La Mujer Alta — Pedro A. De Alarcón — 03
Mi casa estaba al extremo opuesto de la prolongada y angosta calle, en que me hallaba yo solo, enteramente solo, con aquella misteriosa estantigua, a quien creía capaz de aniquilarme con una palabra… ¿Qué hacer para llegar hasta allí? ¡Ah! ¡Con qué ansia veía a lo lejos la anchurosa y muy alumbrada calle de la Montera, donde a todas horas hay agentes de autoridad!…
Decidí, pues, sacar fuerzas de flaqueza; disimular y ocultar aquel pavor miserable; no acelerar el paso, pero ganar siempre terreno, aun a costa de años, de vida y de salud, y de esta manera, poco a poco, irme acercando a mi casa, procurando muy especialmente no caerme antes redondo al suelo.
Así caminaba…; así habría andado ya lo menos veinte pasos desde que dejé atrás la puerta en que estaba escondida la mujer del abanico, cuando de pronto me ocurrió una idea horrible, espantosa, y sin embargo, muy racional: ¡la idea de volver la cabeza a ver si me seguía mi enemiga!
—Una de dos… (pensé con la rapidez del rayo): o mi terror tiene fundamento, o es una locura; si tiene fundamento, esa mujer habrá echado detrás de mí, estará alcanzándome, y no hay salvación para mí en el mundo… Y si es una locura, una aprensión, un pánico como cualquier otro, me convenceré de ello en el presente caso y para todos los que me ocurran, al ver que esa pobre anciana se ha quedado en el hueco de aquella puerta preservándose del frío o esperando a que le abran; con lo cual yo podré seguir marchando hacia mi casa muy tranquilamente y me habré curado de una manía que tanto me abochorna.
Formulado este razonamiento, hice un esfuerzo extraordinario y volví la cabeza.
¡Ah! ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué desventura! ¡La mujer alta me había seguido con sordos pasos, estaba encima de mí, casi me tocaba con el abanico, casi asomaba su cabeza sobre mi hombro.
¿Por qué? ¿Para qué, Gabriel mio? ¿Era una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre disfrazado? ¿Era una vieja irónica, que había comprendido que le tenía miedo? ¿Era el espectro de mi propia cobardía? ¿Era el fantasma burlón de las decepciones y deficiencias humanas?
¡Interminable sería decirte todas las cosas que pensé en un momento! El caso fue que di un grito, y salí corriendo como un niño de cuatro años que juzga ver al coco, y que no dejé de correr hasta que desemboqué en la calle de la Montera…
Una vez allí, se me quitó el miedo como por ensalmo. ¡Y eso que la calle de la Montera estaba también sola! Volví, pues, la cabeza hacia la de Jardines, que enfilaba en toda su longitud, y que estaba suficientemente alumbrada por sus tres faroles y por un reverbero de la calle de Peligros, para que no se me pudiese obscurecer la mujer alta si por acaso había retrocedido en aquella dirección, y ¡vive el cielo que no la vi parada, ni andando, ni en manera alguna!
Con todo, guárdeme muy bien de penetrar de nuevo en mi calle.
—¡Esa bribona—me dije—se habrá metido en el hueco de otra puerta!… Pero mientras sigan alumbrando los faroles no se moverá sin que yo no lo note desde aquí…
En esto vi aparecer a un sereno por la calle del Caballero de Gracia, y lo llamé sin desviarme de mi sitio: díjele, para justificar la llamada y excitar su celo, que en la calle de Jardines había un hombre vestido de mujer; que entrase en dicha calle por la de Peligros, a la cual debía dirigirse por la de la Aduana, que yo permanecería quieto en aquella otra salida, y que con tal medio no podría escapársenos el que a todas luces era un ladrón o un asesino.
Obedeció el sereno; tomó por la calle de la Aduana, y, cuando yo vi avanzar su farol por el otro lado de la de Jardines, penetré también en ella resueltamente.
Pronto nos reunimos en su promedio, sin que ni el uno ni el otro hubiésemos encontrado a nadie, a pesar de haber registrado puerta por puerta.
—Se habrá metido en alguna casa… dijo el sereno.
—¡Eso será!—respondí yo abriendo la puerta de la mía, con firme resolución de mudarme a otra calle al día siguiente.
Pocos momentos después hallábame dentro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte llevaba también siempre conmigo, a fin de no molestar a mi buen criado José.
¡Sin embargo, éste me aguardaba aquella noche! ¡Mis desgracias del 15 al 16 de Noviembre no habían concluído!
—¿Qué ocurre? — le pregunté con extrañeza.
—Aquí ha estado—me respondió visiblemente conmovido, — esperando a usted desde las once hasta las dos y media, el señor comandante Falcón; y me ha dicho que, si venía usted a dormir a casa, no se desnudase, pues él volvería al amanecer…
Semejantes palabras me dejaron frio de dolor y espanto, cual si me hubieran notificado mi propia muerte… Sabedor yo de que mi amadísimo padre, residente en Jaén, padecía aquel invierno frecuentes y peligrosísimos ataques de su crónica enfermedad, había escrito a mis hermanos que, en el caso de un repentino desenlace funesto, telegrafiasen al comandante Falcón, el cual me daría la noticia de la manera más conveniente… ¡No me cabía, pues, duda de que mi padre había fallecido!
Sentéme en una butaca a esperar el día y a mi amigo, y con ellos la noticia oficial de tan grande infortunio, y ¡Dios sólo sabe cuánto padecí en aquellas dos horas de cruel expectativa, durante las cuales (y es lo que tiene relación con la presente historia) no podía separar en mi mente tres ideas distintas, y al parecer heterogéneas, que se empeñaban en formar monstruoso y tremendo grupo: mi pérdida al juego, el encuentro con la mujer alta y la muerte de mi honrado padre!
A las seis en punto penetró en mi despacho el comandante Falcón, y me miró en silencio… Arrojéme en sus brazos llorando desconsoladamente, y él exclamó acariciándome:
—¡Llora, sí, hombre, llora! ¡Y ojalá ese dolor pudiera sentirse muchas veces!