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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (54)

Los desposeídos (54)

Y aunque fui muy estúpido, veo al fin que al perseguir una idea, la física, estoy traicionando a la otra. Estoy permitiendo que el propietariado compre la verdad.

—¿Qué otra cosa podía hacer, Shevek?

—¿No hay otra alternativa que la de vender? ¿No hay nada que se pueda llamar regalo?

—Sí...

—¿No comprende usted que lo que quiero es regalar mi idea, regalársela a ustedes, y a Hain y a los otros mundos, y a los países de Urras? ¡Pero a todos ustedes! Y que ninguno la utilice, como pretende A-Io, para dominar a los otros, para enriquecerse o ganar más guerras. Que la verdad no sirva para beneficio de unos pocos, sino tan sólo para el bien común.

—En última instancia, la verdad suele empeñarse en servir sólo al bien común —dijo Keng.

—En última instancia, sí, pero no estoy dispuesto a esperar el final. Sólo tengo una vida, y no la derrocharé por la codicia, el lucro y las mentiras. No serviré a ningún amo.

Ahora la calma de Keng era mucho más forzada, mucho más deliberada que al principio de la conversación. La fuerza de la personalidad de Shevek, esa fuerza que no frenaba ahora ninguna timidez, ninguna cautela, era formidable. La conmovía profundamente, y lo miraba con compasión, y hasta con algo de miedo.

—¿Cómo es? —dijo—, ¿cómo puede ser, esa sociedad que lo hizo a usted? Le oí hablar de Anarres, en la Plaza, y lloré al escucharlo, pero en realidad no le creí. Los hombres siempre hablan así del terruño, de la patria lejana... Pero usted no es como los demás hombres. Hay cierta diferencia en usted.

—La diferencia de la idea —dijo él—. Por esa idea he venido aquí. Por Anarres. Ya que mi pueblo se negaba a mirar hacia afuera, pensé que podía conseguir que otros nos mirasen. Pensé que sería mejor no mantenernos aislados detrás de un muro, sino ser una sociedad entre las otras, un mundo entre otros mundos, dando y recibiendo. En eso me equivocaba... estaba profundamente equivocado.

—¿Porqué? Seguramente...

—¡Porque no hay nada, nada en Urras que nosotros los anarresti necesitemos! Nos fuimos con las manos vacías, hace ciento setenta y cinco años, e hicimos bien. No llevamos nada. Porque no hay nada aquí, nada más que los Estados y sus armas, los ricos y sus mentiras, y los pobres y su miseria. No hay modo de actuar honestamente, con el corazón limpio, en Urras. No hay nada que uno pueda hacer en que no intervenga el lucro, y el miedo de perder, y el ansia de poder. No es posible darle a alguien los «buenos días» sin tener presente cuál de los dos, usted o el otro, es el «superior», o tratar de demostrarlo. No puede actuar como un hermano con la gente, tiene que manipularlos, o mandarlos, obedecerles, o engañarlos. No puede tocar a otra persona, pero sin embargo no lo dejan solo. No hay libertad. Es una caja... Urras es una caja, un paquete guardado en un hermoso envoltorio de cielo azul y prados y bosques y grandes ciudades. Y usted abre la caja, ¿y qué hay dentro? Un sótano negro lleno de polvo, y un hombre muerto. Un hombre a quien le ametrallaron la mano porque la tendía a los otros. He estado en el Infierno por fin. Desar tenía razón; es Urras; el Infierno es Urras.

A pesar del tono apasionado, Shevek hablaba con sencillez, con una especie de humildad, y una vez más la Embajadora de Terra lo observaba con una extrañeza a la vez simpática y cautelosa, como si no supiera de qué modo interpretar aquella sencillez.

—Los dos somos extraños aquí, Shevek —dijo al fin—. Yo de un lugar mucho más lejano en el espacio y en el tiempo. Sin embargo empiezo a pensar que soy mucho menos extraña a Urras que usted... Déjeme que le diga qué me parece este mundo. Para mí, y para todos mis semejantes terranos que han visto este planeta, Urras es el más benévolo, el más variado, el más hermoso de todos los mundos habitados. Es el mundo que se parece más que ningún otro al Paraíso.

Ella lo miró con ojos serenos sagaces; él no respondió.

—Sé que está plagado de males, de injusticia, de codicia, de locura, de derroche. Pero también está colmado de bendiciones, de belleza, de vitalidad, de triunfos. ¡Es como un mundo tendría que ser! Está vivo, tremendamente vivo... vivo, a pesar de todos esos males, y con esperanza. ¿No es cierto?

Shevek asintió con un movimiento de cabeza.

—Ahora, usted, hombre de un mundo que ni siquiera alcanzo a imaginar, usted que ve mi Paraíso como Infierno, ¿quiere que le diga cómo es el mundo mío?

Él la miró en silencio, con ojos claros y firmes.

—Mi mundo, mi Tierra, es una ruina. Un planeta arruinado por la especie humana. Nos multiplicamos y nos devoramos unos a otros y peleamos hasta que no quedó nada en pie y entonces perecimos. No dominábamos ni nuestros apetitos ni nuestra violencia; no nos adaptamos. Nos destruimos a nosotros mismos. Pero primero destruimos el mundo. Ya no quedan bosques en mi tierra. El aire es gris, el cielo es gris, siempre hace calor. Es habitable, todavía es habitable, pero no como este mundo. Este es un mundo vivo, una armonía. El mío es una discordia. Ustedes los odonianos eligieron un desierto; nosotros los terranos hicimos un desierto... Y allá sobrevivimos, como sobreviven ustedes. ¡Es dura la gente! Ahora somos casi medio billón. En un tiempo fuimos nueve billones. Todavía se pueden ver por doquier las antiguas ciudades. Los huesos y los ladrillos se convierten en polvo, pero las pequeñas panículas de material plástico nunca se pulverizan; tampoco ellas se adaptan. Fracasamos como especie, como especie social. Ahora estamos aquí, tratando como iguales con otras sociedades humanas de otros mundos, sólo gracias a la caridad de los hainianos. Llegaron, nos ayudaron. Ellos construyeron naves y nos las dieron, para que pudiéramos abandonar nuestro mundo en ruinas. Nos tratan con gentileza, con caridad, como el hombre sano trata al enfermo. Son gente muy extraña, los hainianos; más antiguos que cualquiera de nosotros, infinitamente generosos. Son altruistas. Impulsados por una culpa que nosotros ni siquiera comprendemos, pese a todos nuestros crímenes. Lo que los impulsa en todo cuanto hacen, creo, es el pasado, ese pasado infinito que tienen. Bueno, hemos salvado cuanto podía salvarse, y hemos organizado una especie de vida entre las ruinas, en Terra, del único modo posible: por la centralización total. Una vigilancia absoluta de cada acre de terreno, cada resto de metal, cada onza de combustible. Racionamiento total, control de la natalidad, eutanasia, conscripción universal de las fuerzas del trabajo. La recimentación absoluta de cada vida, y la supervivencia racial como meta. Habíamos conseguido todo eso, cuando llegaron los hainianos. Nos llevaron... un poco más de esperanza. No mucha. Hemos sobrevivido. .. Sólo podemos mirar de afuera este mundo espléndido, esta sociedad vital, Urras, este Paraíso. Sólo somos capaces de admirarlo, tal vez con algo de envidia. No mucho.

—Entonces Anarres, la Anarres de que usted me oyó hablar... ¿qué significaría para usted, Keng?

—Nada, Shevek. Perdimos la posibilidad de nuestro propio Anarres siglos atrás, antes que Anarres naciera.

Shevek se levantó y se acercó a la ventana, una de las troneras largas, horizontales de la torre. Había un nicho en el muro debajo de la ventana; un arquero hubiera podido encaramarse allí y espiar hacia abajo, y apuntar a los asaltantes en la puerta; si uno no subía ese peldaño, no veía nada, sólo el cielo bañado por el sol, ligeramente brumoso. Shevek se detuvo al pie de la ventana, mirando hacia afuera, los ojos llenos de luz.

—Ustedes no comprenden lo que es el tiempo —dijo—. Dicen que el pasado se ha ido para siempre, que el futuro no es real, que no hay cambio, que no hay esperanza. Piensan que Anarres es un futuro inalcanzable, así como es inmutable el pasado. Y entonces no les queda más que el presente, ese Urras, el presente rico, real, estable, el momento, el ahora. ¡Y se les ocurre que esto puede poseerse! Lo envidian de algún modo. Piensan que les gustaría tener algo parecido. Pero no es real, ¿entiende? No es estable, no es sólido... nada lo es. Las cosas cambian, cambian... Nadie puede tener nada. Y menos que nada el presente, a menos que se lo acepte junto con el pasado y el futuro. No sólo el pasado, sino también el futuro. ¡No sólo el futuro sino también el pasado! Porque ellos sí son reales: sólo esa realidad hace real el presente. Ustedes no tendrán y ni siquiera comprenderán a Urras a menos que acepten la realidad, la realidad perdurable, de Anarres. Usted tiene razón, nosotros somos la clave. Pero cuando usted lo dijo, no lo creía de verdad. Usted no cree en Anarres. Usted no cree en mí, aunque estoy aquí con usted, en esta sala, en este momento... Mi pueblo tenía razón, y era yo el que estaba equivocado, en esto: nosotros no podemos ir hacia ustedes, pues no lo permitirían. No creen en el cambio, en el azar, en la evolución. Nos destruirían antes que admitir nuestra realidad, ¡antes que admitir que hay alguna esperanza! No podemos ir hacia ustedes. Sólo podemos esperar que ustedes vengan a nosotros.

Keng escuchaba, inmóvil, con una expresión entre asombrada y pensativa, y quizá ligeramente confundida.

—No entiendo... No entiendo —dijo al fin—. Usted es como alguien de nuestro propio pasado, los idealistas de antaño, los visionarios de la libertad; y sin embargo no lo entiendo; es como si usted tratara de contarme cosas del futuro; y sin embargo, como usted dice, usted está aquí, ¡ahora!... —Keng parecía tan perspicaz como siempre. Dijo al cabo de un momento—: ¿Entonces por qué ha venido usted a mí, Shevek?

—Oh, para darle la idea. Mi teoría, usted sabe. Para que no pase a ser una propiedad de los ioti, una inversión o un arma. Si está dispuesta, lo más sencillo sería transmitir las ecuaciones, mostrarlas a los físicos de todo este mundo, y a los hainianos y a los otros mundos, lo más pronto posible. ¿Estaría dispuesta?

—Más que dispuesta.

—Se reducirá a unas pocas páginas. Las pruebas y algunas de las implicaciones llevarían más tiempo, pero eso lo dejaremos para más adelante, y otra gente podrá trabajar en esas ecuaciones si yo no pudiera.

—¿Pero qué hará luego? ¿Quiere volver a Nio? La ciudad está en calma ahora, parece; la insurrección ha sido dominada, al menos por el momento; pero temo que el gobierno ioti lo considere a usted un rebelde. Está Thu, desde luego...

—No. No quiero quedarme aquí. ¡No soy altruista! Si usted me ayudara también en esto, podría volver a mi mundo. Hasta es posible que los ioti estén dispuestos a mandarme a casa. Sería coherente, pienso: hacerme desaparecer, negar mi existencia. Naturalmente, podrían considerar que hay otro método, más sencillo: matarme o encerrarme para siempre en la cárcel. Pero todavía no quiero morir, y menos morir aquí, en el Infierno. ¿A dónde va el alma cuando uno muere en el Infierno? —Se echó a reír: había recuperado todas sus buenas maneras—. Pero si usted me mandara de vuelta a casa, creo que ellos se sentirían aliviados. Un anarquista muerto se convierte pronto en mártir, sabe usted, y sigue viviendo durante siglos. Pero los ausentes pueden ser olvidados.

—Yo creía saber lo que era el «realismo» —dijo Keng. Sonreía, pero no era una sonrisa natural.

—¿Cómo puede saberlo, si no conoce la esperanza?

—No nos juzgue con demasiada dureza, Shevek.

—No los juzgo. Sólo les pido ayuda, y no tengo nada que dar a cambio.

—¿Nada? ¿Llama nada a la teoría?

—Póngala en la balanza con la libertad de un solo hombre —dijo Shevek, volviéndose hacia ella—, ¿cuál pesará más? ¿Usted lo sabe? Yo no.

Capítulo 12

—Deseo presentar un proyecto —dijo Bedap— en nombre del Sindicato de Iniciativas. Como sabéis, estamos en contacto radial con Urras desde hace ya unas veinte décadas...


Los desposeídos (54)

Y aunque fui muy estúpido, veo al fin que al perseguir una idea, la física, estoy traicionando a la otra. Estoy permitiendo que el propietariado compre la verdad.

—¿Qué otra cosa podía hacer, Shevek?

—¿No hay otra alternativa que la de vender? ¿No hay nada que se pueda llamar regalo?

—Sí...

—¿No comprende usted que lo que quiero es regalar mi idea, regalársela a ustedes, y a Hain y a los otros mundos, y a los países de Urras? ¡Pero a todos ustedes! Y que ninguno la utilice, como pretende A-Io, para dominar a los otros, para enriquecerse o ganar más guerras. Que la verdad no sirva para beneficio de unos pocos, sino tan sólo para el bien común.

—En última instancia, la verdad suele empeñarse en servir sólo al bien común —dijo Keng.

—En última instancia, sí, pero no estoy dispuesto a esperar el final. Sólo tengo una vida, y no la derrocharé por la codicia, el lucro y las mentiras. No serviré a ningún amo.

Ahora la calma de Keng era mucho más forzada, mucho más deliberada que al principio de la conversación. La fuerza de la personalidad de Shevek, esa fuerza que no frenaba ahora ninguna timidez, ninguna cautela, era formidable. La conmovía profundamente, y lo miraba con compasión, y hasta con algo de miedo.

—¿Cómo es? —dijo—, ¿cómo puede ser, esa sociedad que lo hizo a usted? Le oí hablar de Anarres, en la Plaza, y lloré al escucharlo, pero en realidad no le creí. Los hombres siempre hablan así del terruño, de la patria lejana... Pero usted no es como los demás hombres. Hay cierta diferencia en usted.

—La diferencia de la idea —dijo él—. Por esa idea he venido aquí. Por Anarres. Ya que mi pueblo se negaba a mirar hacia afuera, pensé que podía conseguir que otros nos mirasen. Pensé que sería mejor no mantenernos aislados detrás de un muro, sino ser una sociedad entre las otras, un mundo entre otros mundos, dando y recibiendo. En eso me equivocaba... estaba profundamente equivocado.

—¿Porqué? Seguramente...

—¡Porque no hay nada, nada en Urras que nosotros los anarresti necesitemos! Nos fuimos con las manos vacías, hace ciento setenta y cinco años, e hicimos bien. No llevamos nada. Porque no hay nada aquí, nada más que los Estados y sus armas, los ricos y sus mentiras, y los pobres y su miseria. No hay modo de actuar honestamente, con el corazón limpio, en Urras. No hay nada que uno pueda hacer en que no intervenga el lucro, y el miedo de perder, y el ansia de poder. No es posible darle a alguien los «buenos días» sin tener presente cuál de los dos, usted o el otro, es el «superior», o tratar de demostrarlo. No puede actuar como un hermano con la gente, tiene que manipularlos, o mandarlos, obedecerles, o engañarlos. No puede tocar a otra persona, pero sin embargo no lo dejan solo. No hay libertad. Es una caja... Urras es una caja, un paquete guardado en un hermoso envoltorio de cielo azul y prados y bosques y grandes ciudades. Y usted abre la caja, ¿y qué hay dentro? Un sótano negro lleno de polvo, y un hombre muerto. Un hombre a quien le ametrallaron la mano porque la tendía a los otros. He estado en el Infierno por fin. Desar tenía razón; es Urras; el Infierno es Urras.

A pesar del tono apasionado, Shevek hablaba con sencillez, con una especie de humildad, y una vez más la Embajadora de Terra lo observaba con una extrañeza a la vez simpática y cautelosa, como si no supiera de qué modo interpretar aquella sencillez.

—Los dos somos extraños aquí, Shevek —dijo al fin—. Yo de un lugar mucho más lejano en el espacio y en el tiempo. Sin embargo empiezo a pensar que soy mucho menos extraña a Urras que usted... Déjeme que le diga qué me parece este mundo. Para mí, y para todos mis semejantes terranos que han visto este planeta, Urras es el más benévolo, el más variado, el más hermoso de todos los mundos habitados. Es el mundo que se parece más que ningún otro al Paraíso.

Ella lo miró con ojos serenos sagaces; él no respondió.

—Sé que está plagado de males, de injusticia, de codicia, de locura, de derroche. Pero también está colmado de bendiciones, de belleza, de vitalidad, de triunfos. ¡Es como un mundo tendría que ser! Está vivo, tremendamente vivo... vivo, a pesar de todos esos males, y con esperanza. ¿No es cierto?

Shevek asintió con un movimiento de cabeza.

—Ahora, usted, hombre de un mundo que ni siquiera alcanzo a imaginar, usted que ve mi Paraíso como Infierno, ¿quiere que le diga cómo es el mundo mío?

Él la miró en silencio, con ojos claros y firmes.

—Mi mundo, mi Tierra, es una ruina. Un planeta arruinado por la especie humana. Nos multiplicamos y nos devoramos unos a otros y peleamos hasta que no quedó nada en pie y entonces perecimos. No dominábamos ni nuestros apetitos ni nuestra violencia; no nos adaptamos. Nos destruimos a nosotros mismos. Pero primero destruimos el mundo. Ya no quedan bosques en mi tierra. El aire es gris, el cielo es gris, siempre hace calor. Es habitable, todavía es habitable, pero no como este mundo. Este es un mundo vivo, una armonía. El mío es una discordia. Ustedes los odonianos eligieron un desierto; nosotros los terranos hicimos un desierto... Y allá sobrevivimos, como sobreviven ustedes. ¡Es dura la gente! Ahora somos casi medio billón. En un tiempo fuimos nueve billones. Todavía se pueden ver por doquier las antiguas ciudades. Los huesos y los ladrillos se convierten en polvo, pero las pequeñas panículas de material plástico nunca se pulverizan; tampoco ellas se adaptan. Fracasamos como especie, como especie social. Ahora estamos aquí, tratando como iguales con otras sociedades humanas de otros mundos, sólo gracias a la caridad de los hainianos. Llegaron, nos ayudaron. Ellos construyeron naves y nos las dieron, para que pudiéramos abandonar nuestro mundo en ruinas. Nos tratan con gentileza, con caridad, como el hombre sano trata al enfermo. Son gente muy extraña, los hainianos; más antiguos que cualquiera de nosotros, infinitamente generosos. Son altruistas. Impulsados por una culpa que nosotros ni siquiera comprendemos, pese a todos nuestros crímenes. Lo que los impulsa en todo cuanto hacen, creo, es el pasado, ese pasado infinito que tienen. Bueno, hemos salvado cuanto podía salvarse, y hemos organizado una especie de vida entre las ruinas, en Terra, del único modo posible: por la centralización total. Una vigilancia absoluta de cada acre de terreno, cada resto de metal, cada onza de combustible. Racionamiento total, control de la natalidad, eutanasia, conscripción universal de las fuerzas del trabajo. La recimentación absoluta de cada vida, y la supervivencia racial como meta. Habíamos conseguido todo eso, cuando llegaron los hainianos. Nos llevaron... un poco más de esperanza. No mucha. Hemos sobrevivido. .. Sólo podemos mirar de afuera este mundo espléndido, esta sociedad vital, Urras, este Paraíso. Sólo somos capaces de admirarlo, tal vez con algo de envidia. No mucho.

—Entonces Anarres, la Anarres de que usted me oyó hablar... ¿qué significaría para usted, Keng?

—Nada, Shevek. Perdimos la posibilidad de nuestro propio Anarres siglos atrás, antes que Anarres naciera.

Shevek se levantó y se acercó a la ventana, una de las troneras largas, horizontales de la torre. Había un nicho en el muro debajo de la ventana; un arquero hubiera podido encaramarse allí y espiar hacia abajo, y apuntar a los asaltantes en la puerta; si uno no subía ese peldaño, no veía nada, sólo el cielo bañado por el sol, ligeramente brumoso. Shevek se detuvo al pie de la ventana, mirando hacia afuera, los ojos llenos de luz.

—Ustedes no comprenden lo que es el tiempo —dijo—. Dicen que el pasado se ha ido para siempre, que el futuro no es real, que no hay cambio, que no hay esperanza. Piensan que Anarres es un futuro inalcanzable, así como es inmutable el pasado. Y entonces no les queda más que el presente, ese Urras, el presente rico, real, estable, el momento, el ahora. ¡Y se les ocurre que esto puede poseerse! Lo envidian de algún modo. Piensan que les gustaría tener algo parecido. Pero no es real, ¿entiende? No es estable, no es sólido... nada lo es. Las cosas cambian, cambian... Nadie puede tener nada. Y menos que nada el presente, a menos que se lo acepte junto con el pasado y el futuro. No sólo el pasado, sino también el futuro. ¡No sólo el futuro sino también el pasado! Porque ellos sí son reales: sólo esa realidad hace real el presente. Ustedes no tendrán y ni siquiera comprenderán a Urras a menos que acepten la realidad, la realidad perdurable, de Anarres. Usted tiene razón, nosotros somos la clave. Pero cuando usted lo dijo, no lo creía de verdad. Usted no cree en Anarres. Usted no cree en mí, aunque estoy aquí con usted, en esta sala, en este momento... Mi pueblo tenía razón, y era yo el que estaba equivocado, en esto: nosotros no podemos ir hacia ustedes, pues no lo permitirían. No creen en el cambio, en el azar, en la evolución. Nos destruirían antes que admitir nuestra realidad, ¡antes que admitir que hay alguna esperanza! No podemos ir hacia ustedes. Sólo podemos esperar que ustedes vengan a nosotros.

Keng escuchaba, inmóvil, con una expresión entre asombrada y pensativa, y quizá ligeramente confundida.

—No entiendo... No entiendo —dijo al fin—. Usted es como alguien de nuestro propio pasado, los idealistas de antaño, los visionarios de la libertad; y sin embargo no lo entiendo; es como si usted tratara de contarme cosas del futuro; y sin embargo, como usted dice, usted está aquí, ¡ahora!... —Keng parecía tan perspicaz como siempre. Dijo al cabo de un momento—: ¿Entonces por qué ha venido usted a mí, Shevek?

—Oh, para darle la idea. Mi teoría, usted sabe. Para que no pase a ser una propiedad de los ioti, una inversión o un arma. Si está dispuesta, lo más sencillo sería transmitir las ecuaciones, mostrarlas a los físicos de todo este mundo, y a los hainianos y a los otros mundos, lo más pronto posible. ¿Estaría dispuesta?

—Más que dispuesta.

—Se reducirá a unas pocas páginas. Las pruebas y algunas de las implicaciones llevarían más tiempo, pero eso lo dejaremos para más adelante, y otra gente podrá trabajar en esas ecuaciones si yo no pudiera.

—¿Pero qué hará luego? ¿Quiere volver a Nio? La ciudad está en calma ahora, parece; la insurrección ha sido dominada, al menos por el momento; pero temo que el gobierno ioti lo considere a usted un rebelde. Está Thu, desde luego...

—No. No quiero quedarme aquí. ¡No soy altruista! Si usted me ayudara también en esto, podría volver a mi mundo. Hasta es posible que los ioti estén dispuestos a mandarme a casa. Sería coherente, pienso: hacerme desaparecer, negar mi existencia. Naturalmente, podrían considerar que hay otro método, más sencillo: matarme o encerrarme para siempre en la cárcel. Pero todavía no quiero morir, y menos morir aquí, en el Infierno. ¿A dónde va el alma cuando uno muere en el Infierno? —Se echó a reír: había recuperado todas sus buenas maneras—. Pero si usted me mandara de vuelta a casa, creo que ellos se sentirían aliviados. Un anarquista muerto se convierte pronto en mártir, sabe usted, y sigue viviendo durante siglos. Pero los ausentes pueden ser olvidados.

—Yo creía saber lo que era el «realismo» —dijo Keng. Sonreía, pero no era una sonrisa natural.

—¿Cómo puede saberlo, si no conoce la esperanza?

—No nos juzgue con demasiada dureza, Shevek.

—No los juzgo. Sólo les pido ayuda, y no tengo nada que dar a cambio.

—¿Nada? ¿Llama nada a la teoría?

—Póngala en la balanza con la libertad de un solo hombre —dijo Shevek, volviéndose hacia ella—, ¿cuál pesará más? ¿Usted lo sabe? Yo no.

Capítulo 12

—Deseo presentar un proyecto —dijo Bedap— en nombre del Sindicato de Iniciativas. Como sabéis, estamos en contacto radial con Urras desde hace ya unas veinte décadas...