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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (31)

Los desposeídos (31)

Le deleitaba ver aquel exceso. Era demasiado blanco, demasiado frío, silencioso e indiferente para que el más sincero de los odonianos pudiera llamarlo excrementicio; verlo como otra cosa que una magnificencia inocente hubiera sido mezquindad de alma. Ni bien el cielo se aclaró, salió a la nieve con los niños, tan entusiasmados como él. Corretearon por el gran jardín de los fondos de la casa, arrojaron bojas de nieve, construyeron túneles, castillos y fortalezas de nieve.

Sewa Oiie estaba con su cuñada Vea en la ventana, mirando jugar a los niños, al hombre, y a la pequeña nutria. La nutria se había construido un tobogán en una de las paredes inclinadas del castillo de nieve y se deslizaba cuesta abajo una y otra vez, chillando, excitada. Los chicos tenían las mejillas encendidas. El hombre, los largos cabellos ásperos de un caoba grisáceo sujetos a la nuca con un trozo de cuerda y las orejas encarnadas de frío, cavaba con energía.

—¡Aquí no!

—¡Cava allí!

—¿Dónde está la pala?

—¡Tengo hielo en el bolsillo! —resonaban constantemente las voces infantiles.

—Ahí tienes a nuestro extraño —dijo Sewa, sonriendo.

—El más grande de los físicos vivientes —dijo la cuñada—. ¡Qué divertido!

Cuando entró, resoplando y pateando nieve y exhalando el vigor renovado y frío y el bienestar que sólo conocen quienes entran en una casa viniendo de la nieve, fue presentado a la cuñada. Shevek extendió la mano grande, dura y fría y miró a Vea con ojos afables.

—¿Usted es la hermana de Demacre? —dijo—. Sí, es idéntica.

Y este comentario, que en labios de cualquier otro le habría parecido insípido, le gustó enormemente a Vea. «Es un hombre», siguió pensando toda aquella tarde. «Un hombre auténtico, ¿Qué es eso que hay en él?».

Se llamaba Vea Doern Oiie, a la usanza ioti; su marido Doem era presidente de un gran monopolio industrial y viajaba con frecuencia, pasando la mitad de cada año en el extranjero como representante del gobierno. Todo esto le fue explicado a Shevek mientras la observaba. En ella, la pequeñez, los colores pálidos de Demacre, y los ojos negros y ovales habían sido trasmutados en belleza. Los pechos, hombros y brazos eran redondos, suaves, y muy blancos. Shevek se sentó al lado de ella en la mesa de la cena. Le miró todo el tiempo los pechos desnudos, empujados hacia arriba por el corpiño rígido. La idea de andar así semidesnuda en un tiempo glacial era extravagante, tan extravagante como la nieve, y los pechos pequeños tenían una blancura inocente, también como la nieve. La curva delicada del cuello se prolongaba en la curva de la cabeza orgullosa, rasurada y grácil.

Era en verdad muy atractiva, se dijo Shevek. Es como las camas de aquí: suave. Afectada, sin embargo. ¿Porqué arrastra las palabras al hablar?

Se aferró a aquella voz tenue, a aquellos melindres como a una balsa en alta mar, y no se daba cuenta, no sospechaba que se estaba ahogando. Ella regresaría a Nio Esseia en tren, después de la cena; había ido sólo a pasar el día y no la vería nunca más.

Oiie tenía un resfriado. Sewa estaba atareada con los niños.

—Shevek ¿cree que podría acompañar a Vea a la estación?

—¡Santo Dios, Demacre! No obligues al pobre hombre a protegerme. No pensarás que hay lobos ¿verdad? ¿O que los salvajes mingrads vienen a la ciudad para raptarme y llevarme a los harenes? Quizá mañana me encuentren en las puertas de la estación con una lágrima congelada en un ojo y un ramillete rígido en mis manos pequeñas. ¡Oh, casi me gustaría!

Por encima de la voz cascabeleante, tintineante de Vea la risa rompía como una ola, una ola oscura, tranquila, poderosa, que arrastraba todo y dejaba la arena vacía. No se reía del mundo sino de sí misma; la risa oscura del cuerpo, que borraba las palabras.

Shevek se puso el gabán en el vestíbulo y la esperó en la puerta.

Caminaron un rato en silencio. La nieve crujía y chirriaba bajo los pies.

—En verdad es usted demasiado cortés para...

—¿Para qué?

—Para ser un anarquista —dijo ella con su voz tenue y arrastrada (era la misma entonación de Pae, y de Oiie cuando se encontraba en la Universidad)—. Me decepciona. Creía que era usted peligroso e indómito.

—Lo soy.

Ella levantó la cabeza y lo miró de soslayo. Llevaba una chalina escarlata atada por encima de la cabeza; los ojos parecían muy negros y brillantes contra el color vivido y la blancura de la nieve todo alrededor.

—Pero ahora me está acompañando mansamente a la estación, doctor Shevek.

—Shevek —dijo él con suavidad—. Nada de «doctor».

—¿Ese es su nombre completo... primero y último?

Él asintió, sonriente. Se sentía bien y vigoroso, disfrutando de aquel aire resplandeciente, el gabán bien cortado, el encanto de la mujer que lo acompañaba. Hoy no lo agobiaban las preocupaciones ni los pensamientos opresivos.

—¿Es verdad que una computadora les pone a ustedes los nombres?

—Sí.

—¡Qué horrible, que una máquina le ponga el nombre a uno!

—¿Por qué horrible?

—Es tan mecánico, tan impersonal.

—¿Pero qué es más personal que un nombre único, que no pertenece a ningún otro?

—¿Ningún otro? ¿Usted es el único Shevek?

—Mientras viva. Hubo otros antes que yo.

—¿Parientes, quiere decir?

—Entre nosotros no cuentan mucho los parentescos; todos somos parientes, ¿se da cuenta? No sé quiénes fueron, salvo una mujer, en los primeros años de la Colonia. Inventó una especie de cojinete que se utiliza en las máquinas pesadas, todavía los llaman «shevek». —Shevek sonrió otra vez, con una sonrisa más ancha—. ¡Una buena inmortalidad!

Vea parecía sorprendida.

—¡Buen Dios! —exclamó—. ¿Cómo diferencian a los hombres de las mujeres?

—Bueno, hemos descubierto métodos...

Un momento después la risa de ella estalló, blanda, pesada. Se secó los ojos, que le lagrimeaban en el aire frío.

—Sí, tal vez sea usted indómito... ¿Todos, entonces, tienen nombres inventados, y aprenden un idioma inventado... todo nuevo?

—¿Los Colonizadores de Anarres? Sí.

Eran gente romántica, supongo.

—¿Y usted no lo es?

—No.

Nosotros somos muy pragmáticos.

—Se puede ser las dos cosas —dijo ella.

Shevek no había esperado de ella ninguna sutileza mental.

—Sí, eso es cierto —dijo.

—¿Qué puede ser más romántico que haber venido aquí solo, sin un cuarto en el bolsillo, a interceder por el pueblo de usted?

—Y entre tanto dejarme corromper por los lujos.

—¿Lujos? ¿Las habitaciones de la Universidad? ¡Buen Dios! ¡Pobrecito! ¿No lo han llevado a ningún sitio decente?

—A muchos, pero todos iguales. Ojalá pudiera llegar a conocer mejor Nio Esseia. Sólo he visto lo exterior de la ciudad, el envoltorio del paquete. —Lo dijo porque desde el comienzo le había fascinado la costumbre urrasti de envolverlo todo en papel y plástico y cartón y hojas de metal laminado, todo muy limpio, todo muy decorativo. La ropa de la lavandería, los libros, las legumbres, las prendas de vestir, los medicamentos, todo venía dentro de capas y capas de envoltorio. Hasta los paquetes de papeles venían envueltos en varias capas de papel. Para que nada estuviera en contacto con nada. Había empezado a pensar que a él también le habían empaquetado.

—Lo sé. ¡Lo llevaron a ver el Museo Histórico y el Monumento Dobunnae, y a escuchar un discurso en el Senado! —Shevek se echó a reír, pues ése había sido precisamente el itinerario de un día, el verano anterior—. ¡Lo sé! Son tan estúpidos con los extranjeros. ¡Yo me encargaré de mostrarle la verdadera Nio!

—Me gustaría.

—Conozco toda clase de gente maravillosa. Colecciono gente. Lo tienen ahí, atrapado junto con todos esos profesores y políticos aburridos... —Continuó parloteando. Shevek disfrutaba de aquella charla insustancial tanto como del sol y la nieve.

Llegaron a la pequeña estación de Amoeno. Ella tenía billete de vuelta; el tren llegaría de un momento a otro.

—No espere, se va a congelar.

Shevek no respondió, pero se quedó allí, corpulento en el gabán forrado de vellón, mirándola con afecto.

Ella se miró el puño del abrigo y sacudió un copo de nieve del bordado.

—¿Tiene esposa, Shevek?

—No.

—¿Nadie de familia?

—Oh... sí. Una compañera; nuestras hijas. Discúlpeme, estaba distraído. Para mí una «esposa» es algo que sólo existe en Urras.

—¿Qué es una «compañera»? —Vea lo miró de frente, con malicia.

—Supongo que ustedes dirían una esposa, o un esposo.

—¿Por qué no vino con usted?

—Porque ella no quiso venir; y la niña menor tiene apenas un..., no, dos años, ahora. Además... —Shevek titubeó.

—¿Por qué no quiso venir?

—Bueno, allí tenía trabajo, aquí no. Si hubiese sabido que ella hubiera disfrutado aquí de tantas cosas, le habría pedido que viniera. Pero no se lo pedí. Hay que tener en cuenta el problema de la seguridad, sabe.

—¿La seguridad, aquí?

Él titubeó otra vez, y al fin dijo:

—También cuando regrese.

—¿Qué le sucederá? —preguntó Vea, los ojos redondos de asombro. El tren cruzaba la colina en las afueras del pueblo.

—¡Oh!, probablemente nada. Pero hay gente que me considera un traidor. Porque trato de entablar amistad con Urras, entiende. Podrían ponerme dificultades, cuando vuelva. No quiero que ocurra, por ella y por las niñas. Ya tuvimos un poco de eso antes de que yo saliera para aquí. Suficiente.

—¿Correrá un peligro real, quiere decir?

Shevek se agachó para oírla, pues el tren entraba en la estación con un estrépito de ruedas y vagones.

—No sé —dijo, sonriendo—. ¿Sabe que nuestros trenes son muy parecidos a éstos? Un buen diseño no requiere cambios. —La acompañó hasta un coche de primera clase. Como Vea no abría la puerta, la abrió él. Cuando ella entró, Shevek metió la cabeza observando el compartimiento—. ¡Por dentro no se parecen, sin embargo! ¿Todo esto es privado... para usted sola?

—¡Oh!, sí, detesto la segunda clase. Hombres mascando goma maera y escupiendo. ¿Masca maera la gente en Anarres? No, seguramente no. ¡Oh, hay tantas cosas que me encantaría saber acerca de usted y de su país!

—A mí me encanta hablar de eso, pero nadie pregunta.

—¡Volvamos a vernos, y hablemos entonces! ¿Me llamará la próxima vez que venga a Nio? Prométalo.

—Prometo—dijo Shevek, afable.

—¡Magnífico! Sé que usted no promete en vano. Todavía no sé nada de usted, salvo eso. Eso puedo verlo. Adiós, Shevek. —Puso por un momento la mano enguantada en la de él, mientras Shevek sostenía la puerta. La máquina emitió un doble silbido, y Shevek cerró la puerta, y vio partir el tren, la cara de Vea un centelleo blanco y escarlata en la ventanilla.

Volvió animado a pie a casa de los Oiie, y libró una batalla de bolas de nieve con Ini hasta el anochecer.

¡REVOLUCIÓN EN BENBILI! ¡EL DICTADOR HUYE! ¡LA CAPITAL EN PODER DE CABECILLAS REBELDES! SESIÓN DE EMERGENCIA EN EL CGM. POSIBLE INTERVENCIÓN DE A-IO.

El periódico se excitaba en grandes titulares. La ortografía y la gramática se perdían por el camino; era como leer la charla de Efor: «Anoche los rebeldes se apoderan del oeste de Meskti y hostigan al ejército...» Era el modo verbal de los Nioti, el pasado y el futuro consolidados en un tiempo presente explosivo, inestable.

Shevek leyó los periódicos y buscó una descripción de Benbili en la Enciclopedia del CGM. La nación, nominalmente una democracia parlamentaria, era de hecho una dictadura militar, gobernada por generales. Un vasto territorio del hemisferio occidental, montañas y sabanas áridas, subpoblado, pobre. Tendría que haber ido a Benbili, pensó Shevek, pues la idea lo atraía; se imaginaba las llanuras pálidas, el viento incesante. La noticia lo había conmovido extrañamente. Escuchaba los boletines por la radio, que rara vez había encendido desde que descubriera que la función principal del aparato era la de anunciar cosas en venta. Los comunicados de la radio, así como los del telefax oficial en los auditorios públicos, eran breves y escuetos: un curioso contraste con los periódicos populares, que en todas las páginas vociferaban ¡Revolución!


Los desposeídos (31)

Le deleitaba ver aquel exceso. Era demasiado blanco, demasiado frío, silencioso e indiferente para que el más sincero de los odonianos pudiera llamarlo excrementicio; verlo como otra cosa que una magnificencia inocente hubiera sido mezquindad de alma. Ni bien el cielo se aclaró, salió a la nieve con los niños, tan entusiasmados como él. Corretearon por el gran jardín de los fondos de la casa, arrojaron bojas de nieve, construyeron túneles, castillos y fortalezas de nieve.

Sewa Oiie estaba con su cuñada Vea en la ventana, mirando jugar a los niños, al hombre, y a la pequeña nutria. La nutria se había construido un tobogán en una de las paredes inclinadas del castillo de nieve y se deslizaba cuesta abajo una y otra vez, chillando, excitada. Los chicos tenían las mejillas encendidas. El hombre, los largos cabellos ásperos de un caoba grisáceo sujetos a la nuca con un trozo de cuerda y las orejas encarnadas de frío, cavaba con energía.

—¡Aquí no!

—¡Cava allí!

—¿Dónde está la pala?

—¡Tengo hielo en el bolsillo! —resonaban constantemente las voces infantiles.

—Ahí tienes a nuestro extraño —dijo Sewa, sonriendo.

—El más grande de los físicos vivientes —dijo la cuñada—. ¡Qué divertido!

Cuando entró, resoplando y pateando nieve y exhalando el vigor renovado y frío y el bienestar que sólo conocen quienes entran en una casa viniendo de la nieve, fue presentado a la cuñada. Shevek extendió la mano grande, dura y fría y miró a Vea con ojos afables.

—¿Usted es la hermana de Demacre? —dijo—. Sí, es idéntica.

Y este comentario, que en labios de cualquier otro le habría parecido insípido, le gustó enormemente a Vea. «Es un hombre», siguió pensando toda aquella tarde. «Un hombre auténtico, ¿Qué es eso que hay en él?».

Se llamaba Vea Doern Oiie, a la usanza ioti; su marido Doem era presidente de un gran monopolio industrial y viajaba con frecuencia, pasando la mitad de cada año en el extranjero como representante del gobierno. Todo esto le fue explicado a Shevek mientras la observaba. En ella, la pequeñez, los colores pálidos de Demacre, y los ojos negros y ovales habían sido trasmutados en belleza. Los pechos, hombros y brazos eran redondos, suaves, y muy blancos. Shevek se sentó al lado de ella en la mesa de la cena. Le miró todo el tiempo los pechos desnudos, empujados hacia arriba por el corpiño rígido. La idea de andar así semidesnuda en un tiempo glacial era extravagante, tan extravagante como la nieve, y los pechos pequeños tenían una blancura inocente, también como la nieve. La curva delicada del cuello se prolongaba en la curva de la cabeza orgullosa, rasurada y grácil.

Era en verdad muy atractiva, se dijo Shevek. Es como las camas de aquí: suave. Afectada, sin embargo. ¿Porqué arrastra las palabras al hablar?

Se aferró a aquella voz tenue, a aquellos melindres como a una balsa en alta mar, y no se daba cuenta, no sospechaba que se estaba ahogando. Ella regresaría a Nio Esseia en tren, después de la cena; había ido sólo a pasar el día y no la vería nunca más.

Oiie tenía un resfriado. Sewa estaba atareada con los niños.

—Shevek ¿cree que podría acompañar a Vea a la estación?

—¡Santo Dios, Demacre! No obligues al pobre hombre a protegerme. No pensarás que hay lobos ¿verdad? ¿O que los salvajes mingrads vienen a la ciudad para raptarme y llevarme a los harenes? Quizá mañana me encuentren en las puertas de la estación con una lágrima congelada en un ojo y un ramillete rígido en mis manos pequeñas. ¡Oh, casi me gustaría!

Por encima de la voz cascabeleante, tintineante de Vea la risa rompía como una ola, una ola oscura, tranquila, poderosa, que arrastraba todo y dejaba la arena vacía. No se reía del mundo sino de sí misma; la risa oscura del cuerpo, que borraba las palabras.

Shevek se puso el gabán en el vestíbulo y la esperó en la puerta.

Caminaron un rato en silencio. La nieve crujía y chirriaba bajo los pies.

—En verdad es usted demasiado cortés para...

—¿Para qué?

—Para ser un anarquista —dijo ella con su voz tenue y arrastrada (era la misma entonación de Pae, y de Oiie cuando se encontraba en la Universidad)—. Me decepciona. Creía que era usted peligroso e indómito.

—Lo soy.

Ella levantó la cabeza y lo miró de soslayo. Llevaba una chalina escarlata atada por encima de la cabeza; los ojos parecían muy negros y brillantes contra el color vivido y la blancura de la nieve todo alrededor.

—Pero ahora me está acompañando mansamente a la estación, doctor Shevek.

—Shevek —dijo él con suavidad—. Nada de «doctor».

—¿Ese es su nombre completo... primero y último?

Él asintió, sonriente. Se sentía bien y vigoroso, disfrutando de aquel aire resplandeciente, el gabán bien cortado, el encanto de la mujer que lo acompañaba. Hoy no lo agobiaban las preocupaciones ni los pensamientos opresivos.

—¿Es verdad que una computadora les pone a ustedes los nombres?

—Sí.

—¡Qué horrible, que una máquina le ponga el nombre a uno!

—¿Por qué horrible?

—Es tan mecánico, tan impersonal.

—¿Pero qué es más personal que un nombre único, que no pertenece a ningún otro?

—¿Ningún otro? ¿Usted es el único Shevek?

—Mientras viva. Hubo otros antes que yo.

—¿Parientes, quiere decir?

—Entre nosotros no cuentan mucho los parentescos; todos somos parientes, ¿se da cuenta? No sé quiénes fueron, salvo una mujer, en los primeros años de la Colonia. Inventó una especie de cojinete que se utiliza en las máquinas pesadas, todavía los llaman «shevek». —Shevek sonrió otra vez, con una sonrisa más ancha—. ¡Una buena inmortalidad!

Vea parecía sorprendida.

—¡Buen Dios! —exclamó—. ¿Cómo diferencian a los hombres de las mujeres?

—Bueno, hemos descubierto métodos...

Un momento después la risa de ella estalló, blanda, pesada. Se secó los ojos, que le lagrimeaban en el aire frío.

—Sí, tal vez sea usted indómito... ¿Todos, entonces, tienen nombres inventados, y aprenden un idioma inventado... todo nuevo?

—¿Los Colonizadores de Anarres? Sí.

Eran gente romántica, supongo.

—¿Y usted no lo es?

—No.

Nosotros somos muy pragmáticos.

—Se puede ser las dos cosas —dijo ella.

Shevek no había esperado de ella ninguna sutileza mental.

—Sí, eso es cierto —dijo.

—¿Qué puede ser más romántico que haber venido aquí solo, sin un cuarto en el bolsillo, a interceder por el pueblo de usted?

—Y entre tanto dejarme corromper por los lujos.

—¿Lujos? ¿Las habitaciones de la Universidad? ¡Buen Dios! ¡Pobrecito! ¿No lo han llevado a ningún sitio decente?

—A muchos, pero todos iguales. Ojalá pudiera llegar a conocer mejor Nio Esseia. Sólo he visto lo exterior de la ciudad, el envoltorio del paquete. —Lo dijo porque desde el comienzo le había fascinado la costumbre urrasti de envolverlo todo en papel y plástico y cartón y hojas de metal laminado, todo muy limpio, todo muy decorativo. La ropa de la lavandería, los libros, las legumbres, las prendas de vestir, los medicamentos, todo venía dentro de capas y capas de envoltorio. Hasta los paquetes de papeles venían envueltos en varias capas de papel. Para que nada estuviera en contacto con nada. Había empezado a pensar que a él también le habían empaquetado.

—Lo sé. ¡Lo llevaron a ver el Museo Histórico y el Monumento Dobunnae, y a escuchar un discurso en el Senado! —Shevek se echó a reír, pues ése había sido precisamente el itinerario de un día, el verano anterior—. ¡Lo sé! Son tan estúpidos con los extranjeros. ¡Yo me encargaré de mostrarle la verdadera Nio!

—Me gustaría.

—Conozco toda clase de gente maravillosa. Colecciono gente. Lo tienen ahí, atrapado junto con todos esos profesores y políticos aburridos... —Continuó parloteando. Shevek disfrutaba de aquella charla insustancial tanto como del sol y la nieve.

Llegaron a la pequeña estación de Amoeno. Ella tenía billete de vuelta; el tren llegaría de un momento a otro.

—No espere, se va a congelar.

Shevek no respondió, pero se quedó allí, corpulento en el gabán forrado de vellón, mirándola con afecto.

Ella se miró el puño del abrigo y sacudió un copo de nieve del bordado.

—¿Tiene esposa, Shevek?

—No.

—¿Nadie de familia?

—Oh... sí. Una compañera; nuestras hijas. Discúlpeme, estaba distraído. Para mí una «esposa» es algo que sólo existe en Urras.

—¿Qué es una «compañera»? —Vea lo miró de frente, con malicia.

—Supongo que ustedes dirían una esposa, o un esposo.

—¿Por qué no vino con usted?

—Porque ella no quiso venir; y la niña menor tiene apenas un..., no, dos años, ahora. Además... —Shevek titubeó.

—¿Por qué no quiso venir?

—Bueno, allí tenía trabajo, aquí no. Si hubiese sabido que ella hubiera disfrutado aquí de tantas cosas, le habría pedido que viniera. Pero no se lo pedí. Hay que tener en cuenta el problema de la seguridad, sabe.

—¿La seguridad, aquí?

Él titubeó otra vez, y al fin dijo:

—También cuando regrese.

—¿Qué le sucederá? —preguntó Vea, los ojos redondos de asombro. El tren cruzaba la colina en las afueras del pueblo.

—¡Oh!, probablemente nada. Pero hay gente que me considera un traidor. Porque trato de entablar amistad con Urras, entiende. Podrían ponerme dificultades, cuando vuelva. No quiero que ocurra, por ella y por las niñas. Ya tuvimos un poco de eso antes de que yo saliera para aquí. Suficiente.

—¿Correrá un peligro real, quiere decir?

Shevek se agachó para oírla, pues el tren entraba en la estación con un estrépito de ruedas y vagones.

—No sé —dijo, sonriendo—. ¿Sabe que nuestros trenes son muy parecidos a éstos? Un buen diseño no requiere cambios. —La acompañó hasta un coche de primera clase. Como Vea no abría la puerta, la abrió él. Cuando ella entró, Shevek metió la cabeza observando el compartimiento—. ¡Por dentro no se parecen, sin embargo! ¿Todo esto es privado... para usted sola?

—¡Oh!, sí, detesto la segunda clase. Hombres mascando goma maera y escupiendo. ¿Masca maera la gente en Anarres? No, seguramente no. ¡Oh, hay tantas cosas que me encantaría saber acerca de usted y de su país!

—A mí me encanta hablar de eso, pero nadie pregunta.

—¡Volvamos a vernos, y hablemos entonces! ¿Me llamará la próxima vez que venga a Nio? Prométalo.

—Prometo—dijo Shevek, afable.

—¡Magnífico! Sé que usted no promete en vano. Todavía no sé nada de usted, salvo eso. Eso puedo verlo. Adiós, Shevek. —Puso por un momento la mano enguantada en la de él, mientras Shevek sostenía la puerta. La máquina emitió un doble silbido, y Shevek cerró la puerta, y vio partir el tren, la cara de Vea un centelleo blanco y escarlata en la ventanilla.

Volvió animado a pie a casa de los Oiie, y libró una batalla de bolas de nieve con Ini hasta el anochecer.

¡REVOLUCIÓN EN BENBILI! ¡EL DICTADOR HUYE! ¡LA CAPITAL EN PODER DE CABECILLAS REBELDES! SESIÓN DE EMERGENCIA EN EL CGM. POSIBLE INTERVENCIÓN DE A-IO.

El periódico se excitaba en grandes titulares. La ortografía y la gramática se perdían por el camino; era como leer la charla de Efor: «Anoche los rebeldes se apoderan del oeste de Meskti y hostigan al ejército...» Era el modo verbal de los Nioti, el pasado y el futuro consolidados en un tiempo presente explosivo, inestable.

Shevek leyó los periódicos y buscó una descripción de Benbili en la Enciclopedia del CGM. La nación, nominalmente una democracia parlamentaria, era de hecho una dictadura militar, gobernada por generales. Un vasto territorio del hemisferio occidental, montañas y sabanas áridas, subpoblado, pobre. Tendría que haber ido a Benbili, pensó Shevek, pues la idea lo atraía; se imaginaba las llanuras pálidas, el viento incesante. La noticia lo había conmovido extrañamente. Escuchaba los boletines por la radio, que rara vez había encendido desde que descubriera que la función principal del aparato era la de anunciar cosas en venta. Los comunicados de la radio, así como los del telefax oficial en los auditorios públicos, eran breves y escuetos: un curioso contraste con los periódicos populares, que en todas las páginas vociferaban ¡Revolución!