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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (22)

Los desposeídos (22)

Podría decírselo a usted, pero el gobierno de ustedes, en Thu, ¿me permitiría explicarlo?

Chifoilisk pateó un leño, que aún no se había encendido. Miraba atentamente el fuego y tenía una expresión de amargura, con las líneas entre la nariz y las comisuras de los labios profundamente marcadas. No respondió a la pregunta de Shevek. Dijo por último:

—No quiero hablar con usted como si jugáramos a algo. No tiene sentido; no lo haré. Lo que tengo que preguntarle es ¿iría usted a Thu?

—No ahora, Chifoilisk.

—Pero, ¿qué puede usted hacer... aquí?

—Mi trabajo. Y además, aquí estoy cerca de la sede del Consejo de Gobiernos Mundiales...

—¿El CGM? ¡Hace treinta años que A-Io se lo metió en los bolsillos! ¡ No cuente con ellos para que lo salven!

Una pausa.

—¿Estoy en peligro, entonces?

—¿Ni siquiera de eso se había dado cuenta?

Otra pausa.

—¿Contra quién me está usted poniendo en guardia? —preguntó Shevek.

—Contra Pae, en primer lugar.

—Oh, sí, Pae. —Shevek apoyó las manos sobre el elegante manto de la chimenea, taraceado en oro—. Pae es un físico excelente. Y muy servicial. Pero no confío en él.

—¿Por qué no?

—Bueno... es evasivo.

—Sí. Un certero juicio psicológico. Pero Pae no es peligroso para usted porque sea personalmente escurridizo, Shevek. Es peligroso para usted porque es un agente leal, ambicioso, del gobierno ioti. Informa sobre usted, y sobre mí, regularmente, al Departamento de Seguridad Nacional, la policía secreta. No lo subestimo a usted, Dios lo sabe, pero no se da cuenta, ese hábito de usted de tratar a todo el mundo como personas, como individuos, es inútil aquí, no sirve. Tiene que entender qué clase de poderes hay detrás de los individuos.

Mientras Chifoilisk hablaba, la postura natural, relajada, de Shevek Se había endurecido; ahora estaba en pie, tieso, como Chifoilisk, mirando el fuego.

—¿Cómo sabe eso de Pae? —preguntó.

—Por el mismo conducto por el que sé que en la habitación de usted hay un micrófono escondido, lo mismo que en la mía. Porque es mi oficio saberlo.

—¿También usted es un agente del gobierno?

El semblante de Chifoilisk se ensombreció; de pronto, volviéndose hacia Shevek, habló en voz baja y con odio:

—Sí —dijo—, también yo, por supuesto. No estaría aquí si no lo fuese. Todo el mundo lo sabe. Mi gobierno sólo manda al extranjero a aquellos en quienes puede confiar. ¡Y pueden confiar en mí! Porque yo no he sido comprado, como todos esos malditos, esos ricos profesores ioti. Creo en mi gobierno y en mi país. Tengo fe en ellos. —Chifoilisk hablaba con esfuerzo, como atormentado—. ¡Mire alrededor, Shevek! Parece usted un niño entre rufianes. Son buenos con usted, le dan una habitación agradable, conferencias, alumnos, dinero, lo llevan a visitar castillos, fábricas modelo, aldeas encantadoras. ¡Todo lo mejor! ¡Todo hermoso, maravilloso! Pero ¿por qué? ¿Por qué lo traen aquí desde la Luna, lo ensalzan, le imprimen los libros, lo mantienen tan abrigado, tan a salvo en las salas de lectura y en los laboratorios y en las bibliotecas? ¿Cree que lo hacen por motivos científicos, desinteresados, por amor fraternal? ¡Esta es una economía utilitaria, Shevek!

—Lo sé. Vine a negociar con ella.

—¿Negociar... qué? ¿Para qué?

El rostro de Shevek tenía ahora la misma expresión fría, grave que había tenido cuando se alejara de la Fortaleza, en Drio.

—Usted sabe lo que yo quiero, Chifoilisk. Quiero que mi pueblo salga del exilio. Vine aquí porque no creo que ustedes quieran eso en Thu. Ustedes, allí, nos tienen miedo. Temen que traigamos de vuelta la revolución, la antigua, la verdadera, la revolución por la justicia que ustedes comenzaron y abandonaron a mitad de camino. Aquí en A-Io me temen menos porque se han olvidado de la revolución. No creen más en ella. Piensan que si la gente posee muchas cosas se contentará con vivir en una cárcel. Pero yo no acepto eso. Quiero derribar los muros. Quiero solidaridad, solidaridad humana. Quiero libre intercambio entre Urras y Anarres. Luché por ello como pude en Anarres, y ahora lucho por ello como puedo en Urras. Allí, actuaba. Aquí, negocio.

—¿Con qué?

—Oh, usted lo sabe, Chifoilisk —dijo Shevek en voz baja, con timidez—. Usted sabe qué quieren de mí.

—Sí, lo sé, pero ignoraba que usted lo supiese —dijo el thuviano, también por lo bajo; la voz áspera se convirtió en un murmullo más áspero, todo aire y consonantes fricativas—. ¿La tiene, entonces... la Teoría Temporal General?

Shevek lo miró, tal vez con una pizca de ironía.

Chifoilisk insistió:

—¿Existe, por escrito?

Shevek lo siguió mirando un momento, y luego respondió directamente:

—No.

—¡Me alegro!

—¿Porqué?

—Porque si existiera, ellos ya la tendrían.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que ha oído. Escuche, ¿no fue Odo quien dijo que donde hay propiedad hay robo?

—«Para hacer un ladrón, haz un propietario; para que haya crímenes, haz leyes.» El Organismo Social.

—Perfecto. ¡Donde hay papeles en cuartos cerrados con llave, hay gente que tiene llaves de los cuartos!

Shevek se estremeció.

—Sí —dijo tras una pausa—, es muy desagradable.

—Para usted. No para mí. Yo no tengo como usted los escrúpulos de una moral individualista. Sé que no tiene redactada, por escrito, la teoría. Si pensara que la tiene, habría intentado conseguirla, de cualquier modo, por la persuasión, el robo, la fuerza si pensara que podríamos secuestrarlo a usted sin desencadenar una guerra con A-Io. Cualquier cosa, para impedir que caiga en poder de estos gordos capitalistas ioti y ponerla en manos de la Junta de Gobierno de mi país. Porque la causa más noble que podré servir jamás es la fuerza y el bienestar de mi patria.

—Está mintiendo —replicó Shevek pacíficamente—. Creo que es usted un patriota, sí. Pero por encima del patriotismo pone el respeto a la verdad, la verdad científica, y acaso también la lealtad a las personas, como individuos. Usted no me traicionaría.

—Lo haría si pudiese —dijo Chifoilisk con vehemencia salvaje. Empezó a hablar otra vez, se interrumpió, y dijo finalmente con colérica resignación—: Piense lo que quiera. Yo no puedo abrirle los ojos. Pero recuerde, lo queremos con nosotros. Si a la larga se da cuenta de lo que pasa aquí, vaya a Thu. ¡Escogió a la gente menos apropiada para tratar de convertirla en hermanos! Y si... no tengo por qué decírselo. Pero no importa. Si no va a Thu, si no acude a nosotros, al menos no entregue la Teoría a los ioti. ¡No les dé nada a los usureros! Váyase. Vuelva a Anarres. ¡Dele a los suyos lo que tiene que dar!

—Ellos no la quieren —dijo Shevek, sin expresión—. ¿Cree que no lo intenté?

Cuatro o cinco días más tarde, al preguntar por Chifoilisk, Shevek se enteró de que había regresado a Thu.

—¿Definitivamente? No me dijo que estaba por marcharse.

—Un thuviano nunca sabe cuándo va a recibir una orden de su gobierno —dijo Pae, pues naturalmente fue Pae quien informó a Shevek—. Sólo sabe que cuando le llega, lo mejor que puede hacer es volar. Y no detenerse a juntar florcillas por el camino. ¡Pobre Chif! Me pregunto qué error habrá cometido.

Shevek iba una o dos veces por semana a ver a Atro en la simpática casita en que vivía en los lindes de la Universidad, atendido por un par de sirvientes tan viejos como él. Ya casi octogenario, Atro era, como él mismo decía, un monumento a un físico de primer orden. Aunque la obra de su vida no había caído en el vacío, como en el caso de Gvarab, Atro había alcanzado con los años algo de ese mismo desinterés característico. El interés que mostraba por Shevek, al menos, parecía ser enteramente personal, un interés de camarada. Había sido el primer físico secuencial que adoptara las ideas de Shevek para la comprensión del tiempo. Había luchado, con las armas de Shevek, por las teorías de Shevek, contra todo el aparato burocrático de la respetabilidad científica, y la batalla había continuado durante varios años antes que se publicara la versión íntegra de los Principios de la Simultaneidad con la consiguiente y casi inmediata victoria de los simultaneístas. Esa batalla había sido el punto culminante de la vida de Atro. El nunca hubiera luchado por menos que la verdad, pero más que la verdad, era la lucha lo que le había fascinado.

La genealogía de Atro se remontaba a cien mil años atrás, a través de generales, princesas, grandes terratenientes. La familia era dueña de siete mil acres y catorce aldeas en la provincia de Sie, la región más rural de A-Io. Atro empleaba giros de lenguaje provincianos, arcaísmos a los que se aferraba con orgullo. Las riquezas no le impresionaban, y de los gobernantes del país decía que eran «demagogos y políticos trepadores». Nadie podía comprar su respeto. No obstante, lo concedía, generosamente, a cualquier imbécil que tuviese lo que él llamaba «un buen apellido». En algunos aspectos, era totalmente incomprensible para Shevek; un enigma: el aristócrata. Y sin embargo despreciaba realmente el poder y el dinero, y Shevek se sentía más cerca de él que de cualquier otra persona de las que había conocido en Urras.

Una vez, cuando estaban sentados conversando en el porche de vidrio donde Atro cultivaba toda clase de flores exóticas y fuera de estación, el urrasti empleó en un momento la frase «nosotros los cetianos». Shevek lo interrumpió vivamente:

—«Cetianos»... ¿no es una palabra chicharrera?

«Chicharrera», en la jerga vulgar, significaba la prensa popular, los periódicos, la radio y la televisión, la literatura barata manufacturada para la población trabajadora urbana.

—¡Chicharrera! —repitió Atro—. Pero mi querido amigo, ¿dónde diablos aprende usted esas expresiones? Lo que yo entiendo por «cetianos» es precisamente lo que entienden los redactores de la prensa diaria y el público que los lee moviendo los labios. ¡Urras y Anarres!

—Me sorprendió oírle una palabra extranjera... una palabra no-cetiana en realidad.

—Definición por exclusión —rebatió el viejo con regocijo—. Cien años atrás no necesitábamos esa palabra. Bastaba con «humanidad». Pero hace unos sesenta años las cosas cambiaron. Yo tenía diecisiete, era un hermoso día de sol de principios de verano. Lo recuerdo muy vividamente. Estaba adiestrando mi caballo, y mi hermana mayor gritó por la ventana: «¡Por la radio están hablando con alguien del espacio exterior!» Mi pobre madre querida pensó que estábamos todos condenados; diablos extraños, usted sabe. Pero eran sólo los hainianos, cacareando sobre la paz y la fraternidad. Y bueno, hoy, «humanidad» es un término demasiado amplio. ¿Qué define la fraternidad sino la no-fraternidad? ¡Definición por exclusión, querido mío! Usted y yo somos parientes. Los antepasados de usted probablemente cuidaban cabras en las montañas mientras los míos oprimían siervos en Sie, unos siglos atrás; pero somos miembros de la misma familia. Para saberlo, basta conocer a un verdadero extraño, oírlo hablar. Un ser de otro sistema planetario. Un hombre, así llamado, que no tiene nada en común con nosotros excepto la práctica disposición de dos piernas, dos brazos, ¡y una cabeza con alguna especie de cerebro dentro!

—Pero los hainianos no han demostrado que somos...

—Todos de origen extraño, retoños de colonizadores interestelares hainianos, medio millón de años atrás, o un millón, o dos o tres millones; sí, lo sé, ¡Demostrado! ¡Por el Número Primigenio, Shevek, habla como un seminarista novicio! ¿Cómo se puede hablar con seriedad de pruebas históricas, luego de tanto tiempo? Estos hainianos juegan con los milenios como si fueran pelotas, pero es puro malabarismo. ¡Pruebas, realmente! La religión de mis antepasados me informa, con idéntica autoridad, que desciendo de Pinra Od, a quien Dios expulsó del Jardín porque se atrevió a contarse los dedos de las manos y los pies, hasta sumar veinte, y dejar así el Tiempo suelto por el Mundo. ¡Prefiero este cuento, si tengo que elegir, al de los extraños!

Shevek reía a carcajadas. Le encantaba el humor de Atro. Pero el viejo estaba serio. Palmeó el brazo de Shevek y enarcando las cejas y mascullando, conmovido, dijo al fin:

—Espero que usted sienta lo mismo, querido mío. Lo espero de veras.


Los desposeídos (22)

Podría decírselo a usted, pero el gobierno de ustedes, en Thu, ¿me permitiría explicarlo?

Chifoilisk pateó un leño, que aún no se había encendido. Miraba atentamente el fuego y tenía una expresión de amargura, con las líneas entre la nariz y las comisuras de los labios profundamente marcadas. No respondió a la pregunta de Shevek. Dijo por último:

—No quiero hablar con usted como si jugáramos a algo. No tiene sentido; no lo haré. Lo que tengo que preguntarle es ¿iría usted a Thu?

—No ahora, Chifoilisk.

—Pero, ¿qué puede usted hacer... aquí?

—Mi trabajo. Y además, aquí estoy cerca de la sede del Consejo de Gobiernos Mundiales...

—¿El CGM? ¡Hace treinta años que A-Io se lo metió en los bolsillos! ¡ No cuente con ellos para que lo salven!

Una pausa.

—¿Estoy en peligro, entonces?

—¿Ni siquiera de eso se había dado cuenta?

Otra pausa.

—¿Contra quién me está usted poniendo en guardia? —preguntó Shevek.

—Contra Pae, en primer lugar.

—Oh, sí, Pae. —Shevek apoyó las manos sobre el elegante manto de la chimenea, taraceado en oro—. Pae es un físico excelente. Y muy servicial. Pero no confío en él.

—¿Por qué no?

—Bueno... es evasivo.

—Sí. Un certero juicio psicológico. Pero Pae no es peligroso para usted porque sea personalmente escurridizo, Shevek. Es peligroso para usted porque es un agente leal, ambicioso, del gobierno ioti. Informa sobre usted, y sobre mí, regularmente, al Departamento de Seguridad Nacional, la policía secreta. No lo subestimo a usted, Dios lo sabe, pero no se da cuenta, ese hábito de usted de tratar a todo el mundo como personas, como individuos, es inútil aquí, no sirve. Tiene que entender qué clase de poderes hay detrás de los individuos.

Mientras Chifoilisk hablaba, la postura natural, relajada, de Shevek Se había endurecido; ahora estaba en pie, tieso, como Chifoilisk, mirando el fuego.

—¿Cómo sabe eso de Pae? —preguntó.

—Por el mismo conducto por el que sé que en la habitación de usted hay un micrófono escondido, lo mismo que en la mía. Porque es mi oficio saberlo.

—¿También usted es un agente del gobierno?

El semblante de Chifoilisk se ensombreció; de pronto, volviéndose hacia Shevek, habló en voz baja y con odio:

—Sí —dijo—, también yo, por supuesto. No estaría aquí si no lo fuese. Todo el mundo lo sabe. Mi gobierno sólo manda al extranjero a aquellos en quienes puede confiar. ¡Y pueden confiar en mí! Porque yo no he sido comprado, como todos esos malditos, esos ricos profesores ioti. Creo en mi gobierno y en mi país. Tengo fe en ellos. —Chifoilisk hablaba con esfuerzo, como atormentado—. ¡Mire alrededor, Shevek! Parece usted un niño entre rufianes. Son buenos con usted, le dan una habitación agradable, conferencias, alumnos, dinero, lo llevan a visitar castillos, fábricas modelo, aldeas encantadoras. ¡Todo lo mejor! ¡Todo hermoso, maravilloso! Pero ¿por qué? ¿Por qué lo traen aquí desde la Luna, lo ensalzan, le imprimen los libros, lo mantienen tan abrigado, tan a salvo en las salas de lectura y en los laboratorios y en las bibliotecas? ¿Cree que lo hacen por motivos científicos, desinteresados, por amor fraternal? ¡Esta es una economía utilitaria, Shevek!

—Lo sé. Vine a negociar con ella.

—¿Negociar... qué? ¿Para qué?

El rostro de Shevek tenía ahora la misma expresión fría, grave que había tenido cuando se alejara de la Fortaleza, en Drio.

—Usted sabe lo que yo quiero, Chifoilisk. Quiero que mi pueblo salga del exilio. Vine aquí porque no creo que ustedes quieran eso en Thu. Ustedes, allí, nos tienen miedo. Temen que traigamos de vuelta la revolución, la antigua, la verdadera, la revolución por la justicia que ustedes comenzaron y abandonaron a mitad de camino. Aquí en A-Io me temen menos porque se han olvidado de la revolución. No creen más en ella. Piensan que si la gente posee muchas cosas se contentará con vivir en una cárcel. Pero yo no acepto eso. Quiero derribar los muros. Quiero solidaridad, solidaridad humana. Quiero libre intercambio entre Urras y Anarres. Luché por ello como pude en Anarres, y ahora lucho por ello como puedo en Urras. Allí, actuaba. Aquí, negocio.

—¿Con qué?

—Oh, usted lo sabe, Chifoilisk —dijo Shevek en voz baja, con timidez—. Usted sabe qué quieren de mí.

—Sí, lo sé, pero ignoraba que usted lo supiese —dijo el thuviano, también por lo bajo; la voz áspera se convirtió en un murmullo más áspero, todo aire y consonantes fricativas—. ¿La tiene, entonces... la Teoría Temporal General?

Shevek lo miró, tal vez con una pizca de ironía.

Chifoilisk insistió:

—¿Existe, por escrito?

Shevek lo siguió mirando un momento, y luego respondió directamente:

—No.

—¡Me alegro!

—¿Porqué?

—Porque si existiera, ellos ya la tendrían.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que ha oído. Escuche, ¿no fue Odo quien dijo que donde hay propiedad hay robo?

—«Para hacer un ladrón, haz un propietario; para que haya crímenes, haz leyes.» El Organismo Social.

—Perfecto. ¡Donde hay papeles en cuartos cerrados con llave, hay gente que tiene llaves de los cuartos!

Shevek se estremeció.

—Sí —dijo tras una pausa—, es muy desagradable.

—Para usted. No para mí. Yo no tengo como usted los escrúpulos de una moral individualista. Sé que no tiene redactada, por escrito, la teoría. Si pensara que la tiene, habría intentado conseguirla, de cualquier modo, por la persuasión, el robo, la fuerza si pensara que podríamos secuestrarlo a usted sin desencadenar una guerra con A-Io. Cualquier cosa, para impedir que caiga en poder de estos gordos capitalistas ioti y ponerla en manos de la Junta de Gobierno de mi país. Porque la causa más noble que podré servir jamás es la fuerza y el bienestar de mi patria.

—Está mintiendo —replicó Shevek pacíficamente—. Creo que es usted un patriota, sí. Pero por encima del patriotismo pone el respeto a la verdad, la verdad científica, y acaso también la lealtad a las personas, como individuos. Usted no me traicionaría.

—Lo haría si pudiese —dijo Chifoilisk con vehemencia salvaje. Empezó a hablar otra vez, se interrumpió, y dijo finalmente con colérica resignación—: Piense lo que quiera. Yo no puedo abrirle los ojos. Pero recuerde, lo queremos con nosotros. Si a la larga se da cuenta de lo que pasa aquí, vaya a Thu. ¡Escogió a la gente menos apropiada para tratar de convertirla en hermanos! Y si... no tengo por qué decírselo. Pero no importa. Si no va a Thu, si no acude a nosotros, al menos no entregue la Teoría a los ioti. ¡No les dé nada a los usureros! Váyase. Vuelva a Anarres. ¡Dele a los suyos lo que tiene que dar!

—Ellos no la quieren —dijo Shevek, sin expresión—. ¿Cree que no lo intenté?

Cuatro o cinco días más tarde, al preguntar por Chifoilisk, Shevek se enteró de que había regresado a Thu.

—¿Definitivamente? No me dijo que estaba por marcharse.

—Un thuviano nunca sabe cuándo va a recibir una orden de su gobierno —dijo Pae, pues naturalmente fue Pae quien informó a Shevek—. Sólo sabe que cuando le llega, lo mejor que puede hacer es volar. Y no detenerse a juntar florcillas por el camino. ¡Pobre Chif! Me pregunto qué error habrá cometido.

Shevek iba una o dos veces por semana a ver a Atro en la simpática casita en que vivía en los lindes de la Universidad, atendido por un par de sirvientes tan viejos como él. Ya casi octogenario, Atro era, como él mismo decía, un monumento a un físico de primer orden. Aunque la obra de su vida no había caído en el vacío, como en el caso de Gvarab, Atro había alcanzado con los años algo de ese mismo desinterés característico. El interés que mostraba por Shevek, al menos, parecía ser enteramente personal, un interés de camarada. Había sido el primer físico secuencial que adoptara las ideas de Shevek para la comprensión del tiempo. Había luchado, con las armas de Shevek, por las teorías de Shevek, contra todo el aparato burocrático de la respetabilidad científica, y la batalla había continuado durante varios años antes que se publicara la versión íntegra de los Principios de la Simultaneidad con la consiguiente y casi inmediata victoria de los simultaneístas. Esa batalla había sido el punto culminante de la vida de Atro. El nunca hubiera luchado por menos que la verdad, pero más que la verdad, era la lucha lo que le había fascinado.

La genealogía de Atro se remontaba a cien mil años atrás, a través de generales, princesas, grandes terratenientes. La familia era dueña de siete mil acres y catorce aldeas en la provincia de Sie, la región más rural de A-Io. Atro empleaba giros de lenguaje provincianos, arcaísmos a los que se aferraba con orgullo. Las riquezas no le impresionaban, y de los gobernantes del país decía que eran «demagogos y políticos trepadores». Nadie podía comprar su respeto. No obstante, lo concedía, generosamente, a cualquier imbécil que tuviese lo que él llamaba «un buen apellido». En algunos aspectos, era totalmente incomprensible para Shevek; un enigma: el aristócrata. Y sin embargo despreciaba realmente el poder y el dinero, y Shevek se sentía más cerca de él que de cualquier otra persona de las que había conocido en Urras.

Una vez, cuando estaban sentados conversando en el porche de vidrio donde Atro cultivaba toda clase de flores exóticas y fuera de estación, el urrasti empleó en un momento la frase «nosotros los cetianos». Shevek lo interrumpió vivamente:

—«Cetianos»... ¿no es una palabra chicharrera?

«Chicharrera», en la jerga vulgar, significaba la prensa popular, los periódicos, la radio y la televisión, la literatura barata manufacturada para la población trabajadora urbana.

—¡Chicharrera! —repitió Atro—. Pero mi querido amigo, ¿dónde diablos aprende usted esas expresiones? Lo que yo entiendo por «cetianos» es precisamente lo que entienden los redactores de la prensa diaria y el público que los lee moviendo los labios. ¡Urras y Anarres!

—Me sorprendió oírle una palabra extranjera... una palabra no-cetiana en realidad.

—Definición por exclusión —rebatió el viejo con regocijo—. Cien años atrás no necesitábamos esa palabra. Bastaba con «humanidad». Pero hace unos sesenta años las cosas cambiaron. Yo tenía diecisiete, era un hermoso día de sol de principios de verano. Lo recuerdo muy vividamente. Estaba adiestrando mi caballo, y mi hermana mayor gritó por la ventana: «¡Por la radio están hablando con alguien del espacio exterior!» Mi pobre madre querida pensó que estábamos todos condenados; diablos extraños, usted sabe. Pero eran sólo los hainianos, cacareando sobre la paz y la fraternidad. Y bueno, hoy, «humanidad» es un término demasiado amplio. ¿Qué define la fraternidad sino la no-fraternidad? ¡Definición por exclusión, querido mío! Usted y yo somos parientes. Los antepasados de usted probablemente cuidaban cabras en las montañas mientras los míos oprimían siervos en Sie, unos siglos atrás; pero somos miembros de la misma familia. Para saberlo, basta conocer a un verdadero extraño, oírlo hablar. Un ser de otro sistema planetario. Un hombre, así llamado, que no tiene nada en común con nosotros excepto la práctica disposición de dos piernas, dos brazos, ¡y una cabeza con alguna especie de cerebro dentro!

—Pero los hainianos no han demostrado que somos...

—Todos de origen extraño, retoños de colonizadores interestelares hainianos, medio millón de años atrás, o un millón, o dos o tres millones; sí, lo sé, ¡Demostrado! ¡Por el Número Primigenio, Shevek, habla como un seminarista novicio! ¿Cómo se puede hablar con seriedad de pruebas históricas, luego de tanto tiempo? Estos hainianos juegan con los milenios como si fueran pelotas, pero es puro malabarismo. ¡Pruebas, realmente! La religión de mis antepasados me informa, con idéntica autoridad, que desciendo de Pinra Od, a quien Dios expulsó del Jardín porque se atrevió a contarse los dedos de las manos y los pies, hasta sumar veinte, y dejar así el Tiempo suelto por el Mundo. ¡Prefiero este cuento, si tengo que elegir, al de los extraños!

Shevek reía a carcajadas. Le encantaba el humor de Atro. Pero el viejo estaba serio. Palmeó el brazo de Shevek y enarcando las cejas y mascullando, conmovido, dijo al fin:

—Espero que usted sienta lo mismo, querido mío. Lo espero de veras.