijo el mozo–, que ya desde aquí se descubre su casa. Vuesas mercedes se queden a la puerta, que yo entraré a ver si está desocupado; porque éstas son las horas cuando él suele dar audiencia.

–En buena [hora] sea –dijo Rincón.

Y adelantándose un poco el mozo, entró en una casa no muy buena, sino de muy mala apariencia, y los dos se quedaron esperando a la puerta. Él salió luego y los llamó; y ellos entraron, y su guía les mandó esperar en un pequeño patio ladrillado, y de puro limpio y aljimifrado parecía que vertía carmín de lo más fino. Al un lado estaba un banco de tres pies, y al otro un cántaro desbocado con un jarrillo encima, no menos falto que el cántaro; a otra parte estaba una estera de enea, y en el medio un tiesto, que en Sevilla llaman maceta, de albahaca.

Miraban los mozos atentamente las alhajas de la casa en tanto que bajaba el señor Monipodio; y viendo que tardaba, se atrevió Rincón a entrar en una sala baja, de dos pequeñas que en el patio estaban, y vio en ella dos espadas de esgrima y dos broqueles de corcho, pendientes de cuatro clavos, y una arca grande sin tapa sin cosa que la cubriese, y otras tres esteras de enea tendidas por el suelo. En la pared frontera estaba pegada a la pared una imagen de nuestra Señora, destas de mala estampa; y más abajo pendía una esportilla de palma y, encajada en la pared, una almofía blanca, por do[onde] coligió Rincón, que la esportilla servía de cepo para limosna y la almofía de tener agua bendita, y así era la verdad.

Estando en esto, entraron en la casa dos mozos de hasta veinte años cada uno, vestidos de estudiantes; y de allí a poco, dos de la esportilla y un ciego y, sin hablar palabra ninguno, se comenzaron a pasear por el patio. No tardó mucho cuando entraron dos viejos de bayeta, con antojos que los hacían graves y dignos de ser respectados, con sendos rosarios de sonadoras cuentas en las manos; tras ellos, entró una vieja halduda y, sin decir nada, se fue a la sala; y habiendo tomado agua bendita, con grandísima devoción se puso de rodillas ante la imagen, y a cabo de una buena pieza, habiendo primero besado tres veces el suelo, y levantado los brazos y los ojos al cielo otras tantas, se levantó y echó su limosna en la esportilla y se salió con los demás al patio.

En resolución, en poco espacio se juntaron en el patio hasta catorce personas de diferentes trajes y oficios. Llegaron también de los postreros dos bravos y bizarros mozos, de bigotes largos, sombreros de grande falda, cuellos a la valona, medias de color, ligas de gran balumba, espadas de más de marca, sendos pistoletes cada uno, en lugar de dagas, y sus broqueles pendientes de la pretina; los cuales, así como entraron, pusieron los ojos de través en Rincón y Cortado, a modo de que los extrañaban y no conocían. Y llegándose a ellos les preguntaron si eran de la cofradía. Rincón respondió que sí, y muy servidores de sus mercedes.

Llegóse en esto, la sazón y punto en que bajó el señor Monipodio, tan esperado como bien visto de toda aquella virtuosa compañía. Parecía de edad de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, alto de cuerpo, moreno de rostro, cecijunto, barbinegro y muy espeso, los ojos hundidos. Venía en camisa y por la abertura de delante descubría un bosque, tanto era el vello que tenía en el pecho. Traía cubierta una capa de bayeta casi hasta los pies, en los cuales traía unos zapatos enchancletados; cubríanle las piernas unos zaragüelles de lienzo anchos y largos hasta los tobillos; el sombrero era de los de la hampa, campanudo de copa y tendido de falda; atravesábale un tahalí por espalda y pechos, a do[onde] colgaba una espada ancha y corta, a modo de las del perrillo; las manos eran cortas, pelosas, y los dedos gordos, y las uñas hembras, y remachadas; las piernas no se le parecían, pero los pies eran descomunales, de anchos y juanetudos. En efe[c]to, él representaba el más rústico y disforme bárbaro del mundo. Bajó con él la guía de los dos, y trabándoles de las manos, los presentó ante Monipodio, diciéndole:

–Éstos son los dos buenos mancebos que a vuesa merced dije misor Monipodio, vuesa merced los desamine, y verá como son dignos de entrar en nuestra congregación.

–Eso haré yo de muy buena gana –respondió Monipodio.

Olvidábaseme de decir, que así como Monipodio bajó, al punto, todos los que aguardándole estaban, le hicieron una profunda y larga reverencia, excepto los dos bravos (que a medio magate, como entre ellos se dice) le quitaron los capelos, y luego volvieron a su paseo por una parte del patio; y por la otra se paseaba Monipodio, el cual preguntó a los nuevos el ejercicio, la patria y padres.

A lo cual Rincón respondió:

–El ejercicio ya está dicho, pues venimos ante vuesa merced; la patria no me parece de mucha importancia decilla, ni los padres tampoco, pues no se ha de hacer información para recebir algún hábito honroso.

A lo cual respondió Monipodio:

–Vos, hijo mío, estáis en lo cierto y es cosa muy acertada encubrir eso que decís; porque si la suerte no corriere como debe, no es bien que quede asentado debajo de signo de escribano, ni en el libro de las entradas: Fulano, hijo de fulano, vecino de tal parte, tal día le ahorcaron, o le azotaron, u otras cosas semejantes; que por lo menos suena mal a los buenos oídos; y así, torno a decir que es provechoso documento callar la patria, encubrir los padres y mudar los propios nombres; aunque para entre nosotros no ha de haber nada encubierto, y sólo aora quiero saber los nombres de los dos.

Rincón dijo el suyo, y Cortado también.

–Pues de aquí adelante –respondió Monipodio– quiero, y es mi voluntad, que vos Rincón os llaméis Rinconete, y vos Cortado, Cortadillo, que son nombres que asientan como de molde a vuestra edad y a nuestras ordenanzas, debajo de las cuales cae tener necesidad de saber el nombre de los padres de nuestros cofrades, porque tenemos de costumbre de hacer decir cada año ciertas misas por las ánimas de nuestros difuntos y bienhechores, sacando el estupendo para la limosna de quien las dice de alguna parte de lo que se garbea. Y estas tales misas, así dichas, como pagadas, dicen que aprovecha a las tales ánimas por vía de naufragio. Y caen debajo de nuestros bienhechores: el procurador que nos defiende, el guro que nos avisa, el verdugo que nos tiene lástima, el que cuando [uno] de nosotros va huyendo por la calle y detrás le van dando voces: "¡Al ladrón, al ladrón, deténganle, deténganle! "; uno se pone en medio y se opone al raudal de los que le siguen, diciendo "Déjenle al cuitado, que harta mala ventura lleva, ¡allá se lo haya, castíguele su pecado!" Son también bienhechoras nuestras las socorridas, que de su sudor nos socorren, ansí en la trena como en las guras; y también lo son nuestros padres y madres que nos echan al mundo, y el escribano que, si anda de buena, no hay delito que sea culpa, ni culpa a quien se dé mucha pena; y por todos estos que he dicho, hace nuestra hermandad cada año su adversario con la mayor popa y sole[m]nidad que podemos.

–Por cierto –dijo Rinconete (ya confirmado con este nombre)–, que es obra digna del altísimo y profundísimo ingenio que hemos oído decir que v. m., señor Monipodio, tiene. Pero nuestros padres aún gozan de la vida; si en ella les alcanzáremos daremos luego noticia a esta felicísima y abogada cofraternidad, para que por sus almas se les haga ese naufragio, o tormenta, o ese adversario, que v. m. dice, con la sole[m]nidad y pompa acostumbrada; si ya no es que se hace mejor con popa y soledad, como también apuntó vuesa merced en sus razones.

–Así se hará, o no quedará de mí pedazo –replicó Monipodio, y llamando a la guía le dijo–: Ven acá, Ganchuelo, ¿están puestas las postas?

–Sí –dijo la guía, que Ganchuelo era su nombre–, tres centinelas quedan avizorando, y no hay que temer que nos cojan de sobresalto.

–Volviendo, pues, a nuestro propósito –dijo Monipodio–, querría saber, hijos, lo que sabéis, para daros el oficio y ejercicio conforme a vuestra inclinación y habilidad.

–Yo –respondió Rinconete– sé un poquito de floreo de vilhán; entiéndeseme el retén; tengo buena vista para el humillo; juego bien de la sola, de las cuatro, y de las ocho; no se me va por pies el raspadillo, verrugueta, y el colmillo. Entróme por la boca de lobo, como por mi casa, y atreveríame a hacer un tercio de chanza mejor que un tercio de Nápoles, y a dar un astillazo al más pintado, mejor que dos reales prestados.

–Principios son –dijo Monipodio–; pero todas ésas son flores de cantueso viejas, y tan usadas que no hay principiante que no las sepa, y sólo sirven para alguno que sea tan blanco que se deje matar de media noche abajo; pero andará el tiempo y vernoshemos; que asentando sobre ese fundamento media docena de liciones, yo espero en Dios que habéis de salir oficial famoso, y aun quizá maestro.

–Todo será para servir a vuesa merced y a los señores cofrades –respondió Rinconete.

–Y vos, Cortadillo, ¿qué sabéis? –preguntó Monipodio.

–Yo –respondió Cortadillo–, sé la treta que dicen "mete dos y saca cinco" y sé dar tiento a una faldriquera con mucha puntualidad y destreza. –¿Sabéis más? –dijo Monipoidio.

–No, por mis grandes pecados –respondió Cortadillo.

–No os aflijáis, hijo –replicó Monipodio–, que a puerto y a escuela habéis llegado donde ni os anegaréis, ni dejaréis de salir muy bien aprovechado en todo aquello que más os conviniere. Y en esto del ánimo ¿cómo os va, hijos?

–¡Cómo nos ha de ir –respondió Rinconete–, sino muy bien! Ánimo tenemos para acometer cualquiera empresa de las que tocaren a nuestro arte y ejercicio.

–Está bien –replicó Monipodio–; pero querría yo que también le tuviésedes para sufrir, si fuese menester, media docena de ansias sin desplegar los labios y sin decir esta boca es mía.

–Ya sabemos aquí –dijo Cortadillo–, señor Monipodio, qué quiere decir ansias, y para todo tenemos ánimo; porque no somos tan ignorantes que no se nos alcance, que lo que dice la lengua paga la gorja; y harta merced le hace el cielo al hombre atrevido, por no darle otro título, que le deja en su lengua su vida, o su muerte, como si tuviese más letras un "no" que un "sí". –¡Alto! no es menester más –dijo a esta sazón, Monipodio–. Digo, que sola esa razón me convence, me obliga, me persuade y me fuerza a que desde luego asentéis por cofrades mayores y que se os sobrelleve el año del noviciado.

–Yo soy dese parecer –dijo uno de los bravos; y a una voz lo confirmaron todos los presentes, que toda la plática habían estado escuchando.

Y pidieron a Monipodio, que desde luego les concediese y permitiese gozar de las inmunidades de su cofradía, porque su presencia agradable y su buena plática lo merecía todo. Él respondió que por dalles contento a todos, desde aquel punto se las concedía y, advirtiéndoles que las estimasen en mucho porque eran: no pagar media nata del primer hurto que hiciesen; no hacer oficios menores en todo aquel año, conviene a saber, no llevar recaudo de ningún hermano mayor a la cárcel, ni a la casa, de parte de sus contribuyentes; piar el turco puro; hacer banquete cuándo, cómo y adónde quisieren, sin pedir licencia a su mayoral; entrar a la parte desde luego, con lo que entrujasen los hermanos mayores, como uno dellos; y otras cosas que ellos tuvieron por merced señaladísima y lo demás con palabras muy comedidas las agradecieron mucho.

Estando en esto, entró un muchacho corriendo y desalentado, y dijo:

–El alguacil de los vagabundos viene encaminado a esta casa, pero no trae consigo gurullada.

–Nadie se alborote –dijo Monipodio–, que es amigo, y nunca viene por nuestro daño; sosiéguense, que yo le saldré a hablar.

Todos se sosegaron, que ya estaban algo sobresaltados, y Monipodio salió a la puerta donde halló al alguacil con el cual estuvo hablando un rato, y luego volvió a entrar Monipodio y preguntó:

–¿A quién le cupo hoy la plaza de San Salvador?

–A mí –dijo el de la guía.

–Pues ¿cómo –dijo Monipodio– no se me ha manifestado una bolsilla de ámbar, que esta mañana en aquel paraje dio al traste con quince escudos de oro, y dos reales de a dos, y no sé cuántos cuartos?

–Verdad es –dijo la guía– que hoy faltó esa bolsa, pero yo no la he tomado, ni puedo imaginar quién la tomase.

–No hay levas conmigo –replicó Monipodio–; la bolsa ha de [a]parecer, porque la pide el alguacil, que es amigo y nos hace mil placeres al año.

Tornó a jurar el mozo que no sabía della. Comenzóse a encolerizar Monipodio, de manera que parecía que fuego vivo lanzaba por los ojos, diciendo:

–Nadie se burle con quebrantar la más mínima cosa de nuestra orden, que le costará la vida; manifiéstese la cica; y si se encubre por no pagar los derechos, yo le daré enteramente lo que le toca y pondré lo demás de mi casa; porque en todas maneras ha de ir contento el alguacil.

Tornó de nuevo a jurar el mozo, y a maldecirse, diciendo que él no había tomado tal bolsa, ni vístola de sus ojos. Todo lo cual fue poner más fuego a la cólera de Monipodio y dar ocasión a que toda la junta se alborotase, viendo que se rompían sus estatutos y buenas ordernanzas. Viendo Rinconete, pues, tanta disensión y alboroto, parecióle que sería bien sosegalle y dar contento a su mayor, que reventaba de rabia; y aconsejándose con su amigo Cortadillo, con parecer de entrambos sacó la bolsa del sacristán, y dijo:

–Cese toda cuestión, mis señores, que ésta es la bolsa, sin faltarle nada de lo que el alguacil manifiesta, que hoy mi camarada Cortadillo le dio alcance, con un pañuelo que al mismo dueño se le quitó por añadidura.

Luego sacó Cortadillo el pañizuelo, y lo puso de manifiesto. Viendo lo cual Monipodio, dijo:

–Cortadillo el Bueno, que con este título y renombre ha de quedar de aquí adelante, se quede con el pañuelo y a mi cuenta se quede la satisfa[c]ción deste servicio, y la bolsa se ha de llevar el alguacil, que es de un sacristán pariente suyo, y conviene que se cumpla aquel refrán que dice: No es mucho que a quien te da la gallina entera, tú des una pierna della. Más disimula este buen alguacil en un día que nosotros le podemos, ni solemos, dar en ciento.

De común consentimiento aprobaron todos la hidalguía de los dos modernos y la sentencia y parecer de su mayoral, el cual salió a dar la bolsa al alguacil. Y Cortadillo se quedó confirmado con el renombre de Bueno, bien como si fuera don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, que arrojó el cuchillo por los muros de Tarifa para degollar a su único hijo.


Primera parte de "Rinconete y Cortadillo", de Las Novelas ejemplares. Erster Teil von "Rinconete y Cortadillo", aus Las Novelas ejemplares. First part of "Rinconete y Cortadillo", from Las Novelas ejemplares.

En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del verano, se hallaron en ella a caso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince años; el uno, ni el otro no pasaban de diez y siete, ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa no la tenían; los calzones eran de lienzo, y las medias de carne. Bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates, tan traídos como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de manera que más le servían de cormas que de zapatos.

Traía el uno montera verde de cazador, el otro un sombrero sin toquilla, bajo de copa y ancho de falda. A la espalda, y ceñida por los pechos, traía el uno una camisa de color de camuza, encerrada y recogida toda en una manga; el otro venía escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le parecía un gran bulto que, a lo que después pareció, era un cuello de los que llaman valones, almidonado con grasa, y tan deshilado de roto que todo parecía hilachas. Venían en él envueltos, y guardados, unos naipes de figura ovada, porque de ejercitarlos se les habían gastado las puntas, y porque durasen más se las cercenaron, y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos quemados del sol; las uñas caireladas y las manos no muy limpias. El uno tenía una media espada; el otro un cuchillo de cachas amarillas, que los suelen llamar vaqueros.

Saliéronse los dos a sestear en un portal, o cobertizo, que delante de la venta se hace; y sentándose frontero el uno del otro; el que parecía de más edad dijo al más pequeño:

–¿De qué tierra es v. m., señor gentilhombre, y para adónde bueno camina?

–Mi tierra, señor caballero –respondió el preguntado–, no la sé, ni para dónde camino tampoco.

–Pues, en verdad –dijo el mayor–, que no parece v. m. del cielo; y que éste no es lugar para hacer su asiento en él, que por fuerza se ha de pasar adelante.

–Así es –respondió el mediano–, pero yo he dicho verdad en lo que he dicho; porque mi tierra no es mía, pues no tengo en ella más de un padre que no me tiene por hijo, y una madrastra que me trata como alnado. El camino que llevo es a la ventura, y allí le daría fin donde hallase quien me diese lo necesario para pasar esta miserable vida.

–¿Y sabe vuesa merced algún oficio? –preguntó el grande.

Y el menor respondió:

–No sé otro, sino que corro como una liebre y salto como un gamo, y corto de tijera muy delicadamente.

–Todo eso es muy bueno, útil y provechoso –dijo el grande–, porque habrá sacristán que le dé a v. m. la ofrenda de todos Santos, porque para el Jueves Santo le corte florones de papel para el monumento.

–No es mi corte desa manera –respondió el menor–, sino que mi padre, por la misericorida del cielo, es sastre y calcetero, y me enseñó a cortar antiparas, que como v. m. bien sabe, son medias calzas con avampiés, que por su propio nombre se suelen llamar polainas; y córtolas tan bien que en verdad que me podría examinar de maestro, sino que la corta suerte me tiene arrinconado.

–Todo eso, y más, acontece por los buenos –respondió el grande–, y siempre he oído decir que las buenas habilidades son las más perdidas; pero aún edad tiene v. m. para enmendar su ventura. Mas, si yo no me engaño y el ojo no me miente, otras gracias tiene v. m. secretas, y no las quiere manifestar.

–Sí, tengo –respondió el pequeño–, pero no son para en público, como v. m. ha muy bien apuntado.

A lo cual replicó el grande:

–Pues yo le sé decir, que soy uno de los más secretos mozos que en gran parte se puedan hallar; y para obligar a v. m. que descubra su pecho, y descanse conmigo, le quiero obligar con descubrirle el mío primero, porque imagino que no sin misterio nos ha juntado aquí la suerte; y pienso que habemos de ser, déste hasta el último día de nuestra vida, verdaderos amigos. Yo, señor hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso, por los ilustres pasajeros que por él de contin[u]o pasan. Mi nombre es Pedro del Rincón, mi padre es persona de calidad, porque es ministro de la Santa Cruzada, quiero decir, que es bulero, o buldero, como los llama el vulgo. Algunos días le acompañé en el oficio y le aprendí de manera que no daría ventaja en echar las bulas al que más presumiese en ello. Pero habiéndome un día aficionado más al dinero de las bulas que a las mismas bulas, me abracé con un talego y di conmigo, y con él, en Madrid, donde con las comodidades que allí de ordinario se ofrecen, en pocos días saqué las entrañas al talego, y le dejé con más dobleces que pañizuelo de desposado. Vino el que tenía a cargo el dinero tras mí; prendiéronme; tuve poco favor, aunque viendo aquellos señores mi poca edad, se contentaron con que me arrimasen al aldabilla y me mosqueasen las espaldas por un rato, y con que saliese desterrado por cuatro años de la corte. Tuve paciencia; encogí los hombros; sufrí la tanda y el mosqueo; y salí a cumplir mi destierro, con tanta priesa que no tuve lugar de buscar cabalgaduras. Tomé de mis alhajas las que pude, y las que me parecieron más necesarias; y entre ellas saqué estos naipes (y a este tiempo descubrió los que se han dicho que en el cuello traía) con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas, que hay desde Madrid aquí, jugando a la veintiuna; y aunque v. m. los ve tan astrosos y maltratados, usan de una maravillosa virtud con quien los entiende que no alzara que no quede un as debajo. Y si v. m. es versado en este juego, verá cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene cierto un as a la primera carta que le puede servir de un punto y de once; que con esta ventaja, siendo la veintiuna envidada, el dinero se queda en casa. Fuera desto, aprendí de un cocinero de un cierto embajador ciertas tretas de quínolas y del parar, a quien también llaman el andaboba; que así como v. m. se puede examinar en el corte de sus antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia vilhanesca. Con esto voy seguro de no morir de hambre. Porque aunque llegue a un cortijo, hay quien quiere pasar tiempo jugando un rato; y desto hemos de hacer luego la experiencia los dos. Armemos la red y veamos si cae algún pájaro destos arrieros que aquí hay; quiero decir, que jugaremos los dos a la veintiuna, como si fuese de veras, que si alguno quisiere ser tercero, él será el primero que deje la pecunia.

–Sea en buen[h]ora –dijo el otro–, y en merced muy grande tengo la que v. m. me ha hecho en darme cuenta de su vida, con que me ha obligado a que yo no le encubra la mía que, diciéndola más breve, es ésta. Yo nací en el piadoso lugar puesto entre Salamanca y Medina del Campo. Mi padre es sastre, enseñóme su oficio, y de corte de tisera; con mi buen ingenio salté a cortar bolsas. Enfadóme la vida estrecha del aldea y el desamorado trato de mi madrastra. Dejé mi pueblo, vine a Toledo a ejercitar mi oficio, y en él he hecho maravillas; porque no pende relicario de toca, ni hay faldriquera tan escondida que mis dedos no visiten, ni mis tiseras no corten, aunque le estén guardando con ojos de Argos. Y en cuatro meses que estuve en aquella ciudad nunca fui cogido entre puertas, ni sobresaltado, ni corrido de corchetes, ni soplado de ningún cañuto. Bien es verdad que habrá ocho días que una espía doble dio noticia de mi habilidad al corregidor, el cual, aficionado a mis buenas partes, quisiera verme; mas yo, que por ser humilde no quiero tratar con personas tan graves, procuré de no verme con él y, así, salí de la ciudad con tanta priesa que no tuve lugar de acomodarme de cabalgaduras, ni blancas, ni de algún coche de retorno, o por lo menos de un carro.

–Eso se borre –dijo Rincón– y pues ya nos conocemos, no hay para qué aquesas grandezas, ni altiveces; confesemos llanamente que no teníamos blanca, ni aun zapatos.

–Sea así –respondió Diego Cortado (que así dijo el menor que se llamaba)– y pues nuestra amistad, como v. m., señor Rincón, ha dicho, ha de ser perpetua, comencémosla con santas y loables ceremonias.

Y levantándose, Diego Cortado abrazó a Rincón y Rincón a él tierna y estrechamente, y luego se pusieron los dos a jugar a la veintiuna con los ya referidos naipes, limpios de polvo y de paja, mas no de grasa y malicia; y a pocas manos alzaba también por el as Cortado como Rincón su maestro.

Salió en esto un arriero a refrescarse al portal, y pidió que quería hacer tercio. Acogiéronle de buena gana, y en menos de media hora le ganaron doce reales y veinte y dos maravedís, que fue darle doce lanzadas y veinte y dos mil pesadumbres. Y creyendo el arriero, que por ser muchachos no se lo defenderían, quiso quitalles el dinero, mas ellos, poniendo el uno mano a su media espada y el otro al de las cachas amarillas, le dieron tanto que hacer que, a no salir sus compañeros, sin duda lo pasara mal.

A esta sazón pasaron a caso por el camino una tropa de caminantes a caballo, que iban a sestear a la venta del alcalde, que está media legua más adelante; los cuales, viendo la pendencia del arriero con los dos muchachos, los apaciguaron y les dijeron que si a caso iban a Sevilla, que se viniesen con ellos.

–Allá vamos –dijo Rincón–, y serviremos a vs. ms. en todo cuanto nos mandaren.

Y sin más detenerse, saltaron delante de las mulas y se fueron con ellos, dejando al arriero agraviado y enojado, y a la ventera admirada de la buena crianza de los pícaros, que les había estado oyendo su plática sin que ellos advirtiesen en ello.

Y cuando dijo al arriero que les había oído decir que los naipes que traían eran falsos, se pelaba las barbas, y quisiera ir a la venta tras ellos a cobrar su hacienda, porque decía que era grandísima afrenta, y caso de menos valer, que dos muchachos hubiesen engañado a un hombrazon tan grande como él. Sus compañeros le detuvieron, y aconsejaron que no fuese, siquiera por no publicar su inhabilidad y simpleza. En fin, tales razones le dijeron que, aunque no le consolaron, le obligaron a quedarse.

En esto, Cortado y Rincón se dieron tan buena maña en servir a los caminantes que lo más del camino los llevaban a las ancas; y aunque se les ofrecían algunas ocasiones de tentar las valijas de sus medios amos, no las admitieron, por no perder la ocasión tan buena del viaje de Sevilla, donde ellos tenían grande deseo de verse. Con todo esto, a la entrada de la ciudad, que fue a la oración, y por la puerta de la aduana, a causa del registro y almojarifazgo que se paga, no se pudo contener Cortado de no cortar la valija, o maleta, que a las ancas traía un francés de la camarada. Y así, con el de sus cachas le dio tan larga y profunda herida, que se parecían patentemente las entrañas, y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj de sol y un librillo de memoria, cosas que, cuando las vieron, no les dieron mucho gusto; y pensaron, que pues el francés llevaba a las ancas aquella maleta, no la había de haber ocupado con tan poco peso como era el que tenían aquellas preseas, y quisieran volver a darle otro tiento; pero no lo hicieron, imaginando que ya lo habrían echado [de] menos, y puesto en recaudo lo que quedaba.

Habíanse despedido antes que el [a]salto hiciesen, de los que hasta allí los habían sustentado. Y otro día vendieron las camisas en el malbaratillo que se hace fuera de la puerta del Arenal, y dellas hicieron veinte reales. Hecho esto, se fueron a ver la ciudad, y admiróles la grandeza y sumptuosidad de su mayor iglesia, el gran concurso de gente del río, porque era un tiempo de cargazón de flota y había en él seis galeras cuya vista les hizo suspirar, y aun temer el día que sus culpas les habían de traer a morar en ellas de por vida. Echaron de ver los muchos muchachos de la esportilla que por allí andaban; informáronse de uno dellos, qué oficio era aquél, y si era de mucho trabajo, y de qué ganancia. Un muchacho asturiano, que fue a quien le hicieron la pregunta, respondió que el oficio era descansado, y de que no se pagaba alcabala, y que algunos días salía con cinco y con seis reales de ganancia, con que comía y bebía y triunfaba como cuerpo de rey, libre de buscar amo a quien dar fianzas, y seguro de comer a la hora que quisiese, pues a todas lo hallaba en el más mínimo bodegón de toda la ciudad.

No les pareció mal a los dos amigos la relación del asturianillo, ni les descontentó el oficio, por parecerles que venía como de molde para poder usar el suyo con cubierta y seguridad, por la comodidad que ofrecía de entrar en todas las casas; y luego determinaron de comprar los instrumentos necesarios para usalle, pues lo podían usar sin examen. Y preguntándole al asturiano qué habían de comprar, les respondió que sendos costales pequeños, limpios o nuevos, y cada uno tres espuertas de palma, dos grandes y una pequeña; en las cuales se repartía la carne, pescado y fruta, y en el costal el pan. Y él les guió donde lo vendían, y ellos del dinero de la galima del francés lo compraron todo, y dentro de dos horas pudieran estar graduados en el nuevo oficio, según les ensayaban las esportillas y asentaban los costales.

Avisóles su adalid de los puestos dónde habían de acudir: por las mañanas, a la carnicería y a la plaza de san Salvador; los días de pescado a la pescadería y a la costanilla; todas las tardes al río; los jueves a la feria. Toda esta lición tomaron bien de memoria; y otro día bien de mañana se plantaron en la plaza de san Salvador; y apenas hubieron llegado, cuando los rodearon otros mozos del oficio, que por lo flamante de los costales y espuertas vieron ser nuevos en la plaza. Hiciéronles mil preguntas, y a todas respondían con discreción y mesura. En esto, llegaron un medio estudiante y un soldado, y convidados de la limpieza de las espuertas de los dos novatos, el que parecía estudiante llamó a Cortado, y el soldado a Rincón.

–En nombre sea de Dios –dijeron ambos.

–Para bien se comience el oficio –dijo Rincón–, que v. m. me estrena, señor mío.

A lo cual respondió el soldado:

–La estrena no será mala, porque estoy de ganancia y soy enamorado, y tengo de hacer hoy banquete a unas amigas de mi señora.

–Pues cargue v. m. a su gusto, que ánimo tengo, y fuerzas, para llevarme toda esta plaza y aun si fuere menester, que ayude a guisarlo; lo haré de muy buena voluntad.

Contentóse el soldado de la buena gracia del mozo y díjole que si quería servir, que él le sacaría de aquel abatido oficio. A lo cual respondió Rincón que por ser aquel día el primero que le usaba, no le quería dejar tan presto hasta ver alomenos lo que tenía de malo, y bueno; y cuando no le contentase, él daba su palabra de servirle a él, antes que a un canónigo.

Rióse el soldado, cargóle muy bien, mostróle la casa de su dama para que la supiese de allí adelante, y él no tuviese necesidad, cuando otra vez le enviase, de acompañarle. Rincón prometió fidelidad y buen trato; diole el soldado tres cuartos, y en un vuelo volvió a la plaza por no perder coyuntura, porque también desta diligencia les advirtió el asturiano, y de que cuando llevasen pescado menudo, conviene a saber, albures o sardinas o acedías, bien podían tomar algunas y hacerlas la salva, siquiera para el gasto de aquel día; pero que esto había de ser con toda sagacidad y advertimiento porque no se perdiese el crédito, que era lo que más importaba en aquel ejercicio.

Por presto que volvió Rincón, ya halló en el mismo puesto a Cortado. Llegóse Cortado a Rincón y preguntóle que cómo le había ido. Rincón abrió la mano y mostróle los tres cuartos. Cortado entró la suya en el seno y sacó una bolsilla, que mostraba haber sido de ámbar en los pasados tiempos; venía algo hinchada, y dijo:

–Con ésta me pagó su reverencia del estudiante y con dos cuartos, mas tomadla vos, Rincón, por lo que puede suceder.

Y habiéndosela ya dado secretamente, veis aquí do[nde] vuelve el estudiante trasudando y turbado de muerte; y viendo a Cortado le dijo si a caso había visto una bolsa de tales y tales señas, que con quince escudos de oro en oro, y con tres reales de a dos, y tantos maravedís en cuartos y en ochavos, le faltaba; y que le dijese si la había tomado en el entretanto que con él había andado comprando.

A lo cual, con extraño disimulo, sin alterarse ni mudarse en nada, respondió Cortado:

–Lo que yo sabré decir desa bolsa es, que no debe de estar perdida, si ya no es que v. m. la puso a mal recaudo.

–Eso es ello ¡pecador de mí! –respondió el estudiante–, que la debí de poner a mal recaudo, pues me la hurtaron.

–Lo mismo digo yo –dijo Cortado–, pero para todo hay remedio, sino es para la muerte, y el que v. m. podrá tomar es, lo primero y principal, tener paciencia, que "de menos nos hizo Dios", y "un día viene tras otro día", y "donde las dan las toman"; y podría ser que con el tiempo el que llevó la bolsa se viniese a arrepentir y se la volviese a vuesa merced sahumada. –El sahumerio le perdonaríamos –respondió el estudiante, y Cortado prosiguió diciendo:

–Cuanto más, que cartas de descomunión hay, Paulinas y de buena diligencia, que es madre de la buena ventura; aunque a la verdad no quisiera yo ser el llevador de tal bolsa, porque si es que v. m. tiene alguna orden sacra, parecermeía a mí que había cometido algún grande incesto, o sacrilegio.

–Y ¡cómo que ha cometido sacrilegio! –dijo en esto el adolorido estudiante–, que puesto que yo no soy sacerdote, sino sacristán de unas monjas, el dinero de la bolsa era del tercio de una capellanía que me dio a cobrar un sacerdote amigo mío, y es dinero sagrado y bendito.

–Con su pan se lo coma –dijo Rincón a este punto–; no le arriendo la ganancia; día de juicio hay donde todo saldrá en la colada y entonces se verá quién fue Callejas y el atrevido que se atrevió a tomar, hurtar y menoscabar el tercio de la capellanía. Y ¿cuánto renta cada año? dígame, señor sacristán, por su vida.

–¡Renta, la puta que me parió! y ¡estoy yo agora para decir lo que renta! –respondió el sacristán, con algún tanto de demasiada cólera–. Decidme, hermanos, si sabéis algo, si no quedad con Dios que yo la quiero hacer pregonar.

–No me parece mal remedio ése –dijo Cortado–, pero advierta v. m., no se le olviden las señas de la bolsa, ni la cantidad puntualmente del dinero que va en ella, que si yerra en un ardite, no parecerá en días del mundo, y esto le doy por hado.

–No hay que temer deso –respondió el sacristán–, que lo tengo más en la memoria que el tocar de las campanas, no me erraré en un átomo.

Sacó, en esto, de la faldriquera un pañuelo randado para limpiarse el sudor que llovía de su rostro como de alquitara; y apenas le hubo visto Cortado, cuando le marcó por suyo. Y habiéndose ido el sacristán, Cortado le siguió y le alcanzó en las gradas donde le llamó y le retiró a una parte; y allí le comenzó a decir tantos disparates, al modo de lo que llaman bernardinas, [a]cerca del hurto y hallazgo de su bolsa, dándole buenas esperanzas sin concluir jamás razón que comenzase, que el pobre sacristán estaba embelesado escuchándole. Y como no acababa de entender lo que le decía, hacía que le replicase la razón dos y tres veces. Estábale mirando Cortado a la cara atentamente y no quitaba los ojos de sus ojos. El sacristán le miraba de la misma manera, estando colgado de sus palabras; este tan grande embelesamiento dio lugar a Cortado que concluyese su obra, y sutilmente le sacó el pañuelo de la faldriquera y, despidiéndose dél, le dijo que a la tarde procurase de verle en aquel mismo lugar porque él traía entre ojos que un muchacho de su mismo oficio, y de su mismo tamaño, que era algo ladroncillo, le había tomado la bolsa, y que él se obligaba a saberlo, dentro de pocos o de muchos días.

Con esto, se consoló algo el sacristán y se despidió de Cortado, el cual se vino donde estaba Rincón, que todo lo había visto un poco apartado dél; y más abajo estaba otro mozo de la esportilla que vio todo lo que había pasado y cómo Cortado daba el pañuelo a Rincón; y llegándose a ellos, les dijo:

–Díganme, señores galanes, ¿voacedes son de mala entrada, o no?

–No entendemos esa razón, señor galán –respondió Rincón.

–¿Qué no entrevan, señores murcios? –respondió el otro.

–Ni somos de Teba, ni de Murcia –dijo Cortado–; si otra cosa quiere, dígala, si no, váyase con Dios.

–No lo entienden –dijo el mozo–, pues yo se lo daré a entender, y a beber con una cuchara de plata. Quiero decir, señores, si son vuesas mercedes ladrones. Mas no sé para qué les pregunto esto, pues sé ya que lo son; mas díganme, ¿cómo no han ido a la aduana del señor Monipodio?

–¿Págase en esta tierra almojarifazgo de ladrones, señor galán? –dijo Rincón.

–Si no se paga –respondió el mozo–, alomenos regístranse ante el señor Monipodio, que es su padre, su maestro y su amparo; y así les aconsejo que vengan conmigo a darle obediencia, o si no, no se atrevan a hurtar sin su señal, que les costará caro.

–Yo pensé –dijo Cortado– que el hurtar era oficio libre, horro de pecho y alcabala; y que si se paga, es por junto, dando por fiadores a la garganta y a las espaldas. Pero, pues así es, y en cada tierra hay su uso, guardemos nosotros el desta, que por ser la más principal del mundo, será el más acertado de todo él. Y así, puede vuesa merced guiarnos donde está ese caballero que dice, que ya yo tengo barruntos, según lo que he oído decir, que es muy calificado y generoso y, además, hábil en el oficio.

–Y ¡cómo que es calificado, hábil y suficiente! –respondió el mozo–; eslo tanto que en cuatro años que ha[ce] que tiene el cargo de ser nuestro mayor y padre, no han padecido sino cuatro en el finibusterrae y obra de treinta envesados y de sesenta y dos en gurapas.

–En verdad, señor –dijo Rincón–, que así entendemos esos nombres como volar.

–Comencemos a andar, que yo los iré declarando por el camino –respondió el mozo–, con otros algunos que así les conviene saberlos como el pan de la boca.

Y así les fue diciendo, y declarando, otros nombres de los que ellos llaman germanescos, o de la germanía, en el discurso de su plática, que no fue corta porque el camino era largo; en el cual dijo Rincón a su guía:

–¿Es v. m. por ventura ladrón?

–Sí –respondió él–, para servir a Dios y a las buenas gentes, aunque no de los muy cursados, que todavía estoy en el año del noviciado.

A lo cual respondió Cortado:

–Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la buena gente.

A lo cual respondió el mozo:

–Señor, yo no me meto en tologías; lo que sé es que cada uno en su oficio puede alabar a Dios, y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus ahijados.

–Sin duda –dijo Rincón–, debe de ser buena y santa, pues hace que los ladrones sirvan a Dios.

–Es tan santa y buena –replicó el mozo– que no sé yo si se podrá mejorar en nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtáremos demos alguna cosa, o limosna, para el aceite de la lámpara de una imagen muy devota que está en esta ciudad; y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena obra; porque los días pasados, dieron tres ansias a un cuatrero que había murciado dos roznos y, con estar flaco y cuartanario, así las sufrió sin cantar, como si fueran nada; y esto atribuimos los del arte a su buena devoción, porque sus fuerzas no eran bastantes para sufrir el primer desconcierto del verdugo. Y porque sé que me han de preguntar algunos vocablos de los que he dicho, quiero curarme en salud y decírselo antes que me lo pregunten. Sepan voacedes, que "cuatrero" es ladrón de bestias; "ansia" es el tormento; "roznos" los asnos, hablando con perdón; "primer desconcierto" es las primeras vueltas de cordel que da el verdugo. Tenemos más, que rezamos nuestro rosario repartido en toda la semana, y muchos de nosotros no hurtamos el día del viernes, ni tenemos conversación con mujer que se llame María el día del sábado.

–De perlas me parece todo eso –dijo Cortado–; pero dígame vuesa merced, ¿hácese otra restitución u otra penitencia, más de la dicha?

–En eso de restituir no hay que hablar –respondió el mozo– porque es cosa imposible por las muchas partes en que se divide lo hurtado, llevando cada uno de los ministros y contrayentes la suya. Y así, el primer hurtador no puede restituir nada, cuanto más, que no hay quien nos mande hacer esta diligencia, a causa que nunca nos confesamos. Y si sacan cartas de excomunión, jamás llegan a nuestra noticia, porque jamás vamos a la iglesia al tiempo que se leen, sino es los días de jubileo por la ganancia que nos ofrece el concurso de la mucha gente.

–Y ¿con sólo eso que hacen, dicen esos señores –dijo Cortadillo–, que su vida es santa y buena?

–Pues ¿qué tiene de malo? –replicó el mozo–. ¿No es peor ser hereje o renegado, o matar a su padre y madre, o ser solomico?

–Sodomita querrá decir v. m. –respondió Rincón.

–Eso digo –dijo el mozo.

–Todo es malo –replicó Cortado–. Pero pues nuestra suerte ha querido que entremos en esta cofradía, v. m. alargue el paso, que muero por verme con el señor Monipodio, de quien tantas virtudes se cuentan.

–Presto se les cumplirá su deseo –dijo el mozo–, que ya desde aquí se descubre su casa. Vuesas mercedes se queden a la puerta, que yo entraré a ver si está desocupado; porque éstas son las horas cuando él suele dar audiencia.

–En buena [hora] sea –dijo Rincón.

Y adelantándose un poco el mozo, entró en una casa no muy buena, sino de muy mala apariencia, y los dos se quedaron esperando a la puerta. Él salió luego y los llamó; y ellos entraron, y su guía les mandó esperar en un pequeño patio ladrillado, y de puro limpio y aljimifrado parecía que vertía carmín de lo más fino. Al un lado estaba un banco de tres pies, y al otro un cántaro desbocado con un jarrillo encima, no menos falto que el cántaro; a otra parte estaba una estera de enea, y en el medio un tiesto, que en Sevilla llaman maceta, de albahaca.

Miraban los mozos atentamente las alhajas de la casa en tanto que bajaba el señor Monipodio; y viendo que tardaba, se atrevió Rincón a entrar en una sala baja, de dos pequeñas que en el patio estaban, y vio en ella dos espadas de esgrima y dos broqueles de corcho, pendientes de cuatro clavos, y una arca grande sin tapa sin cosa que la cubriese, y otras tres esteras de enea tendidas por el suelo. En la pared frontera estaba pegada a la pared una imagen de nuestra Señora, destas de mala estampa; y más abajo pendía una esportilla de palma y, encajada en la pared, una almofía blanca, por do[onde] coligió Rincón, que la esportilla servía de cepo para limosna y la almofía de tener agua bendita, y así era la verdad.

Estando en esto, entraron en la casa dos mozos de hasta veinte años cada uno, vestidos de estudiantes; y de allí a poco, dos de la esportilla y un ciego y, sin hablar palabra ninguno, se comenzaron a pasear por el patio. No tardó mucho cuando entraron dos viejos de bayeta, con antojos que los hacían graves y dignos de ser respectados, con sendos rosarios de sonadoras cuentas en las manos; tras ellos, entró una vieja halduda y, sin decir nada, se fue a la sala; y habiendo tomado agua bendita, con grandísima devoción se puso de rodillas ante la imagen, y a cabo de una buena pieza, habiendo primero besado tres veces el suelo, y levantado los brazos y los ojos al cielo otras tantas, se levantó y echó su limosna en la esportilla y se salió con los demás al patio.

En resolución, en poco espacio se juntaron en el patio hasta catorce personas de diferentes trajes y oficios. Llegaron también de los postreros dos bravos y bizarros mozos, de bigotes largos, sombreros de grande falda, cuellos a la valona, medias de color, ligas de gran balumba, espadas de más de marca, sendos pistoletes cada uno, en lugar de dagas, y sus broqueles pendientes de la pretina; los cuales, así como entraron, pusieron los ojos de través en Rincón y Cortado, a modo de que los extrañaban y no conocían. Y llegándose a ellos les preguntaron si eran de la cofradía. Rincón respondió que sí, y muy servidores de sus mercedes.

Llegóse en esto, la sazón y punto en que bajó el señor Monipodio, tan esperado como bien visto de toda aquella virtuosa compañía. Parecía de edad de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, alto de cuerpo, moreno de rostro, cecijunto, barbinegro y muy espeso, los ojos hundidos. Venía en camisa y por la abertura de delante descubría un bosque, tanto era el vello que tenía en el pecho. Traía cubierta una capa de bayeta casi hasta los pies, en los cuales traía unos zapatos enchancletados; cubríanle las piernas unos zaragüelles de lienzo anchos y largos hasta los tobillos; el sombrero era de los de la hampa, campanudo de copa y tendido de falda; atravesábale un tahalí por espalda y pechos, a do[onde] colgaba una espada ancha y corta, a modo de las del perrillo; las manos eran cortas, pelosas, y los dedos gordos, y las uñas hembras, y remachadas; las piernas no se le parecían, pero los pies eran descomunales, de anchos y juanetudos. En efe[c]to, él representaba el más rústico y disforme bárbaro del mundo. Bajó con él la guía de los dos, y trabándoles de las manos, los presentó ante Monipodio, diciéndole:

–Éstos son los dos buenos mancebos que a vuesa merced dije misor Monipodio, vuesa merced los desamine, y verá como son dignos de entrar en nuestra congregación.

–Eso haré yo de muy buena gana –respondió Monipodio.

Olvidábaseme de decir, que así como Monipodio bajó, al punto, todos los que aguardándole estaban, le hicieron una profunda y larga reverencia, excepto los dos bravos (que a medio magate, como entre ellos se dice) le quitaron los capelos, y luego volvieron a su paseo por una parte del patio; y por la otra se paseaba Monipodio, el cual preguntó a los nuevos el ejercicio, la patria y padres.

A lo cual Rincón respondió:

–El ejercicio ya está dicho, pues venimos ante vuesa merced; la patria no me parece de mucha importancia decilla, ni los padres tampoco, pues no se ha de hacer información para recebir algún hábito honroso.

A lo cual respondió Monipodio:

–Vos, hijo mío, estáis en lo cierto y es cosa muy acertada encubrir eso que decís; porque si la suerte no corriere como debe, no es bien que quede asentado debajo de signo de escribano, ni en el libro de las entradas: Fulano, hijo de fulano, vecino de tal parte, tal día le ahorcaron, o le azotaron, u otras cosas semejantes; que por lo menos suena mal a los buenos oídos; y así, torno a decir que es provechoso documento callar la patria, encubrir los padres y mudar los propios nombres; aunque para entre nosotros no ha de haber nada encubierto, y sólo aora quiero saber los nombres de los dos.

Rincón dijo el suyo, y Cortado también.

–Pues de aquí adelante –respondió Monipodio– quiero, y es mi voluntad, que vos Rincón os llaméis Rinconete, y vos Cortado, Cortadillo, que son nombres que asientan como de molde a vuestra edad y a nuestras ordenanzas, debajo de las cuales cae tener necesidad de saber el nombre de los padres de nuestros cofrades, porque tenemos de costumbre de hacer decir cada año ciertas misas por las ánimas de nuestros difuntos y bienhechores, sacando el estupendo para la limosna de quien las dice de alguna parte de lo que se garbea. Y estas tales misas, así dichas, como pagadas, dicen que aprovecha a las tales ánimas por vía de naufragio. Y caen debajo de nuestros bienhechores: el procurador que nos defiende, el guro que nos avisa, el verdugo que nos tiene lástima, el que cuando [uno] de nosotros va huyendo por la calle y detrás le van dando voces: "¡Al ladrón, al ladrón, deténganle, deténganle! "; uno se pone en medio y se opone al raudal de los que le siguen, diciendo "Déjenle al cuitado, que harta mala ventura lleva, ¡allá se lo haya, castíguele su pecado!" Son también bienhechoras nuestras las socorridas, que de su sudor nos socorren, ansí en la trena como en las guras; y también lo son nuestros padres y madres que nos echan al mundo, y el escribano que, si anda de buena, no hay delito que sea culpa, ni culpa a quien se dé mucha pena; y por todos estos que he dicho, hace nuestra hermandad cada año su adversario con la mayor popa y sole[m]nidad que podemos.

–Por cierto –dijo Rinconete (ya confirmado con este nombre)–, que es obra digna del altísimo y profundísimo ingenio que hemos oído decir que v. m., señor Monipodio, tiene. Pero nuestros padres aún gozan de la vida; si en ella les alcanzáremos daremos luego noticia a esta felicísima y abogada cofraternidad, para que por sus almas se les haga ese naufragio, o tormenta, o ese adversario, que v. m. dice, con la sole[m]nidad y pompa acostumbrada; si ya no es que se hace mejor con popa y soledad, como también apuntó vuesa merced en sus razones.

–Así se hará, o no quedará de mí pedazo –replicó Monipodio, y llamando a la guía le dijo–: Ven acá, Ganchuelo, ¿están puestas las postas?

–Sí –dijo la guía, que Ganchuelo era su nombre–, tres centinelas quedan avizorando, y no hay que temer que nos cojan de sobresalto.

–Volviendo, pues, a nuestro propósito –dijo Monipodio–, querría saber, hijos, lo que sabéis, para daros el oficio y ejercicio conforme a vuestra inclinación y habilidad.

–Yo –respondió Rinconete– sé un poquito de floreo de vilhán; entiéndeseme el retén; tengo buena vista para el humillo; juego bien de la sola, de las cuatro, y de las ocho; no se me va por pies el raspadillo, verrugueta, y el colmillo. Entróme por la boca de lobo, como por mi casa, y atreveríame a hacer un tercio de chanza mejor que un tercio de Nápoles, y a dar un astillazo al más pintado, mejor que dos reales prestados.

–Principios son –dijo Monipodio–; pero todas ésas son flores de cantueso viejas, y tan usadas que no hay principiante que no las sepa, y sólo sirven para alguno que sea tan blanco que se deje matar de media noche abajo; pero andará el tiempo y vernoshemos; que asentando sobre ese fundamento media docena de liciones, yo espero en Dios que habéis de salir oficial famoso, y aun quizá maestro.

–Todo será para servir a vuesa merced y a los señores cofrades –respondió Rinconete.

–Y vos, Cortadillo, ¿qué sabéis? –preguntó Monipodio.

–Yo –respondió Cortadillo–, sé la treta que dicen "mete dos y saca cinco" y sé dar tiento a una faldriquera con mucha puntualidad y destreza. –¿Sabéis más? –dijo Monipoidio.

–No, por mis grandes pecados –respondió Cortadillo.

–No os aflijáis, hijo –replicó Monipodio–, que a puerto y a escuela habéis llegado donde ni os anegaréis, ni dejaréis de salir muy bien aprovechado en todo aquello que más os conviniere. Y en esto del ánimo ¿cómo os va, hijos?

–¡Cómo nos ha de ir –respondió Rinconete–, sino muy bien! Ánimo tenemos para acometer cualquiera empresa de las que tocaren a nuestro arte y ejercicio.

–Está bien –replicó Monipodio–; pero querría yo que también le tuviésedes para sufrir, si fuese menester, media docena de ansias sin desplegar los labios y sin decir esta boca es mía.

–Ya sabemos aquí –dijo Cortadillo–, señor Monipodio, qué quiere decir ansias, y para todo tenemos ánimo; porque no somos tan ignorantes que no se nos alcance, que lo que dice la lengua paga la gorja; y harta merced le hace el cielo al hombre atrevido, por no darle otro título, que le deja en su lengua su vida, o su muerte, como si tuviese más letras un "no" que un "sí". –¡Alto! no es menester más –dijo a esta sazón, Monipodio–. Digo, que sola esa razón me convence, me obliga, me persuade y me fuerza a que desde luego asentéis por cofrades mayores y que se os sobrelleve el año del noviciado.

–Yo soy dese parecer –dijo uno de los bravos; y a una voz lo confirmaron todos los presentes, que toda la plática habían estado escuchando.

Y pidieron a Monipodio, que desde luego les concediese y permitiese gozar de las inmunidades de su cofradía, porque su presencia agradable y su buena plática lo merecía todo. Él respondió que por dalles contento a todos, desde aquel punto se las concedía y, advirtiéndoles que las estimasen en mucho porque eran: no pagar media nata del primer hurto que hiciesen; no hacer oficios menores en todo aquel año, conviene a saber, no llevar recaudo de ningún hermano mayor a la cárcel, ni a la casa, de parte de sus contribuyentes; piar el turco puro; hacer banquete cuándo, cómo y adónde quisieren, sin pedir licencia a su mayoral; entrar a la parte desde luego, con lo que entrujasen los hermanos mayores, como uno dellos; y otras cosas que ellos tuvieron por merced señaladísima y lo demás con palabras muy comedidas las agradecieron mucho.

Estando en esto, entró un muchacho corriendo y desalentado, y dijo:

–El alguacil de los vagabundos viene encaminado a esta casa, pero no trae consigo gurullada.

–Nadie se alborote –dijo Monipodio–, que es amigo, y nunca viene por nuestro daño; sosiéguense, que yo le saldré a hablar.

Todos se sosegaron, que ya estaban algo sobresaltados, y Monipodio salió a la puerta donde halló al alguacil con el cual estuvo hablando un rato, y luego volvió a entrar Monipodio y preguntó:

–¿A quién le cupo hoy la plaza de San Salvador?

–A mí –dijo el de la guía.

–Pues ¿cómo –dijo Monipodio– no se me ha manifestado una bolsilla de ámbar, que esta mañana en aquel paraje dio al traste con quince escudos de oro, y dos reales de a dos, y no sé cuántos cuartos?

–Verdad es –dijo la guía– que hoy faltó esa bolsa, pero yo no la he tomado, ni puedo imaginar quién la tomase.

–No hay levas conmigo –replicó Monipodio–; la bolsa ha de [a]parecer, porque la pide el alguacil, que es amigo y nos hace mil placeres al año.

Tornó a jurar el mozo que no sabía della. Comenzóse a encolerizar Monipodio, de manera que parecía que fuego vivo lanzaba por los ojos, diciendo:

–Nadie se burle con quebrantar la más mínima cosa de nuestra orden, que le costará la vida; manifiéstese la cica; y si se encubre por no pagar los derechos, yo le daré enteramente lo que le toca y pondré lo demás de mi casa; porque en todas maneras ha de ir contento el alguacil.

Tornó de nuevo a jurar el mozo, y a maldecirse, diciendo que él no había tomado tal bolsa, ni vístola de sus ojos. Todo lo cual fue poner más fuego a la cólera de Monipodio y dar ocasión a que toda la junta se alborotase, viendo que se rompían sus estatutos y buenas ordernanzas. Viendo Rinconete, pues, tanta disensión y alboroto, parecióle que sería bien sosegalle y dar contento a su mayor, que reventaba de rabia; y aconsejándose con su amigo Cortadillo, con parecer de entrambos sacó la bolsa del sacristán, y dijo:

–Cese toda cuestión, mis señores, que ésta es la bolsa, sin faltarle nada de lo que el alguacil manifiesta, que hoy mi camarada Cortadillo le dio alcance, con un pañuelo que al mismo dueño se le quitó por añadidura.

Luego sacó Cortadillo el pañizuelo, y lo puso de manifiesto. Viendo lo cual Monipodio, dijo:

–Cortadillo el Bueno, que con este título y renombre ha de quedar de aquí adelante, se quede con el pañuelo y a mi cuenta se quede la satisfa[c]ción deste servicio, y la bolsa se ha de llevar el alguacil, que es de un sacristán pariente suyo, y conviene que se cumpla aquel refrán que dice: No es mucho que a quien te da la gallina entera, tú des una pierna della. Más disimula este buen alguacil en un día que nosotros le podemos, ni solemos, dar en ciento.

De común consentimiento aprobaron todos la hidalguía de los dos modernos y la sentencia y parecer de su mayoral, el cual salió a dar la bolsa al alguacil. Y Cortadillo se quedó confirmado con el renombre de Bueno, bien como si fuera don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, que arrojó el cuchillo por los muros de Tarifa para degollar a su único hijo.