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Viaje a la Alcarria - Cela, IX CASASANA. CÓRCOLES. SACEDÓN

IX CASASANA. CÓRCOLES. SACEDÓN

A Sacedón, desde Pareja, se va por la misma carretera por donde el viajero llegó el día anterior, en sentido contrario, y al llegar al cruce, poco antes de la desembocadura del arroyo Empolveda en el río Tajo, se tira a la izquierda, hacia el sur, a buscar la carretera de Guadalajara a Cuenca; Sacedón se encuentra en seguida yendo hacia Cuenca.

También se puede ir hacia el otro lado, esto es, dando la espalda al Tajo, por Escamilla y Millana, cruzando los Altos del Llano, a buscar a la altura de Alcocer la misma carretera general; se pasa por Córcoles y a Sacedón, que tarda algo más en aparecer, hay que ir a buscarlo caminando hacia Guadalajara.

Por donde, desde luego, no se va es cortando por Casasana. Desde Pareja a Casasana no hay carretera ni camino vecinal y hay que subir el fuerte repecho por un sendero de cabras, a veces casi borrado.

No hay que decir que el viajero fue, naturalmente, por Casasana. Tenía que saludar a Fabián Gabarda, el hermano de la mujer que se encontró en Durón.

Casasana es un pueblo subido encima de un monte, el cerro de la Veleta, un poco por el lado contrario que es más tendido. Casasana no se ve hasta que ya se está encima. Es un pueblo minúsculo, con escaso cultivo y mucho ganado vacuno; ochenta y tantas vacas. En Casasana fue el único pueblo de la Alcarria en el que el viajero encontró vacas de leche blancas y negras, de raza holandesa, como las de Santander. Estaban, por lo general, algo flacas, pero en seguida se echaba de ver que eran de buena raza.

El atajo por el que se sube hasta Casasana, el atajo de Roblegila, es endemoniado, lleno de piedras como un canchal, y muy pino.

El sol pega con fuerza y el morral pesa más de lo que conviniera. La cuesta fatiga y, a mitad de camino, el viajero, que va sudando, piensa que lo mejor será hacer un alto para reparar las energías. Un viejo pastor está sentado al sol, muy envuelto en una manta, que le tapa hasta la cabeza. El viajero se le acerca.

—Buenos días.

—Y frescos nos los da Dios.

—¿Frescos?

—Deje de caminar y lo verá.

Desde aquella altura, desde donde aún no se ve Casasana, se divisa un panorama amplio y hermoso, muy variado, con grandes piedras peladas y una vegetacioncilla raída, en primer término, con las tierras rojas y blancas de Pareja, al pie, y con las verdes márgenes del Tajo a la izquierda, muy lejos.

Efectivamente, allí corre un vientecillo fino que estremece. El viajero siente un escalofrío y vuelve a echar a andar. Casasana pronto se encuentra, no más remontar el último repecho.

Un prado

y un olivar,

Granado

está el tomillar.

Parado

como en su altar

— ¡ay, Casasana,

serrana,

moza lozana!—,

el ganado

caballar.

Casasana tiene un color entre verdinegro y gris azulado, muy bonito. Dos niñas están sentadas al sol, cuidando una vaca, al pie del viejo castillo moro, en una de cuyas fachadas está el juego de pelota. Cuando pasa el viajero se levantan y se le quedan mirando con los ojos fijos, extáticos. Van vestidas pobremente y tienen unos ojos negros, hondísimos, llenos de encanto y de nobleza. El viajero pregunta lo que ya sabe:

—Oír, niñas, ¿este pueblo es Casasana?

—Sí, señor, ¿cuál va a ser?

Una mujer pasa.

—Oiga, señora, ¿dónde está el parador?

—En Casasana no tenemos parador, señor.

La mujer tiene también los ojos y el pelo negros y una hermosura primitiva, de vieja estampa, como todas las del pueblo.

—En Durón me encontré a una de Casasana que está casada allí, que me dijo que preguntase por su madre. Su hermano es concejal.

—¿ La Carmen Gabarda?

—Sí.

—Pues yo le llevaré. Su madre es la de la posada.

El viajero, que ya había averiguado que mesón es una palabra desconocida en la Alcarria, aprende a distinguir entre parador y posada. El parador es una posada con cuadra. En Casasana hay posada, pero no hay parador.

La madre de Carmen Gabarda acoge al viajero con ciertas reservas. En los pueblos suelen recibir bien al que va de paso, pero con alguna frialdad. Están escamados y hacen bien. Ha habido quien llegó pidiendo de comer por misericordia —y un saquito de judías para su mujer enferma, por amor de Dios— y después tiraron de documentación de agentes de la fiscalía y levantaron acta.

Fabián Gabarda no está en casa, está en el campo. El campo de Casasana da, entre otras cosas —trigo, cebada, centeno, avena, judías, garbanzos, de todo y todo en pequeña cantidad—, unas aceitunas pequeñitas y muy sabrosas, que la gente come con gusto. A Fabián Gabarda lo van a buscar y pronto viene. Es un hombre joven, bajo y delgado, fibroso y duro, que tiene unas manos como tenazas.

Es obsequioso y afable, y no fuma ni bebe. En Casasana hay muchos mozos que no fuman ni beben; el viajero piensa que esto es algo que no debe ser muy frecuente en España.

El viajero se lava un poco en el portal de la posada, mientras le preparan la comida. A través de un tabique se oye cantar a las niñas de la escuela. La escuela de Casasana es una escuela impresionante, misérrima, con los viejos bancos llenos de parches y remiendos, las paredes y el techo con grandes manchas de humedad, y el suelo de losetas movedizas, mal pegadas. En la escuela hay —quizás para compensar— una limpieza grande, un orden perfecto y mucho sol. De la pared cuelgan un crucifijo y un mapa de España, en colores, uno de esos mapas que abajo, en unos recuadritos, ponen las islas Canarias, el protectorado de Marruecos, y las colonias de Río de Oro y del golfo de Guinea; para poner todo esto no hace falta, en realidad, más que una esquina bien pequeña. En un rincón está una banderita española.

En la mesa de la profesora hay unos libros, unos cuadernos y dos vasos de grueso vidrio verdoso con unas florecitas silvestres amarillas, rojas y de color lila. La maestra, que acompaña al viajero en su visita a la escuela, es una chica joven y mona, con cierto aire de ciudad, que lleva los labios pintados y viste un traje de cretona muy bonito. Habla de pedagogía y dice al viajero que los niños de Casasana son buenos y aplicados y muy listos. Desde afuera, en silencio y con los ojillos atónitos, un grupo de niños y niñas mira para dentro de la escuela. La maestra llama a un niño y a una niña.

—A ver, para que os vea este señor. ¿Quién descubrió América?

El niño no titubea.

—Cristóbal Colón.

La maestra sonríe.

—Ahora, tú. ¿Cuál fue la mejor reina de España?

—Isabel la Católica.

—¿Por qué?

—Porque luchó contra el feudalismo y el Islam, realizó la unidad de nuestra patria y llevó nuestra religión y nuestra cultura allende los mares.

La maestra complacida, le explica al viajero:

—Es mi mejor alumna.

La chiquita está muy seria, muy poseída de su papel de número uno. El viajero le da una pastilla de café con leche, la lleva un poco aparte y le pregunta:

—¿Cómo te llamas?

—Rosario González, para servir a Dios y a usted.

—Bien. Vamos a ver, Rosario, ¿tú sabes lo que es el feudalismo?

—No, señor.

—¿Y el Islam?

—No, señor. Eso no viene.

La chica está azarada y el viajero suspende el interrogatorio.

El viajero almuerza pronto, a eso de las once, y después se va a una taberna, a una de las escasísimas tabernas que hay en Casasana, a charlar con algunos hombres que han hecho un alto en el trabajo. La gente de Casasana es muy trabajadora, tanto, que les llaman cuculilleros (por cuclilleros) porque, para poder madrugar y marchar al campo en seguida, duermen, según se murmura, en cuclillas: en cuculillas, como dicen ellos.

El viajero busca un hombre con una caballería que le lleve el equipaje hasta Sacedón y, después de muchos cabildeos y de muchas idas y venidas, queda apalabrado con un mozo al que dicen Felipe el Sastre. Felipe no es sastre, ni su padre ni su abuelo tampoco, pero lo cierto es que, por Dios sabrá qué misteriosas razones, en el pueblo no lo conocen más que por Felipe el Sastre.

Hacia el mediodía, el viajero, con Felipe el Sastre y el burro Lucero cargado con los bártulos, sale de Casasana a tomar el camino de los Chinarros que le llevará hasta Córcoles.

Fabián Gabarda y tres o cuatro amigos más le acompañan hasta la vega de Valdeloso, a la salida del pueblo. Hace un día espléndido, algo nuboso y no de demasiado calor, y el viajero, desembarazado del equipaje, camina con soltura y con alegría.

El camino de los Chinarros va describiendo curvas, todo cuesta abajo, hasta Córcoles, y durante el trayecto el viajero va hablando con Felipe de lo hermoso que está el campo y de lo bien que se presenta el año.

—Falta hace.

—Verdaderamente.

Felipe es un enamorado del campo y de la agricultura, tiene sanos pensamientos antiguos y un sabio conocimiento de lo que se trae entre manos.

—¿Verdad, usted, que esto, así mirado, parece Galicia?

Por Córcoles, el grupillo pasa entre los muros, cubiertos por la yedra, de un convento en ruinas, rodeado de olmos y de nogueras. En el claustro abandonado pacen dos docenas de ovejas negras. Cuatro o seis cabras negras trepan por los muros deshechos, aún milagrosamente en pie, y una nube de cuervos, negros también, como es natural, devoran entre graznidos la carroña de un burro muerto y con los ojos abiertos y el cuerpo hinchado al sol.

Verde está el campo de anís.

Un águila color gris

vuela sobre el camposanto.

Sobre la flor del acanto

una vieja se hace pis.

Azul, el campo de anís.

El viajero no entra en Córcoles; el pueblo queda enfrente y a la izquierda, algo apartado de la carretera. El viajero toma hacia la derecha, hacia Sacedón. El sol, a medida que se ha ido bajando al llano, ha empezado a apretar y el viajero busca una sombra para sentarse a descansar un rato, echar un trago, comer un bocadito y fumar un pitillo.

Se ven campos de anís, de un verde brillante, y olivares aún jóvenes, bien cuidados, de un verde ceniciento. La agricultura de Córcoles es rica y próspera, y el pueblo vive bien desde que le compraron las tierras, ciertamente por mucho menos de lo que valían, al conde de Arcentales; ahora, en Córcoles, todos son propietarios y cada cual vive de lo suyo. La gente habla con cariño y con respeto del conde de Arcentales, y está contenta con la compra.

—Entonces, ese señor hizo un mal negocio vendiendo.

—No, señor, ni malo ni bueno. El señor conde no quiso hacer un negocio, quiso favorecer al pueblo. En lo que hemos salido perdiendo es en que ahora ya casi no viene por aquí. Antes venía todos los años y mandaba amasar pan y matar carne para todo el mundo.

Felipe se lamenta de que el terreno de Casasana es peor.

—Este es otra cosa, es más alegre, más agradecido. Allí nos desriñonamos sobre la tierra para no salir jamás de pobres. Claro que si no trabajásemos, sería peor, ¿no le parece a usted?

—Sí.

Felipe se queda triste, pensativo.

—¡Menuda suerte tuvieron estos!

—Sí, no fue poca.

Felipe levanta la mirada.

—¿Pues sabe lo que le digo? Pues que mejor para ellos y que Dios se la conserve; yo no soy como otros, yo no soy envidioso.

Entre la carretera y el pueblo hay unas huertas bien cuidadas. Algunos hombres trabajan inclinados sobre el suelo y otros descansan a la sombra de un árbol, al lado de las mulas desuncidas.

—Si este terreno fuera mío, yo no descansaría nunca; casi ni para dormir.

Felipe es un hombre lleno de empuje, hubiera hecho un buen emigrante y, quizás, un buen colonizador.

—¿Usted es de terreno rico o de terreno pobre?

—Más bien de terreno rico.

—¿De la parte de Valladolid o Salamanca?

—No, de más arriba; de la parte de Galicia.

Felipe chascó los dedos.

—¡Eso sí que es gloria!

—¿Usted la conoce?

—No, pero he oído hablar mucho de ella; yo hice la guerra con gallegos. ¿Conoce usted a uno que se llama Pepito Ferreiro?

—No, a ése no le conozco.

—Pues éramos muy amigos; ése y yo andábamos siempre juntos y el día que me dieron a mí el tiro; también se lo dieron a él; fue en la sierra de Alcubierre, en Zaragoza.

—¡Caray! Oiga, y los gallegos, ¿qué le parecemos?

—Buena gente, muy trabajadora y muy leal. Y, sin embargo, ya ve usted, por aquí, por Castilla tienen ustedes mala fama.

—¡Que le vamos a hacer!

—No es por halagar, pero yo me creo que eso no es más que la ignorancia.

—¡Quién sabe!

A medida que el viajero se va acercando a Sacedón, va viendo aparecer los viñedos y los bueyes tirando del arado. Pasan carros de mulas para arriba y para abajo y, de vez en cuando, cruza un camión cargado hasta los topes; a veces la guardia civil detiene algún camión; el estraperlo suelen llevarlo debajo de la carga.

El terreno se va poblando y, a legua y media aún de Sacedón, se empieza el viajero a encontrar con las gentes que vuelven del campo, caminando por la cuneta en grupos de tres o cuatro, con la azada al hombro, el perrillo detrás y, algunos, con la dorada calabaza en bandolera o colgada del cinturón. Es la caída de la tarde y, al final, el tránsito de la carretera parece el de una calle de la ciudad, solo que todos en la misma dirección. A la entrada del pueblo hay una hermosa avenida de olmos y olmas. Los olmos son los que acaban en punta y las olmas son las que tienen un ramaje copudo, redondo, maternal.

En Sacedón se mete el viajero por el atajo del camposanto, camino que pronto desaparecerá bajo las aguas de un canal ya empezado a construir. A la izquierda, conforme se sube, queda la fábrica que dicen la Orujera, echando humo, como una máquina de tren, por su alta chimenea. Sacedón, que está rodeado de campos de trigo verde y lozano, parece un pueblo importante y muy industrioso. El caserío se extiende bastante y la torre de la iglesia destaca airosa sobre todo él.

En el frontón los mozos se ejercitan en el juego de pelota a mano. Hay bastante gente mirando, pero nadie, salvo dos o tres muchachos muy jóvenes, anima con sus gritos a las parejas. Los espectadores se limitan a mirar, en silencio pero con mucha atención, y a fumar pitillos. Como siempre pasa, hay un jugador zurdo —al que, como es natural, llaman el Zurdito— que es el mejor de todos; el viajero, profano en este juego, piensa que debe desorientar mucho que el otro le juegue a uno a contrarias.

Le pegan a la pelota

los mozos en el frontón.

Un cura y un escribano

toman el último sol.

Unos gitanos discuten

a gritos, sin ton ni son.

Al llegar el viajero a la plaza es ya casi de noche.

Por la Entrepeña se marcha

— sangre de alacrán— el sol.

Yo no dan a la pelota

los mozos de Sacedón.

El viajero entra en el pueblo

casi, casi, de rondón.

Tiene hambre y lo que busca

va a toparlo en el mesón:

una botella de vino

y unas magras de lechón.

Unos feriantes de larga tralla y gorra de visera! de color malva o rosa pálido, guardan una piara de dos docenas de cochinillos negros como el carbón y bullidores como criaturas. Los cochinillos andan por el par de meses y están recién destetados; caen tres, y casi cuatro, en arroba, y piden por ellos de ciento cuarenta a ciento setenta duros, según sea hembras o machos. Aunque parezca raro, las hembras valen menos que los machos. Se suelen comprar para la matanza, porque el cerdo es la flor de la maravilla: en siete meses se ponen, con un poco de suerte, en once o doce arrobas y en ochocientos duros.

Un feriante de tralla,

fiero bigote y bastón,

vende puercos a cien duros

a un hombre de posición.

Otro feriante lo mira

las manos en el blusón,

y en su mirar se adivina

bastante mala intención.

Dos guardiaciviles hablan,

quizás, del escalafón.

Un fotógrafo ambulante

gestiona una ampliación.

Unos niños de doce años

se ensucian en un rincón.

Una muchacha soltera

los mira desde el balcón.

Sobre una ventana cuelgan

dos perdices y un pichón.

El viajero se sienta en un poyo de la plaza, dando espalda a la posada donde después dormirá, a descansar un rato al fresco y a hablar con Felipe el Sastre.

—¡Aquí sí que hay riqueza!

—Sí, eso parece.

—¡Vaya si la hay! En Sacedón no es como en otros pueblos; aquí, quien más quien menos, todos se van a dormir con la panza llena.

Al rato llega el autobús; ninguno de los pueblos que el viajero conoció, salvo Guadalajara, tiene ferrocarril. El autobús abre sus puertas y la gente se tira abajo con una prisa tremenda; se conoce que iban muy mal. Una bandada de mozas y de chiquillos rodea a los viajeros entre un guirigay ensordecedor. El pasaje del autobús es variopinto: una interminable familia de gitanos, unos niños pálidos y flacuchines que vienen a pasar unos días con los tíos del pueblo, unas campesinas ricas y bien vestidas, algún tratante de larga blusa negra y pañuelo de seda al cuello.

El viajero piensa que lo más prudente, por si acaso, será acercarse a la posada a disponer la cena y apalabrar la cama. La posada es un caserón grande, con mucho fondo. Sobre el arco del portal se lee: “Parador”; en una esquina, en un pequeño letrero de loza: “Calle del Doctor Ramón y Cajal”, y encima de los balcones y cogiendo toda la fachada, “Posada de Francisco Pérez”. Francisco Pérez ya se ha muerto y la posada la regenta ahora su hijo Antonio Pérez. El viajero siente que el dueño actual no haya puesto su nombre en la fachada; a una jornada de Pastrana le hubiera hecho cierta ilusión dormir en una posada que se llamase “Posada de Antonio Pérez”.

En el zaguán, el viajero se topa con Martín, el viajero de comercio que conoció en Trillo y volvió a ver en Budia.

—Creí que no llegaba usted.

—Pues aquí me tiene.

—Yo estoy aquí desde ayer.

—Sí, pero usted vino en bicicleta. ¿Tendré cama?

—Sí, venga a ver al ama; yo ya la previne de que usted vendría.

El ama es una mujer joven y gorda, sana como la misma salud y colorada como una manzana.

—Ya me dijo aquí que iba a venir usted.

El viajero sonrió al viajante. El ama continuó:

—Lo que aquí no encontrará usted son refinamientos; pero limpieza y buena voluntad, sí.

—Muy bien.

—Y de cenar, ¿qué quiere usted? Poco tengo, pero de todo puede disponer: unos huevos, una ternera muy buena, unas truchas, algo de la matanza, unas patatas para adornar... De postre, puede usted tomar piña de frasco o unas guindas en aguardiente; si quiere algo de fruta, también le podré dar, y si le gusta el queso, malo será que no quede un poco por ahí. De vino no tengo mucho, debe quedar algo de rioja embotellado.

El viajero está espantado, atónito. La mujer habla como disculpándose: se debe creer que en su casa ha entrado un duque. Sin duda alguna, el viajante le había hecho un cartel espléndido. Lo malo de que lo tomen a uno por rico viene a la hora de pagar.

Mientras se prepara la cena, el viajero y su amigo Martín se van a un café a tomarse un vermú. El café está de bote en bote, la atmósfera se podría cortar con un cuchillo. En algunas mesas se juega al dominó y en otras al naipe. Dos solitarios echan en un rincón una partida de ajedrez; tienen un aire grave, solemne, displicente. A su lado, en silencio, están tres o cuatro mirones con cara de cobistas; cuando uno de los jugadores saca un pitillo, el mirón más próximo se lo enciende; cuando avisa, con un gesto ambiguo, al camarero, el mirón que antes lo nota se encarga de chistar con fuerza, airadamente; cuando un peón, o un alfil, o un caballo ruedan debajo de la mesa, el mirón de turno se apresura a recogerlo. Así da gusto.

El viajero está incómodo en el café.

—En cuanto nos tomemos el vermú nos vamos, ¿le parece?

—Como usted guste.

En la calle, a la luz del escaparate de un bazar, unas niñas cantan al corro: “Yo soy la viudita del conde Laurel, quisiera casarme y no tengo con quién”.

En el portal del parador está Felipe el Sastre hablando con unos arrieros. Al burro le ha dado una brazada de pienso y lo ha dejado en la cuadra. Cuando el viajero entra, Felipe el Sastre se le acerca.

—Bueno, yo ya me podré marchar.

—No, hombre, ahora no. Descanse un poco y váyase de madrugada. Yo le invito a cenar.

—No se moleste, yo he traído algo.

—¡Qué más da! Guárdeselo para el camino. Ahora cena usted con este amigo y conmigo.

—Bueno, ¡si usted lo manda!

Felipe el Sastre, el viajante Martín y el viajero cenaron en un comedor chiquito, reluciente, bien puesto; en un comedor que, según se echaba de ver, no se abría sino en señaladas ocasiones. Durante la cena se metió en el comedor un tratante pelirrojo, patilludo y miope, como de unos cincuenta años, que se encaró con el viajero y le espetó a boca jarro:

—Oiga, ¿usted no vende chapetas para las gaseosas?

—No, yo no.

—¿Y no las ha vendido nunca?

—No, señor, yo jamás he vendido chapetas para las gaseosas.

El hombre hizo un gesto de resignación, dio media vuelta y se marchó. El ama explicó después al viajero que, dos o tres años atrás, al hombre de las patillas y de las gafas, que tenía una fabriquita de espumosos en Priego de Cuenca, le habían colocado una partida de cinco mil chapetas todas oxidadas.

—El viajante de las chapetas era así como de su parecer, alto y con el pelo castaño.

Después de la cena opípara, el viajero enciende un puro que no tira. Le pone camiseta, pero el puro sigue sin tirar. En vista de eso lo deja casi entero, en un cenicero de metal, con una escena del Quijote en relieve, que está lleno de colillas. Están un rato de charla de sobremesa y el viajero ayuda a su amigo el viajante a trazar su próximo itinerario sobre la guía Michelín. El viajante está encantado.

—Con mi burra de acero yo llego hasta Siberia. Ya lo tengo pensado: o me hago rico o reviento.

Felipe el Sastre se despidió para irse a dormir un rato y los otros dos amigos salieron a dar una vuelta por el pueblo.

—¿Tomamos café?

—Bueno, lo que usted diga.

Tomaron café de pie, en el mostrador del café.

—Ahora, si usted quiere, podemos ir a saludar a un amigo mío. Es muy buen chico y no lo veo desde hace tiempo.

—Muy bien, vamos allá.

El amigo de Martín tenía un alquiler de bicicletas. Martín hizo la presentación:

—Aquí, un señor de Madrid; aquí, Paco, al que le decimos el “Piñón Libre”. Este chico bien entrenado sería un Delio Rodríguez.

Paco, el “Piñón Libre”, estaba rodeado de amigos en su tienda. Era un poco un héroe popular, y sin duda, uno de los mejores ciclistas de la provincia.

La tertulia hablaba de la Vuelta a España.

—Carretero ya no es el que fue, ya lo vemos, y Delio..., pues mira, a fuerza de coraje, se va imponiendo. Lleva buenos compañeros, eso es todo; el que corre solo es un desgraciado, para eso más vale quedarse en casa.

El viajero asiente a todo con la cabeza.

Sacedón es un pueblo donde la gente trasnocha, por lo menos en este tiempo. Son ya las doce dadas cuando los amigos se vuelven a la posada, y en los poyos de la plaza y a las puertas de las casas se ven aún grupos de gentes que toman el fresco en silencio.

En el zaguán de la posada duermen, envueltos en sus mantas, diez o doce muleros y tratantes; en un rincón ronca el dueño de la fábrica de espumosos y, poco más adelante, hecho un ovillo, descansa Felipe el Sastre.

En la cocina todavía se siente trajinar. El ama y dos criadas van y vienen de un lado para otro, secando platos, colocando las cosas en su sitio. Al lado del fuego bajo, ya casi consumido, un hombre dormita y un gato duerme. Los cucharones de cobre relucen, desde la pared, limpios como la patena, y la batería de aluminio forma, ordenada por tamaños, en el vasar.

El viajero da las buenas noches al ama y sube a su habitación. Martín se escabulle y se va; según al viajero le pareció entender, un poco al vuelo, en el alquiler de bicicletas, Martín era un hombre de cierta fortuna con las mujeres. El viajero se lo dio a entender, medio en broma, y Martín se esponjó como un palomo; no cabía en su pellejo.

La habitación del viajero era exterior, con un gran balcón que daba a la plaza —mejor dicho, a la calle del Doctor Ramón y Cajal—, con dos camas y un lavabo. En el suelo, al lado de su cama, el viajero encontró, bien ordenado, su equipaje. Sobre la mesa de noche había un bonito verre d'eau con florecitas azules de tallo marrón y hojas verdes, y debajo de la cama asomaba un bacín de loza monumental, un bacín de cinco cuartillos. El viajero miró debajo de la otra cama y vio una bacinilla pequeña, medio desportillada, ruin, canija, sin lustre.

Ya acostado, el viajero fumó un pitillo y después apagó la luz. Estaba cansado y no tardó en dormirse. La cama estaba limpia y el colchón era espléndido, y el viajero durmió suavemente, sin sobresaltos ni pesadillas, durante nueve horas seguidas.

La otra cama seguía intacta. Martín, por lo visto, no había marrado el golpe.

Al bajar a desayunar, el viajero se encontró a Martín, muy bien afeitado y muy bien peinado, con camisa limpia y los zapatos lustrosos, que estaba sentado en el comedor leyendo el periódico.

—Yo leo siempre este periódico, trae muchas noticias de por aquí.

El periódico era El Alcázar, de Madrid, edición para Guadalajara.

Martín, muy diligente, se acercó a la cocina a decir que trajeran el desayuno. Sobre la mesa estaba el cenicero de metal, que ahora aparecía recién limpió, y en medio del cenicero, solitaria y orgullosa, como una reina, la colilla de puro que el viajero había dejado la noche anterior; realmente, la colilla era impresionante. Durante el desayuno —huevos fritos con torreznos, café con leche con pan y mantequilla, y fruta— el viajero habla con Martín.

—¿Qué tal anoche?

Martín sonríe con un gesto de colegial picardeado y no responde. Antes de salir, el viajero se llega a la cocina, a ver al ama.

—Oiga, señora, yo me voy a dar una vuelta por la calle y después me marcharé de Sacedón. ¿Quiere usted darme la cuenta?

—Sí, señor; aquí la tengo apuntada, son cincuenta y cinco pesetas.

—No, apúnteme todo, la cena de los dos amigos de anoche y el desayuno de hoy del señor Martín; ya le dije que yo invitaba.

—Sí, señor, ya está apuntado todo: treinta y seis pesetas las cenas, un duro las camas y doce pesetas los dos desayunos; de servicio le he puesto dos pesetas para redondear. El viajero miró la cuenta, por hacer algo, y pagó.

Quiso dar un duro de propina y no se lo cogieron.

—¿Puedo dejar aquí el macuto, hasta que venga a recogerlo?

—Sí, señor; yo se lo guardaré en la cocina.

El viajero salió a pasear un poco por el pueblo.

Sacedón es un pueblo hermoso y de calles anchas, abiertas. Hay varias casas de tres pisos y muchos comercios bien abastecidos. Martín le explica cuáles comercios son clientes suyos y cuáles no.

Un pelliquero tiene de muestra, en su puerta, un garduño disecado, relleno de paja. El pelliquero es un viejo zorro, mañoso y con mucha recámara. Es afable y sonriente, pero no suelta prenda.

—Ahora no es como antes; ahora, para malcomer, hay que sudarlas.

Se llama Pío y, por mal nombre, le dicen tío Gato. Es pequeño de estatura, duro de barba y bisojo de mirar; lleva un duro mandil de correjel y se toca con una boina capona y cochambrosa. Su tienda es pequeña también y maloliente, destartalada y revuelta. Colgada de la pared duerme la garatura; sobre una mesa descansa la estira de cobre, esperando la flor del cordobán que se ha de comer; por los bordes de unas turmas de toro disecadas asoman sus orejas el descamador, el escalpelo y el debó; las vasijas de la garrobilla y del tanino reposan en un rincón.

—¿Se trabaja mucho?

—Nada, no haga usted caso, casi no se puede ni ir tirando.

Después Martín explica al viajero que el tío Gato, en el pueblo, tiene fama de rico e incluso de millonario.

Un tonto está sentado al sol, hartándose de albaricoques.

—Mire usted ése; ése sí que entiende la vida.

—¡Hombre, regular!

Al llegar a la plaza, el viajero ve el autobús que se apresta a la salida, y tiene un mal pensamiento. Recoge su morral y se despide del ama de la posada.

—¿Se va usted contento?

—Sí, señora, muy contento.

—¿Le hemos servido bien?

—Muy bien, sí, señora.

—Bueno, pues ya sabe usted dónde nos deja.

—Descuide, no lo olvidaré.

—¿Se va usted en el coche de línea?

El viajero se sonroja.

—Sí, pero nada más que un poco.

—¿Hasta el empalme de Tendilla?

—Eso, hasta el empalme de Tendilla.


IX CASASANA. CÓRCOLES. SACEDÓN IX CASASANA. CÓRCOLES. SACEDÓN IX CASASANA. CÓRCOLES. SACEDÓN IX CASASANA. CÓRCOLES. SACEDÓN IX CASASANA. CÓRCOLES. SACEDÓN IX CASASANA. CÓRCOLES. SACEDÓN

A Sacedón, desde Pareja, se va por la misma carretera por donde el viajero llegó el día anterior, en sentido contrario, y al llegar al cruce, poco antes de la desembocadura del arroyo Empolveda en el río Tajo, se tira a la izquierda, hacia el sur, a buscar la carretera de Guadalajara a Cuenca; Sacedón se encuentra en seguida yendo hacia Cuenca.

También se puede ir hacia el otro lado, esto es, dando la espalda al Tajo, por Escamilla y Millana, cruzando los Altos del Llano, a buscar a la altura de Alcocer la misma carretera general; se pasa por Córcoles y a Sacedón, que tarda algo más en aparecer, hay que ir a buscarlo caminando hacia Guadalajara.

Por donde, desde luego, no se va es cortando por Casasana. Desde Pareja a Casasana no hay carretera ni camino vecinal y hay que subir el fuerte repecho por un sendero de cabras, a veces casi borrado.

No hay que decir que el viajero fue, naturalmente, por Casasana. Tenía que saludar a Fabián Gabarda, el hermano de la mujer que se encontró en Durón.

Casasana es un pueblo subido encima de un monte, el cerro de la Veleta, un poco por el lado contrario que es más tendido. Casasana no se ve hasta que ya se está encima. Es un pueblo minúsculo, con escaso cultivo y mucho ganado vacuno; ochenta y tantas vacas. En Casasana fue el único pueblo de la Alcarria en el que el viajero encontró vacas de leche blancas y negras, de raza holandesa, como las de Santander. Estaban, por lo general, algo flacas, pero en seguida se echaba de ver que eran de buena raza.

El atajo por el que se sube hasta Casasana, el atajo de Roblegila, es endemoniado, lleno de piedras como un canchal, y muy pino.

El sol pega con fuerza y el morral pesa más de lo que conviniera. La cuesta fatiga y, a mitad de camino, el viajero, que va sudando, piensa que lo mejor será hacer un alto para reparar las energías. Un viejo pastor está sentado al sol, muy envuelto en una manta, que le tapa hasta la cabeza. El viajero se le acerca.

—Buenos días.

—Y frescos nos los da Dios.

—¿Frescos?

—Deje de caminar y lo verá.

Desde aquella altura, desde donde aún no se ve Casasana, se divisa un panorama amplio y hermoso, muy variado, con grandes piedras peladas y una vegetacioncilla raída, en primer término, con las tierras rojas y blancas de Pareja, al pie, y con las verdes márgenes del Tajo a la izquierda, muy lejos.

Efectivamente, allí corre un vientecillo fino que estremece. El viajero siente un escalofrío y vuelve a echar a andar. Casasana pronto se encuentra, no más remontar el último repecho.

Un prado

y un olivar,

Granado

está el tomillar.

Parado

como en su altar

— ¡ay, Casasana,

serrana,

moza lozana!—,

el ganado

caballar.

Casasana tiene un color entre verdinegro y gris azulado, muy bonito. Dos niñas están sentadas al sol, cuidando una vaca, al pie del viejo castillo moro, en una de cuyas fachadas está el juego de pelota. Cuando pasa el viajero se levantan y se le quedan mirando con los ojos fijos, extáticos. Van vestidas pobremente y tienen unos ojos negros, hondísimos, llenos de encanto y de nobleza. El viajero pregunta lo que ya sabe:

—Oír, niñas, ¿este pueblo es Casasana?

—Sí, señor, ¿cuál va a ser?

Una mujer pasa.

—Oiga, señora, ¿dónde está el parador?

—En Casasana no tenemos parador, señor.

La mujer tiene también los ojos y el pelo negros y una hermosura primitiva, de vieja estampa, como todas las del pueblo.

—En Durón me encontré a una de Casasana que está casada allí, que me dijo que preguntase por su madre. Su hermano es concejal.

—¿ La Carmen Gabarda?

—Sí.

—Pues yo le llevaré. Su madre es la de la posada.

El viajero, que ya había averiguado que mesón es una palabra desconocida en la Alcarria, aprende a distinguir entre parador y posada. El parador es una posada con cuadra. En Casasana hay posada, pero no hay parador.

La madre de Carmen Gabarda acoge al viajero con ciertas reservas. En los pueblos suelen recibir bien al que va de paso, pero con alguna frialdad. Están escamados y hacen bien. Ha habido quien llegó pidiendo de comer por misericordia —y un saquito de judías para su mujer enferma, por amor de Dios— y después tiraron de documentación de agentes de la fiscalía y levantaron acta. There were those who came begging for food for mercy - and a bag of beans for their sick wife, for God's sake - and then they pulled the documentation of agents of the public prosecutor's office and filed a report.

Fabián Gabarda no está en casa, está en el campo. El campo de Casasana da, entre otras cosas —trigo, cebada, centeno, avena, judías, garbanzos, de todo y todo en pequeña cantidad—, unas aceitunas pequeñitas y muy sabrosas, que la gente come con gusto. A Fabián Gabarda lo van a buscar y pronto viene. Es un hombre joven, bajo y delgado, fibroso y duro, que tiene unas manos como tenazas.

Es obsequioso y afable, y no fuma ni bebe. En Casasana hay muchos mozos que no fuman ni beben; el viajero piensa que esto es algo que no debe ser muy frecuente en España.

El viajero se lava un poco en el portal de la posada, mientras le preparan la comida. A través de un tabique se oye cantar a las niñas de la escuela. La escuela de Casasana es una escuela impresionante, misérrima, con los viejos bancos llenos de parches y remiendos, las paredes y el techo con grandes manchas de humedad, y el suelo de losetas movedizas, mal pegadas. En la escuela hay —quizás para compensar— una limpieza grande, un orden perfecto y mucho sol. De la pared cuelgan un crucifijo y un mapa de España, en colores, uno de esos mapas que abajo, en unos recuadritos, ponen las islas Canarias, el protectorado de Marruecos, y las colonias de Río de Oro y del golfo de Guinea; para poner todo esto no hace falta, en realidad, más que una esquina bien pequeña. En un rincón está una banderita española.

En la mesa de la profesora hay unos libros, unos cuadernos y dos vasos de grueso vidrio verdoso con unas florecitas silvestres amarillas, rojas y de color lila. La maestra, que acompaña al viajero en su visita a la escuela, es una chica joven y mona, con cierto aire de ciudad, que lleva los labios pintados y viste un traje de cretona muy bonito. Habla de pedagogía y dice al viajero que los niños de Casasana son buenos y aplicados y muy listos. Desde afuera, en silencio y con los ojillos atónitos, un grupo de niños y niñas mira para dentro de la escuela. La maestra llama a un niño y a una niña.

—A ver, para que os vea este señor. ¿Quién descubrió América?

El niño no titubea.

—Cristóbal Colón.

La maestra sonríe.

—Ahora, tú. ¿Cuál fue la mejor reina de España?

—Isabel la Católica.

—¿Por qué?

—Porque luchó contra el feudalismo y el Islam, realizó la unidad de nuestra patria y llevó nuestra religión y nuestra cultura allende los mares.

La maestra complacida, le explica al viajero:

—Es mi mejor alumna.

La chiquita está muy seria, muy poseída de su papel de número uno. El viajero le da una pastilla de café con leche, la lleva un poco aparte y le pregunta:

—¿Cómo te llamas?

—Rosario González, para servir a Dios y a usted.

—Bien. Vamos a ver, Rosario, ¿tú sabes lo que es el feudalismo?

—No, señor.

—¿Y el Islam?

—No, señor. Eso no viene.

La chica está azarada y el viajero suspende el interrogatorio.

El viajero almuerza pronto, a eso de las once, y después se va a una taberna, a una de las escasísimas tabernas que hay en Casasana, a charlar con algunos hombres que han hecho un alto en el trabajo. La gente de Casasana es muy trabajadora, tanto, que les llaman cuculilleros (por cuclilleros) porque, para poder madrugar y marchar al campo en seguida, duermen, según se murmura, en cuclillas: en cuculillas, como dicen ellos.

El viajero busca un hombre con una caballería que le lleve el equipaje hasta Sacedón y, después de muchos cabildeos y de muchas idas y venidas, queda apalabrado con un mozo al que dicen Felipe el Sastre. Le voyageur cherchait un homme avec un cheval pour transporter ses bagages jusqu'à Sacedón et, après de nombreux marchandages et va-et-vient, il s'est mis d'accord avec un jeune homme connu sous le nom de Felipe el Sastre (Philippe le tailleur). Felipe no es sastre, ni su padre ni su abuelo tampoco, pero lo cierto es que, por Dios sabrá qué misteriosas razones, en el pueblo no lo conocen más que por Felipe el Sastre.

Hacia el mediodía, el viajero, con Felipe el Sastre y el burro Lucero cargado con los bártulos, sale de Casasana a tomar el camino de los Chinarros que le llevará hasta Córcoles.

Fabián Gabarda y tres o cuatro amigos más le acompañan hasta la vega de Valdeloso, a la salida del pueblo. Hace un día espléndido, algo nuboso y no de demasiado calor, y el viajero, desembarazado del equipaje, camina con soltura y con alegría.

El camino de los Chinarros va describiendo curvas, todo cuesta abajo, hasta Córcoles, y durante el trayecto el viajero va hablando con Felipe de lo hermoso que está el campo y de lo bien que se presenta el año.

—Falta hace. -Falta hace.

—Verdaderamente.

Felipe es un enamorado del campo y de la agricultura, tiene sanos pensamientos antiguos y un sabio conocimiento de lo que se trae entre manos. Felipe est amoureux de la campagne et de l'agriculture, il a une saine façon de penser à l'ancienne et une connaissance avisée de ce qu'il fait.

—¿Verdad, usted, que esto, así mirado, parece Galicia? Ne pensez-vous pas qu'en la regardant comme ça, elle ressemble à la Galice ?

Por Córcoles, el grupillo pasa entre los muros, cubiertos por la yedra, de un convento en ruinas, rodeado de olmos y de nogueras. À Córcoles, le petit groupe passe entre les murs couverts de lierre d'un couvent en ruine, entouré d'ormes et de noyers. En el claustro abandonado pacen dos docenas de ovejas negras. Deux douzaines de moutons noirs paissent dans le cloître abandonné. Cuatro o seis cabras negras trepan por los muros deshechos, aún milagrosamente en pie, y una nube de cuervos, negros también, como es natural, devoran entre graznidos la carroña de un burro muerto y con los ojos abiertos y el cuerpo hinchado al sol.

Verde está el campo de anís.

Un águila color gris

vuela sobre el camposanto.

Sobre la flor del acanto

una vieja se hace pis. une vieille femme se pisse dessus.

Azul, el campo de anís.

El viajero no entra en Córcoles; el pueblo queda enfrente y a la izquierda, algo apartado de la carretera. El viajero toma hacia la derecha, hacia Sacedón. El sol, a medida que se ha ido bajando al llano, ha empezado a apretar y el viajero busca una sombra para sentarse a descansar un rato, echar un trago, comer un bocadito y fumar un pitillo. Le soleil, en descendant dans la plaine, commence à taper fort et le voyageur cherche un endroit ombragé pour s'asseoir et se reposer un peu, boire un verre, manger un en-cas et fumer une cigarette.

Se ven campos de anís, de un verde brillante, y olivares aún jóvenes, bien cuidados, de un verde ceniciento. La agricultura de Córcoles es rica y próspera, y el pueblo vive bien desde que le compraron las tierras, ciertamente por mucho menos de lo que valían, al conde de Arcentales; ahora, en Córcoles, todos son propietarios y cada cual vive de lo suyo. L'agriculture de Córcoles est riche et prospère, et les gens vivent bien depuis qu'ils ont acheté la terre, certainement pour beaucoup moins que sa valeur, au comte d'Arcentales ; maintenant, à Córcoles, tout le monde est propriétaire et chacun vit de sa terre. La gente habla con cariño y con respeto del conde de Arcentales, y está contenta con la compra.

—Entonces, ese señor hizo un mal negocio vendiendo.

—No, señor, ni malo ni bueno. El señor conde no quiso hacer un negocio, quiso favorecer al pueblo. Le comte ne veut pas faire d'affaires, il veut favoriser le peuple. En lo que hemos salido perdiendo es en que ahora ya casi no viene por aquí. Antes venía todos los años y mandaba amasar pan y matar carne para todo el mundo.

Felipe se lamenta de que el terreno de Casasana es peor.

—Este es otra cosa, es más alegre, más agradecido. Allí nos desriñonamos sobre la tierra para no salir jamás de pobres. C'est là que nous sommes nés sur terre, pour ne plus jamais être pauvres. Claro que si no trabajásemos, sería peor, ¿no le parece a usted? Bien sûr, si nous ne travaillions pas, ce serait pire, n'est-ce pas ?

—Sí.

Felipe se queda triste, pensativo.

—¡Menuda suerte tuvieron estos! -Quelle chance ils ont eue !

—Sí, no fue poca. -Oui, ce n'était pas rien.

Felipe levanta la mirada.

—¿Pues sabe lo que le digo? -Vous voyez ce que je veux dire ? Pues que mejor para ellos y que Dios se la conserve; yo no soy como otros, yo no soy envidioso. Tant mieux pour eux et que Dieu les préserve ; je ne suis pas comme les autres, je ne suis pas envieux.

Entre la carretera y el pueblo hay unas huertas bien cuidadas. Entre la route et le village, il y a quelques vergers bien entretenus. Algunos hombres trabajan inclinados sobre el suelo y otros descansan a la sombra de un árbol, al lado de las mulas desuncidas. Certains hommes travaillent en s'appuyant sur le sol, d'autres se reposent à l'ombre d'un arbre à côté des mules désarticulées.

—Si este terreno fuera mío, yo no descansaría nunca; casi ni para dormir.

Felipe es un hombre lleno de empuje, hubiera hecho un buen emigrante y, quizás, un buen colonizador.

—¿Usted es de terreno rico o de terreno pobre?

—Más bien de terreno rico.

—¿De la parte de Valladolid o Salamanca?

—No, de más arriba; de la parte de Galicia.

Felipe chascó los dedos. Philippe a claqué des doigts.

—¡Eso sí que es gloria!

—¿Usted la conoce?

—No, pero he oído hablar mucho de ella; yo hice la guerra con gallegos. ¿Conoce usted a uno que se llama Pepito Ferreiro?

—No, a ése no le conozco.

—Pues éramos muy amigos; ése y yo andábamos siempre juntos y el día que me dieron a mí el tiro; también se lo dieron a él; fue en la sierra de Alcubierre, en Zaragoza.

—¡Caray! Oiga, y los gallegos, ¿qué le parecemos?

—Buena gente, muy trabajadora y muy leal. Y, sin embargo, ya ve usted, por aquí, por Castilla tienen ustedes mala fama.

—¡Que le vamos a hacer!

—No es por halagar, pero yo me creo que eso no es más que la ignorancia.

—¡Quién sabe!

A medida que el viajero se va acercando a Sacedón, va viendo aparecer los viñedos y los bueyes tirando del arado. Pasan carros de mulas para arriba y para abajo y, de vez en cuando, cruza un camión cargado hasta los topes; a veces la guardia civil detiene algún camión; el estraperlo suelen llevarlo debajo de la carga. Des charrettes à mulets montent et descendent, et de temps en temps un camion chargé à ras bord traverse ; parfois la garde civile arrête un camion ; la contrebande est généralement transportée sous le chargement.

El terreno se va poblando y, a legua y media aún de Sacedón, se empieza el viajero a encontrar con las gentes que vuelven del campo, caminando por la cuneta en grupos de tres o cuatro, con la azada al hombro, el perrillo detrás y, algunos, con la dorada calabaza en bandolera o colgada del cinturón. Es la caída de la tarde y, al final, el tránsito de la carretera parece el de una calle de la ciudad, solo que todos en la misma dirección. A la entrada del pueblo hay una hermosa avenida de olmos y olmas. Los olmos son los que acaban en punta y las olmas son las que tienen un ramaje copudo, redondo, maternal.

En Sacedón se mete el viajero por el atajo del camposanto, camino que pronto desaparecerá bajo las aguas de un canal ya empezado a construir. A la izquierda, conforme se sube, queda la fábrica que dicen la Orujera, echando humo, como una máquina de tren, por su alta chimenea. Sacedón, que está rodeado de campos de trigo verde y lozano, parece un pueblo importante y muy industrioso. El caserío se extiende bastante y la torre de la iglesia destaca airosa sobre todo él. Le hameau est assez étendu et le clocher de l'église se dresse gracieusement au-dessus de tout cela.

En el frontón los mozos se ejercitan en el juego de pelota a mano. Hay bastante gente mirando, pero nadie, salvo dos o tres muchachos muy jóvenes, anima con sus gritos a las parejas. Los espectadores se limitan a mirar, en silencio pero con mucha atención, y a fumar pitillos. Como siempre pasa, hay un jugador zurdo —al que, como es natural, llaman el Zurdito— que es el mejor de todos; el viajero, profano en este juego, piensa que debe desorientar mucho que el otro le juegue a uno a contrarias.

Le pegan a la pelota Ils frappent la balle

los mozos en el frontón.

Un cura y un escribano

toman el último sol.

Unos gitanos discuten

a gritos, sin ton ni son.

Al llegar el viajero a la plaza es ya casi de noche.

Por la Entrepeña se marcha Pour l'Entrepeña, il s'agit de

— sangre de alacrán— el sol.

Yo no dan a la pelota Je ne frappe pas la balle

los mozos de Sacedón.

El viajero entra en el pueblo

casi, casi, de rondón. presque, presque, de manière détournée.

Tiene hambre y lo que busca

va a toparlo en el mesón: va le croiser au comptoir :

una botella de vino

y unas magras de lechón. et du cochon de lait maigre.

Unos feriantes de larga tralla y gorra de visera! Les forains avec un long treillis et une casquette à visière ! de color malva o rosa pálido, guardan una piara de dos docenas de cochinillos negros como el carbón y bullidores como criaturas. De couleur mauve ou rose pâle, ils élèvent un troupeau de deux douzaines de porcelets noirs comme le charbon et turbulents comme des créatures. Los cochinillos andan por el par de meses y están recién destetados; caen tres, y casi cuatro, en arroba, y piden por ellos de ciento cuarenta a ciento setenta duros, según sea hembras o machos. Les porcelets ont environ deux mois et viennent d'être sevrés ; ils tombent à trois, et presque quatre, dans l'arroba, et on leur demande de cent quarante à cent soixante-dix duros, selon qu'il s'agit de femelles ou de mâles. Aunque parezca raro, las hembras valen menos que los machos. Se suelen comprar para la matanza, porque el cerdo es la flor de la maravilla: en siete meses se ponen, con un poco de suerte, en once o doce arrobas y en ochocientos duros. Ils sont généralement achetés pour la boucherie, car le cochon est la fleur du merveilleux : en sept mois, ils sont, avec un peu de chance, onze ou douze arrobas et huit cents duros.

Un feriante de tralla, Un forain,

fiero bigote y bastón, moustache féroce et canne,

vende puercos a cien duros

a un hombre de posición.

Otro feriante lo mira

las manos en el blusón,

y en su mirar se adivina

bastante mala intención.

Dos guardiaciviles hablan,

quizás, del escalafón. perhaps, of the ladder. peut-être, de l'échelle.

Un fotógrafo ambulante

gestiona una ampliación.

Unos niños de doce años

se ensucian en un rincón.

Una muchacha soltera Une fille célibataire

los mira desde el balcón.

Sobre una ventana cuelgan Au-dessus d'une fenêtre

dos perdices y un pichón.

El viajero se sienta en un poyo de la plaza, dando espalda a la posada donde después dormirá, a descansar un rato al fresco y a hablar con Felipe el Sastre.

—¡Aquí sí que hay riqueza!

—Sí, eso parece.

—¡Vaya si la hay! En Sacedón no es como en otros pueblos; aquí, quien más quien menos, todos se van a dormir con la panza llena.

Al rato llega el autobús; ninguno de los pueblos que el viajero conoció, salvo Guadalajara, tiene ferrocarril. Au bout d'un moment, le bus arrive ; aucune des villes rencontrées par le voyageur, à l'exception de Guadalajara, n'est dotée d'un chemin de fer. El autobús abre sus puertas y la gente se tira abajo con una prisa tremenda; se conoce que iban muy mal. L'autobus ouvre ses portes et les gens sont jetés à terre en toute hâte ; on sait qu'ils étaient très mal en point. Una bandada de mozas y de chiquillos rodea a los viajeros entre un guirigay ensordecedor. Une ribambelle de jeunes filles et de jeunes garçons entourent les voyageurs dans un vacarme assourdissant. El pasaje del autobús es variopinto: una interminable familia de gitanos, unos niños pálidos y flacuchines que vienen a pasar unos días con los tíos del pueblo, unas campesinas ricas y bien vestidas, algún tratante de larga blusa negra y pañuelo de seda al cuello. Les passages du bus sont colorés : une interminable famille de gitans, des enfants pâles et maigres qui viennent passer quelques jours chez leurs oncles au village, des paysannes riches et bien habillées, un dealer avec une longue blouse noire et un foulard de soie autour du cou.

El viajero piensa que lo más prudente, por si acaso, será acercarse a la posada a disponer la cena y apalabrar la cama. Le voyageur juge prudent, au cas où, de se rendre à l'auberge pour y prendre un repas et un lit. La posada es un caserón grande, con mucho fondo. L'auberge est une grande maison, avec beaucoup de profondeur. Sobre el arco del portal se lee: “Parador”; en una esquina, en un pequeño letrero de loza: “Calle del Doctor Ramón y Cajal”, y encima de los balcones y cogiendo toda la fachada, “Posada de Francisco Pérez”. Francisco Pérez ya se ha muerto y la posada la regenta ahora su hijo Antonio Pérez. Francisco Pérez est aujourd'hui décédé et l'auberge est gérée par son fils Antonio Pérez. El viajero siente que el dueño actual no haya puesto su nombre en la fachada; a una jornada de Pastrana le hubiera hecho cierta ilusión dormir en una posada que se llamase “Posada de Antonio Pérez”.

En el zaguán, el viajero se topa con Martín, el viajero de comercio que conoció en Trillo y volvió a ver en Budia.

—Creí que no llegaba usted. -Je croyais que tu ne venais pas.

—Pues aquí me tiene.

—Yo estoy aquí desde ayer.

—Sí, pero usted vino en bicicleta. ¿Tendré cama?

—Sí, venga a ver al ama; yo ya la previne de que usted vendría.

El ama es una mujer joven y gorda, sana como la misma salud y colorada como una manzana.

—Ya me dijo aquí que iba a venir usted.

El viajero sonrió al viajante. El ama continuó:

—Lo que aquí no encontrará usted son refinamientos; pero limpieza y buena voluntad, sí.

—Muy bien.

—Y de cenar, ¿qué quiere usted? Poco tengo, pero de todo puede disponer: unos huevos, una ternera muy buena, unas truchas, algo de la matanza, unas patatas para adornar... De postre, puede usted tomar piña de frasco o unas guindas en aguardiente; si quiere algo de fruta, también le podré dar, y si le gusta el queso, malo será que no quede un poco por ahí. Je n'ai pas grand-chose, mais tu peux tout avoir : des œufs, un très bon veau, de la truite, quelque chose de l'abattoir, des pommes de terre pour garnir.... Pour le dessert, tu peux prendre un ananas en bocal ou des cerises aigres à l'eau-de-vie ; si tu veux des fruits, je peux t'en donner aussi, et si tu aimes le fromage, tant pis s'il n'y en a pas de reste. De vino no tengo mucho, debe quedar algo de rioja embotellado.

El viajero está espantado, atónito. Le voyageur est choqué, étonné. La mujer habla como disculpándose: se debe creer que en su casa ha entrado un duque. Sin duda alguna, el viajante le había hecho un cartel espléndido. Undoubtedly, the traveler had made him a splendid poster. Le voyageur lui avait sans doute fait une splendide affiche. Lo malo de que lo tomen a uno por rico viene a la hora de pagar. The downside of being taken for rich comes at the time of payment. L'inconvénient d'être pris pour un riche, c'est qu'il est temps de payer.

Mientras se prepara la cena, el viajero y su amigo Martín se van a un café a tomarse un vermú. El café está de bote en bote, la atmósfera se podría cortar con un cuchillo. Le café passe d'une cafetière à l'autre, l'atmosphère pourrait être coupée au couteau. En algunas mesas se juega al dominó y en otras al naipe. Certaines tables jouent aux dominos, d'autres aux cartes. Dos solitarios echan en un rincón una partida de ajedrez; tienen un aire grave, solemne, displicente. A su lado, en silencio, están tres o cuatro mirones con cara de cobistas; cuando uno de los jugadores saca un pitillo, el mirón más próximo se lo enciende; cuando avisa, con un gesto ambiguo, al camarero, el mirón que antes lo nota se encarga de chistar con fuerza, airadamente; cuando un peón, o un alfil, o un caballo ruedan debajo de la mesa, el mirón de turno se apresura a recogerlo. Lorsque l'un des joueurs sort une cigarette, le spectateur le plus proche l'allume pour lui ; lorsqu'il avertit le serveur d'un geste ambigu, le spectateur qui le remarque en premier pousse un cri de colère ; lorsqu'un pion, un fou ou un cavalier roule sous la table, le spectateur de service se précipite pour le ramasser. Así da gusto. C'est la voie à suivre.

El viajero está incómodo en el café.

—En cuanto nos tomemos el vermú nos vamos, ¿le parece?

—Como usted guste.

En la calle, a la luz del escaparate de un bazar, unas niñas cantan al corro: “Yo soy la viudita del conde Laurel, quisiera casarme y no tengo con quién”.

En el portal del parador está Felipe el Sastre hablando con unos arrieros. Al burro le ha dado una brazada de pienso y lo ha dejado en la cuadra. Il donna à l'âne une brassée de nourriture et le laissa dans l'étable. Cuando el viajero entra, Felipe el Sastre se le acerca.

—Bueno, yo ya me podré marchar.

—No, hombre, ahora no. Descanse un poco y váyase de madrugada. Yo le invito a cenar.

—No se moleste, yo he traído algo.

—¡Qué más da! Guárdeselo para el camino. Gardez-le pour la route. Ahora cena usted con este amigo y conmigo.

—Bueno, ¡si usted lo manda!

Felipe el Sastre, el viajante Martín y el viajero cenaron en un comedor chiquito, reluciente, bien puesto; en un comedor que, según se echaba de ver, no se abría sino en señaladas ocasiones. Durante la cena se metió en el comedor un tratante pelirrojo, patilludo y miope, como de unos cincuenta años, que se encaró con el viajero y le espetó a boca jarro: During dinner, a red-haired, short-sighted, short-eyed, red-haired dealer, about fifty years old, came into the dining room and confronted the traveler with a loud remark: Pendant le dîner, un croupier d'une cinquantaine d'années, roux et myope, entre dans la salle à manger, fait face au voyageur et lui crache dessus à tue-tête :

—Oiga, ¿usted no vende chapetas para las gaseosas? -Hey, don't you sell caps for sodas? -Vous ne vendez pas de bouchons pour les boissons gazeuses ?

—No, yo no.

—¿Y no las ha vendido nunca?

—No, señor, yo jamás he vendido chapetas para las gaseosas.

El hombre hizo un gesto de resignación, dio media vuelta y se marchó. El ama explicó después al viajero que, dos o tres años atrás, al hombre de las patillas y de las gafas, que tenía una fabriquita de espumosos en Priego de Cuenca, le habían colocado una partida de cinco mil chapetas todas oxidadas. La maîtresse explique alors au voyageur qu'il y a deux ou trois ans, l'homme aux favoris et aux lunettes, qui possédait une petite fabrique de vin mousseux à Priego de Cuenca, s'était vu remettre un lot de cinq mille plaques rouillées.

—El viajante de las chapetas era así como de su parecer, alto y con el pelo castaño. Le voyageur des chapetas était à peu près aussi grand et brun qu'il en avait l'air.

Después de la cena opípara, el viajero enciende un puro que no tira. Après un somptueux dîner, le voyageur allume un cigare qu'il ne jette pas. Le pone camiseta, pero el puro sigue sin tirar. Il met un T-shirt, mais le cigare ne tire toujours pas. En vista de eso lo deja casi entero, en un cenicero de metal, con una escena del Quijote en relieve, que está lleno de colillas. Están un rato de charla de sobremesa y el viajero ayuda a su amigo el viajante a trazar su próximo itinerario sobre la guía Michelín. El viajante está encantado.

—Con mi burra de acero yo llego hasta Siberia. Ya lo tengo pensado: o me hago rico o reviento.

Felipe el Sastre se despidió para irse a dormir un rato y los otros dos amigos salieron a dar una vuelta por el pueblo.

—¿Tomamos café?

—Bueno, lo que usted diga.

Tomaron café de pie, en el mostrador del café.

—Ahora, si usted quiere, podemos ir a saludar a un amigo mío. Es muy buen chico y no lo veo desde hace tiempo.

—Muy bien, vamos allá.

El amigo de Martín tenía un alquiler de bicicletas. Martín hizo la presentación:

—Aquí, un señor de Madrid; aquí, Paco, al que le decimos el “Piñón Libre”. Este chico bien entrenado sería un Delio Rodríguez.

Paco, el “Piñón Libre”, estaba rodeado de amigos en su tienda. Era un poco un héroe popular, y sin duda, uno de los mejores ciclistas de la provincia.

La tertulia hablaba de la Vuelta a España.

—Carretero ya no es el que fue, ya lo vemos, y Delio..., pues mira, a fuerza de coraje, se va imponiendo. Lleva buenos compañeros, eso es todo; el que corre solo es un desgraciado, para eso más vale quedarse en casa.

El viajero asiente a todo con la cabeza.

Sacedón es un pueblo donde la gente trasnocha, por lo menos en este tiempo. Son ya las doce dadas cuando los amigos se vuelven a la posada, y en los poyos de la plaza y a las puertas de las casas se ven aún grupos de gentes que toman el fresco en silencio.

En el zaguán de la posada duermen, envueltos en sus mantas, diez o doce muleros y tratantes; en un rincón ronca el dueño de la fábrica de espumosos y, poco más adelante, hecho un ovillo, descansa Felipe el Sastre.

En la cocina todavía se siente trajinar. El ama y dos criadas van y vienen de un lado para otro, secando platos, colocando las cosas en su sitio. Al lado del fuego bajo, ya casi consumido, un hombre dormita y un gato duerme. Los cucharones de cobre relucen, desde la pared, limpios como la patena, y la batería de aluminio forma, ordenada por tamaños, en el vasar.

El viajero da las buenas noches al ama y sube a su habitación. Martín se escabulle y se va; según al viajero le pareció entender, un poco al vuelo, en el alquiler de bicicletas, Martín era un hombre de cierta fortuna con las mujeres. El viajero se lo dio a entender, medio en broma, y Martín se esponjó como un palomo; no cabía en su pellejo.

La habitación del viajero era exterior, con un gran balcón que daba a la plaza —mejor dicho, a la calle del Doctor Ramón y Cajal—, con dos camas y un lavabo. En el suelo, al lado de su cama, el viajero encontró, bien ordenado, su equipaje. Sobre la mesa de noche había un bonito verre d'eau con florecitas azules de tallo marrón y hojas verdes, y debajo de la cama asomaba un bacín de loza monumental, un bacín de cinco cuartillos. El viajero miró debajo de la otra cama y vio una bacinilla pequeña, medio desportillada, ruin, canija, sin lustre.

Ya acostado, el viajero fumó un pitillo y después apagó la luz. Estaba cansado y no tardó en dormirse. La cama estaba limpia y el colchón era espléndido, y el viajero durmió suavemente, sin sobresaltos ni pesadillas, durante nueve horas seguidas.

La otra cama seguía intacta. Martín, por lo visto, no había marrado el golpe. Martin, apparently, had not missed the shot.

Al bajar a desayunar, el viajero se encontró a Martín, muy bien afeitado y muy bien peinado, con camisa limpia y los zapatos lustrosos, que estaba sentado en el comedor leyendo el periódico.

—Yo leo siempre este periódico, trae muchas noticias de por aquí.

El periódico era El Alcázar, de Madrid, edición para Guadalajara.

Martín, muy diligente, se acercó a la cocina a decir que trajeran el desayuno. Sobre la mesa estaba el cenicero de metal, que ahora aparecía recién limpió, y en medio del cenicero, solitaria y orgullosa, como una reina, la colilla de puro que el viajero había dejado la noche anterior; realmente, la colilla era impresionante. Durante el desayuno —huevos fritos con torreznos, café con leche con pan y mantequilla, y fruta— el viajero habla con Martín.

—¿Qué tal anoche?

Martín sonríe con un gesto de colegial picardeado y no responde. Antes de salir, el viajero se llega a la cocina, a ver al ama.

—Oiga, señora, yo me voy a dar una vuelta por la calle y después me marcharé de Sacedón. ¿Quiere usted darme la cuenta?

—Sí, señor; aquí la tengo apuntada, son cincuenta y cinco pesetas.

—No, apúnteme todo, la cena de los dos amigos de anoche y el desayuno de hoy del señor Martín; ya le dije que yo invitaba.

—Sí, señor, ya está apuntado todo: treinta y seis pesetas las cenas, un duro las camas y doce pesetas los dos desayunos; de servicio le he puesto dos pesetas para redondear. El viajero miró la cuenta, por hacer algo, y pagó.

Quiso dar un duro de propina y no se lo cogieron.

—¿Puedo dejar aquí el macuto, hasta que venga a recogerlo?

—Sí, señor; yo se lo guardaré en la cocina.

El viajero salió a pasear un poco por el pueblo.

Sacedón es un pueblo hermoso y de calles anchas, abiertas. Hay varias casas de tres pisos y muchos comercios bien abastecidos. Martín le explica cuáles comercios son clientes suyos y cuáles no.

Un pelliquero tiene de muestra, en su puerta, un garduño disecado, relleno de paja. El pelliquero es un viejo zorro, mañoso y con mucha recámara. The pelliquero is an old fox, crafty and with a lot of room. Es afable y sonriente, pero no suelta prenda.

—Ahora no es como antes; ahora, para malcomer, hay que sudarlas. -Now it's not like before; now, in order to eat, you have to sweat it out.

Se llama Pío y, por mal nombre, le dicen tío Gato. Es pequeño de estatura, duro de barba y bisojo de mirar; lleva un duro mandil de correjel y se toca con una boina capona y cochambrosa. He is small in stature, stiff bearded and with a short look; he wears a hard correjel apron and wears a capon and a drab beret. Su tienda es pequeña también y maloliente, destartalada y revuelta. Colgada de la pared duerme la garatura; sobre una mesa descansa la estira de cobre, esperando la flor del cordobán que se ha de comer; por los bordes de unas turmas de toro disecadas asoman sus orejas el descamador, el escalpelo y el debó; las vasijas de la garrobilla y del tanino reposan en un rincón. Hanging on the wall, the garatura sleeps; on a table rests the copper stretcher, waiting for the cordovan flower to be eaten; the scaler, the scalpel and the debó stick out their ears from the edges of some stuffed bull's horns; the garrobilla and tannin pots rest in a corner.

—¿Se trabaja mucho?

—Nada, no haga usted caso, casi no se puede ni ir tirando.

Después Martín explica al viajero que el tío Gato, en el pueblo, tiene fama de rico e incluso de millonario.

Un tonto está sentado al sol, hartándose de albaricoques.

—Mire usted ése; ése sí que entiende la vida.

—¡Hombre, regular!

Al llegar a la plaza, el viajero ve el autobús que se apresta a la salida, y tiene un mal pensamiento. Recoge su morral y se despide del ama de la posada.

—¿Se va usted contento?

—Sí, señora, muy contento.

—¿Le hemos servido bien?

—Muy bien, sí, señora.

—Bueno, pues ya sabe usted dónde nos deja.

—Descuide, no lo olvidaré.

—¿Se va usted en el coche de línea? -Are you leaving in the line car?

El viajero se sonroja.

—Sí, pero nada más que un poco.

—¿Hasta el empalme de Tendilla?

—Eso, hasta el empalme de Tendilla.