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El Alquimista, El Alquimista Episodio 15

El Alquimista Episodio 15

Pero el Inglés pareció no darle importancia.

-En cierta manera, yo también -dijo.

-Y ni siquiera sé lo que quiere decir Alquimia -añadió el muchacho, cuando el dueño del almacén empezó a llamarlos para que salieran.

-Yo soy el Jefe de la Caravana -dijo un señor de barba larga y ojos oscuros-.

Tengo poder sobre la vida y la muerte de las personas que viaja n conmigo.

Porque el desierto es una mujer caprichosa que a veces enloquece a los hombres. Eran casi doscientas personas, y el doble de animales: camellos, caballos, burros, aves.

El Inglés llevaba varias maletas llenas de libros. Había mujeres, niños, y varios hombres con espadas en la cintura y

largas espingardas al hombro.

Una gran algarabía llenaba el lugar, y el Jefe tuvo que repetir varias veces sus palabras para que todos lo oyesen. -Hay varios hombres y dioses diferentes en el corazón de estos hombres.

Pero mi único Dios es Alá, y por él juro que haré todo lo posible para vencer una vez más al desierto.

Ahora quiero que cada uno de vosotros jure por el Dios en el que cree, en el fondo de su corazón, que me obedecerá en cualquier circunstancia. En el desierto, la desobediencia significa la muerte. Un murmullo recorrió a todos los presentes, que estaban jurando en voz baja ante su Dios.

El muchacho juró por Jesucristo. El Inglés permaneció en silencio. El murmullo se prolongó más de lo necesario para un simple juramento, porque las personas también estaban pidiendo protección al cielo.

Se oyó un largo toque de clarín y cada cual montó en su animal.

El muchacho y el Inglés habían comprado camellos, y montaron en ellos con cierta dificultad. Al muchacho le dio lástima el camello del Inglés: iba cargado con pesadas maletas llenas de libros. -No existen las coincidencias -dijo el Inglés intentando continuar la conversación que habían iniciado en el almacén-.

Fue un amigo quien me trajo hasta aquí porque conocía a un árabe que... Pero la caravana se puso en marcha y le resultó imposible escuchar lo que el Inglés estaba diciendo.

No obstante, el muchacho sabía exactamente de qué se trataba: era la cadena misteriosa que va uniendo una cosa con otra, la misma que lo había llevado a ser pastor, a tener el mismo sueño repetido, a estar en una ciudad cerca de África, y a encontrar en la plaza a un rey, a que le robaran para conocer a un mercader de cristales, y... «Cuanto más se aproxima uno al sueño, más se va convirtiendo la Leyenda Personal en la verdadera razón de vivir», pensó el muchacho.

La caravana se dirigía hacia poniente.

Viajaban por la mañana, paraban cuando el sol calentaba más, y proseguían al atardecer. El muchacho conversaba poco con el Inglés, que pasaba la mayor parte del tiempo entretenido con sus libros. Entonces se dedicó a observar en silencio la marcha de animales y hombres por el desierto.

Ahora todo era muy diferente del día en que partieron. Aquel día de confusión, gritos, llantos, criaturas y relinchos de animales se mezclaban con las órdenes nerviosas de los guías y de los comerciantes.

En el desierto, en cambio, reinaba el viento eterno, el silencio y el casco de los animales.

Hasta los guías conversaban poco entre sí. -He cruzado muchas veces estas arenas -dijo un camellero cierta noche-.

Pero el desierto es tan grande y los horizontes tan lejanos que hacen que uno se sienta pequeño y permanezca en silencio.

El muchacho entendió lo que el camellero quería decir, aun sin haber pisado nunca antes un desierto.

Cada vez que miraba el mar o el fuego era capaz de quedarse horas callado, sin pensar en nada, sumergido en la inmensidad y la fuerza de los elementos. «Aprendí con las ovejas y aprendí con los cristales -pensó-.

Puedo aprender también con el desierto. Él me parece más viejo y más sabio.» El viento no paraba nunca. El muchacho se acordó del día en que sintió ese mismo viento, sentado en un fuerte en Tarifa. Tal vez ahora estaría rozando levemente la lana de sus ovejas, que seguían en busca de alimento y agua por los campos de Andalucía. «Ya no son mis ovejas -se dijo sin nostalgia-.

Deben de haberse acostumbra do a otro pastor y ya me habrán olvidado. Es mejor así. Quien está acostumbrado a viajar, como las ovejas, sabe que siempre es necesario partir un día.» También se acordó de la hija del comerciante y tuvo la seguridad de que ya se habría casado.

Quién sabe si con un vendedor de palomitas, o con un pastor que como él supiera leer y contase historias extraordinarias; al fin y al cabo, él no debía de ser el único. Pero se quedó impresionado con su presentimiento: quizá él estuviese aprendiendo también esta historia del Lenguaje Universal, que sabe el pasado y presente de todos los hombres. «Presentimientos», como acostumbraba decir su madre. El muchacho comenzó a entender que los presentimientos eran las rápidas zambullidas que el alma daba en esta corriente Universal de vida, donde la historia de todos los hombres está ligada entre sí, y podemos saberlo todo, porque todo está escrito. -Maktub -dijo el muchacho recordando las palabras del Mercader de Cristales.

El desierto a veces se componía de arena y otras veces de piedra.

Si la caravana llegaba frente a una piedra, la contorneaba; si se encontraba frente a una roca, daba una larga vuelta. Si la arena era demasiado fina para los cascos de los camellos, buscaban un lugar donde fuera más resistente. En algunas ocasiones el suelo estaba cubierto de sal, lo cual indicaba que allí debía de haber existido un lago. Los animales entonces se quejaban, y los camelleros se bajaban y los descargaban.

Después se colocaban las cargas en su propia espalda, pasaban sobre el suelo traicionero y nuevamente cargaban a los animales.

Si un guía enfermaba y moría, los camelleros echaban suertes y escogían a un nuevo guía. Pero todo esto sucedía por una única razón: por muchas vueltas que tuviera que dar, la caravana se dirigía siempre a un mismo punto.

Una vez vencidos los obstáculos, volvía a colocarse de nuevo hacia el astro que indicaba la posición del oasis.

Cuando las personas veían aquel astro brillando en el cielo por la mañana, sabían que estaba señalando un lugar con mujeres, agua, dátiles y palmeras. El único que no se enteraba de todo eso era el Inglés, pues se pasaba la mayor parte del tiempo sumergido en la lectura de sus libros.


El Alquimista Episodio 15 The Alchemist Episode 15

Pero el Inglés pareció no darle importancia.

-En cierta manera, yo también -dijo.

-Y  ni siquiera sé lo que quiere decir Alquimia -añadió el muchacho,  cuando el dueño del almacén empezó a llamarlos para que salieran.

-Yo soy el  Jefe de la Caravana -dijo un señor de barba larga y ojos oscuros-.

Tengo poder sobre la vida y la muerte de las personas que viaja n conmigo.

Porque el desierto es una mujer caprichosa que a veces enloquece a los hombres. Eran  casi doscientas personas, y el doble de animales: camellos, caballos, burros, aves.

El Inglés llevaba  varias maletas llenas de libros. Había  mujeres, niños, y varios hombres con espadas en la cintura y

largas espingardas al hombro.

Una gran algarabía llenaba el lugar, y  el Jefe  tuvo que repetir varias veces sus palabras para que todos lo oyesen. -Hay  varios hombres y dioses diferentes en el corazón de estos hombres.

Pero mi único Dios es Alá, y por él juro que haré todo lo posible  para vencer una vez más al desierto.

Ahora quiero que cada uno  de vosotros jure por el Dios en el que cree, en el fondo de su corazón,  que me obedecerá en cualquier circunstancia. En el desierto, la desobediencia significa la muerte. Un  murmullo recorrió a todos los presentes, que estaban jurando en voz baja ante su Dios.

El  muchacho juró por Jesucristo. El Inglés permaneció en silencio. El murmullo se prolongó más de lo necesario para  un simple juramento, porque las personas también estaban pidiendo protección al cielo.

Se  oyó un largo toque de clarín y cada cual montó en su animal.

El muchacho y el Inglés habían comprado camellos, y montaron en ellos con  cierta dificultad. Al muchacho le dio lástima el camello del Inglés: iba cargado con pesadas maletas llenas de libros. -No  existen las coincidencias -dijo el Inglés intentando continuar la  conversación que habían iniciado en el almacén-.

Fue un amigo quien me trajo hasta aquí porque conocía a un árabe que... Pero  la caravana se puso en marcha y le resultó imposible escuchar lo  que el Inglés estaba diciendo.

No obstante, el muchacho sabía exactamente  de qué se trataba: era la cadena misteriosa que va uniendo una cosa con otra, la misma que lo había llevado a ser pastor, a tener el  mismo sueño repetido, a estar en una ciudad cerca de África, y a encontrar  en la plaza a un rey, a que le robaran para conocer a un mercader de cristales, y... «Cuanto más  se aproxima uno al sueño, más se va convirtiendo la Leyenda  Personal en la verdadera razón de vivir», pensó el muchacho.

La  caravana se dirigía hacia poniente.

Viajaban por la mañana, paraban  cuando el sol calentaba más, y proseguían al atardecer. El muchacho conversaba poco  con el Inglés, que pasaba la mayor parte del tiempo entretenido con sus libros. Entonces  se dedicó a observar en silencio la marcha de animales y hombres por el  desierto.

Ahora todo era muy diferente del día en que partieron. Aquel día de confusión, gritos, llantos, criaturas y relinchos de animales se mezclaban con las órdenes  nerviosas de los guías y de los comerciantes.

En  el desierto, en cambio, reinaba el viento eterno, el  silencio y el casco de los animales.

Hasta los guías conversaban poco entre sí. -He  cruzado muchas veces estas arenas -dijo un camellero cierta noche-.

Pero el desierto es tan grande y los horizontes tan lejanos que hacen que uno se sienta pequeño y permanezca en silencio.

El  muchacho entendió lo que el camellero quería decir, aun sin haber  pisado nunca antes un desierto.

Cada vez que miraba el mar o el fuego era capaz de quedarse horas callado, sin pensar en nada, sumergido en la inmensidad y la fuerza de los elementos. «Aprendí  con las ovejas y aprendí con los cristales -pensó-.

Puedo aprender también con el  desierto. Él me parece más viejo y más sabio.» El  viento no paraba nunca. El muchacho se acordó del día en que sintió  ese mismo viento, sentado en un fuerte en Tarifa. Tal vez ahora estaría rozando levemente la  lana de sus ovejas, que seguían en busca de alimento y agua por los campos de Andalucía. «Ya  no son mis ovejas -se dijo sin nostalgia-.

Deben de haberse acostumbra do a otro pastor y ya me habrán olvidado. Es mejor así. Quien está acostumbrado a viajar, como  las ovejas, sabe que siempre es necesario partir un día.» También se acordó de  la hija del comerciante y tuvo la seguridad de  que ya se habría casado.

Quién sabe si con un vendedor de palomitas,  o con un pastor que como él supiera leer y contase historias extraordinarias;  al fin y al cabo, él no debía de ser el único. Pero se quedó  impresionado con su presentimiento: quizá él estuviese aprendiendo  también esta historia del Lenguaje Universal, que sabe el pasado  y presente de todos los hombres. «Presentimientos», como acostumbraba decir su  madre. El muchacho comenzó a entender que los presentimientos eran las rápidas zambullidas  que el alma daba en esta  corriente Universal de vida, donde la historia de todos los hombres  está ligada entre sí, y podemos saberlo todo, porque todo está escrito. -Maktub -dijo el  muchacho recordando las palabras del Mercader de Cristales.

El  desierto a veces se componía de arena y otras veces de piedra.

Si la  caravana llegaba frente a una piedra, la contorneaba; si se encontraba  frente a una roca, daba una larga vuelta. Si la arena era demasiado fina para  los cascos de los camellos, buscaban un lugar donde fuera más  resistente. En algunas ocasiones el suelo estaba cubierto de sal, lo cual  indicaba que allí debía de haber existido un lago. Los animales entonces  se quejaban, y los camelleros se bajaban y los descargaban.

Después  se colocaban las cargas en su propia espalda, pasaban sobre el suelo  traicionero y nuevamente cargaban a los animales.

Si un guía enfermaba  y moría, los camelleros echaban suertes y escogían a un nuevo guía. Pero todo esto sucedía por una  única razón: por muchas vueltas que tuviera que dar, la caravana se  dirigía siempre a un mismo punto.

Una vez vencidos  los obstáculos, volvía a colocarse de nuevo hacia el astro que indicaba la posición  del oasis.

Cuando las personas veían aquel  astro brillando en el cielo por la mañana, sabían que estaba señalando  un lugar con mujeres, agua, dátiles y palmeras. El único que no se enteraba de todo  eso era el Inglés, pues se pasaba la mayor parte del tiempo sumergido en la lectura de sus libros.