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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (23)

Los desposeídos (23)

Hay muchas cosas admirables, no lo dudo, en la sociedad de ustedes, pero no se les enseña a discriminar, lo que es en definitiva lo mejor que la civilización puede darnos. No quiero que esos extraños malditos lo atrapen por esas ideas que usted tiene, de fraternidad y mutualismo y todo eso. Lo inundarán con ríos de «humanidad común» y «ligas de los mundos» y toda esa cháchara, y yo detestaría ver que usted la acepta. La ley de la existencia es la lucha, la competencia, la eliminación del débil, una guerra sin cuartel. Y yo quiero que sobrevivan los mejores. La humanidad que yo conozco. Los cetianos. Usted y yo: Urras y Anarres. Ahora les llevamos la delantera, a todos esos hainianos, y terranos o como quiera que se llamen, y tenemos que conservar nuestro puesto. Ellos nos dieron la propulsión interastral, es verdad, pero ahora estamos construyendo naves mejores que las de ellos. Cuando se decida a dar a conocer la teoría de usted, espero seriamente que piense en el deber que tiene para con los suyos, los de su misma especie. En lo que significa la lealtad, y a quién se la debe.

Las lágrimas fáciles de la edad senil humedecieron los ojos casi ciegos de Atro. Shevek apoyó una mano en el brazo del viejo, una mano tranquilizadora, pero no dijo nada.

—La tendrán, por supuesto. Finalmente la tendrán. Y es natural que así sea. La verdad científica saldrá a la luz; no es posible ocultar el sol debajo de una piedra. ¡Pero antes que la consigan, quiero que paguen! Quiero que ocupemos el lugar que nos corresponde. Quiero respeto: y eso es lo que usted puede conquistar para nosotros. La transimultaneidad... si la conseguimos, el impulso interastral de ellos no tendrá más valor que un saco de habas. No es el dinero lo que me importa, usted lo sabe. Quiero que se reconozca la superioridad de la ciencia cetiana, la superioridad de la mente cetiana. Si ha de haber algún día una civilización interastral, ¡por Dios, no quiero que los de mi raza sean entonces miembros de una casta inferior! Tendremos que llegar, como hombres de la alta nobleza, con un gran regalo en nuestras manos... así tendría que ser. Bueno, bueno, me acaloro a veces hablando de estas cosas. A propósito, ¿qué tal anda el libro de usted?

—He estado trabajando con la hipótesis gravitatoria de Skask. Tengo la impresión de que Skask se equivoca cuando sólo utiliza ecuaciones diferenciales parciales.

—Pero el último trabajo que usted escribió era sobre la gravedad. ¿Cuándo se va a dedicar a la cosa real?

—Usted sabe que para nosotros, los odonianos, los medios son el fin —dijo Shevek con ligereza—. Además, no puedo representar una teoría del tiempo que omita la gravedad, ¿no es así?

—¿Quiere decir que nos la está dando con cuentagotas? —preguntó Atro con suspicacia—. Eso sí que no se me había ocurrido. Me convendría releer ese último trabajo. Había partes que no tenían mucho sentido para mí. Se me cansan tanto los ojos estos días. Creo que algo anda mal en esa cosa maldita, en esa lupa-proyector que necesito para leer. Tengo la impresión cíe que ya no proyecta claramente las palabras.

Shevek miró al anciano con afecto y compunción, pero no le dijo nada más acerca de su propia teoría.

A Shevek le llegaban cada día invitaciones a recepciones, homenajes, inauguraciones y otras cosas por el estilo. Asistía a veces, porque había venido a Urras con una misión y debía tratar de cumplirla: tenía que imponer la idea de fraternidad, tenía que encarnar, en su persona, la solidaridad de los Dos Mundos. Hablaba, y la gente lo escuchaba, y decía:

—Qué gran verdad.

Se preguntaba por qué el gobierno no le impedía que hablase. Chifoilisk tenía que haber exagerado, para sus propios fines, la magnitud del control y la censura. Hablaba, hablaba de anarquismo puro, y nadie se lo impedía. ¿Pero necesitaban acaso hacerlo callar? Tenía la impresión de que siempre, cada vez, hablaba para el mismo público: bien vestido, bien alimentado, bien educado, sonriente.

¿Era la única clase de público que había en Urras?

—Es el dolor lo que une a los hombres —decía Shevek en pie delante de ellos, y ellos asentían y decían:

—Qué gran verdad.

Empezó a odiarlos, y cuando se dio cuenta, dejó bruscamente de aceptar invitaciones.

Pero eso equivalía a aceptar el fracaso y a que se sintiera más solo. No estaba haciendo lo que había venido hacer. No eran ellos quienes lo aislaban, se decía; era él, como siempre, quien se había aislado de ellos.

En el comedor de los Decanos dijo una noche, en la mesa:

—Yo no sé cómo viven ustedes, aquí. Veo las casas particulares, desde fuera. Pero desde dentro, sólo conozco la vida pública de ustedes... salas de reuniones, refectorios, laboratorios.

Al día siguiente Oiie le preguntó, no sin cierto empaque, si en el próximo fin de semana querría ir a cenar y a pasar la noche fuera, en casa de Oiie.

La casa estaba en Amoeno, una aldea a pocas millas de Ieu Eun, y era, de acuerdo con los cánones urrasti, una modesta vivienda de clase media, quizá más antigua que la mayoría. Era una casa de piedra, construida unos trescientos años atrás, de habitaciones artesonadas. El arco doble que caracterizaba a la arquitectura ioti aparecía en los marcos de las ventanas y las puertas. A Shevek le agradó, ya a primera vista, la relativa ausencia de muebles: con aquellos grandes espacios de suelo minuciosamente pulido, las habitaciones parecían austeras, espaciosas. Siempre se había sentido incómodo en medio de los decorados y enseres extravagantes de los edificios públicos en que se celebraban las recepciones, los homenajes y los otros actos. Los urrasti tenían buen gusto, pero contaminado a menudo por un impulso exhibicionista: la ostentación de lo caro. El origen natural, estético del deseo de tener cosas estaba enmascarado y pervertido por compulsiones económicas y competitivas, compulsiones que limitaban a su vez la calidad de los objetos: todo no era más que una especie de despilfarro mecánico. Aquí, en cambio, había gracia, la gracia de la austeridad.

Un criado recogió los abrigos en la entrada. La esposa de Oiie acudió a saludar a Shevek desde la cocina del subsuelo, donde había estado instruyendo a la cocinera.

Mientras conversaban antes de la cena, Shevek reparó de pronto que le hablaba a ella casi exclusivamente, con una cordialidad y un deseo de agradar que a él mismo le sorprendió. ¡Pero era tan bueno hablar otra vez con una mujer! No le sorprendía que se hubiera sentido aislado, viviendo una existencia artificial, entre hombres, siempre hombres, sin la tensión y la atracción de la diferencia sexual. Y Sewa Oiie era atractiva. Observándole las líneas delicadas de las sienes y la nuca, Shevek se dijo que la moda urrasti de rasurar las cabezas de las mujeres no le parecía tan criticable como al principio. Sewa era reservada, más bien tímida; Shevek trató de que se sintiera a gusto con él, y veía, encantado, que al parecer estaba consiguiéndolo.

Pasaron a cenar y en la mesa se les unieron dos niños. Sewa Oiie se disculpó:

—Ya no es posible conseguir una niñera decente en este país —dijo. Shevek asintió, sin saber qué era una niñera. Estaba observando a los dos chiquillos, con el mismo alivio, con el mismo deleite. No había visto casi a ningún niño desde que partiera de Anarres.

Eran niños muy limpios, muy juiciosos, que hablaban cuando se les hablaba, vestidos con casacas de terciopelo azul y pantalones abuchonados. Observaban a Shevek con una mezcla de temor y de respeto, como a una criatura del Espacio Exterior. El de nueve años era severo con el de siete, le cuchicheaba al oído que no mirase, pellizcándolo sin piedad. El pequeño contestaba con otros pellizcos y trataba de patearlo por debajo de la mesa. El principio de autoridad no parecía aún muy firme en la mente del niño.

Oiie era otro hombre en su casa. Ya no tenía aquella mirada furtiva, y no arrastraba las palabras al hablar. La familia lo trataba con respeto, pero ese respeto era recíproco. A Shevek, que había escuchado muchas de las opiniones de Oiie sobre las mujeres, le sorprendió ver cómo trataba a Sewa: con cortesía, hasta con delicadeza. Esto escaballerosidad, pensó, una palabra que había aprendido recientemente, pero pronto decidió que era algo más. Oiie quería a su mujer y confiaba en ella. Se comportaba con ella y con los niños casi como si fuera un anarresti. A decir verdad, se le reveló entonces como un hombre sencillo, fraternal, un hombre libre.

A Shevek se le ocurrió luego que era una libertad de alcance muy limitado, un núcleo familiar pequeño, pero se sentía tanto más a gusto, tanto más libre él mismo, que no tenía ganas de ponerse a criticar.

En una pausa de la conversación, el niño más pequeño dijo con su vocecita clara:

—El señor Shevek no tiene muy buenos modales.

—¿Por qué no? —preguntó Shevek antes que la mujer de Oiie pudiera reprender al niño—. ¿Qué he hecho?

—No dijo gracias.

—¿Gracias por qué?

—Cuando yo le pasé el plato de los encurtidos.

—¡Ini!¡ Cállate!

¡Sadik! ¡No seas egotista! El tono era exactamente el mismo.

—Creía que estabas compartiéndolos conmigo. ¿Eran un regalo? Nosotros sólo damos las gracias por los regalos, en mi país. Las demás cosas las compartimos sin palabras, ¿te das cuenta? ¿Quieres que te devuelva los encurtidos?

—No, no me gustan —dijo el niño mirando a Shevek a la cara, con ojos negros y luminosos.

—Así es mucho más fácil compartirlos —dijo Shevek. El niño mayor se retorcía de deseos contenidos de pellizcar a Ini, pero Ini rió, mostrando los dientes pequeños y blancos. Al cabo de un rato, en otra pausa, dijo en voz baja, inclinándose hacia Shevek:

—¿Le gustaría ver mí nutria?

—Sí.

—Está en el jardín de atrás. Mamá la puso allí porque pensó que a usted podía molestarle. A algunas personas grandes no les gustan los animales.

—A mí me gusta mucho verlos. En mi país no hay animales.

—¿No? —dijo el chico mayor, abriendo los grandes ojos—. ¡Papá! ¡El señor Shevek dice que ellos no tienen animales!

También Ini miraba con ojos muy abiertos.

—¿Pero qué tienen?

—Gente. Peces. Gusanos. Y árboles holum.

—¿Qué son árboles holum?

La conversación continuó así durante media hora. Era la primera vez que a Shevek le pedían, en Urras, que hablara de Anarres. Los niños hacían las preguntas, pero los padres escuchaban con interés. Shevek eludió la cuestión ética con ciertos escrúpulos: no estaba allí para hacer proselitismo con los hijos de los anfitriones. Les explicó con palabras sencillas cómo era La Polvareda, qué aspecto tenía Abbenay, cómo se vestían, qué hacía la gente cuando necesitaba ropa, qué hacían los niños en la escuela. Este último tema, pese a él mismo, se convirtió en propaganda. Ini y Aevi escucharon fascinados la descripción de un programa de estudios que incluía agricultura, carpintería, recuperación de aguas servidas, imprenta, plomería, reparación de caminos, dramaturgia, y todas las demás ocupaciones de la comunidad adulta, y la declaración de Shevek de que nunca se castigaba a nadie, por ningún motivo.

—Aunque a veces —dijo— te dejan solo un rato.

—Pero —dijo Oiie abruptamente, como si la pregunta, largo tiempo contenida, estallara de pronto ahora— ¿qué mantiene el orden entre la gente? ¿Por qué no roban, por qué no se matan unos a otros?

—Nadie tiene nada que se pueda robar. Si uno necesita cosas las va a buscar a los almacenes. En cuanto a la violencia, bueno, no sé, Oiie. ¿Usted me asesinaría, normalmente? Y si quisiera hacerlo, ¿se lo impediría acaso una ley contra el asesinato? No hay nada menos eficaz que la coerción para obtener orden.

—Está bien, ¿pero cómo consiguen que la gente haga los trabajos sucios?

—¿Qué trabajos sucios? —preguntó la esposa de Oiie, sin entender.

—Recolectar basuras, sepultar a los muertos —dijo Oiie.


Los desposeídos (23)

Hay muchas cosas admirables, no lo dudo, en la sociedad de ustedes, pero no se les enseña a discriminar, lo que es en definitiva lo mejor que la civilización puede darnos. No quiero que esos extraños malditos lo atrapen por esas ideas que usted tiene, de fraternidad y mutualismo y todo eso. Lo inundarán con ríos de «humanidad común» y «ligas de los mundos» y toda esa cháchara, y yo detestaría ver que usted la acepta. La ley de la existencia es la lucha, la competencia, la eliminación del débil, una guerra sin cuartel. Y yo quiero que sobrevivan los mejores. La humanidad que yo conozco. Los cetianos. Usted y yo: Urras y Anarres. Ahora les llevamos la delantera, a todos esos hainianos, y terranos o como quiera que se llamen, y tenemos que conservar nuestro puesto. Ellos nos dieron la propulsión interastral, es verdad, pero ahora estamos construyendo naves mejores que las de ellos. Cuando se decida a dar a conocer la teoría de usted, espero seriamente que piense en el deber que tiene para con los suyos, los de su misma especie. En lo que significa la lealtad, y a quién se la debe.

Las lágrimas fáciles de la edad senil humedecieron los ojos casi ciegos de Atro. Shevek apoyó una mano en el brazo del viejo, una mano tranquilizadora, pero no dijo nada.

—La tendrán, por supuesto. Finalmente la tendrán. Y es natural que así sea. La verdad científica saldrá a la luz; no es posible ocultar el sol debajo de una piedra. ¡Pero antes que la consigan, quiero que paguen! Quiero que ocupemos el lugar que nos corresponde. Quiero respeto: y eso es lo que usted puede conquistar para nosotros. La transimultaneidad... si la conseguimos, el impulso interastral de ellos no tendrá más valor que un saco de habas. No es el dinero lo que me importa, usted lo sabe. Quiero que se reconozca la superioridad de la ciencia cetiana, la superioridad de la mente cetiana. Si ha de haber algún día una civilización interastral, ¡por Dios, no quiero que los de mi raza sean entonces miembros de una casta inferior! Tendremos que llegar, como hombres de la alta nobleza, con un gran regalo en nuestras manos... así tendría que ser. Bueno, bueno, me acaloro a veces hablando de estas cosas. A propósito, ¿qué tal anda el libro de usted?

—He estado trabajando con la hipótesis gravitatoria de Skask. Tengo la impresión de que Skask se equivoca cuando sólo utiliza ecuaciones diferenciales parciales.

—Pero el último trabajo que usted escribió era sobre la gravedad. ¿Cuándo se va a dedicar a la cosa real?

—Usted sabe que para nosotros, los odonianos, los medios son el fin —dijo Shevek con ligereza—. Además, no puedo representar una teoría del tiempo que omita la gravedad, ¿no es así?

—¿Quiere decir que nos la está dando con cuentagotas? —preguntó Atro con suspicacia—. Eso sí que no se me había ocurrido. Me convendría releer ese último trabajo. Había partes que no tenían mucho sentido para mí. Se me cansan tanto los ojos estos días. Creo que algo anda mal en esa cosa maldita, en esa lupa-proyector que necesito para leer. Tengo la impresión cíe que ya no proyecta claramente las palabras.

Shevek miró al anciano con afecto y compunción, pero no le dijo nada más acerca de su propia teoría.

A Shevek le llegaban cada día invitaciones a recepciones, homenajes, inauguraciones y otras cosas por el estilo. Asistía a veces, porque había venido a Urras con una misión y debía tratar de cumplirla: tenía que imponer la idea de fraternidad, tenía que encarnar, en su persona, la solidaridad de los Dos Mundos. Hablaba, y la gente lo escuchaba, y decía:

—Qué gran verdad.

Se preguntaba por qué el gobierno no le impedía que hablase. Chifoilisk tenía que haber exagerado, para sus propios fines, la magnitud del control y la censura. Hablaba, hablaba de anarquismo puro, y nadie se lo impedía. ¿Pero necesitaban acaso hacerlo callar? Tenía la impresión de que siempre, cada vez, hablaba para el mismo público: bien vestido, bien alimentado, bien educado, sonriente.

¿Era la única clase de público que había en Urras?

—Es el dolor lo que une a los hombres —decía Shevek en pie delante de ellos, y ellos asentían y decían:

—Qué gran verdad.

Empezó a odiarlos, y cuando se dio cuenta, dejó bruscamente de aceptar invitaciones.

Pero eso equivalía a aceptar el fracaso y a que se sintiera más solo. No estaba haciendo lo que había venido hacer. No eran ellos quienes lo aislaban, se decía; era él, como siempre, quien se había aislado de ellos.

En el comedor de los Decanos dijo una noche, en la mesa:

—Yo no sé cómo viven ustedes, aquí. Veo las casas particulares, desde fuera. Pero desde dentro, sólo conozco la vida pública de ustedes... salas de reuniones, refectorios, laboratorios.

Al día siguiente Oiie le preguntó, no sin cierto empaque, si en el próximo fin de semana querría ir a cenar y a pasar la noche fuera, en casa de Oiie.

La casa estaba en Amoeno, una aldea a pocas millas de Ieu Eun, y era, de acuerdo con los cánones urrasti, una modesta vivienda de clase media, quizá más antigua que la mayoría. Era una casa de piedra, construida unos trescientos años atrás, de habitaciones artesonadas. El arco doble que caracterizaba a la arquitectura ioti aparecía en los marcos de las ventanas y las puertas. A Shevek le agradó, ya a primera vista, la relativa ausencia de muebles: con aquellos grandes espacios de suelo minuciosamente pulido, las habitaciones parecían austeras, espaciosas. Siempre se había sentido incómodo en medio de los decorados y enseres extravagantes de los edificios públicos en que se celebraban las recepciones, los homenajes y los otros actos. Los urrasti tenían buen gusto, pero contaminado a menudo por un impulso exhibicionista: la ostentación de lo caro. El origen natural, estético del deseo de tener cosas estaba enmascarado y pervertido por compulsiones económicas y competitivas, compulsiones que limitaban a su vez la calidad de los objetos: todo no era más que una especie de despilfarro mecánico. Aquí, en cambio, había gracia, la gracia de la austeridad.

Un criado recogió los abrigos en la entrada. La esposa de Oiie acudió a saludar a Shevek desde la cocina del subsuelo, donde había estado instruyendo a la cocinera.

Mientras conversaban antes de la cena, Shevek reparó de pronto que le hablaba a ella casi exclusivamente, con una cordialidad y un deseo de agradar que a él mismo le sorprendió. ¡Pero era tan bueno hablar otra vez con una mujer! No le sorprendía que se hubiera sentido aislado, viviendo una existencia artificial, entre hombres, siempre hombres, sin la tensión y la atracción de la diferencia sexual. Y Sewa Oiie era atractiva. Observándole las líneas delicadas de las sienes y la nuca, Shevek se dijo que la moda urrasti de rasurar las cabezas de las mujeres no le parecía tan criticable como al principio. Sewa era reservada, más bien tímida; Shevek trató de que se sintiera a gusto con él, y veía, encantado, que al parecer estaba consiguiéndolo.

Pasaron a cenar y en la mesa se les unieron dos niños. Sewa Oiie se disculpó:

—Ya no es posible conseguir una niñera decente en este país —dijo. Shevek asintió, sin saber qué era una niñera. Estaba observando a los dos chiquillos, con el mismo alivio, con el mismo deleite. No había visto casi a ningún niño desde que partiera de Anarres.

Eran niños muy limpios, muy juiciosos, que hablaban cuando se les hablaba, vestidos con casacas de terciopelo azul y pantalones abuchonados. Observaban a Shevek con una mezcla de temor y de respeto, como a una criatura del Espacio Exterior. El de nueve años era severo con el de siete, le cuchicheaba al oído que no mirase, pellizcándolo sin piedad. El pequeño contestaba con otros pellizcos y trataba de patearlo por debajo de la mesa. El principio de autoridad no parecía aún muy firme en la mente del niño.

Oiie era otro hombre en su casa. Ya no tenía aquella mirada furtiva, y no arrastraba las palabras al hablar. La familia lo trataba con respeto, pero ese respeto era recíproco. A Shevek, que había escuchado muchas de las opiniones de Oiie sobre las mujeres, le sorprendió ver cómo trataba a Sewa: con cortesía, hasta con delicadeza. Esto escaballerosidad, pensó, una palabra que había aprendido recientemente, pero pronto decidió que era algo más. Oiie quería a su mujer y confiaba en ella. Se comportaba con ella y con los niños casi como si fuera un anarresti. A decir verdad, se le reveló entonces como un hombre sencillo, fraternal, un hombre libre.

A Shevek se le ocurrió luego que era una libertad de alcance muy limitado, un núcleo familiar pequeño, pero se sentía tanto más a gusto, tanto más libre él mismo, que no tenía ganas de ponerse a criticar.

En una pausa de la conversación, el niño más pequeño dijo con su vocecita clara:

—El señor Shevek no tiene muy buenos modales.

—¿Por qué no? —preguntó Shevek antes que la mujer de Oiie pudiera reprender al niño—. ¿Qué he hecho?

—No dijo gracias.

—¿Gracias por qué?

—Cuando yo le pasé el plato de los encurtidos.

—¡Ini!¡ Cállate!

¡Sadik! ¡No seas egotista! El tono era exactamente el mismo.

—Creía que estabas compartiéndolos conmigo. ¿Eran un regalo? Nosotros sólo damos las gracias por los regalos, en mi país. Las demás cosas las compartimos sin palabras, ¿te das cuenta? ¿Quieres que te devuelva los encurtidos?

—No, no me gustan —dijo el niño mirando a Shevek a la cara, con ojos negros y luminosos.

—Así es mucho más fácil compartirlos —dijo Shevek. El niño mayor se retorcía de deseos contenidos de pellizcar a Ini, pero Ini rió, mostrando los dientes pequeños y blancos. Al cabo de un rato, en otra pausa, dijo en voz baja, inclinándose hacia Shevek:

—¿Le gustaría ver mí nutria?

—Sí.

—Está en el jardín de atrás. Mamá la puso allí porque pensó que a usted podía molestarle. A algunas personas grandes no les gustan los animales.

—A mí me gusta mucho verlos. En mi país no hay animales.

—¿No? —dijo el chico mayor, abriendo los grandes ojos—. ¡Papá! ¡El señor Shevek dice que ellos no tienen animales!

También Ini miraba con ojos muy abiertos.

—¿Pero qué tienen?

—Gente. Peces. Gusanos. Y árboles holum.

—¿Qué son árboles holum?

La conversación continuó así durante media hora. Era la primera vez que a Shevek le pedían, en Urras, que hablara de Anarres. Los niños hacían las preguntas, pero los padres escuchaban con interés. Shevek eludió la cuestión ética con ciertos escrúpulos: no estaba allí para hacer proselitismo con los hijos de los anfitriones. Les explicó con palabras sencillas cómo era La Polvareda, qué aspecto tenía Abbenay, cómo se vestían, qué hacía la gente cuando necesitaba ropa, qué hacían los niños en la escuela. Este último tema, pese a él mismo, se convirtió en propaganda. Ini y Aevi escucharon fascinados la descripción de un programa de estudios que incluía agricultura, carpintería, recuperación de aguas servidas, imprenta, plomería, reparación de caminos, dramaturgia, y todas las demás ocupaciones de la comunidad adulta, y la declaración de Shevek de que nunca se castigaba a nadie, por ningún motivo.

—Aunque a veces —dijo— te dejan solo un rato.

—Pero —dijo Oiie abruptamente, como si la pregunta, largo tiempo contenida, estallara de pronto ahora— ¿qué mantiene el orden entre la gente? ¿Por qué no roban, por qué no se matan unos a otros?

—Nadie tiene nada que se pueda robar. Si uno necesita cosas las va a buscar a los almacenes. En cuanto a la violencia, bueno, no sé, Oiie. ¿Usted me asesinaría, normalmente? Y si quisiera hacerlo, ¿se lo impediría acaso una ley contra el asesinato? No hay nada menos eficaz que la coerción para obtener orden.

—Está bien, ¿pero cómo consiguen que la gente haga los trabajos sucios?

—¿Qué trabajos sucios? —preguntó la esposa de Oiie, sin entender.

—Recolectar basuras, sepultar a los muertos —dijo Oiie.