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La familia de Pascual Duarte - Cela, Otra nota del transcriptor

Otra nota del transcriptor

Hasta aquí las cuartillas manuscritas de Pascual Duarte. Si lo agarrotaron a renglón seguido, o si todavía tuvo tiempo de escribir más hazañas, y éstas se perdieron, es una cosa que por más que hice no he podido esclarecer.

El licenciado don Benigno Bonilla, dueño de la farmacia de Almendralejo, donde, como ya dije, encontré lo que atrás dejo transcrito, me dio toda suerte de facilidades para seguir rebuscando. A la botica le di la vuelta como un calcetín; miré hasta en los botes de porcelana, detrás de los frascos, encima y debajo— de los armarios, en el cajón del bicarbonato... Aprendí nombres hermosos —ungüento del hijo de Zacarías, del boyero y del cochero, de pez y resina, de pan de puerco, de bayas de laurel, de la caridad, contra el pedero del ganado lanar—, tosí con la mostaza, me dieron arcadas con la valeriana, me lloraron los ojos con el amoníaco pero por más vueltas que di, y por más padrenuestros que le recé a san Antonio para que me pusiera algo a los alcances de mi mano, ese algo no debía existir porque jamás lo atopé.

Es una contrariedad no pequeña esta falta absoluta de datos de los últimos años de Pascual Duarte. Por un cálculo, no muy difícil, lo que parece evidente es que volviera de nuevo al penal de Chinchilla (de sus mismas palabras se infiere) donde debió estar hasta el año 35 o quién sabe si hasta el 36 Desde luego, parece descartado que salió de presidio antes de empezar la guerra. Sobre lo que no hay manera humana de averiguar nada es sobre su actuación durante los quince días de revolución que pasaron sobre su pueblo; si hacemos excepción del asesinato del señor González de la Riva —del que nuestro personaje fue autor convicto y confeso— nada más, absolutamente nada más, hemos podido saber de él y aun de su crimen sabemos, cierto es, lo irreparable y evidente, pero ignoramos, porque Pascual se cerró a la banda y no dijo esta boca es mía más que cuando le dio la gana, que fue muy pocas veces, los motivos que tuvo y los impulsos que le acometieron. Quizás de haberse diferido algún tiempo su ejecución, hubiera llegado él en sus memorias hasta el punto y lo hubiera tratado con amplitud, pero lo cierto es que, como no ocurrió, la laguna que al final de sus días aparece no de otra forma que a base de cuento y de romance podría llenarse, solución que repugna a la veracidad de este libro.

La carta de Pascual Duarte a don Joaquín Barrera debió escribirla al tiempo de los capítulos XII y XIII, los dos únicos en los que empleó tinta morada, idéntica a la de la carta al citado señor, lo que viene a demostrar que Pascual no suspendió definitivamente, como decía, su relato, sino que preparó la carta con todo cálculo para que surtiese su efecto a su tiempo debido, precaución que nos presenta a nuestro personaje no tan olvidadizo ni atontado como a primera vista pareciera. Lo que está del todo claro, porque nos lo dice el cabo de la guardia civil Cesáreo Martín, que fue quien recibió el encargo, es la forma en que se dio traslado al fajo de cuartillas desde la cárcel de Badajoz hasta la casa en Mérida del señor Barrera.

En mi afán de aclarar en lo posible los últimos momentos del personaje, me dirigí en carta a don Santiago Lurueña, capellán entonces de la cárcel y hoy cura párroco de Magacela (Badajoz) y a don Cesáreo Martín, número de la guardia civil con destino en la cárcel de Badajoz entonces y hoy cabo comandante del puesto de La Vecilla (León), y personas ambas que por su oficio estuvieron cercanas al criminal cuando le tocó pagar deudas a la justicia.

He aquí las cartas:

Magacela (Badajoz), a 9 de enero de 1942.

Muy distinguido señor mío y de mi mayor consideración:

Recibo en estos momentos, y con evidente retraso, su atenta carta del 18 del anterior mes de diciembre, y las 359 cuartillas escritas a máquina conteniendo las memorias del desgraciado Duarte. Me lo remite todo ello don David Freire Angulo, actual capellán de la cárcel de Badajoz, y compañero de un servidor allá en los años moceriles del seminario, en Salamanca. Quiero apaciguar el clamor de mi conciencia estampando estas palabras no más abierto el sobre, para dejar para mañana, Dios mediante, la continuación, después de haber leído, siguiendo sus instrucciones y mi curiosidad, el fajo que me acompaña.

(Sigo el 10.)

Acabo de leer de una tirada, aunque —según Herodoto— no sea forma noble de lectura, las confesiones de Duarte, y no tiene usted idea de la impresión profunda que han dejado en mi espíritu, de la honda huella, del marcado surco que en mi alma produjeran. Para un servidor, que recogiera sus últimas palabras de arrepentimiento con el mismo gozo con que recogiera la más dorada mies el labrador, no deja de ser fuerte impresión la lectura de lo escrito por el hombre que quizás a la mayoría se les figure una hiena (como a mí se me figuró también cuando fui llamado a su celda), aunque al llegar al fondo de su alma se pudiese conocer que no otra cosa que un manso cordero, acorralado y asustado por la vida, pasara de ser.

Su muerte fue de ejemplar preparación y únicamente a última hora, al faltarle la presencia de ánimo, se descompuso un tanto, lo que ocasionó que el pobre sufriera con el espíritu lo que se hubiera ahorrado de tener mayor valentía.

Dispuso los negocios del alma con un aplomo y una serenidad que a mí me dejaron absorto y pronunció delante de todos, cuando llegó el momento de ser conducido al patio, un ¡Hágase la voluntad del Señor! que mismo nos dejara maravillados con su edificante humildad. ¡Lástima que el enemigo le robase sus últimos instantes, porque si no, a buen seguro que su muerte habría de haber sido tenida como santa! Ejemplo de todos los que la presenciamos hubo de ser (hasta que perdiera el dominio, como digo), y provechosas consecuencias para mi dulce ministerio de la cura de almas, hube de sacar de todo lo que vi. ¡Que Dios lo haya acogido en su santo seno!

Reciba, señor, la prueba del más seguro afecto en el saludo que le envía su humilde.

S. LURUEÑA, Presbítero

P. D. — Lamento no poder complacerle en lo de la fotografía, y no sé tampoco cómo decirle para que pudiera arreglarse.

Una. Y la otra.

La Vecilla (León), 12-1-42

Muy señor mío:

Acuso recibo de su atenta particular del 18 de diciembre, deseando que al presente se encuentre usted gozoso de tan buena salud como en la fecha citada. Yo, bien —a Dios gracias, sean dadas—, aunque más tieso que un palo en este clima que no es ni para desearle al más grande criminal. Y paso a informarle de lo que me pide, ya que no veo haya motivo alguno del servicio que me lo impida, ya que de haberlo usted me habría de dispensar, pero yo no podría decir ni una palabra. Del tal Pascual Duarte de que me habla ya lo creo que me recuerdo, pues fue el preso más célebre que tuvimos que guardar en mucho tiempo; de la salud de su cabeza no daría yo fe aunque me ofreciesen Eldorado, porque tales cosas hacía que a las claras atestiguaba su enfermedad. Antes de que confesase ninguna vez, todo fue bien; pero en cuanto que lo hizo la primera se conoce que le entraron escrúpulos y remordimientos y quiso purgarlos con la penitencia; el caso es que los lunes, porque si había muerto su madre, y los martes, porque si martes había sido el día que matara al señor conde de Torremejía, y los miércoles, porque si había muerto no sé quién, el caso es que el desgraciado se pasaba las medias semanas voluntariamente sin probar bocado, que tan presto se le hubieron de ir las carnes que para mí que al verdugo no demasiado trabajo debiera costarle el hacer que los dos tornillos llegaran a encontrarse en el medio del gaznate. El muy desgraciado se pasaba los días escribiendo, como poseído de la fiebre, y como no molestaba y además el director era de tierno corazón y nos tenía ordenado le aprovisionásemos de lo que fuese necesitando para seguir escribiendo, el hombre se confiaba y no cejaba ni un instante. En una ocasión me llamó, me enseñó una carta dentro de un sobre abierto (para que la lea usted, si quiere, me dijo) dirigido a don Joaquín Barrera López, en Mérida, y me dijo en un tono que nunca llegué a saber si fuera de súplica o de mandato:

—Cuando me lleven, coge usted esta carta, arregla un poco este montón de papeles, y se lo da todo a este señor. ¿Me entiende?

Y añadía después, mirándome a los ojos y poniendo tal misterio en su mirar que me sobrecogía:

—¡Dios se lo habrá de premiar..., porque yo así se lo pediré!

Yo le obedecí, porque no vi mal en ello, y porque he sido siempre respetuoso con las voluntades de los muertos.

En cuanto a su muerte, sólo he de decirle que fue completamente corriente y desgraciada y que aunque al principio se sintiera flamenco y soltase delante de todo el mundo un ¡Hágase la voluntad del Señor! que nos dejó como anonadados, pronto se olvidó de mantener la compostura. A la vista del patíbulo se desmayó y cuando volvió en sí, tales voces daba de que no quería morir y de que lo que hacían con él no había derecho, que hubo de ser llevado a rastras hasta el banquillo. Allí besó por última vez un crucifijo que le mostró el padre Santiago, que era el capellán de la cárcel y mismamente un santo, y terminó sus días escupiendo y pataleando, sin cuidado ninguno de los circunstantes y de la manera más ruin y más baja que un hombre puede terminar; demostrando a todos su miedo a la muerte.

Le ruego que si le es posible me envíe dos libros, en vez de uno, cuando estén impresos. El otro es para el teniente de la línea que me indica que le abonará el importe a reembolso, si es que a usted le parece bien.

Deseando haberle complacido, le saluda atentamente s. s. s. q. e. s. m.,

Cesáreo Martín

Tardé en recibir su carta y ése es el motivo de que haya tanta diferencia entre las fechas de las dos. Me fue remitida desde Badajoz y la recibí en ésta el 10, sábado, o sea antes de ayer. Vale.

¿Qué más podría yo añadir a lo dicho por estos señores?

Madrid, enero de 1942.


Otra nota del transcriptor Another note from the transcriber

Hasta aquí las cuartillas manuscritas de Pascual Duarte. Si lo agarrotaron a renglón seguido, o si todavía tuvo tiempo de escribir más hazañas, y éstas se perdieron, es una cosa que por más que hice no he podido esclarecer.

El licenciado don Benigno Bonilla, dueño de la farmacia de Almendralejo, donde, como ya dije, encontré lo que atrás dejo transcrito, me dio toda suerte de facilidades para seguir rebuscando. A la botica le di la vuelta como un calcetín; miré hasta en los botes de porcelana, detrás de los frascos, encima y debajo— de los armarios, en el cajón del bicarbonato... Aprendí nombres hermosos —ungüento del hijo de Zacarías, del boyero y del cochero, de pez y resina, de pan de puerco, de bayas de laurel, de la caridad, contra el pedero del ganado lanar—, tosí con la mostaza, me dieron arcadas con la valeriana, me lloraron los ojos con el amoníaco pero por más vueltas que di, y por más padrenuestros que le recé a san Antonio para que me pusiera algo a los alcances de mi mano, ese algo no debía existir porque jamás lo atopé.

Es una contrariedad no pequeña esta falta absoluta de datos de los últimos años de Pascual Duarte. Por un cálculo, no muy difícil, lo que parece evidente es que volviera de nuevo al penal de Chinchilla (de sus mismas palabras se infiere) donde debió estar hasta el año 35 o quién sabe si hasta el 36 Desde luego, parece descartado que salió de presidio antes de empezar la guerra. Sobre lo que no hay manera humana de averiguar nada es sobre su actuación durante los quince días de revolución que pasaron sobre su pueblo; si hacemos excepción del asesinato del señor González de la Riva —del que nuestro personaje fue autor convicto y confeso— nada más, absolutamente nada más, hemos podido saber de él y aun de su crimen sabemos, cierto es, lo irreparable y evidente, pero ignoramos, porque Pascual se cerró a la banda y no dijo esta boca es mía más que cuando le dio la gana, que fue muy pocas veces, los motivos que tuvo y los impulsos que le acometieron. There is no human way of finding out anything about his actions during the fifteen days of revolution that passed over his town; with the exception of the assassination of Mr. González de la Riva -of which our character was the convicted and confessed author- nothing else, absolutely nothing else, has been known about him and even of his crime we know, it is true, the irreparable and evident, but we ignore, because Pascual closed himself to the band and did not say this is my mouth except when he felt like it, which was very few times, the motives he had and the impulses that attacked him. Quizás de haberse diferido algún tiempo su ejecución, hubiera llegado él en sus memorias hasta el punto y lo hubiera tratado con amplitud, pero lo cierto es que, como no ocurrió, la laguna que al final de sus días aparece no de otra forma que a base de cuento y de romance podría llenarse, solución que repugna a la veracidad de este libro.

La carta de Pascual Duarte a don Joaquín Barrera debió escribirla al tiempo de los capítulos XII y XIII, los dos únicos en los que empleó tinta morada, idéntica a la de la carta al citado señor, lo que viene a demostrar que Pascual no suspendió definitivamente, como decía, su relato, sino que preparó la carta con todo cálculo para que surtiese su efecto a su tiempo debido, precaución que nos presenta a nuestro personaje no tan olvidadizo ni atontado como a primera vista pareciera. Lo que está del todo claro, porque nos lo dice el cabo de la guardia civil Cesáreo Martín, que fue quien recibió el encargo, es la forma en que se dio traslado al fajo de cuartillas desde la cárcel de Badajoz hasta la casa en Mérida del señor Barrera.

En mi afán de aclarar en lo posible los últimos momentos del personaje, me dirigí en carta a don Santiago Lurueña, capellán entonces de la cárcel y hoy cura párroco de Magacela (Badajoz) y a don Cesáreo Martín, número de la guardia civil con destino en la cárcel de Badajoz entonces y hoy cabo comandante del puesto de La Vecilla (León), y personas ambas que por su oficio estuvieron cercanas al criminal cuando le tocó pagar deudas a la justicia.

He aquí las cartas:

Magacela (Badajoz), a 9 de enero de 1942.

Muy distinguido señor mío y de mi mayor consideración:

Recibo en estos momentos, y con evidente retraso, su atenta carta del 18 del anterior mes de diciembre, y las 359 cuartillas escritas a máquina conteniendo las memorias del desgraciado Duarte. Me lo remite todo ello don David Freire Angulo, actual capellán de la cárcel de Badajoz, y compañero de un servidor allá en los años moceriles del seminario, en Salamanca. Quiero apaciguar el clamor de mi conciencia estampando estas palabras no más abierto el sobre, para dejar para mañana, Dios mediante, la continuación, después de haber leído, siguiendo sus instrucciones y mi curiosidad, el fajo que me acompaña.

(Sigo el 10.)

Acabo de leer de una tirada, aunque —según Herodoto— no sea forma noble de lectura, las confesiones de Duarte, y no tiene usted idea de la impresión profunda que han dejado en mi espíritu, de la honda huella, del marcado surco que en mi alma produjeran. Para un servidor, que recogiera sus últimas palabras de arrepentimiento con el mismo gozo con que recogiera la más dorada mies el labrador, no deja de ser fuerte impresión la lectura de lo escrito por el hombre que quizás a la mayoría se les figure una hiena (como a mí se me figuró también cuando fui llamado a su celda), aunque al llegar al fondo de su alma se pudiese conocer que no otra cosa que un manso cordero, acorralado y asustado por la vida, pasara de ser.

Su muerte fue de ejemplar preparación y únicamente a última hora, al faltarle la presencia de ánimo, se descompuso un tanto, lo que ocasionó que el pobre sufriera con el espíritu lo que se hubiera ahorrado de tener mayor valentía.

Dispuso los negocios del alma con un aplomo y una serenidad que a mí me dejaron absorto y pronunció delante de todos, cuando llegó el momento de ser conducido al patio, un ¡Hágase la voluntad del Señor! que mismo nos dejara maravillados con su edificante humildad. ¡Lástima que el enemigo le robase sus últimos instantes, porque si no, a buen seguro que su muerte habría de haber sido tenida como santa! Ejemplo de todos los que la presenciamos hubo de ser (hasta que perdiera el dominio, como digo), y provechosas consecuencias para mi dulce ministerio de la cura de almas, hube de sacar de todo lo que vi. ¡Que Dios lo haya acogido en su santo seno!

Reciba, señor, la prueba del más seguro afecto en el saludo que le envía su humilde.

S. LURUEÑA, Presbítero

P. D. — Lamento no poder complacerle en lo de la fotografía, y no sé tampoco cómo decirle para que pudiera arreglarse.

Una. Y la otra.

La Vecilla (León), 12-1-42

Muy señor mío:

Acuso recibo de su atenta particular del 18 de diciembre, deseando que al presente se encuentre usted gozoso de tan buena salud como en la fecha citada. Yo, bien —a Dios gracias, sean dadas—, aunque más tieso que un palo en este clima que no es ni para desearle al más grande criminal. Y paso a informarle de lo que me pide, ya que no veo haya motivo alguno del servicio que me lo impida, ya que de haberlo usted me habría de dispensar, pero yo no podría decir ni una palabra. Del tal Pascual Duarte de que me habla ya lo creo que me recuerdo, pues fue el preso más célebre que tuvimos que guardar en mucho tiempo; de la salud de su cabeza no daría yo fe aunque me ofreciesen Eldorado, porque tales cosas hacía que a las claras atestiguaba su enfermedad. Antes de que confesase ninguna vez, todo fue bien; pero en cuanto que lo hizo la primera se conoce que le entraron escrúpulos y remordimientos y quiso purgarlos con la penitencia; el caso es que los lunes, porque si había muerto su madre, y los martes, porque si martes había sido el día que matara al señor conde de Torremejía, y los miércoles, porque si había muerto no sé quién, el caso es que el desgraciado se pasaba las medias semanas voluntariamente sin probar bocado, que tan presto se le hubieron de ir las carnes que para mí que al verdugo no demasiado trabajo debiera costarle el hacer que los dos tornillos llegaran a encontrarse en el medio del gaznate. El muy desgraciado se pasaba los días escribiendo, como poseído de la fiebre, y como no molestaba y además el director era de tierno corazón y nos tenía ordenado le aprovisionásemos de lo que fuese necesitando para seguir escribiendo, el hombre se confiaba y no cejaba ni un instante. En una ocasión me llamó, me enseñó una carta dentro de un sobre abierto (para que la lea usted, si quiere, me dijo) dirigido a don Joaquín Barrera López, en Mérida, y me dijo en un tono que nunca llegué a saber si fuera de súplica o de mandato:

—Cuando me lleven, coge usted esta carta, arregla un poco este montón de papeles, y se lo da todo a este señor. ¿Me entiende?

Y añadía después, mirándome a los ojos y poniendo tal misterio en su mirar que me sobrecogía:

—¡Dios se lo habrá de premiar..., porque yo así se lo pediré!

Yo le obedecí, porque no vi mal en ello, y porque he sido siempre respetuoso con las voluntades de los muertos.

En cuanto a su muerte, sólo he de decirle que fue completamente corriente y desgraciada y que aunque al principio se sintiera flamenco y soltase delante de todo el mundo un ¡Hágase la voluntad del Señor! que nos dejó como anonadados, pronto se olvidó de mantener la compostura. A la vista del patíbulo se desmayó y cuando volvió en sí, tales voces daba de que no quería morir y de que lo que hacían con él no había derecho, que hubo de ser llevado a rastras hasta el banquillo. Allí besó por última vez un crucifijo que le mostró el padre Santiago, que era el capellán de la cárcel y mismamente un santo, y terminó sus días escupiendo y pataleando, sin cuidado ninguno de los circunstantes y de la manera más ruin y más baja que un hombre puede terminar; demostrando a todos su miedo a la muerte.

Le ruego que si le es posible me envíe dos libros, en vez de uno, cuando estén impresos. El otro es para el teniente de la línea que me indica que le abonará el importe a reembolso, si es que a usted le parece bien.

Deseando haberle complacido, le saluda atentamente s. s. s. q. e. s. m.,

Cesáreo Martín

Tardé en recibir su carta y ése es el motivo de que haya tanta diferencia entre las fechas de las dos. Me fue remitida desde Badajoz y la recibí en ésta el 10, sábado, o sea antes de ayer. Vale.

¿Qué más podría yo añadir a lo dicho por estos señores?

Madrid, enero de 1942.