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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (49)

Los desposeídos (49)

¡No en ese momento! Más tarde tal vez. Pues se sintió enfermo cuando vio lo que había hecho. Pero lo que te hacían hacer, diciendo éste vive y aquél muere... nadie tiene derecho a hacer ese trabajo o de pedirle a algún otro que lo haga.

—Han sido malos tiempos, hermano —dijo el pasajero con gentileza, observando la llanura deslumbrante donde los espectros del agua ondulaban y volaban con el viento.

El viejo dirigible de carga anadeó por encima de las montañas y amarró en el aeropuerto en la Montaña Riñón. Bajaron tres pasajeros. En el preciso momento en que el último de los tres pisaba el suelo, el suelo se encrespó y se encabritó.

—Terremoto —observó el hombre; era un residente local que regresaba a casa—. ¡Maldito sea, mira ese polvo! Algún día aterrizaremos aquí y no habrá más montaña.

Dos de los pasajeros optaron por esperar a que cargaran los camiones. Shevek prefirió caminar, pues el residente decía que Chakar quedaba a sólo unos seis kilómetros montaña abajo.

El camino avanzaba en una sucesión de curvas largas con una corta elevación al final de cada una. En las laderas ascendentes, a la izquierda del camino, y en las descendentes a la derecha, crecían espesos matorrales de holum; hileras de altos árboles holum, espaciados como si hubiesen sido plantados, seguían los cursos de agua subterránea a lo largo de las laderas. En la cresta de una elevación, Shevek vio el oro claro del crepúsculo por encima de las colinas replegadas y oscuras. Excepto el camino mismo, que descendía hacia las sombras, no había señales de vida humana. Cuando empezaba a bajar, el aire gruñó levemente, y Shevek sintió algo extraño: no una sacudida, no un temblor, sino un desplazamiento, una convicción de que las cosas andaban mal. Completó el paso que estaba dando, y allí estaba el suelo, que le recibió el pie. Continuó andando; el camino seguía allí muy quieto. Shevek nunca había estado en peligro, pero nunca tampoco se había sentido tan cerca de la muerte. La muerte estaba en él, debajo de él; la tierra misma era insegura, traidora. Lo perdurable, aquello en que se puede confiar, es una promesa hecha por la mente humana. Shevek sintió el aire frío, limpio, en la boca y los pulmones. Prestó atención. Un torrente de montaña atronaba en algún sitio, abajo entre las sombras.

Llegó a Chakar cuando caía la noche. El cielo era de un violeta sombrío por encima de los cerros negros. Los faroles resplandecían en la calle claros y solitarios. Las fachadas de las casas parecían bosquejos a la luz artificial, contra el fondo oscuro del desierto. Había numerosos solares vacíos, casas solitarias; un poblado antiguo, un pueblo fronterizo, aislado, disperso. Una mujer que pasaba le indicó a Shevek las señas del Domicilio Ocho:

—Por ese camino, hermano, pasando el hospital, al fondo de la calle. —La calle corría hacia la oscuridad al pie de la ladera y terminaba en la puerta de un edificio bajo. Entró y se encontró en el vestíbulo de un domicilio rural que le recordó la infancia, los lugares de Libertad, Montaña del Tambor, Llanos Anchos, donde había vivido con su padre: la luz débil, las esteras remendadas, un papel que describía las actividades de un grupo local de instrucción para mecánicos, un aviso de las reuniones del Sindicato, un volante anunciando la representación de una obra teatral tres décadas atrás, sujeto a la cartelera; un cuadro enmarcado de Odo en la prisión, obra de algún aficionado, colgado sobre el sofá de la sala común; un armonio de fabricación casera; una lista de residentes, y el horario del agua caliente en los baños pegado junto a la puerta.

Sherut, Takver, N° 3.

Shevek golpeó, observando el reflejo de la luz del pasillo en la superficie oscura de la puerta, que no cerraba bien. Una mujer dijo desde dentro:

—¡Adelante! —Shevek abrió la puerta.

La luz brillante de la habitación estaba detrás de ella. Por un momento no pudo distinguirla, no pudo estar seguro de que era Takver. Ella estaba de pie frente a él. Alargó una mano, como para echarlo o abrazarlo, un ademán incierto, inconcluso. Él le tomó la mano, y entonces se acercaron, se abrazaron, y permanecieron unidos sobre la tierra insegura, traidora.

—Entra—dijo Takver—. Oh, entra, entra.

Shevek abrió los ojos. Un poco más lejos, en el cuarto, que todavía parecía muy iluminado, vio la cara seria, atenta de una niña.

—Sadik, éste es Shevek.

La niña se acercó a Takver, se le abrazó a la pierna, y se echó a llorar.

—Pero no llores, ¿por qué lloras, almita?

—¿Por qué lloras tú? —murmuró la niña.

—¡Porque soy feliz! Sólo porque soy feliz. Siéntate en mi falda. ¡Shevek, Shevek! Tu carta llegó ayer. Pensaba ir al teléfono cuando llevara a Sadik a dormir. Decías que llamarías esta noche. ¡No que vendrías! Oh, no llores, Sadik, mira, yo ya no lloro, ¿ves que no?

—El hombre también lloraba.

—Claro que lloraba.

Sadik lo observaba con una curiosidad recelosa. Había cumplido cuatro años. Tenía una cabeza redonda, una cara redonda; era redonda, morena, afelpada, suave.

No había muebles en el cuarto excepto las plataformas de dos camas. Takver se había sentado en una de ellas con Sadik en el regazo. Shevek se sentó en la otra y estiró las piernas. Se secó los ojos con el dorso de las manos, y extendió los nudillos para mostrarlos a Sadik.

—Ves —dijo—, están mojados. Y la nariz gotea. ¿Tienes un pañuelo?

—Sí. ¿Tú no?

—Tenía, pero se perdió en una lavandería.

—Puedes compartir el pañuelo que yo uso —dijo Sadik luego de una pausa.

—Él no sabe dónde está —dijo Takver.

Sadik bajó del regazo de su madre y buscó un pañuelo en un cajón del armario. Se lo dio a Takver, quien se lo alcanzó a Shevek.

—Está limpio —le dijo Takver con su sonrisa ancha. Mientras Shevek se secaba la nariz, Sadik lo observaba atentamente.

—¿Hubo un terremoto aquí hace un rato? —preguntó Shevek.

—Tiembla todo el tiempo, al final ni lo notas —dijo Takver, pero Sadik, encantada de proporcionar información, dijo con su voz aguda aunque cálida—: Sí, hubo uno grande antes de la cena. Cuando hay un terremoto las ventanas se ríen y el piso tiembla, y tienes que quedarte en el portal o fuera de casa.

Shevek miraba a Takver; ella lo miraba a él. Takver había envejecido más de cuatro años. Nunca había tenido muy buenos dientes, y ahora había perdido dos, los dos premolares, y se le veían los huecos cuando sonreía. La piel no tenía ya la tersura delicada de la juventud, y el cabello, cuidadosamente recogido en la nuca, era opaco.

Shevek veía claramente que Takver había perdido la gracia de la juventud, que ahora parecía una mujer común, fatigada, ya casi en la mitad de la vida. Veía todo esto con claridad, como ningún otro hubiera podido verlo, desde la perspectiva de años de intimidad y de añoranza. La veía tal como ella era.

Las miradas se encontraron.

—¿Cómo... cómo han marchado las cosas por aquí? —preguntó Shevek, enrojeciendo de súbito y hablando obviamente a la ventura. Ella sintió la ola palpable, el aluvión del deseo de Shevek. También ella se ruborizó ligeramente y sonrió. Dijo con su voz grave—: Oh, lo mismo que cuando hablamos por teléfono.

—¡Eso fue hace seis décadas!

—No cambian mucho las cosas por aquí.

—Es muy hermoso todo esto... las colinas... —En los ojos de Takver veía la oscuridad de los valles entre las montañas. El deseo sexual creció abruptamente, y por un instante se sintió mareado. Al fin consiguió dominarse—. ¿Crees que te gustaría quedarte aquí? —preguntó.

—Me da lo mismo —respondió ella, con su voz extraña, sombría, aterciopelada.

—Todavía te gotea la nariz —observó Sadik, preocupada, pero sin ansiedad.

—Alégrate, no es demasiado grave —dijo Shevek.

Takver dijo:

—¡Calla, Sadik, no seas egotista! —Y los dos adultos se echaron a reír. Sadik seguía estudiando a Shevek.

—En realidad me gusta el pueblo, Shev. La gente es simpática... es gente. Pero no hay demasiado trabajo. Es simple trabajo de laboratorio en el hospital. El problema de la escasez de técnicos está prácticamente resuelto; podría marcharme pronto sin dejarlos en la estacada. Me gustaría volver a Abbenay, si eso es lo que querías decir. ¿Te han dado otra vez el puesto?

—No pedí ninguno, y no he averiguado. Estuve en camino toda una década.

—¿Qué estuviste haciendo en el camino?

—Viajando, Sadik.

—Ha tenido que atravesar medio mundo, desde el sur, desde los desiertos, para venir a reunirse con nosotras —dijo Takver. La niña sonrió, se acomodó en la falda de Takver, y bostezó.

—¿Has comido, Shev? ¿Estás cansado? Tengo que llevar a esta niña a dormir; estábamos por salir cuando llegaste.

—¿Ya duerme en el dormitorio?

—Desde principios de este trimestre.

—Ya tenía cuatro —explicó Sadik.

—Se dice ya tengo cuatro —dijo Takver, dejándola resbalar suavemente para ir hasta el armario en busca del abrigo. Sadik se quedó de pie, de perfil, delante de Shevek; parecía muy pendiente de él.

—Pero tenía cuatro, ahora tengo más de cuatro —le dijo.

—Una temporalista lo mismo que el padre.

—No puedes tener cuatro y más de cuatro al mismo tiempo, ¿verdad que no? —preguntó la niña, adivinando la aprobación de Shevek, y hablándole directamente.

—Oh sí, claro. Y puedes tener cuatro y casi cinco al mismo tiempo, además. —Sentado en la plataforma baja, Shevek podía mantener la cabeza al nivel de la de Sadik, para que ella no tuviera que mirarlo alzando los ojos—. Pero me había olvidado de que tienes casi cinco, sabes. La última vez que te vi eras apenas menos que nada.

—¿De veras? —El tono era de evidente coquetería.

—Sí. Eras así de grande. —Shevek separó las manos, no a mucha distancia.

—¿Ya sabía hablar?

—Sabías decir uaa y un par de cosas más.

—¿Despertaba a todos en el domicilio, como el bebé de Cheben? — inquirió Sadik con una sonrisa ancha, alborozada.

—Por supuesto.

—¿Y cuándo aprendí a hablar de verdad?

—Al año y medio más o menos —dijo Takver—, y no has parado desde entonces. ¿Dónde está el sombrero, Sadikiki?

—En la escuela. Odio el sombrero que uso —informó Sadik a Shevek.

Caminaron con la niña por las calles ventosas hasta el dormitorio del centro de aprendizaje, y la acompañaron a la antesala. Era un lugar pequeño y también desmantelado, pero lo alegraban las pinturas de los niños y varias miniaturas de bronce que reproducían máquinas, y una multitud de casas de juguete y gente de madera pintada de distintos colores. Sadik se despidió de su madre con un beso, y volviéndose a Shevek alzó los brazos; él se agachó y la niña lo besó formal pero resueltamente.

—¡Buenas noches! —dijo. Y entró con la asistente nocturna, bostezando. Oyeron la voz de la niña, y la voz calmosa de la asistente, sosegándola.

—Es hermosa, Takver. Hermosa, sana, inteligente.

—Está malcriada, me temo.

—No, no. Lo has hecho bien, fantásticamente bien... en tiempos como estos...

—No fueron tan malos por aquí, no como en el sur —dijo Takver, mirándolo a la cara cuando salieron del dormitorio—. Aquí los niños podían comer. No demasiado bien, pero lo suficiente. Aquí una comunidad puede cultivar alimentos. Si no hay otra cosa, están los matorrales de holum. Puedes recoger las semillas y molerlas para hacer harina. Aquí nadie pasó hambre. Pero es cierto que he malcriado a Sadik. La amamanté hasta los tres años, claro, ¡por qué no, cuando no había nada bueno para alimentarla! Sin embargo, en la planta de investigación de Rolny no estaban de acuerdo. Pretendían que la dejara en el parvulario todo el día. Decían que yo parecía una propietaria con la niña, y que no ponía todo de mi parte para que la sociedad saliera de la crisis. En realidad, tenían razón. Pero eran tan puritanos. Ninguno de ellos comprendía lo que es sentirse solo. Eran un grupo sin carácter.


Los desposeídos (49)

¡No en ese momento! Más tarde tal vez. Pues se sintió enfermo cuando vio lo que había hecho. Pero lo que te hacían hacer, diciendo éste vive y aquél muere... nadie tiene derecho a hacer ese trabajo o de pedirle a algún otro que lo haga.

—Han sido malos tiempos, hermano —dijo el pasajero con gentileza, observando la llanura deslumbrante donde los espectros del agua ondulaban y volaban con el viento.

El viejo dirigible de carga anadeó por encima de las montañas y amarró en el aeropuerto en la Montaña Riñón. Bajaron tres pasajeros. En el preciso momento en que el último de los tres pisaba el suelo, el suelo se encrespó y se encabritó.

—Terremoto —observó el hombre; era un residente local que regresaba a casa—. ¡Maldito sea, mira ese polvo! Algún día aterrizaremos aquí y no habrá más montaña.

Dos de los pasajeros optaron por esperar a que cargaran los camiones. Shevek prefirió caminar, pues el residente decía que Chakar quedaba a sólo unos seis kilómetros montaña abajo.

El camino avanzaba en una sucesión de curvas largas con una corta elevación al final de cada una. En las laderas ascendentes, a la izquierda del camino, y en las descendentes a la derecha, crecían espesos matorrales de holum; hileras de altos árboles holum, espaciados como si hubiesen sido plantados, seguían los cursos de agua subterránea a lo largo de las laderas. En la cresta de una elevación, Shevek vio el oro claro del crepúsculo por encima de las colinas replegadas y oscuras. Excepto el camino mismo, que descendía hacia las sombras, no había señales de vida humana. Cuando empezaba a bajar, el aire gruñó levemente, y Shevek sintió algo extraño: no una sacudida, no un temblor, sino un desplazamiento, una convicción de que las cosas andaban mal. Completó el paso que estaba dando, y allí estaba el suelo, que le recibió el pie. Continuó andando; el camino seguía allí muy quieto. Shevek nunca había estado en peligro, pero nunca tampoco se había sentido tan cerca de la muerte. La muerte estaba en él, debajo de él; la tierra misma era insegura, traidora. Lo perdurable, aquello en que se puede confiar, es una promesa hecha por la mente humana. Shevek sintió el aire frío, limpio, en la boca y los pulmones. Prestó atención. Un torrente de montaña atronaba en algún sitio, abajo entre las sombras.

Llegó a Chakar cuando caía la noche. El cielo era de un violeta sombrío por encima de los cerros negros. Los faroles resplandecían en la calle claros y solitarios. Las fachadas de las casas parecían bosquejos a la luz artificial, contra el fondo oscuro del desierto. Había numerosos solares vacíos, casas solitarias; un poblado antiguo, un pueblo fronterizo, aislado, disperso. Una mujer que pasaba le indicó a Shevek las señas del Domicilio Ocho:

—Por ese camino, hermano, pasando el hospital, al fondo de la calle. —La calle corría hacia la oscuridad al pie de la ladera y terminaba en la puerta de un edificio bajo. Entró y se encontró en el vestíbulo de un domicilio rural que le recordó la infancia, los lugares de Libertad, Montaña del Tambor, Llanos Anchos, donde había vivido con su padre: la luz débil, las esteras remendadas, un papel que describía las actividades de un grupo local de instrucción para mecánicos, un aviso de las reuniones del Sindicato, un volante anunciando la representación de una obra teatral tres décadas atrás, sujeto a la cartelera; un cuadro enmarcado de Odo en la prisión, obra de algún aficionado, colgado sobre el sofá de la sala común; un armonio de fabricación casera; una lista de residentes, y el horario del agua caliente en los baños pegado junto a la puerta.

Sherut, Takver, N° 3.

Shevek golpeó, observando el reflejo de la luz del pasillo en la superficie oscura de la puerta, que no cerraba bien. Una mujer dijo desde dentro:

—¡Adelante! —Shevek abrió la puerta.

La luz brillante de la habitación estaba detrás de ella. Por un momento no pudo distinguirla, no pudo estar seguro de que era Takver. Ella estaba de pie frente a él. Alargó una mano, como para echarlo o abrazarlo, un ademán incierto, inconcluso. Él le tomó la mano, y entonces se acercaron, se abrazaron, y permanecieron unidos sobre la tierra insegura, traidora.

—Entra—dijo Takver—. Oh, entra, entra.

Shevek abrió los ojos. Un poco más lejos, en el cuarto, que todavía parecía muy iluminado, vio la cara seria, atenta de una niña.

—Sadik, éste es Shevek.

La niña se acercó a Takver, se le abrazó a la pierna, y se echó a llorar.

—Pero no llores, ¿por qué lloras, almita?

—¿Por qué lloras tú? —murmuró la niña.

—¡Porque soy feliz! Sólo porque soy feliz. Siéntate en mi falda. ¡Shevek, Shevek! Tu carta llegó ayer. Pensaba ir al teléfono cuando llevara a Sadik a dormir. Decías que llamarías esta noche. ¡No que vendrías! Oh, no llores, Sadik, mira, yo ya no lloro, ¿ves que no?

—El hombre también lloraba.

—Claro que lloraba.

Sadik lo observaba con una curiosidad recelosa. Había cumplido cuatro años. Tenía una cabeza redonda, una cara redonda; era redonda, morena, afelpada, suave.

No había muebles en el cuarto excepto las plataformas de dos camas. Takver se había sentado en una de ellas con Sadik en el regazo. Shevek se sentó en la otra y estiró las piernas. Se secó los ojos con el dorso de las manos, y extendió los nudillos para mostrarlos a Sadik.

—Ves —dijo—, están mojados. Y la nariz gotea. ¿Tienes un pañuelo?

—Sí. ¿Tú no?

—Tenía, pero se perdió en una lavandería.

—Puedes compartir el pañuelo que yo uso —dijo Sadik luego de una pausa.

—Él no sabe dónde está —dijo Takver.

Sadik bajó del regazo de su madre y buscó un pañuelo en un cajón del armario. Se lo dio a Takver, quien se lo alcanzó a Shevek.

—Está limpio —le dijo Takver con su sonrisa ancha. Mientras Shevek se secaba la nariz, Sadik lo observaba atentamente.

—¿Hubo un terremoto aquí hace un rato? —preguntó Shevek.

—Tiembla todo el tiempo, al final ni lo notas —dijo Takver, pero Sadik, encantada de proporcionar información, dijo con su voz aguda aunque cálida—: Sí, hubo uno grande antes de la cena. Cuando hay un terremoto las ventanas se ríen y el piso tiembla, y tienes que quedarte en el portal o fuera de casa.

Shevek miraba a Takver; ella lo miraba a él. Takver había envejecido más de cuatro años. Nunca había tenido muy buenos dientes, y ahora había perdido dos, los dos premolares, y se le veían los huecos cuando sonreía. La piel no tenía ya la tersura delicada de la juventud, y el cabello, cuidadosamente recogido en la nuca, era opaco.

Shevek veía claramente que Takver había perdido la gracia de la juventud, que ahora parecía una mujer común, fatigada, ya casi en la mitad de la vida. Veía todo esto con claridad, como ningún otro hubiera podido verlo, desde la perspectiva de años de intimidad y de añoranza. La veía tal como ella era.

Las miradas se encontraron.

—¿Cómo... cómo han marchado las cosas por aquí? —preguntó Shevek, enrojeciendo de súbito y hablando obviamente a la ventura. Ella sintió la ola palpable, el aluvión del deseo de Shevek. También ella se ruborizó ligeramente y sonrió. Dijo con su voz grave—: Oh, lo mismo que cuando hablamos por teléfono.

—¡Eso fue hace seis décadas!

—No cambian mucho las cosas por aquí.

—Es muy hermoso todo esto... las colinas... —En los ojos de Takver veía la oscuridad de los valles entre las montañas. El deseo sexual creció abruptamente, y por un instante se sintió mareado. Al fin consiguió dominarse—. ¿Crees que te gustaría quedarte aquí? —preguntó.

—Me da lo mismo —respondió ella, con su voz extraña, sombría, aterciopelada.

—Todavía te gotea la nariz —observó Sadik, preocupada, pero sin ansiedad.

—Alégrate, no es demasiado grave —dijo Shevek.

Takver dijo:

—¡Calla, Sadik, no seas egotista! —Y los dos adultos se echaron a reír. Sadik seguía estudiando a Shevek.

—En realidad me gusta el pueblo, Shev. La gente es simpática... es gente. Pero no hay demasiado trabajo. Es simple trabajo de laboratorio en el hospital. El problema de la escasez de técnicos está prácticamente resuelto; podría marcharme pronto sin dejarlos en la estacada. Me gustaría volver a Abbenay, si eso es lo que querías decir. ¿Te han dado otra vez el puesto?

—No pedí ninguno, y no he averiguado. Estuve en camino toda una década.

—¿Qué estuviste haciendo en el camino?

—Viajando, Sadik.

—Ha tenido que atravesar medio mundo, desde el sur, desde los desiertos, para venir a reunirse con nosotras —dijo Takver. La niña sonrió, se acomodó en la falda de Takver, y bostezó.

—¿Has comido, Shev? ¿Estás cansado? Tengo que llevar a esta niña a dormir; estábamos por salir cuando llegaste.

—¿Ya duerme en el dormitorio?

—Desde principios de este trimestre.

—Ya tenía cuatro —explicó Sadik.

—Se dice ya tengo cuatro —dijo Takver, dejándola resbalar suavemente para ir hasta el armario en busca del abrigo. Sadik se quedó de pie, de perfil, delante de Shevek; parecía muy pendiente de él.

—Pero tenía cuatro, ahora tengo más de cuatro —le dijo.

—Una temporalista lo mismo que el padre.

—No puedes tener cuatro y más de cuatro al mismo tiempo, ¿verdad que no? —preguntó la niña, adivinando la aprobación de Shevek, y hablándole directamente.

—Oh sí, claro. Y puedes tener cuatro y casi cinco al mismo tiempo, además. —Sentado en la plataforma baja, Shevek podía mantener la cabeza al nivel de la de Sadik, para que ella no tuviera que mirarlo alzando los ojos—. Pero me había olvidado de que tienes casi cinco, sabes. La última vez que te vi eras apenas menos que nada.

—¿De veras? —El tono era de evidente coquetería.

—Sí. Eras así de grande. —Shevek separó las manos, no a mucha distancia.

—¿Ya sabía hablar?

—Sabías decir uaa y un par de cosas más.

—¿Despertaba a todos en el domicilio, como el bebé de Cheben? — inquirió Sadik con una sonrisa ancha, alborozada.

—Por supuesto.

—¿Y cuándo aprendí a hablar de verdad?

—Al año y medio más o menos —dijo Takver—, y no has parado desde entonces. ¿Dónde está el sombrero, Sadikiki?

—En la escuela. Odio el sombrero que uso —informó Sadik a Shevek.

Caminaron con la niña por las calles ventosas hasta el dormitorio del centro de aprendizaje, y la acompañaron a la antesala. Era un lugar pequeño y también desmantelado, pero lo alegraban las pinturas de los niños y varias miniaturas de bronce que reproducían máquinas, y una multitud de casas de juguete y gente de madera pintada de distintos colores. Sadik se despidió de su madre con un beso, y volviéndose a Shevek alzó los brazos; él se agachó y la niña lo besó formal pero resueltamente.

—¡Buenas noches! —dijo. Y entró con la asistente nocturna, bostezando. Oyeron la voz de la niña, y la voz calmosa de la asistente, sosegándola.

—Es hermosa, Takver. Hermosa, sana, inteligente.

—Está malcriada, me temo.

—No, no. Lo has hecho bien, fantásticamente bien... en tiempos como estos...

—No fueron tan malos por aquí, no como en el sur —dijo Takver, mirándolo a la cara cuando salieron del dormitorio—. Aquí los niños podían comer. No demasiado bien, pero lo suficiente. Aquí una comunidad puede cultivar alimentos. Si no hay otra cosa, están los matorrales de holum. Puedes recoger las semillas y molerlas para hacer harina. Aquí nadie pasó hambre. Pero es cierto que he malcriado a Sadik. La amamanté hasta los tres años, claro, ¡por qué no, cuando no había nada bueno para alimentarla! Sin embargo, en la planta de investigación de Rolny no estaban de acuerdo. Pretendían que la dejara en el parvulario todo el día. Decían que yo parecía una propietaria con la niña, y que no ponía todo de mi parte para que la sociedad saliera de la crisis. En realidad, tenían razón. Pero eran tan puritanos. Ninguno de ellos comprendía lo que es sentirse solo. Eran un grupo sin carácter.