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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (59)

Los desposeídos (59)

Es difícil trabajar, reunir pruebas, siempre sin un equipo, sin colegas, sin estudiantes. Y cuando hago el trabajo, ellos no lo quieren. O si lo quieren, como Sabul, piden que renuncie a la iniciativa a cambio de la aprobación. Aprovecharán ese trabajo después que yo muera, eso pasa siempre. Pero ¿por qué regalar la obra de mi vida a Sabul, a todos los Sabul, a todos los egos mezquinos, astutos, codiciosos de un solo planeta? Lo que quiero es compartirla. La obra en que estoy trabajando es muy importante. Habría que darla a manos llenas, comunicarla a todos. ¡No se consumirá!

—Muy bien —dijo Takver—, entonces vale la pena.

—¿Qué cosa vale la pena?

—El riesgo. Tal vez la imposibilidad del retorno.

—La imposibilidad del retorno —repitió él. Observó a Takver con una mirada extraña, intensa y no obstante abstraída.

—Creo que hay más gente de nuestro lado, del lado del Sindicato, que la que nosotros pensamos. Lo que pasa en realidad es que no hemos hecho casi nada, no hemos hecho nada por reunirlos, no hemos corrido ningún riesgo. Si tú quisieras, creo que vendrían, que acudirían a apoyarte. Si abrieras la puerta, respirarían otra vez el aire fresco, respirarían libertad.

—También podrían correr a cerrarla de golpe.

—Si lo hacen, peor para ellos. El Sindicato puede protegerte cuando desembarques. Y entonces, si la gente sigue hostil y enconada, los mandaremos al infierno. ¿De qué sirve una sociedad anarquista que teme a los anarquistas? Iremos a vivir a Soledades, a Alto Sedep, a Lejanías, iremos a vivir solos en las montañas si es preciso. Hay sitios. Y habrá gente que querrá acompañarnos. Fundaremos una nueva comunidad. Si nuestra sociedad se encasilla en la búsqueda de la política y el poder, entonces nos iremos, haremos un Anarres más allá de Anarres, un nuevo comienzo. ¿Qué te parece?

—Hermoso —dijo él—, es hermoso, corazón amado. Pero yo no iré a Urras, sabes.

—Oh, sí. Y volverás —dijo Takver. Tenía los ojos muy oscuros, una oscuridad suave, como la oscuridad de un bosque en la noche—. Si te lo propones. Siempre llegas a donde quieres ir. Y siempre regresas.

—No seas estúpida, Takver. ¡No iré a Urras!

—Estoy muy cansada —dijo Takver. Se desperezó, y se inclinó para apoyar la frente contra el brazo de Shevek—. Vamos a la cama.

Capítulo 13

Mientras permanecieron en órbita, la turquesa nublada de Urras, hermosa y enorme, llenó las ventanas. Pero la nave cambió de rumbo y las estrellas aparecieron en el cielo, y entre ellas Anarres, una piedra redonda y brillante: en movimiento y sin embargo inmóvil, arrojada allí no se sabía por qué mano, girando en una eternidad sin tiempo, creando tiempo.

Mostraron a Shevek toda la nave, la interestelar Davenant. No hubiera podido ser más diferente del carguero Aleña. Extraña de forma por fuera, y tan frágil como una escultura de alambre y cristal, en nada se parecía a una nave, a un vehículo; ni siquiera tenía una proa y una popa, pues nunca viajaba a través de una atmósfera más densa que la del espacio interplanetario. Por dentro era amplia y sólida como una casa. Los cuartos eran espaciosos e íntimos, con las paredes artesonadas en madera o cubiertas de tapices, los techos altos. Se parecía a una casa pero con las persianas cerradas, pues en pocas de las salas había escotillas, y era muy silenciosa. Hasta en el puente y en la sala de máquinas se advertía esa misma quietud, y los aparatos e instrumentos eran simples de diseño y precisos como los de un velero. Había también un jardín de esparcimiento, y en él la iluminación tenía la calidad de la luz solar y el aire era dulce y olía a tierra y hojas; durante la noche el jardín de la nave permanecía a oscuras, con las escotillas abiertas a la luz de las estrellas.

Aunque las travesías interestelares duraban sólo pocas horas o días del tiempo de navegación, una nave como ésta que viajaba casi a la velocidad de la luz pasaba a veces muchos meses explorando un sistema solar, o varios años en órbita alrededor de un planeta que la tripulación estuviera poblando o explorando. Por lo tanto era amplia, acogedora, habitable para quienes tenían que vivir a bordo. No tenía el estilo opulento de Urras ni la austeridad de Anarres, sino un justo equilibrio, la gracia natural de una larga práctica. Uno podía imaginarse llevando la vida limitada de la nave sin que esas limitaciones llegaran a ser irritantes, tranquilamente, meditativamente. Eran gente meditativa los hainianos de la tripulación, corteses, discretos, algo melancólicos. No parecían muy espontáneos. Hasta los más jóvenes parecían mayores que cualquiera de los terranos de a bordo.

Shevek sin embargo no los había observado demasiado, a terranos o hainianos, durante los tres días que el Davenant, avanzando por propulsión química a velocidades convencionales, tardó en ir de Urras a Anarres. Respondía cuando le hablaban; contestaba de buen grado a todas las preguntas, pero él mismo preguntaba muy poco. Cuando hablaba, las palabras parecían brotarle de un silencio interior. La gente del Davenant, sobre todo los más jóvenes, se sentían atraídos por él, como si tuviese algo que ellos no tenían, o fuese algo que ellos deseaban ser. Shevek no reparaba en esto. Apenas sí sabía que estaban allí. Tenía conciencia de la esperanza frustrada y de la promesa cumplida; del fracaso; y de los manantiales de felicidad que había en él, al fin abiertos. Era un hombre liberado de la cárcel que volvía a su casa, a su familia. Todo lo que un hombre ve en un camino como éste, lo ve sólo como reflejos de la luz.

El segundo día de navegación estaba en la sala de comunicaciones hablando por radio con Anarres, primero en la longitud de onda de la CPD y ahora con el Sindicato de Iniciativas. Estaba sentado, inclinado hacia adelante, escuchando o respondiendo con un torrente de palabras en ese idioma claro, expresivo, que era su lengua nativa, gesticulando a ratos con la mano libre como si su interlocutor pudiese verlo, riéndose de tanto en tanto. El primer oficial del Davenant, un hainiano llamado Ketho, controlaba el contacto radial y observaba pensativo a Shevek. La noche anterior después de la cena había pasado una hora con Shevek, junto con el comandante y otros miembros de la tripulación; y con la delicadeza y la prudencia característica de los hainianos, le había hecho muchas preguntas a propósito de Anafres.

Al fin Shevek se volvió hacia él.

—Muy bien, asunto arreglado. El resto puede esperar hasta mi llegada. Mañana se pondrán en contacto con usted para disponer el procedimiento de aterrizaje.

Ketho asintió.

—Ha tenido buenas noticias —dijo.

—Sí, por cierto. Al menos algunas, lo que ustedes llamarían noticias vivas. —Tenían que hablar en iótico entre ellos; Shevek se expresaba con más fluidez que Ketho, que lo hablaba con mucha corrección pero con cierta tiesura—. El desembarco será emocionante —prosiguió Shevek—. Habrá allí muchos enemigos y muchos amigos. La buena noticia es que los amigos... Parece que son más numerosos que cuando me fui.

—Ese peligro de ataque, cuando usted desembarque —dijo Ketho—.

Supongo que los funcionarios del Puerto de Anarres piensan que podrán dominar a los disidentes. ¿No le dirán que baje, para asesinarlo luego?

—Bueno, ellos me protegerán. Pero yo también soy un disidente, al fin y al cabo. Quise correr el riesgo. Ese es mi privilegio, entiende, como odoniano. —Sonrió. El hainiano no le devolvió la sonrisa; estaba muy serio. Era un hombre bien parecido de unos treinta años, alto y de tez clara como un cetiano, pero casi tan lampiño como un terrano, de rasgos delicados y fuertes.

—Me alegra poder compartirlo con usted —dijo—. Yo lo llevaré en la nave de descenso.

—Magnífico —dijo Shevek—. ¡No hay mucha gente dispuesta a aceptar nuestros privilegios!

—Más de la que usted cree, tal vez —dijo Ketho—. Si ustedes lo permitieran.

Shevek, que había hablado distraídamente, y estaba a punto de marcharse, se detuvo de pronto. Miró a Ketho y dijo al cabo de un momento:

—¿Quiere decir que le gustaría bajar conmigo?

El hainiano dijo con franqueza:

—Sí, me gustaría.

—¿Y el comandante lo permitiría?

—Sí.

En verdad, como oficial de una nave de exploración parte de mi trabajo consiste en visitar e investigar cualquier mundo nuevo, cuando es posible. El comandante y yo lo hemos hablado. Lo discutimos con nuestros embajadores antes de partir. Según ellos era mejor no presentar una solicitud formal, ya que la política de ustedes prohíbe el desembarco de extranjeros.

—Hum —dijo Shevek, evasivo. Caminó hacia la pared del fondo y se detuvo un momento frente a un cuadro, un paisaje hainiano, muy simple y sutil, un río oscuro que corría entre cañaverales, bajo un cielo tormentoso—. Las Cláusulas del Cierre de la Colonización de Anarres —dijo— no permiten el desembarco de urrasti, excepto dentro de los límites del Puerto. Estas Cláusulas rigen aún, pero usted no es un urrasti.

—Cuando colonizaron Anarres, no había otras razas conocidas. Por extensión, esas cláusulas incluyen a todos los extranjeros.

—Eso fue lo que decidieron nuestros dirigentes, hace sesenta años, cuando ustedes vinieron por primera vez a este sistema solar y trataron de hablar con nosotros. Pero yo creo que hicieron mal. Seguían levantando muros. —Dio media vuelta y con las manos cruzadas en la espalda, miró al otro hombre—. ¿Por qué quiere desembarcar, Ketho?

—Quiero ver Anarres —dijo el hainiano—. Ya antes de que usted fuera a Urras, despertó mi curiosidad. Empezó cuando leí las obras de Odo. Me interesaron mucho. He... —Titubeó, como turbado, pero prosiguió en su tono contenido, escrupuloso—: He aprendido un poco de právico. No mucho todavía.

—¿Es un deseo personal entonces... lo decidió usted mismo?

—Totalmente.

—¿Y entiende que podría ser peligroso?

—Sí.

—Las cosas están... un poco alborotadas en Anarres. Así me lo han contado mis amigos, por la radio. Lo que nos proponíamos, nuestro Sindicato, este viaje mío, era mover un poco las cosas, agitarlas, romper algunos hábitos, incitar a la gente a cuestionarse. ¡A comportarse como anarquistas! Todo esto ha continuado mientras yo estuve ausente. Así que ya lo ve, nadie sabe a ciencia cierta lo que va a pasar. Y si usted desembarca conmigo, habrá aún más alboroto. No puedo presionar demasiado. No puedo llevarlo a usted como representante oficial de un gobierno extranjero. Eso en Anarres no tiene sentido.

—Lo entiendo.

—Una vez que esté allí, una vez que cruce el muro conmigo, entonces, tal como yo lo veo, usted es uno de nosotros. La responsabilidad es mutua; usted se conviene en un anarresti, con las mismas opciones que todos los demás. Pero no son opciones seguras. La libertad nunca es muy segura. —Miró en torno la sala tranquila, ordenada, con consolas simples e instrumentos delicados, el techo alto y las paredes sin ventanas, y volvió a mirar a Ketho—. Se sentiría usted muy solo —dijo.

—Mi raza es muy antigua —dijo Ketho—. Nacimos a la civilización hace mil milenios. Nuestras épocas históricas abarcan centenares de esos milenios. Lo hemos probado todo. El anarquismo, con todo lo demás. Peroro no lo he probado. Dicen que no hay nada nuevo bajo el sol. Pero si cada vida no es nueva, cada vida individual, entonces ¿para qué nacemos?

—Somos hijos del tiempo —dijo Shevek en právico. El hombre más joven lo miró un rato, y luego repitió las palabras en iótico—: Somos hijos del tiempo.

—Muy bien —le dijo Shevek, y se rió—. ¡Muy bien, ammar! Convendría que volviera a llamar a Anarres por la radio, primero al Sindicato... Le dije a Keng, la Embajadora, que no tenía nada que dar a cambio de lo que su gente y la tuya habían hecho por mí; bueno, quizás algo pueda dar. Una idea, una promesa, un riesgo...

—Iré a hablar con el comandante —dijo Ketho, grave como siempre pero con un temblor en la voz, un temblor de emoción, de esperanza.

A la noche siguiente, muy tarde, Shevek estaba en el jardín del Davenant.


Los desposeídos (59)

Es difícil trabajar, reunir pruebas, siempre sin un equipo, sin colegas, sin estudiantes. Y cuando hago el trabajo, ellos no lo quieren. O si lo quieren, como Sabul, piden que renuncie a la iniciativa a cambio de la aprobación. Aprovecharán ese trabajo después que yo muera, eso pasa siempre. Pero ¿por qué regalar la obra de mi vida a Sabul, a todos los Sabul, a todos los egos mezquinos, astutos, codiciosos de un solo planeta? Lo que quiero es compartirla. La obra en que estoy trabajando es muy importante. Habría que darla a manos llenas, comunicarla a todos. ¡No se consumirá!

—Muy bien —dijo Takver—, entonces vale la pena.

—¿Qué cosa vale la pena?

—El riesgo. Tal vez la imposibilidad del retorno.

—La imposibilidad del retorno —repitió él. Observó a Takver con una mirada extraña, intensa y no obstante abstraída.

—Creo que hay más gente de nuestro lado, del lado del Sindicato, que la que nosotros pensamos. Lo que pasa en realidad es que no hemos hecho casi nada, no hemos hecho nada por reunirlos, no hemos corrido ningún riesgo. Si tú quisieras, creo que vendrían, que acudirían a apoyarte. Si abrieras la puerta, respirarían otra vez el aire fresco, respirarían libertad.

—También podrían correr a cerrarla de golpe.

—Si lo hacen, peor para ellos. El Sindicato puede protegerte cuando desembarques. Y entonces, si la gente sigue hostil y enconada, los mandaremos al infierno. ¿De qué sirve una sociedad anarquista que teme a los anarquistas? Iremos a vivir a Soledades, a Alto Sedep, a Lejanías, iremos a vivir solos en las montañas si es preciso. Hay sitios. Y habrá gente que querrá acompañarnos. Fundaremos una nueva comunidad. Si nuestra sociedad se encasilla en la búsqueda de la política y el poder, entonces nos iremos, haremos un Anarres más allá de Anarres, un nuevo comienzo. ¿Qué te parece?

—Hermoso —dijo él—, es hermoso, corazón amado. Pero yo no iré a Urras, sabes.

—Oh, sí. Y volverás —dijo Takver. Tenía los ojos muy oscuros, una oscuridad suave, como la oscuridad de un bosque en la noche—. Si te lo propones. Siempre llegas a donde quieres ir. Y siempre regresas.

—No seas estúpida, Takver. ¡No iré a Urras!

—Estoy muy cansada —dijo Takver. Se desperezó, y se inclinó para apoyar la frente contra el brazo de Shevek—. Vamos a la cama.

Capítulo 13

Mientras permanecieron en órbita, la turquesa nublada de Urras, hermosa y enorme, llenó las ventanas. Pero la nave cambió de rumbo y las estrellas aparecieron en el cielo, y entre ellas Anarres, una piedra redonda y brillante: en movimiento y sin embargo inmóvil, arrojada allí no se sabía por qué mano, girando en una eternidad sin tiempo, creando tiempo.

Mostraron a Shevek toda la nave, la interestelar Davenant. No hubiera podido ser más diferente del carguero Aleña. Extraña de forma por fuera, y tan frágil como una escultura de alambre y cristal, en nada se parecía a una nave, a un vehículo; ni siquiera tenía una proa y una popa, pues nunca viajaba a través de una atmósfera más densa que la del espacio interplanetario. Por dentro era amplia y sólida como una casa. Los cuartos eran espaciosos e íntimos, con las paredes artesonadas en madera o cubiertas de tapices, los techos altos. Se parecía a una casa pero con las persianas cerradas, pues en pocas de las salas había escotillas, y era muy silenciosa. Hasta en el puente y en la sala de máquinas se advertía esa misma quietud, y los aparatos e instrumentos eran simples de diseño y precisos como los de un velero. Había también un jardín de esparcimiento, y en él la iluminación tenía la calidad de la luz solar y el aire era dulce y olía a tierra y hojas; durante la noche el jardín de la nave permanecía a oscuras, con las escotillas abiertas a la luz de las estrellas.

Aunque las travesías interestelares duraban sólo pocas horas o días del tiempo de navegación, una nave como ésta que viajaba casi a la velocidad de la luz pasaba a veces muchos meses explorando un sistema solar, o varios años en órbita alrededor de un planeta que la tripulación estuviera poblando o explorando. Por lo tanto era amplia, acogedora, habitable para quienes tenían que vivir a bordo. No tenía el estilo opulento de Urras ni la austeridad de Anarres, sino un justo equilibrio, la gracia natural de una larga práctica. Uno podía imaginarse llevando la vida limitada de la nave sin que esas limitaciones llegaran a ser irritantes, tranquilamente, meditativamente. Eran gente meditativa los hainianos de la tripulación, corteses, discretos, algo melancólicos. No parecían muy espontáneos. Hasta los más jóvenes parecían mayores que cualquiera de los terranos de a bordo.

Shevek sin embargo no los había observado demasiado, a terranos o hainianos, durante los tres días que el Davenant, avanzando por propulsión química a velocidades convencionales, tardó en ir de Urras a Anarres. Respondía cuando le hablaban; contestaba de buen grado a todas las preguntas, pero él mismo preguntaba muy poco. Cuando hablaba, las palabras parecían brotarle de un silencio interior. La gente del Davenant, sobre todo los más jóvenes, se sentían atraídos por él, como si tuviese algo que ellos no tenían, o fuese algo que ellos deseaban ser. Shevek no reparaba en esto. Apenas sí sabía que estaban allí. Tenía conciencia de la esperanza frustrada y de la promesa cumplida; del fracaso; y de los manantiales de felicidad que había en él, al fin abiertos. Era un hombre liberado de la cárcel que volvía a su casa, a su familia. Todo lo que un hombre ve en un camino como éste, lo ve sólo como reflejos de la luz.

El segundo día de navegación estaba en la sala de comunicaciones hablando por radio con Anarres, primero en la longitud de onda de la CPD y ahora con el Sindicato de Iniciativas. Estaba sentado, inclinado hacia adelante, escuchando o respondiendo con un torrente de palabras en ese idioma claro, expresivo, que era su lengua nativa, gesticulando a ratos con la mano libre como si su interlocutor pudiese verlo, riéndose de tanto en tanto. El primer oficial del Davenant, un hainiano llamado Ketho, controlaba el contacto radial y observaba pensativo a Shevek. La noche anterior después de la cena había pasado una hora con Shevek, junto con el comandante y otros miembros de la tripulación; y con la delicadeza y la prudencia característica de los hainianos, le había hecho muchas preguntas a propósito de Anafres.

Al fin Shevek se volvió hacia él.

—Muy bien, asunto arreglado. El resto puede esperar hasta mi llegada. Mañana se pondrán en contacto con usted para disponer el procedimiento de aterrizaje.

Ketho asintió.

—Ha tenido buenas noticias —dijo.

—Sí, por cierto. Al menos algunas, lo que ustedes llamarían noticias vivas. —Tenían que hablar en iótico entre ellos; Shevek se expresaba con más fluidez que Ketho, que lo hablaba con mucha corrección pero con cierta tiesura—. El desembarco será emocionante —prosiguió Shevek—. Habrá allí muchos enemigos y muchos amigos. La buena noticia es que los amigos... Parece que son más numerosos que cuando me fui.

—Ese peligro de ataque, cuando usted desembarque —dijo Ketho—.

Supongo que los funcionarios del Puerto de Anarres piensan que podrán dominar a los disidentes. ¿No le dirán que baje, para asesinarlo luego?

—Bueno, ellos me protegerán. Pero yo también soy un disidente, al fin y al cabo. Quise correr el riesgo. Ese es mi privilegio, entiende, como odoniano. —Sonrió. El hainiano no le devolvió la sonrisa; estaba muy serio. Era un hombre bien parecido de unos treinta años, alto y de tez clara como un cetiano, pero casi tan lampiño como un terrano, de rasgos delicados y fuertes.

—Me alegra poder compartirlo con usted —dijo—. Yo lo llevaré en la nave de descenso.

—Magnífico —dijo Shevek—. ¡No hay mucha gente dispuesta a aceptar nuestros privilegios!

—Más de la que usted cree, tal vez —dijo Ketho—. Si ustedes lo permitieran.

Shevek, que había hablado distraídamente, y estaba a punto de marcharse, se detuvo de pronto. Miró a Ketho y dijo al cabo de un momento:

—¿Quiere decir que le gustaría bajar conmigo?

El hainiano dijo con franqueza:

—Sí, me gustaría.

—¿Y el comandante lo permitiría?

—Sí.

En verdad, como oficial de una nave de exploración parte de mi trabajo consiste en visitar e investigar cualquier mundo nuevo, cuando es posible. El comandante y yo lo hemos hablado. Lo discutimos con nuestros embajadores antes de partir. Según ellos era mejor no presentar una solicitud formal, ya que la política de ustedes prohíbe el desembarco de extranjeros.

—Hum —dijo Shevek, evasivo. Caminó hacia la pared del fondo y se detuvo un momento frente a un cuadro, un paisaje hainiano, muy simple y sutil, un río oscuro que corría entre cañaverales, bajo un cielo tormentoso—. Las Cláusulas del Cierre de la Colonización de Anarres —dijo— no permiten el desembarco de urrasti, excepto dentro de los límites del Puerto. Estas Cláusulas rigen aún, pero usted no es un urrasti.

—Cuando colonizaron Anarres, no había otras razas conocidas. Por extensión, esas cláusulas incluyen a todos los extranjeros.

—Eso fue lo que decidieron nuestros dirigentes, hace sesenta años, cuando ustedes vinieron por primera vez a este sistema solar y trataron de hablar con nosotros. Pero yo creo que hicieron mal. Seguían levantando muros. —Dio media vuelta y con las manos cruzadas en la espalda, miró al otro hombre—. ¿Por qué quiere desembarcar, Ketho?

—Quiero ver Anarres —dijo el hainiano—. Ya antes de que usted fuera a Urras, despertó mi curiosidad. Empezó cuando leí las obras de Odo. Me interesaron mucho. He... —Titubeó, como turbado, pero prosiguió en su tono contenido, escrupuloso—: He aprendido un poco de právico. No mucho todavía.

—¿Es un deseo personal entonces... lo decidió usted mismo?

—Totalmente.

—¿Y entiende que podría ser peligroso?

—Sí.

—Las cosas están... un poco alborotadas en Anarres. Así me lo han contado mis amigos, por la radio. Lo que nos proponíamos, nuestro Sindicato, este viaje mío, era mover un poco las cosas, agitarlas, romper algunos hábitos, incitar a la gente a cuestionarse. ¡A comportarse como anarquistas! Todo esto ha continuado mientras yo estuve ausente. Así que ya lo ve, nadie sabe a ciencia cierta lo que va a pasar. Y si usted desembarca conmigo, habrá aún más alboroto. No puedo presionar demasiado. No puedo llevarlo a usted como representante oficial de un gobierno extranjero. Eso en Anarres no tiene sentido.

—Lo entiendo.

—Una vez que esté allí, una vez que cruce el muro conmigo, entonces, tal como yo lo veo, usted es uno de nosotros. La responsabilidad es mutua; usted se conviene en un anarresti, con las mismas opciones que todos los demás. Pero no son opciones seguras. La libertad nunca es muy segura. —Miró en torno la sala tranquila, ordenada, con consolas simples e instrumentos delicados, el techo alto y las paredes sin ventanas, y volvió a mirar a Ketho—. Se sentiría usted muy solo —dijo.

—Mi raza es muy antigua —dijo Ketho—. Nacimos a la civilización hace mil milenios. Nuestras épocas históricas abarcan centenares de esos milenios. Lo hemos probado todo. El anarquismo, con todo lo demás. Peroro no lo he probado. Dicen que no hay nada nuevo bajo el sol. Pero si cada vida no es nueva, cada vida individual, entonces ¿para qué nacemos?

—Somos hijos del tiempo —dijo Shevek en právico. El hombre más joven lo miró un rato, y luego repitió las palabras en iótico—: Somos hijos del tiempo.

—Muy bien —le dijo Shevek, y se rió—. ¡Muy bien, ammar! Convendría que volviera a llamar a Anarres por la radio, primero al Sindicato... Le dije a Keng, la Embajadora, que no tenía nada que dar a cambio de lo que su gente y la tuya habían hecho por mí; bueno, quizás algo pueda dar. Una idea, una promesa, un riesgo...

—Iré a hablar con el comandante —dijo Ketho, grave como siempre pero con un temblor en la voz, un temblor de emoción, de esperanza.

A la noche siguiente, muy tarde, Shevek estaba en el jardín del Davenant.